Gilthas iba a hablar, pero Alhana alzó la mano, acallándolo.
—Escúchame, sobrino. —Vaciló un instante, sosteniendo una lucha interior, y después continuó—. Oirás decir a algunos de los nuestros que mi hijo fue embrujado por esa chica humana, Mina, la cabecilla de los caballeros negros. No fue el único silvanesti que cayó presa de ese terrible encantamiento. Nuestro pueblo entonó cantos de alabanza para ella mientras la chica caminaba por las calles. Hizo milagros de curación, pero con un precio, no en dinero, sino en almas. El Único quería las almas de los elfos para atormentarlas, esclavizarlas y devorarlas. Ese Único no es un dios misericordioso, como algunos de los nuestros pensaron erróneamente, sino un dios de mentira, venganza y dolor. Se llevaron a los elfos que servían al Único, no sabemos dónde. A los que se negaron a servirle, los caballeros negros los mataron allí mismo o los hicieron esclavos.
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La ciudad de Silvanost está bajo control de los caballeros negros. Su número no es aún lo bastante grande para extender ese control, así que podemos seguir viviendo en los bosques. Hacemos cuanto está en nuestras manos para combatir a ese pavoroso enemigo, y hemos salvado de la tortura y la muerte a muchos cientos de los nuestros. Asaltamos los campos de prisioneros y liberamos a los esclavos. Hostigamos a las patrullas. Temen tanto a nuestros arqueros que ahora ningún caballero negro se atreve a pisar fuera de las murallas de la ciudad. Hacemos todo eso, pero no es suficiente. Carecemos de las tropas que harían falta para reconquistar la ciudad, y los caballeros oscuros refuerzan la fortificación día tras día.
—Entonces la incorporación de nuestros guerreros será un apoyo que os vendrá bien —comentó Gilthas en voz queda.
Alhana bajó los ojos y sacudió la cabeza.
—No —dijo, avergonzada—. ¿Cómo podríamos pediros tal cosa? Los silvanestis os han tratado a ti y a tu pueblo con desprecio todos estos años. ¿Con qué fuerza moral íbamos a pediros que dieseis la vida por nuestro país?
—Olvidáis que nuestro pueblo no tiene país. Nuestra capital ha quedado reducida a ruinas. El mismo enemigo que domina vuestra tierra domina la nuestra. —Apretó los puños y en sus ojos hubo un destello de ira—. Estamos ansiosos de tomar venganza. Recobraremos vuestro país y después, combinadas nuestras fuerzas, recuperaremos el nuestro. —Se inclinó hacia adelante, el rostro iluminado al hablar.
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¿No lo veis, Alhana? Éste puede ser el estímulo que necesitamos para curar viejas heridas, para unir de nuevo nuestras naciones.
—Eres tan joven —suspiró Alhana—. Demasiado para saber que las viejas heridas pueden enconarse de manera que la infección ataca al propio corazón, enfermándolo y pudriéndolo. Sabes que hay quienes preferirían vernos caer a todos antes que uno de los dos países resurgiera. He intentado unir a nuestros pueblos. Fracasé y éste es el resultado. Creo que es demasiado tarde, que nada puede salvar a nuestra raza.
Gilthas la miró consternado, obviamente impresionado por sus palabras. Alhana posó la mano sobre la del joven elfo.
—Quizá me equivoque. Quizá tus ojos jóvenes ven con más claridad. Conduce a tu pueblo a la seguridad del bosque. Después preséntate ante los silvanestis, expónles vuestra difícil situación y pídeles que os admitan en su tierra.
—¿Qué les pida? ¿O queréis decir que les suplique? —Gilthas se levantó; su expresión era fría—. No venimos como mendigos ante los silvanestis.
—Ahí tienes —adujo tristemente Alhana—. La infección te ha alcanzado. Ya sacas conclusiones precipitadas. Tienes que pedírselo a los silvanestis porque es lo políticamente correcto. Eso es lo que quería decir. —Suspiró—. Corrompemos a nuestros jóvenes y así muere la esperanza de mejorar las cosas.
