—No lo estaba —protestó Gerard—. Se encontraba sentado en un camastro. Posteriormente lo vi levantarse y caminar.
—Y yo te estoy diciendo que estaba muerto —insistió la mujer mientras se volvía para mirarlo—. No te culpo por no creerme. Yo tampoco podía creerlo, pero... Galdar me llevó a verlo...
Gerard la observó con suspicacia.
—¿Estás ebria?
—¡Ojalá lo estuviera! —replicó Odila con una repentina y salvaje vehemencia—. Dudo que haya bastante aguardiente enano en el mundo para hacerme olvidar lo que he visto. Estoy completamente sobria, Gerard. Lo juro.
Él la observó atentamente. Los ojos de la mujer brillaban decididos, su voz temblorosa pero clara, sus palabras eran coherentes.
—Te creo —dijo lentamente—, pero no lo entiendo. ¿Cómo podía estar muerto Palin cuando le vi sentado, de pie y caminando?
—A él y al otro hechicero los mataron en la Torre de la Alta Hechicería. Galdar se encontraba allí. Me contó lo ocurrido. Murieron, y entonces Mina y Galdar descubrieron que ese kender al que buscaban estaba en la Torre. Fueron a buscarlo, pero lo perdieron. El Único castigó a Mina por dejarlo escapar. Mina dijo que necesitaba a los hechiceros para encontrarlo y... Y ella... Los volvió a la vida.
—Pues si lo hizo, ellos no parecían muy complacidos —comentó Gerard al recordar los ojos vacíos de Palin, su mirada ausente.
—Hay una razón para ello —contestó Odila con voz apagada—. Les devolvió la vida, pero no sus almas. El Único las tiene subyugadas. Carecen de voluntad para pensar o actuar por su cuenta. Sólo son marionetas, y el Único sostiene las cuerdas. Galdar dice que cuando capturen al kender, los hechiceros sabrán cómo manejarlo a él y al artefacto que lleva consigo.
—¿Y crees que dice la verdad?
—Sé que la dice. Fui a ver a tu amigo Palin. Su cuerpo está vivo, pero no sus ojos. Los dos son cadáveres, Gerard. Cadáveres andantes. Carecen de voluntad propia, hacen lo que Mina les ordena. ¿No te pareció extraño el modo en que ambos permanecían sentados, mirando al vacío?
—Son hechiceros —argumentó el caballero sin convicción, como una justificación.
Ahora que pensaba en ello, se preguntó cómo no había imaginado que algo iba mal. La idea le revolvió el estómago. Odila se humedeció los labios.
—Hay algo más —dijo, bajando la voz hasta reducirla a un susurro tan quedo que Gerard tuvo que esforzarse para oírla—. Galdar me contó que el Único se siente tan complacido con eso que ha ordenado a Mina que utilice a los muertos en la batalla. No sólo los espíritus, Gerard. Se supone que tiene que devolverles la vida a los cuerpos.
Gerard la miró estupefacto.
—No importa si Mina ataca Sanction con un ejército ridículamente pequeño —continuó Odila sin ciarle un respiro—. Ninguno de sus soldados morirá. Si caen en la lucha, Mina se limitará a volverlos a la vida y enviarlos de vuelta a la batalla.
—Odila —intervino Gerard con un timbre de urgencia—, tenemos que marcharnos de aquí. Los dos. No quieres quedarte, ¿verdad? —preguntó, asaltado por una repentina incertidumbre.
—No —repuso categóricamente la mujer—. Después de esto, no. Lamento haber buscado a ese dios Único.
—¿Por qué lo hiciste?
—No lo entenderías —contestó Odila a la par que sacudía la cabeza.
—Quizá sí. ¿Por qué crees que no?
—Eres tan... independiente. No necesitas a nadie ni nada. Tienes las ideas claras. Sabes quién eres.
