Galdar pasó delante del Gran Salón y dejó atrás el edificio, que bullía de soldados y caballeros ya que al parecer se había destinado a acuartelamiento. Gerard creía que se detendrían allí, pero el minotauro lo condujo hacia los antiguos templos que se alzaban cerca del otro edificio.
Dichos templos habían estado dedicados anteriormente a los dioses más venerados por los caballeros: Paladine y Kiri-Jolith. El templo de Kiri-Jolith era el más antiguo de los dos y ligeramente más grande, ya que los solámnicos lo consideraban su patrón. El de Paladine, construido con mármol blanco, llamaba la atención por su diseño sencillo pero elegante. Cuatro columnas adornaban la fachada, y los escalones de mármol, de ángulos redondeados para darles apariencia de olas, descendían suavemente desde el pórtico.
Los dos templos estaban unidos por un patio y una rosaleda donde crecían rosas blancas, el símbolo de la caballería. Aun después de la marcha de los dioses y, posteriormente, de los clérigos, los solámnicos habían conservado los templos en buen estado y cuidado las rosaledas. Los templos los habían utilizado para el estudio o la meditación. Los ciudadanos de Solanthus encontraban en ellos un remanso de paz y tranquilidad y a menudo se los veía entrar con sus familias.
«No es de sorprender que el tal Único los contemple con ojos codiciosos —se dijo Gerard para sus adentros—. Me instalaría en ellos en un visto y no visto si me encontrara vagando por el universo en busca de un hogar.»
Un gran número de ciudadanos se había congregado ante las puertas del templo de Paladine, que estaban cerradas, y la multitud parecía esperar que se permitiera su acceso al interior.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Gerard—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? No parece que amenacen con atacar, ¿verdad?
Una leve sonrisa asomó al hocico del minotauro, que casi soltó una risita.
—Esta gente ha acudido para oír hablar del Único. Mina se dirige a la multitud todos los días con ese propósito. Sana a los enfermos y realiza otros milagros. Verás a muchos residentes de Solanthus rindiendo culto en el templo.
Gerard no supo qué decir a ese comentario. Cualquier cosa que se le ocurriera sólo lo metería en problemas, de modo que mantuvo la boca cerrada. Atravesaban la rosaleda cuando un fuerte destello de la luz del sol al reflejarse en ámbar atrajo su mirada. Parpadeó, abrió los ojos con sorpresa y se frenó tan bruscamente que Galdar, irritado, casi le arrancó el brazo de un tirón.
—¡Esperad! —gritó Gerard, consternado—. Es sólo un momento. ¿Qué es eso? —Señaló.
—El sarcófago de Goldmoon —contestó Galdar—. Antaño era la cabeza de los Místicos de la Ciudadela de la Luz. También era madre de Mina. Madre adoptiva —se sintió obligado a añadir—. Era una mujer muy, muy vieja. Más de noventa años, según dicen. Mírala, es joven y hermosa de nuevo. Así es como el Único otorga su favor a los leales.
—De mucho le va a servir, estando muerta —masculló entre dientes Gerard, que al mirar el cuerpo aprisionado en ámbar se le puso el corazón en un puño.
Recordaba perfectamente a Goldmoon, su hermoso cabello dorado que parecía tejido con rayos de luna. Recordaba su semblante de gesto firme y compasivo; y perdido, aunque sin abandonar la búsqueda. No obstante, en aquel cadáver no veía a la Goldmoon que había conocido. El rostro bajo el ámbar era el de nadie, el de cualquiera. El cabello rubio plateado tenía un tono ambarino, al igual que sus ropajes blancos. Estaba atrapada en la resina del mismo modo que el resto de los insectos.
—Se le otorgará de nuevo la vida —dijo Galdar—. El Único ha prometido realizar un gran milagro.
Gerard percibió un timbre extraño en la voz del minotauro y miró, sobresaltado, a Galdar. ¿Desaprobador? Resultaba difícil de creer. Aun así, recordando lo que sabía sobre los minotauros, a los que siempre se había descrito como devotos seguidores de su anterior dios, Sargonnas, que también era un minotauro, pensó que quizá Galdar empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único. Gerard tomó nota de ello con la corazonada de que podría serle de utilidad más adelante.
El minotauro le dio un empujón y Gerard no tuvo más remedio que seguir caminando. Volvió la cabeza para echar otra mirada al sarcófago. Muchos ciudadanos rodeaban el féretro de ámbar y contemplaban boquiabiertos el cuerpo que guardaba al tiempo que suspiraban o dejaban escapar exclamaciones de sorpresa. Algunos rezaban arrodillados. Gerard siguió girando la cabeza hacia atrás sin mirar por dónde pisaba, y tropezó con la escalera del templo. Galdar le gruñó, y Gerard comprendió que más le valía ocuparse de sus asuntos o acabaría en otro ataúd. Y no creía que el Único realizara un milagro con él.
Las puertas del templo se abrieron para dar paso a Galdar y al caballero y después se cerraron tras ellos para desilusión de los que aguardaban fuera.
—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina! —clamaron su nombre.
