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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (20 page)

Gerard no sabía si se alegraba del cambio de asignación o no. Se había pasado los dos últimos días tratando de decidir si debía encararse con Odila e intentar que entrara en razón o debía seguir evitándola. No creía que lo delatara, pero tampoco estaba muy seguro de lo contrario. No entendía su repentino fervor religioso y, por ende, ya no confiaba en ella.

En realidad, a él nunca se le había dado la oportunidad de reverenciar a los dioses, así que no se había detenido a pensarlo. La presencia o la ausencia de dioses no había tenido gran importancia para sus padres. El único cambio habido en sus vidas cuando los dioses partieron fue que hasta aquel día se rezaba en la mesa a la hora de comer y al día siguiente, ya no. Ahora Gerard se veía forzado a meditar sobre ello, y en el fondo comprendía a los que empezaban las peleas. También él deseaba darle un puñetazo a alguien.

Gerard envió su informe a Richard, que lo esperaba en la posada de la calzada. Daba a los caballeros del Consejo toda la información que había recogido, confirmando que Mina planeaba marchar contra Sanction.

Contando los refuerzos que llegarían de Palanthas, Mina tenía más de cinco mil soldados y caballeros a su mando. Una pequeña fuerza, pero con ella proyectaba tomar la ciudad amurallada que había resistido contra unas tropas con el doble de efectivos durante más de un año. Gerard se habría echado a reír ante tal idea de no ser porque la chica había conquistado Solanthus —una ciudad considerada inexpugnable— con muchos menos hombres. Había tomado Solanthus con dragones y el ejército de espíritus, y hablaba de usar dragones y el ejército de espíritus para tomar Sanction. Si evocaba el terror de aquella noche en la que luchó contra los muertos, Gerard tenía la convicción de que no habría resistencia posible ante ellos. Y así lo decía en su informe a los caballeros del Consejo, aunque no le hubieran pedido opinión.

Cumplida su misión, podría haber abandonado Solanthus y regresar al seno de la caballería solámnica. Sin embargo se quedó, aun a riesgo de su vida, suponía, ya que Galdar le consideraba un espía. Si eso era cierto, nadie le prestaba mucha atención. Nadie le vigilaba. No tenía restringidos sus movimientos, podía ir a cualquier sitio, hablar con cualquiera. No se encontraba en el círculo de allegados de Mina, pero eso no significaba una desventaja ya que, aparentemente, Mina no tenía secretos. Decía a cualquiera que le preguntaba lo que el Único y ella se proponían hacer, a las claras. Gerard tenía que admitir que tal demostración de confianza suprema resultaba impresionante.

Se quedó en Solanthus, diciéndose que lo hacía para confirmar si Mina y sus tropas marchaban realmente hacia el este. La verdad es que se quedaba por Odila, y el día que empezó el servicio en el templo fue cuando, finalmente, lo reconoció en su fuero interno.

Gerard se situó al pie de la escalinata del templo, desde donde podía vigilar a la multitud que se había reunido para oír hablar a Mina. Apostó a sus hombres a intervalos regulares por el perímetro del patio, confiando en que la presencia de soldados armados intimidaría a la mayoría de alborotadores. Llevaba puesto el yelmo, ya que había gente en Solanthus que podría reconocerlo.

Los caballeros de la propia Mina, al mando del minotauro, la rodeaban y cuidaban de su seguridad, protegiéndola no tanto de quienes quisieran hacerle daño, sino de los que la adoraban y podrían matarla llevados por el entusiasmo. Acabado su discurso, Mina se metió entre la multitud, cogiendo niños en sus brazos, curando enfermos, hablándoles del dios Único. Los escépticos observaban y se mofaban, en tanto que los fieles lloraban e intentaban arrojarse a los pies de Mina. Los hombres de Gerard atajaron unas cuantas peleas, y condujeron a los implicados a la ya abarrotada prisión.

Cuando los pasos de Mina empezaron a denotar su agotamiento, el minotauro se adelantó y puso fin a la reunión. Los que aún esperaban su turno de milagros gimieron y lloraron, pero Galdar les dijo que volvieran al día siguiente.

—Un momento, Galdar —dijo Mina, cuya voz se oyó por encima del tumulto—. Tengo que dar una buena noticia a la gente de Solanthus.

—¡Silencio! —gritó el minotauro, pero su orden no era necesaria, ya que la multitud se había callado de inmediato y esperaba con expectación las palabras de la muchacha.

—Ciudadanos de Solanthus —anunció Mina en voz alta—. Acabo de recibir la noticia de que el señor supremo Khellendros, también conocido por el nombre de Skie, ha muerto. Hace sólo unos pocos días que os comuniqué que la señora suprema, Beryl, había muerto, así como el perverso dragón conocido como Cyan Bloodbane.

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¡Contemplad, en su derrota, el poder del dios Único! —exclamó Mina alzando las manos y los ojos al cielo.

—¿Khellendros muerto? —El susurro se extendió por la multitud a medida que cada persona se volvía hacia los que tenía cerca para ver su reacción ante una noticia tan sorprendente.

