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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (23 page)

Galdar sí lo miró; en sus oscuros ojos había una expresión torva. Gerard le sostuvo la mirada. El desagrado del minotauro le proporcionó cierto consuelo. El hecho de que marchara con el ejército de Mina encolerizaba al minotauro de forma tan obvia que Gerard sacó la conclusión de que al menos estaba haciendo algo bien.

Mientras pasaba por las puertas de la ciudad, situándose en un lugar de la retaguardia, tan lejos de Mina como le era posible sin dejar de formar parte de la tropa, su caballo estuvo a punto de arrollar a dos mendigos que se echaron precipitadamente a un lado.

—Lo siento, caballeros —se disculpó Gerard mientras refrenaba al animal—. ¿Está herido alguno de los dos?

Uno de los mendigos era un hombre mayor, de cabello y barba canosa, con el rostro surcado de arrugas y curtido por el sol. Sus ojos eran penetrantes, de un color azul brillante como el de un acero recién forjado. Aunque cojeaba y se apoyaba en una muleta, tenía el aire y el porte de un hombre de armas. Tal suposición la reforzaba el hecho de que llevaba lo que parecía una especie de uniforme descolorido y andrajoso.

El otro pordiosero era ciego, y un vendaje negro le cubría los ojos heridos. Caminaba con una mano apoyada en el hombro de su compañero, que lo iba guiando. Este hombre tenía el cabello blanco, que brillaba como la plata a la luz del sol. Era joven, mucho más que el otro mendigo, y alzó la cabeza hacia Gerard al oír su voz.

—No, señor —repuso ásperamente el primer mendigo—. Sólo fue un susto, nada más.

—¿Hacia dónde se dirige este ejército? —preguntó el segundo mendigo.

—A Sanction —contestó Gerard—. Seguid mi consejo, señores, y no os acerquéis al templo del dios Único. Aun en el caso de que pudiera curaros, dudo que valga la pena el caro precio que pagaríais por ello.

Tras entregar unas monedas a los mendigos, hizo girar al caballo, galopó calzada adelante y poco después desaparecía en la nube de polvo que levantaba el ejército en marcha.

Los ciudadanos de Solanthus contemplaron la partida de Mina hasta mucho después de que la perdieran de vista, y luego regresaron al interior de la ciudad, que parecía triste y vacía sin su presencia.

—Mina marcha hacia Sanction —dijo el mendigo ciego.

—Esto confirma la información que nos dieron anoche —contestó el mendigo cojo—. Allí donde vamos, oímos lo mismo: Mina marcha hacia Sanction. ¿Satisfecho ahora, al menos?

—Sí, Filo Agudo, estoy satisfecho —contestó el hombre ciego.

—Pues ya iba siendo hora —rezongó Filo Agudo, que tiró a los pies de su compañero las monedas que Gerard le había dado—. ¡Se acabó mendigar! Jamás me he sentido tan humillado.

—A pesar de todo, como habrás visto, este disfraz nos permite ir a donde queremos y hablar con quien deseemos, desde un ladrón a un noble pasando por un caballero —le recordó suavemente Espejo—. Nadie tiene la más ligera pista de que seamos otra cosa de lo que aparentamos. Ahora, la cuestión es, ¿qué hacemos? ¿Nos encaramos con Mina?

—¿Y qué le dirías, Plateado? —Filo Agudo adoptó un timbre aflautado y burlón—. ¿Dónde, oh, dónde están los bonitos Dragones Dorados? ¿Dónde, oh, dónde estarán?

Espejo guardó silencio porque no le gustaba lo cerca que el Azul había estado de dar en el clavo.

—Yo digo que esperemos —siguió Filo Agudo—. Que tengamos un cara a cara con ella en Sanction.

—Que esperemos hasta que Sanction haya caído en poder de tu reina, quieres decir —hizo notar Espejo con frialdad.

—Y supongo que tú vas a impedirlo, ¿verdad, Espejo? ¿Solo y ciego? —Filo Agudo resopló con desdén.