El interior del templo estaba en penumbra y la temperatura era fresca. La pálida luz del sol, que parecía tener que pugnar para brillar a través de las cristaleras de colores, creaba tenues dibujos de desvaídos matices azules, blancos, verdes y rojos en el suelo, entrecruzados de trazos negros. Se había cubierto el altar con un paño de terciopelo blanco, y ante él había una persona arrodillada. El sonido de pisadas en la quietud del templo hizo que la chica levantara la cabeza y mirara hacia atrás.
—Siento interrumpir tus rezos, Mina —se disculpó Galdar en un tono apagado que resonó lúgubremente en el silencioso templo—, pero es un asunto importante. Encontré a este hombre en una celda de la prisión. Quizá le recuerdes. Él...
—Sir Gerard —dijo Mina, que se incorporó y se apartó del altar avanzando por el pasillo central—. Gerard Uth Mondor. Nos trajiste a la joven Dama de Solamnia, de nombre Odila. Escapó.
Gerard tenía preparada la historia que iba a contar, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. Ni por un momento había pensado que olvidaría aquellos ojos ambarinos, pero sí había olvidado la poderosa fascinación que ejercían sobre cualquier persona que quedara atrapada en sus profundidades. Tuvo la sensación de que la joven lo sabía todo sobre él, todo cuanto había hecho desde que se separaron, y exactamente la razón por la que había vuelto allí. Podía mentirle, pero sería una pérdida de tiempo.
No obstante, debía intentarlo por inútil que fuera. Contó su historia a trompicones, atrancándose, sintiéndose en todo momento como un niño culpable que mentía para evitar la correa y el cuarto oscuro.
Mina lo escuchó con seria atención. Gerard terminó diciendo que esperaba que se le permitiera ponerse a su servicio, ya que tenía entendido que su anterior comandante, el gobernador Medan, había muerto en la batalla de Qualinost.
—Lloras la muerte del gobernador y de la reina madre, Laurana —dijo Mina.
Gerard se la quedó mirando de hito en hito, atónito. La joven sonrió y sus ojos ambarinos brillaron.
—No sufras por ellos. Sirven al Único en la muerte al igual que ambos lo sirvieron en vida sin ser conscientes de ello. Todos le servimos, tanto si es voluntariamente como si no. Sin embargo, la recompensa es mayor para quienes lo hacen a sabiendas. ¿Sirves tú al Único, Gerard?
Mina se acercó a él y Gerard se vio pequeño e insignificante frente a aquellos ojos ambarinos; de repente experimentó un arrollador deseo de hacer algo por lo que la joven se sintiera orgullosa de él, para ganarse su favor.
Y podía lograrlo si juraba servir al Único, pero al menos, aunque sólo fuera en eso, debía ser franco. Miró el altar y escuchó el silencio, y fue entonces cuando supo con certeza que se encontraba en presencia de una deidad a la que no podía ocultar nada porque veía lo que había en su corazón.
—Yo... sé muy poco sobre este dios Único —balbució evasivamente—. No puedo daros la respuesta que queréis, señora. Lo siento.
—¿Estarías dispuesto a aprender? —le preguntó.
Sólo tenía que contestar «sí» para seguir a su servicio, mas la realidad era que no quería saber nada sobre ese dios Único. Gerard se las había arreglado bien sin los dioses hasta ahora, además de que no se sentía a gusto en presencia de éste.
Masculló algo ininteligible, incluso para él mismo, pero al parecer era todo lo que Mina quería escuchar de sus labios, y sonrió.
—De acuerdo. Te tomo a mi servicio, Gerard Uth Mondor Y también el Único te toma a su servicio.
La reacción del minotauro fue un retumbante sonido contrariado.
—Galdar cree que eres un espía —dijo Mina—. Quiere matarte. Si es cierto que lo eres, no tengo nada que ocultar. Te hablaré sin tapujos de mis planes. Dentro de dos días, un ejército de soldados y caballeros de Palanthas se reunirá con nosotros, sumando otros cinco mil hombres a nuestras filas. Con ese ejército y el ejército de almas, marcharemos hacia Sanction y la tomaremos. Entonces controlaremos toda la parte septentrional de Ansalon, en buen camino hacia la meta de controlar todo este continente. ¿Tienes alguna pregunta?
—Señora, yo no... —se aventuró Gerard a iniciar una débil protesta, pero Mina le dio la espalda.
—Abre las puertas, Galdar —ordenó la joven—. Le hablaré a la gente ahora. —Miró hacia atrás, al caballero, y añadió:— Deberías quedarte para escuchar el sermón, Gerard. Mis palabras podrían ser instructivas para ti.
Gerard no tuvo otra opción que acceder. Miró de reojo a Galdar y advirtió la mirada fulminante que el minotauro le echaba a su vez. Saltaba a la vista que Galdar sabía quién y qué era, así que lo mejor sería mantenerse lejos del minotauro. El caballero suponía que debería sentirse satisfecho, ya que había llevado a cabo su misión. Conocía los planes de Mina —siempre y cuando ésta hubiera dicho la verdad— y sólo tenía que quedarse un par de días para confirmar que el anunciado ejército de Palanthas aparecía por allí. Sin embargo, le faltaba entusiasmo, lo hacía sin ganas, sin poner en ello el corazón. Era como si Mina hubiera acabado anímicamente con él con tanta eficacia como si lo hubiera matado físicamente.