—Mollete de Maíz —dijo él, recordando el despectivo mote que la mujer le había puesto. Había esperado hacerla sonreír, pero Odila ni siquiera pareció oírlo. Hablar de sus sentimientos no le resultaba fácil—. Busco respuestas, como tú —confesó torpemente—. Como todo el mundo. Y para encontrar respuestas hay que hacer preguntas, según tus propias palabras. —Gesticuló hacia el exterior del templo, a la escalinata donde los fieles se congregaban a diario—. Es lo que les pasa a la mitad de los que vienen aquí. Son como perros hambrientos. Su hambre de creer en algo es tan grande que cogen lo primero que se les ofrece y se lo tragan sin pensar siquiera que puede estar envenenado.
—Yo me lo tragué —admitió ella con un suspiro—. Anhelaba lo que todos afirmaban tener en otros tiempos. Tenías razón cuando dijiste que esperaba que el Único arreglara mi vida. Que lo mejorara todo. Que acabara con la soledad y el temor... —Calló, azorada por haber revelado demasiado.
—No creo que ni siquiera los antiguos dioses hicieran eso, al menos a juzgar por lo que me contaron —arguyo Gerard—. Desde luego, Paladine no resolvió los problemas de Huma. Si acaso, le dio más.
—A menos que creas que Huma eligió hacer lo que hizo y que Paladine le dio fortaleza para llevarlo a cabo —musitó Odila. Hizo una pausa y después añadió con abatimiento—: No podemos hacer nada contra este dios, Gerard. ¡He visto sus designios! He visto el inmenso poder que posee. ¿Cómo puede detenerse a un dios tan poderoso?
Odila enterró la cara en las manos.
—Lo he estropeado todo. Te he arrastrado al peligro. Sé el motivo por el que te has quedado en Solanthus, y no intentes negarlo. Te quedaste porque estabas preocupado por mí.
—Nada de eso importa ahora, porque los dos nos vamos a marchar —dijo firmemente Gerard—. Mañana, cuando las tropas se pongan en marcha, Mina y Galdar estarán ocupados con sus cometidos. Habrá tal confusión que nadie nos echará de menos.
—Quiero salir de aquí —manifestó enérgicamente la mujer, que se incorporó de un salto—. Marchémonos ahora. No quiero pasar un solo minuto más en este espantoso lugar. Todos duermen. Nadie me echará de menos. Iremos a tu alojamiento...
—Tendremos que marcharnos por separado. A mí me siguen. Sal tú antes y yo vigilaré.
Siguiendo un impulso, Odila le cogió de la mano y la apretó con fuerza.
—Agradezco todo lo que has hecho por mí, Gerard. Eres un verdadero amigo.
—Ve, deprisa —la instó él—. Yo vigilaré.
La mujer le soltó la mano tras apretársela de nuevo y echó a andar hacia las puertas del templo que nunca estaban atrancadas, ya que se animaba a los seguidores del Único a entrar a cualquier hora, de día o de noche. Odila empujó con impaciencia las puertas y éstas giraron silenciosamente sobre los goznes bien engrasados. Gerard iba a seguirla cuando oyó un ruido en el altar. Miró en aquella dirección, pero no vio nada. Las llamas de las velas ardían sin oscilar. No había entrado nadie. Con todo, estaba seguro de haber oído algo. Seguía mirando al altar cuando oyó que Odila soltaba una exclamación ahogada.
Giró rápidamente la cabeza, con la mano en la empuñadura de la espada. Esperaba encontrarse con que la acosaba algún guardia, y por ello le sorprendió verla de pie en las puertas, sola.
—¿Qué pasa ahora? —No se atrevió a acercarse a la mujer. La persona que lo seguía estaría vigilándolo—. Cruza las malditas puertas, ¿quieres?
Odila se volvió para mirarlo. Su cara resaltaba tan blanca en la oscuridad que le trajo a la memoria el desagradable recuerdo de los espíritus de los muertos.
Cuando habló lo hizo en un ronco susurro que le llegó claramente en la quietud de la noche.
—¡No puedo irme!