El gran Azul llevaba mucho tiempo gobernando gran parte de la antigua nación de Solamnia, exigiendo impuestos a los ciudadanos de Palanthas, valiéndose de los caballeros negros para mantener a raya a la gente y las monedas fluyendo a los cofres del dragón. Ahora Khellendros estaba muerto.

—Entonces, ¿cuándo irá a por Malys ese dios Único? —instó alguien en voz alta.

Gerard se quedó estupefacto al comprender que ese «alguien» había sido él.

Ignoraba que iba a pronunciar aquellas palabras, pero salieron de sus labios antes de que pudiera pararlas. Se maldijo por ser tan necio, ya que sólo le faltaba llamar la atención. Bajó el visor del yelmo y miró en derredor como si buscara a la persona que había hablado. No engañó a Mina, sin embargo. Sus ojos ambarinos traspasaron las rendijas del visor del yelmo con infalible precisión.

—Después de que haya tomado Sanction —respondió fríamente—. Entonces me ocuparé de Malys.

Acogió los vítores de la multitud señalando hacia el cielo, indicando que las alabanzas correspondían al Único, no a ella. Giró sobre sus talones y desapareció en el interior del templo.

A Gerard le ardía la cara de tal manera que le sorprendía que el yelmo de acero no se estuviera derritiendo sobre las orejas. Esperaba sentir la pesada mano del minotauro cerrándose sobre su cuello en cualquier momento, y cuando alguien le tocó el hombro casi se salió de la armadura del sobresalto.

—¿Gerard? —dijo una voz perpleja—. ¿Eres tú?

—¡Odila! —exclamó con alivio, sin saber si abrazarla o darle un bofetón.

—Así que vuelves a ser un caballero negro —dijo la mujer—. Tengo que reconocer que sacar la paga de dos cofres es un buen modo de ganarse la vida, pero ¿no te sientes confuso? ¿Tiras una moneda al aire? ¿Qué armadura me pongo esta mañana? Cara, caballeros negros; cruz, solámnicos...

—Cierra el pico, ¿quieres? —gruñó Gerard. La agarró del brazo y miró en derredor para ver si había cerca alguien escuchando, tras lo cual tiró de ella hasta una zona apartada de la rosaleda—. Por lo visto, encontrar una religión no ha hecho que pierdas tu retorcido sentido del humor. —Se quitó el yelmo de un brusco tirón y le asestó una mirada fulminante—. Sabes perfectamente bien por qué estoy aquí.

—No habrás venido siguiéndome, ¿verdad? —inquirió Odila, frunciendo el entrecejo.

—No —contestó él, ciñéndose a la verdad.

—Estupendo —dijo la mujer mientras se borraba su ceño.

—Pero ahora que lo mencionas... —empezó Gerard.

De nuevo apareció el ceño fruncido.

—Escúchame, Odila —pidió con seriedad—, vine a instancias de los caballeros del Consejo. Me enviaron para que descubriera si la amenaza de Mina de atacar Sanction era verdad...

—Lo es —manifestó fríamente ella.

—Eso ya lo sé —adujo Gerard—. Estoy en una misión secreta para recoger información...

—También yo —le interrumpió—. Y mi misión es mucho más importante que la tuya. Estás aquí para obtener información sobre el enemigo, para escuchar por los agujeros de las cerraduras de las puertas y para contar el número de efectivos y cuántas máquinas de asedio tienen. —Hizo una pausa y su mirada se alzó hacia el templo—. Yo estoy aquí para informarme sobre ese dios.

Gerard emitió un ruido gutural, y Odila se volvió a mirarlo.

—Nosotros, los solámnicos, no podemos pasar por alto algo así, Gerard, sólo porque nos haga sentirnos incómodos. No podemos negar a ese dios porque escogiera a una chica huérfana en lugar de al oficial superior de la Orden de la Rosa. Tenemos que hacer preguntas. Sólo así se obtienen respuestas.

—¿Y qué es lo que has descubierto? —preguntó de mala gana Gerard.

—A Mina la crió Goldmoon, de la Ciudadela de la Luz. Sí, también a mí me sorprendió cuando me enteré. Goldmoon le contó a Mina historias sobre los antiguos dioses; de cómo ella, Goldmoon, devolvió el conocimiento de los dioses a las gentes de Ansalon cuando todo el mundo creía que los dioses habían abandonado el mundo encolerizados. Goldmoon les demostró que no fueron los dioses los que abandonaron a la humanidad, sino al contrario. Mina le preguntó si sería eso lo que estaba ocurriendo ahora también, pero Goldmoon le dijo que no, que esta vez los dioses se habían ido; porque había personas que habían hablado con Paladine y las otras deidades antes de que partieran y les dijeron que se marchaban para salvar al mundo de la ira de Caos.

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Mina no creyó eso. En su fuero interno sabía que Goldmoon estaba equivocada, que había un dios en el mundo. Dependía de Mina encontrar a ese dios, al igual que Goldmoon encontró antaño a los dioses. Mina se escapó. Buscó a los dioses, manteniendo su corazón abierto siempre para oír la voz de las deidades. Y, un día, la oyó.