—Y tú, encantado de que entre en Sanction, solo y ciego, claro.

—No te preocupes, no dejaré que te ocurra nada malo. Skie te contó más de lo que me has dicho, y me propongo estar delante cuando hables con Mina.

—Entonces, sugiero que recojas ese dinero, porque nos hará falta —dijo Espejo—. Estos disfraces que han funcionado tan bien hasta ahora nos ayudarán aun más en Sanction. ¿Qué mejor excusa para hablar con Mina que acudir ante ella buscando un milagro?

Espejo no podía ver la expresión del rostro de Filo Agudo, pero sí imaginarla: desafiante al principio, cabizbaja después, al comprender que su argumento era sensato.

Oyó el tintineo de las monedas al recogerlas con irritada brusquedad del suelo.

—Creo que disfrutas con esto, Plateado —dijo Filo Agudo.

—Tienes razón. No recuerdo cuándo fue la última vez que me había divertido tanto.

16

Un encuentro inesperado

Como hojas despedidas desde el centro de un remolino, el gnomo y el kender cayeron revoloteando al suelo. Es decir, el kender, con sus ropas de alegres colores, revoloteó. El gnomo aterrizó pesadamente con el resultado de quedarse sin respiración unos largos y angustiosos segundos. La falta de respiración también tuvo como resultado el cese de los gritos del gnomo, lo que, considerando dónde se encontraban, fue una verdadera suerte, sin lugar a dudas.

No es que supieran al momento dónde estaban. Lo único que Tasslehoff supo, cuando miró en derredor, era dónde no estaba, lo que significaba en cualquiera de los sitios en los que había estado hasta ese momento de su vida. Se encontraba de pie —y Acertijo tumbado— en un corredor hecho de enormes bloques de mármol negro al que se había pulido hasta darle un acabado muy brillante. De tramo en tramo, unas antorchas alumbraban el corredor, y su luz anaranjada le daba un brillo suave y fantasmagórico. Las antorchas ardían con regularidad, ya que no corría el menor soplo de aire. La luz no aliviaba la penumbra del corredor; sólo hacía que las sombras parecieran más oscuras por contraste.

Ni un susurro, ni el más leve sonido llegaba de ninguna parte, aunque Tas escuchó con toda su atención. El kender tampoco hizo ningún ruido, y evitó que el gnomo lo hiciera mientras lo ayudaba a levantarse. Tas se había pasado casi toda la vida corriendo aventuras, y conocía los corredores, y, sin lugar a dudas, éste tenía esa sensación sofocante de un sitio donde uno quiere estar muy, muy callado.

—¡Goblins! —fue la primera palabra que pronunció Acertijo.

—No, nada de goblins —aseguró Tas en un tono bajo que quería ser tranquilizador, aunque lo echó a perder al añadir alegremente—: Probablemente hay cosas peores que goblins ahí delante.

—¿A qué te refieres? —resolló Acertijo, que se mesó el pelo como un loco—. ¡Peor que goblins! ¿Qué puede haber peor que los goblins? ¿Y dónde estamos, para empezar?

—Bueno, hay montones de cosas peores que los goblins —susurró Tas tras reflexionar—. Los draconianos, por ejemplo. Y los dragones. Y los osos lechuza. ¿Te he contado alguna vez la historia de tío Saltatrampas y el oso lechuza? Bueno, pues todo empezó...

Todo acabó cuando Acertijo apretó el puño y le atizó a Tasslehoff en el estómago.

—¡Osos lechuza! ¿A quién le importan los osos lechuza y tu maldita familia? Podría contarte historias sobre mi primo Estroncio Noventa que harían que se te cayera el pelo. Y también los dientes. ¿Por qué nos has traído aquí, y dónde demonios es aquí, a todo esto?

—Yo no nos traje a ninguna parte —repuso Tasslehoff, irritado, cuando pudo volver a hablar. Recibir un golpe fuerte e inesperado en el estómago solía poner de mal humor a una persona—. El ingenio nos trajo aquí. Y no sé más que tú sobre dónde es «aquí». Yo... ¡Chist! Viene alguien.