Gerard maldijo entre dientes. Asiendo firmemente la espada avanzó pegado a la pared con la esperanza de pasar inadvertido. Al llegar cerca de las puertas lanzó una mirada iracunda a la mujer.
—¿Qué quieres decir con que no puedes irte? —demandó con un timbre bajo e irritado—. He arriesgado el cuello por venir aquí, y así me condene si me marcho sin ti. Aunque tenga que llevarte a...
—¡No he dicho que no quiera! —replicó Odila, que respiraba entre jadeos—. ¡He dicho que no puedo!
Dio un paso hacia la salida, con las manos extendidas. Al acercarse al umbral sus movimientos se tornaron lentos, como si vadeara un río e intentara avanzar contracorriente. Finalmente se detuvo y sacudió la cabeza.
—¡No... puedo! —repitió con voz ahogada.
Gerard la miraba perplejo. Odila lo había intentado, eso era indiscutible, pero también resultaba obvio que algo le impedía salir.
Su mirada se desvió del rostro aterrado de la mujer al medallón que llevaba al cuello, y lo señaló.
—¡El medallón! ¡Quítatelo!
Odila alzó la mano hacia el colgante. Apartó bruscamente los dedos al tiempo que soltaba un grito de dolor.
Gerard agarró el medallón con el propósito de quitárselo de un tirón.
Una fuerte sacudida lo lanzó trastabillando contra las puertas. La mano le ardía y le palpitaba con un dolor punzante. Miró con impotencia a la mujer, que le devolvió la mirada con igual impotencia.
—No entiendo... —empezó Odila.
—Y, sin embargo, la explicación es de lo más sencillo —dijo una voz suave.
Con la mano en la empuñadura de la espada, Gerard giró sobre sus talones y se encontró con Mina de pie en el umbral.
—Quiero irme —dijo Odila, consiguiendo con un gran esfuerzo mantener la voz firme—. Tienes que dejarme marchar. No puedes retenerme contra mi voluntad.
—No te estoy reteniendo, Odila —contestó Mina.
La solámnica trató de cruzar las puertas una vez más. Prietas las mandíbulas, forzó todos sus músculos.
—¡Mientes! —gritó—. ¡Me has lanzado un conjuro!
—No soy hechicera —dijo Mina a la par que extendía las manos—. Lo sabes. Como también sabes qué te retiene aquí.
Odila sacudió la cabeza violentamente, negando.
—Tu fe —sentenció Mina.
La mujer solámnica la miró de hito en hito, desconcertada.
—Yo no...
—Oh, sí. Crees en el dios Único. Lo dijiste tú misma. «He visto sus designios. He visto el inmenso poder que posee.» Pusiste tu fe en el Único, Odila, y a cambio el dios reclama tu servicio.
—La fe no debería hacer de nadie un prisionero —manifestó Gerard, enfurecido.
Mina volvió los ojos hacia él y el caballero vio, consternado, las imágenes de miles de personas atrapadas en sus ambarinas profundidades. Tuvo la espantosa sensación de que si se quedaba mirando el tiempo suficiente, acabaría también allí.
—Descríbeme lo que es un servidor fiel —lo instó Mina—. O, mejor aún, un caballero fiel. Uno que es leal a su Orden. ¿Qué ha de hacer para que se le describa como «leal»?
Gerard mantuvo un obstinado silencio, pero dio lo mismo porque Mina respondió a su propia pregunta. Su tono era ferviente y sus ojos brillaban con una luz interior.
—Un servidor fiel actúa con lealtad y sin cuestionar los cometidos que le encarga su señor. A cambio, su señor lo viste y lo alimenta y lo protege de sufrir daño. Si el sirviente es desleal, si se rebela contra su señor, se le castiga. Ocurre igual con el caballero leal que está obligado a obedecer a su superior. Si no cumple con su deber o se rebela contra la autoridad, ¿qué le ocurre? Es castigado por romper su juramento. Hasta los solámnicos castigarían a un caballero así, ¿no es cierto, sir Gerard?