»
Pasó tres años en presencia del dios Único, enterándose de sus planes para el mundo, para nosotros, aprendiendo cómo poner en marcha esos planes. Cuando llegó el momento, Mina era ya lo bastante fuerte para soportar la carga de la misión que se le había encomendado, y se la envió para guiarnos y hablarnos del dios Único.

—Eso responde algunas preguntas sobre Mina, pero ¿qué pasa con ese Único? Hasta ahora todo lo que he visto es que ese dios es una especie de reclutador a la fuerza de los muertos.

—Le pregunté a Mina sobre eso —dijo Odila, cuyo semblante se tornó serio al recordar la noche terrible en que Gerard y ella habían combatido contra los espíritus—. Mina afirma que las almas de los muertos sirven al Único voluntaria y alegremente. Se sienten felices de permanecer entre los vivos en el mundo que aman.

—Pues a mí no me parecieron tan contentos —rezongó Gerard con un resoplido desdeñoso.

—Los muertos no hacen daño a los vivos —insistió secamente Odila—. Si parecen amenazadores es sólo por su gran ansiedad de traernos el conocimiento del dios Único.

—¿Así que eso era proselitismo? —dijo Gerard—. Mientras los espíritus de los muertos nos adoctrinaban sobre el Único, Mina y sus soldados volaban en Dragones Rojos sobre Solanthus. Mataron unos cuantos cientos de personas en el proceso, pero supongo que sólo se trata de otra labor evangélica. Más almas para el dios Único.

—Viste los milagros de curación que hizo Mina —adujo Odila con la mirada clara y serena—. La oíste informar sobre la muerte de dos de los señores supremos dragones que aterrorizaban a este mundo desde hace mucho. Hay un dios en el mundo, y todas tus pullas y tus comentarios maliciosos no cambiarán tal hecho.

Plantó un índice acusador en el pecho del caballero y continuó:

—Tienes miedo. Te asusta descubrir que quizá no controlas tu destino. Que tal vez el dios Único tiene un plan para ti y para todos nosotros.

—¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! —replicó Gerard—. Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí.

—Pues lo has hecho muy bien hasta el momento —comentó en tono cáustico Odila.

—¿Sabes lo que creo? —repuso Gerard, que a su vez clavó el índice con tal fuerza en el pecho de la mujer que la hizo recular un paso—. Creo que has conseguido que tu vida sea un desastre, y ahora esperas que ese dios llegue y lo arregle todo.

Odila lo miró fijamente, después giró sobre sus talones y empezó a alejarse. Gerard dio un salto y la cogió del brazo.

—Lo siento, Odila. No tenía derecho a decir eso. Estaba furioso porque no entiendo nada de lo que pasa. Nada. Y, sí, vale, tienes razón. Me asusta.

La mujer mantuvo la cara girada, evitando mirarlo, pero no intentó soltarse.

—Ambos estamos en una situación muy difícil aquí —continuó Gerard en voz baja—. Los dos corremos peligro. No podemos permitirnos el lujo de pelear entre nosotros. ¿Amigos?

Le soltó el brazo y tendió la mano.

—Amigos —aceptó Odila a regañadientes mientras se volvía para estrechársela—. Pero no creo que corramos peligro alguno. Sinceramente, creo que el ejército solámnico al completo podría entrar aquí y Mina lo recibiría con los brazos abiertos.

—Y una espada en cada mano —masculló Gerard entre dientes.

—¿Qué has dicho?

—Nada importante. Escucha, hay algo que puedes hacer por mí. Un favor...

—No espiaré a Mina —manifestó firmemente Odila.

—No, no, no es nada de eso. Vi a un amigo mío en las mazmorras. Se llama Palin Majere. Es un hechicero. No tiene buen aspecto, y me preguntaba si quizá Mina podría... eh... curarlo. No le comentes que te lo dije yo —se apresuró a añadir—. Di que lo viste, y que pensaste si... En fin, que parezca que es idea tuya...

—Comprendo. —Odila sonrió—. Realmente crees que Mina posee dones otorgados por el dios. Esto lo demuestra.

—Sí, bueno, quizá —contestó Gerard, que no quería empezar otra discusión—. Ah, y otra cosa. He oído decir que Mina busca a Tasslehoff Burrfoot, el kender que estaba conmigo. ¿Lo recuerdas?

—Por supuesto. —De repente, los ojos de la mujer se pusieron alerta, clavados en el rostro de Gerard—. ¿Por qué? ¿Lo has visto?

—Mira, tengo que preguntártelo. ¿Qué quiere ese dios Único de Tasslehoff Burrfoot? ¿Es una broma?

—Ni mucho menos. Ese kender no tendría que estar aquí —dijo Odila.

—¿Y cuándo tiene que estar un kender en cualquier sitio?

—Hablo en serio. Esto es muy importante, Gerard. ¿Lo has visto?

—No —respondió él, dando gracias por no tener que mentirle—. Recordarás lo de Palin, ¿verdad? Palin Majere, el que está en la cárcel.

—Lo recordaré. Y tú estate atento por si ves al kender.

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