«Cuando se está en un corredor oscuro cuyo aspecto te induce a guardar silencio, siempre es una buena idea ver quién se acerca antes de que tenga ocasión de verte a ti.» Ésa era la máxima que tío Saltatrampas había enseñado a su sobrino, y Tas había comprobado que, en general, era un buen plan. Para empezar, te permitía saltar de repente desde una sombra y dar una enorme sorpresa a quien fuera. Tasslehoff agarró a Acertijo por el cuello de la camisa y lo arrastró detrás de un pilar de mármol negro.

En el corredor apareció una solitaria figura que vestía ropajes oscuros, por lo que no resultaba fácil de distinguir con la penumbra del corredor y los muros de mármol negro. Tasslehoff la vio cuando pasó delante de una de las antorchas. Incluso en medio de la penumbra que solamente permitía vislumbrar un borroso contorno de la figura, Tasslehoff Burrfoot experimentó la extraña e incómoda sensación en el estómago (un retortijón secuela, seguramente, del puñetazo) de que conocía muy bien a esa persona. Había algo en el modo de caminar, lento y vacilante, algo en la forma en que la persona se apoyaba en el bastón que llevaba, algo en el propio bastón, que irradiaba una luz blanca muy suave...

—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, sobrecogido.

Iba a repetir el nombre en voz mucho más alta, acompañado por un chiflido y un grito mientras corría hacia su amigo —a quien no había visto hacía mucho tiempo y al que creía muerto— para darle un enorme abrazo.

Una mano lo agarró del hombro y una voz dijo suavemente:

—No. Déjale en paz.

—Pero es mi amigo —le dijo Tas a Acertijo—. Sin contar la vez que mató a otro amigo mío, que, por cierto, también era un gnomo.

Los ojos de Acertijo se abrieron como platos y agarró a Tas con nerviosismo.

—Este amigo tuyo no tendrá por costumbre... eh... matar gnomos, ¿verdad?

Tas ni siquiera oyó esto último porque miraba de hito en hito a Acertijo, reparando en que el gnomo le tenía cogido de la manga con una mano y por la camisa con la otra. Eso sumaba dos manos y, que Tas supiera, a los gnomos los hacían sólo con dos. Lo que significaba que había una mano de más, y que esa mano lo sujetaba firmemente por el hombro. Tasslehoff se retorció y se giró para ver quien lo agarraba, pero la columna tras la que se escondían arrojaba una oscura sombra y lo único que vio a su espalda fue más oscuridad.

Tas volvió la vista hacia la otra mano —la que le agarraba el hombro— pero ya no estaba allí. O, mejor dicho, estaba allí porque la sentía, pero no estaba porque no la veía.

Todo aquello era muy extraño, así que Tasslehoff miró de nuevo hacia Raistlin. Conociéndole como le conocía, Tas no tuvo más remedio que admitir que a veces el mago no se había mostrado amistoso en absoluto con él. Y estaba el hecho de que Raistlin había matado gnomos. O, al menos, a un gnomo, por arreglar el ingenio de viajar en el tiempo. El mismo ingenio de ahora, aunque no el mismo gnomo. Como entonces, Raistlin vestía ahora la Túnica Negra, y aunque Acertijo le resultaba muy irritante de vez en cuando, no quería verlo muerto. Por ello decidió que, por el bien de Acertijo, guardaría silencio y no saltaría sobre Raistlin y renunciaría al fuerte abrazo.

El mago pasó muy cerca del kender y del gnomo. Acertijo, gracias al cielo, se había quedado mudo de terror. Sólo merced a un esfuerzo heroico por su parte, Tasslehoff siguió callado, aunque sólo los dioses ausentes sabían lo que le había costado. Fue recompensado con un apretón aprobador en el hombro de la mano que no estaba allí, lo que, entre unas cosas y otras, no hizo que se sintiera tan bien como le habría ocurrido en otras circunstancias.