—Estáis afligida y preocupada por vuestro hijo. Cuando se recupere, él y yo... Alhana —dijo Gilthas, alarmado, ya que la elfa se había derrumbado sobre un cojín y sollozaba amargamente—. ¿Qué ocurre? ¿Queréis que llame a alguien? ¿A una de vuestras damas?
—Kiryn —contestó Alhana con voz ahogada—. Manda buscar a Kiryn.
Gilthas no tenía ni idea de quién era Kiryn, pero salió del refugio e informó a uno de los guardias, que a su vez envió a un emisario. Gilthas regresó al interior del cobijo y contempló inquieto a la elfa, sin saber qué hacer o qué decir para aliviar tan profunda pena.
Un elfo joven entró en el refugio, miró primero a Alhana, que se esforzaba por recobrar la compostura, y después a Gilthas. Su rostro enrojeció de rabia.
—¿Quién eres? ¿Qué le has dicho...?
—¡No, Kiryn! —Alhana levantó la cara surcada de lágrimas—. Él no ha hecho nada. Es mi sobrino, Gilthas, Orador de los Soles de Qualinesti.
—Os pido perdón, majestad —se disculpó Kiryn al tiempo que hacía una inclinación—. No podía imaginarlo. Cuando vi a mi reina...
—Lo comprendo —lo atajó Gilthas—. Tía Alhana, si he dicho o hecho inadvertidamente algo que te haya causado tanta pena...
—Cuéntaselo, Kiryn —ordenó la elfa en un tono bajo que daba espanto oír—. Cuéntale la verdad. Tiene derecho... Necesita saberlo.
—Mi reina —empezó Kiryn mientras miraba a Gilthas con incertidumbre—. ¿Estáis segura?
Alhana cerró los ojos como si quisiera poder cerrarlos al mundo.
—Ha conducido a su pueblo a través del desierto. Acuden a nosotros en busca de socorro, ya que la capital de su país fue destruida y su nación está siendo saqueada y ocupada por los caballeros negros.
—¡Por el bendito E'li! —exclamó Kiryn, invocando, en su estupefacción, el nombre del dios ausente, Paladine o E'li, como los elfos lo llamaban.
—Díselo —pidió Alhana mientras se sentaba, escondiendo el rostro tras las manos.
Kiryn indicó con una seña a Gilthas que se acercara.
—Voy a contaros, majestad, lo que sólo unos pocos más saben y juraron guardar en secreto. Mi primo, Silvanoshei, no está herido. No yace enfermo en su tienda. Se ha marchado.
—¿Marchado? —repitió Gilthas, desconcertado—. ¿Dónde? ¿Lo han capturado? ¿Lo han cogido prisionero?
—Sí —repuso gravemente Kiryn—, pero no del modo que pensáis. Está obsesionado con una muchacha humana, una cabecilla de los caballeros negros llamada Mina. Creemos que se fue para reunirse con ella.
—¿Creéis? —repitió Gilthas—. ¿No lo sabéis seguro?
Kiryn se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—No sabemos nada con certeza. Lo rescatamos de los caballeros negros, que iban a matarlo. Huíamos hacia territorio agreste cuando de repente nos quedamos dormidos por obra de la magia. Al despertarnos Silvanoshei se había ido. Hallamos las huellas de los cascos de un caballo. Intentamos seguirlas, pero entraban en el río Thon-Thalas, y aunque registramos las orillas corriente arriba y abajo, no encontramos más huellas. Es como si al caballo le hubieran crecido alas.
—He enviado a mi más leal amigo y consejero a buscar a mi hijo para que lo traiga —intervino Alhana en tono apagado—. No he dicho a los silvanestis nada de esto, y te pido que tampoco digas nada a nadie.
—No lo entiendo. —Gilthas parecía preocupado—. ¿Por qué mantenéis en secreto su desaparición?