«Luchamos contra un dios. Hagamos lo que hagamos, dará igual.»
Galdar abrió de par en par las puertas del templo y la gente entró en tropel. Arrodillados ante Mina, suplicaron que los tocara, que los curara, que sanara a sus hijos, que ahuyentara sus dolores. Gerard no quitaba ojo a Galdar. El minotauro observó la escena un momento y después se marchó.
Gerard estaba a punto de salir furtivamente por las puertas cuando vio una tropa de caballeros que subía la escalinata. Conducían a una prisionera, una solámnica a juzgar por su armadura. Llevaba los brazos atados con cuerdas de arco, pero caminaba con la cabeza alta y un gesto de firme determinación en el semblante. Gerard conocía aquel gesto, aquella expresión. Soltó un gemido quedo, maldijo con vehemencia y retrocedió prestamente hacia las sombras al tiempo que se tapaba la cara con las manos como si estuviera embargado por el fervor.
—Capturamos a esta solámnica que intentaba entrar en la ciudad, Mina —informó uno de los caballeros.
—Y es osada —dijo otro—. Llegó a la puerta principal luciendo la armadura y llevando espada.
—Entregó el arma sin ofrecer resistencia —añadió el primero—. Una necia y una cobarde, como todos ellos.
—No soy cobarde —replicó Odila con dignidad—. Elegí no combatir. Vine aquí voluntariamente.
—Soltadla —ordenó Mina en un tono frío y severo—. ¡Será nuestra enemiga, pero es una dama de la caballería y merece que se la trate dignamente, no como a un vulgar ladrón!
Abochornados por la reprimenda, los caballeros retiraron rápidamente las ataduras de los brazos de Odila. Gerard se había refugiado en las sombras por miedo a que la mujer mirara a su alrededor y, al verlo, lo delatara sin querer. Enseguida comprendió que no tenía por qué preocuparse. Odila sólo tenía ojos para Mina.
—¿Por qué has venido desde tan lejos, corriendo tantos riesgos, para verme, Odila? —inquirió afablemente Mina.
La solámnica cayó de hinojos con las manos enlazadas.
—Quiero servir al dios Único —dijo.
Mina se inclinó y la besó en la frente.
—El Único está muy complacido contigo.
Luego se quitó el medallón que reposaba sobre su pecho y lo colgó del cuello de la solámnica.
—Eres mi sacerdotisa, Odila —anunció Mina—. Levántate y conoce las bendiciones del dios Único.
Odila se puso de pie; sus ojos resplandecían de exaltación. Caminó hacia el altar y se unió a los otros fieles, arrodillados en oración ante el Único. Gerard, con un gusto amargo en la boca, salió a la calle.
—¿Qué infiernos voy a hacer ahora? —se preguntó.
La conversa
Destinado en el cuerpo principal de los Caballeros de Neraka, Gerard fue asignado al servicio de patrullas. A diario, él y su pequeño grupo de soldados recorrían la parte de la ciudad designada manteniendo a raya a la población. No era difícil su tarea. Los caballeros negros al mando de Mina habían actuado con rapidez, deteniendo en una redada a cualquier miembro de la comunidad que pudiera darles problemas. Gerard había visto a la mayoría en la cárcel.
En cuanto al resto, la gente de Solanthus parecía encontrarse en un estado de conmoción, aturdida por el reciente y desastroso giro de los acontecimientos. Un día vivían en la única urbe libre de Solamnia, y al siguiente su ciudad había sido ocupada por su enemigo más odiado. Habían ocurrido muchas cosas demasiado deprisa para que pudieran asimilarlo. Con el tiempo quizá se organizaran y se volvieran peligrosos.
O tal vez no.
Como pueblo siempre devoto, los solámnicos habían lamentado la ausencia de sus dioses. Acusando esa ausencia y la falta de algo en sus vidas, sentían interés en conocer a ese dios Único, incluso sin plantearse si iban a creer o no lo que escucharan. Como reza el dicho, mientras que los elfos se esfuerzan en hacerse merecedores de sus dioses, los humanos requieren que sus dioses sean merecedores de ellos. Los ciudadanos de Solanthus eran escépticos por naturaleza.
A diario, enfermos y heridos iban por su propio pie o los transportaban al antiguo templo de Paladine, ahora templo del dios Único. Las filas para solicitar milagros eran largas, y las filas que esperaban ver a la hacedora de milagros lo eran más aún. Los elfos del lejano Silvanesti se habían postrado ante el Único y proclamado su devoción, según les había contado Mina. A diferencia de los elfos, los humanos de Solanthus habían empezado a enzarzarse a puñetazos, ya que los que creían en los milagros se sentían agraviados por los que decían que eran trucos. Tras dos días de patrulla, Gerard recibió la orden de abandonar la vigilancia de las calles (donde no ocurría nada) e intervenir en las peleas frente al templo separando a los contendientes.