Aparentemente, Raistlin iba ensimismado en sus pensamientos, porque llevaba inclinada la cabeza y su caminar era lento y abstraído. Se paró para toser, una tos convulsiva que lo debilitó hasta el punto de que tuvo que apoyarse contra la pared, y que le produjo ahogos y arcadas. El semblante se le puso lívido y unas gotitas de sangre mancharon sus labios. Tas se alarmó porque había visto a Raistlin sufrir esos ataques antes, pero nunca tan fuertes.

—Caramon solía prepararle una infusión —dijo, fija la mirada al frente.

La mano apretó y tiró de él hacia atrás.

Raistlin levantó la cabeza. Sus ojos dorados brillaron con la luz de la antorcha. Miró a uno y otro lado del corredor.

—¿Quién ha hablado? —instó con voz susurrante—. ¿Quién ha pronunciado ese nombre, Caramon? ¡He dicho que quién ha hablado!

La mano se clavó en el hombro de Tasslehoff. Sin embargo, la advertencia sobraba. Raistlin tenía un aspecto tan raro y su expresión era tan terrible que el kender habría guardado silencio de todos modos.

—Nadie —dijo Raistlin, por fin capaz de inhalar aire aunque de forma entrecortada—. Son imaginaciones mías. —Se enjugó la frente con el borde de la manga de terciopelo negro y después sonrió con sarcasmo—. Quizá fue mi propia conciencia culpable. Caramon está muerto. Todos lo están, ahogados en el Mar Sangriento. Y qué conmocionados se quedaron cuando utilicé el Orbe de los Dragones y me marché, dejándolos abandonados a su suerte. Qué sorprendidos de que no compartiera sumisamente su perdición.

Recobradas las fuerzas, Raistlin se apartó de la pared. Se apoyó en el bastón, pero no siguió caminando de inmediato.

—Aún veo la expresión de Caramon. Aún oigo sus lloriqueos. —El mago dio a su voz un timbre agudo y nasal—. Pero... Raist... —Rechinó los dientes y después volvió a sonreír, aunque con una mueca desagradable—. ¡Y Tanis, ese santurrón hipócrita! ¡Su amor ilícito por mi querida hermana lo llevó a traicionar a sus amigos, y sin embargo tuvo la temeridad de acusarme de ser desleal! Puedo verlos a todos: Goldmoon, Riverwind, Tanis, mi hermano, todos mirándome con ojos de carnero.

»
Al menos salva a tu hermano... —El mago siguió desgranando su amargo monólogo en el mismo tono aflautado—. Salvarle, ¿para qué? ¿Cómo un adorno floral? Su ambición sólo llegaba a la cama de su última conquista. Durante toda mi vida fue los grilletes que me ataban manos y pies. Es como si me pidieran que dejara mi prisión pero que me llevara las cadenas...

Echó a andar y avanzó lentamente corredor adelante.

—¿Sabes una cosa, Acertijo? —susurró Tasslehoff—. Antes dije que era mi amigo, pero no es nada fácil conseguir que te caiga bien. A veces no estoy seguro de que merezca la pena el esfuerzo. Hablaba de Caramon y de los otros ahogándose en el Mar Sangriento, sólo que no se ahogaron. Los rescataron los elfos marinos. Lo sé porque Caramon me lo contó todo. Y Raistlin sabe que no se ahogaron porque volvió a verlos. Pero si cree que se ahogaron, entonces, obviamente, aún ignora que no murieron así, lo que significa que debemos estar en algún punto entre el momento en que creyó que se habían ahogado y el momento en que descubrió que no. Lo que significa —siguió Tas, sobrecogido y excitado— que he encontrado otra parte del pasado.

Al oír aquello, Acertijo miró al kender con suspicacia y retrocedió unos pasos.

—No conocerás a mi primo Estroncio Noventa, ¿verdad?

Tas iba a contestar que no tenía ese placer cuando el sonido de pisadas retumbó en el corredor. No eran las del mago, que apenas hacía ruido alguno aparte de alguna que otra tos áspera y el susurro de la túnica. Esas pisadas eran grandes e imponentes, atronadoras, retumbando en el corredor.

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