Alhana levantó la cabeza. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.
—Porque los silvanestis le tienen cariño. Es su rey y le siguen, cuando a mí no me seguirían de buen grado. Todo lo que hago, lo hago en su nombre.
—¿Queréis decir que tomáis las decisiones difíciles y afrontáis el peligro mientras que vuestro hijo, que debería estar compartiendo esa carga, anda detrás de unas faldas? —empezó Gilthas en tono severo.
—¡No le critiques! —se enardeció Alhana—. ¿Qué sabes tú de lo que ha tenido que soportar? Esa mujer es una bruja. Lo ha hechizado. Él no sabe lo que hace.
—Silvanoshei era un buen rey hasta que tuvo la desgracia de conocer a Mina —intervino Kiryn, defendiéndolo—. La gente llegó a amarlo y respetarlo. Será un buen monarca cuando este hechizo se haya roto.
—Pensé que debías saber la verdad, Gilthas, ya que tienes responsabilidades para con los tuyos con las que cargar y decisiones que tomar —dijo fríamente Alhana—. Sólo te pido que hagas como Kiryn, respetar mi deseo de no revelar a nadie esto, fingir, como nosotros fingimos, que Silvanoshei se encuentra aquí, con nosotros.
Su tono era frío y la expresión de sus ojos, suplicante. Gilthas habría dado cualquier cosa por poder aliviar su dolor, su pesada carga.
Pero, como Alhana había dicho, también él tenía las suyas. Tenía responsabilidades, y eran para con su pueblo.
—Jamás he mentido a los qualinestis, tía Alhana —empezó con todo el cuidado posible—. No empezaré a hacerlo ahora. Abandonaron su patria confiando en mi palabra, me siguieron al desierto. Han puesto sus vidas y las de sus hijos en mis manos. Confían en mí y no pienso traicionar esa confianza. Ni siquiera por ti, a quien quiero y respeto.
Alhana se puso de pie con los puños apretados a los costados.
—Si haces eso destruirás todo por lo que hemos trabajado y luchado. Tanto da si nos rendimos a los caballeros negros ahora. —Aflojó los puños y el joven monarca advirtió que le temblaban las manos—. Dame un poco de tiempo, sobrino. Es todo lo que te pido. Mi hijo regresará pronto. ¡Lo sé!
Gilthas volvió la vista hacia Kiryn y miró larga e intensamente al joven elfo. Kiryn no pronunció palabra, pero parpadeó. Era obvio que se sentía violento.
Alhana comprendía el dilema de Gilthas.
«Es demasiado amable, demasiado educado, demasiado consciente de mi dolor para expresar en voz alta lo que le quema en la lengua —pensó—. Si pudiera, me diría: "Esto no es cosa mía. No es culpa mía. Es culpa de vuestro hijo. Silvanoshei le ha fallado a su pueblo. No seguiré su ejemplo".»
Alhana se sintió furiosa con Gilthas, celosa y orgullosa de él, todo en un mismo instante arrebatado. Envidió a Laurana de repente porque la muerte le había traído el bendito silencio a la agitación, el fin al dolor y a la desesperación. Laurana había tenido la muerte de una heroína, luchando para salvar a su pueblo y a su país. Había dejado tras de sí un legado del que sentirse orgullosa, un hijo que la honraba.
«Intenté hacer lo correcto —se dijo para sus adentros con amargura—, pero todo ha acabado tan, tan mal.»
Su amado esposo, Porthios, había desaparecido y se le daba por muerto. Su hijo, su esperanza para el futuro, había huido dejándola para afrontar sola el mañana. Podía repetirse para sus adentros que estaba embrujado pero, en el fondo, sabía que no era sólo eso. Estaba mimado, era egoísta, se dejaba llevar demasiado fácilmente por pasiones que ella nunca había sido capaz de frenar. Le había fallado a su marido y a su hijo. Su orgullo le impedía admitirlo.