«Ella es la servidora fiel —comprendió Gerard—. Es el caballero leal. Y ello la hace peligrosa, quizá la persona más peligrosa que haya pisado Krynn jamás.»
Su argumento estaba viciado. Gerard lo sabía en lo más profundo de su ser, pero no se le ocurría por qué. No mientras siguiera contemplando aquellos ojos ambarinos.
Mina le sonrió dulcemente. Al no responderle, dio por hecho que había ganado. Volvió los ojos ambarinos hacia Odila.
—Niega que crees en el Único, Odila, y podrás marcharte libremente —le dijo.
—Sabes que no puedo —contestó la solámnica.
—Entonces, la fiel servidora del Único permanecerá aquí para cumplir con sus deberes. Regresa a tus aposentos, Odila. Es tarde. Necesitas descansar, porque mañana tenemos que preparar muchas cosas para la batalla que será la caída de Sanction.
Odila inclinó la cabeza y se dispuso a obedecer.
—¡Odila! —se arriesgó a llamarla Gerard.
La mujer continuó caminando y no se volvió a mirarlo.
Mina la siguió con la mirada y después se giró hacia Gerard.
—¿Te veremos entre las filas de nuestros caballeros mientras marchamos triunfantes a Sanction, sir Gerard? ¿O tienes otros deberes que te reclaman en algún otro lugar? Si es así, puedes irte. Tienes mis bendiciones y las del Único.
«¡Lo sabe! —comprendió Gerard—. Sabe que soy un espía, y aun así no hace nada. ¡Incluso me ofrece la oportunidad de marcharme! ¿Por qué no ordena detenerme? ¿O que me torturen? ¿O que me maten?»
De repente deseó que la muchacha lo hiciera. Hasta la muerte sería mejor que la idea de saber en su fuero interno que lo estaba utilizando, dejando que creyera que actuaba por propia iniciativa cuando, todo el tiempo, hiciera lo que hiciese, estaba ejecutando la voluntad del Único.
—Marcharé con vosotros —dijo Gerard, sombrío, y pasó ante la joven en dirección a las puertas.
En la escalinata del templo se detuvo, miró la oscuridad que envolvía el edificio, y anunció en voz alta:
—¡Regreso a mi alojamiento! Intenta no retrasarte, ¿quieres?
Cuando entró en su cuarto Gerard encendió una vela, fue hacia el escritorio y se quedó mirando largo rato el estuche de pergaminos. Lo abrió y sacó la misiva con su detallado plan para derrotar al ejército de Mina. Con deliberada lentitud, rompió la hoja en trocitos pequeños. Hecho esto, los quemó, pedazo a pedazo, en la llama de la vela.
El lisiado y el ciego
El ejército de Mina partió de Solanthus al día siguiente. No era el ejército al completo, ya que tuvo que dejar tropas suficientes para ocupar lo que supuestamente era una ciudad hostil. Dicha hostilidad era en gran parte un mito a juzgar por el número de solanthinos que salieron a aclamar a la joven, a desearle que le fuera bien y a ofrecerle tantos regalos que se habría llenado la carreta en la que transportaban el sarcófago de ámbar si Mina lo hubiera permitido. En cambio les dijo que entregaran esos regalos a los pobres en nombre del dios Único. Entre lágrimas, la gente de Solanthus bendijo su nombre.
Gerard también se habría echado a llorar, pero por razones diferentes. Había pasado la noche preguntándose qué hacer, si irse o quedarse. Finalmente decidió seguir con el ejército y cabalgar hasta Sanction. Se dijo que era por Odila.
La mujer también marchaba con las tropas. Iba sentada en la carreta con el cadáver de Goldmoon aprisionado en ámbar y los de los dos hechiceros, presos en su propia carne. Al reparar en los desdichados cadáveres ambulantes, Gerard se extrañó de no haberse dado cuenta de la verdad en el mismo momento de ver a Palin, con los ojos fijos y vacíos de expresión. Odila no miró al caballero cuando la carreta pasó ante él traqueteando.