El orgullo sería su perdición. Se había sentido herida en su orgullo cuando el pueblo se volvió contra ella. Su orgullo había sido lo que la empujó a atacar el escudo, a intentar entrar en un país donde no se la quería. Y ahora, el orgullo la obligaba a mentir a su pueblo.
Samar y Kiryn, los dos, la habían aconsejado en contra. Ambos la habían instado a decir la verdad, pero su orgullo no lo soportaba. No su orgullo de reina, sino el de madre. Había fracasado como madre y ahora todos conocerían ese fracaso. No soportaba que la gente la mirara con compasión. Ésa, más que ninguna otra causa, era la razón de que hubiera mentido.
Había confiado en que Silvanoshei regresaría, que admitiría que se había equivocado y pediría que le perdonara. Si hubiera ocurrido así, ella habría disculpado su proceder. Pero ahora, tras leer la misiva de Samar, sabía que Silvanoshei jamás regresaría a ella voluntariamente. Samar tendría que llevárselo a rastras como a un muchachito descarriado.
Alzó la vista y se encontró con Gilthas observándola, con expresión comprensiva, seria. En ese momento, era como su padre. Tanis el Semielfo la había mirado a menudo con esa misma expresión cuando ella libraba alguna batalla interna, combatiendo contra su orgullo.
—Guardaré tu secreto, tía Alhana —dijo Gilthas. Su voz sonaba fría, y resultaba obvio que no le gustaba lo que hacía—. Mientras me sea posible.
—Gracias, Gilthas —contestó agradecida, y avergonzada por estarlo. ¡Su orgullo! Su maldito orgullo—. Silvanoshei regresará. Se enterará de las terribles dificultades que nos afligen y volverá. Quizá ya esté de camino.
Se puso la mano sobre el pecho, sobre la carta de Samar que decía justamente lo contrario. Mentir le resultaba ya tan, tan fácil.
—Eso espero —respondió seriamente Gilthas.
Le cogió la mano y la besó con respeto.
—Lamento que tengas problemas, tía Alhana, y siento haberte dado más. Pero si esto trae la reunificación de nuestras naciones, entonces algún día, al rememorar las dificultades y los sufrimientos, diremos que merecieron la pena.
La elfa intentó sonreír, pero la tensión de sus labios hizo que fuera una mueca crispada. No dijo nada y así, en silencio, se separaron.
—Ve con él —le indicó a Kiryn, que se había quedado—. Ocúpate de que se les dé una buena acogida a él y a los suyos.
—Majestad... —empezó, vacilante, el joven elfo.
—Sé lo que vas a decir, Kiryn. No lo digas. Todo saldrá bien, ya verás.
Después de que los dos se hubiesen ido, Alhana se quedó en la entrada del refugio, pensando en Gilthas.
—Unos sueños hermosos —musitó—. Los sueños de la juventud. Hubo un tiempo en que yo los tuve. Ahora, al igual que mis hermosos vestidos, me cubren como andrajos, desgarrados. Ojalá los tuyos te vistan mejor y te duren más, Gilthas.
Esperando y esperando
El general Dogah, cabecilla de los caballeros negros en Silvanost, tenía también problemas. Los caballeros utilizaban Dragones Azules para patrullar el cielo sobre los densos y enmarañados bosques. Si los reptiles captaban señales de movimiento en el suelo, bajaban en picado y con su abrasador aliento arrasaban amplias extensiones boscosas.
Esos dragones exploradores habían visto la muchedumbre de gente en el desierto, pero ignoraban que eran qualinestis. Los tomaron por bárbaros, el pueblo de las Praderas de Arena, que huían de la invasión de la señora suprema Sablet. El general Dogah se preguntó qué hacer con esa emigración. No tenía órdenes con respecto al pueblo del desierto. Sus efectivos eran limitados y su control de Silvanost endeble, en el mejor de los casos. No quería empezar la guerra en otro frente, así que despachó un correo urgente para Mina a lomos de un dragón, en el que la informaba de la situación y solicitaba órdenes.