—¡El laberinto de setos!
Tas miró abajo y a los lados, y comprendió que el gnomo tenía razón. Se encontraban en lo que quedaba del laberinto de setos de la Ciudadela después de que los Dragones Rojos lo hubieran destruido con su aliento abrasador. Las paredes de hojas eran montones de cenizas en el suelo. Los senderos que giraban y torcían entre los muros de plantas —conduciendo a quienes los recorrían hacia el interior del laberinto— se encontraban al descubierto. El laberinto ya no era tal. Tas distinguía claramente el trazado, los blancos caminos resaltando en marcado contraste con el negro. Veía cada recodo, cada giro, cada espiral, cada curva, cada paso sin salida. Veía el camino hacia el corazón del laberinto de setos y veía la salida. La Escalera de Plata se alzaba a plena vista, al descubierto. Ahora se distinguía claramente que subía y subía hacia el vacío, y Tas, sintiendo revuelto el estómago, recordó su salto desde lo alto y su zambullida en el humo y las llamas.
—¡Oh, diantre! —susurró Acertijo, y Tas recordó que levantar el plano del laberinto de setos había sido la Misión en la Vida del gnomo.
—Acertijo, yo... —empezó tristemente.
—Se puede ver todo —dijo el gnomo.
—Lo sé. —Tas le dio unas palmaditas en la mano—. Y yo...
—Se podría recorrer de punta a punta sin perderse en ningún momento —siguió Acertijo.
—Quizás encuentres otra línea de trabajo —sugirió Tas con intención de ayudar—. Aunque, yo en tu lugar, no me dedicaría a la reparación de artefactos mágicos.
—¡Es perfecto! —exclamó Acertijo, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad.
—¿Qué? —preguntó Tas, sobresaltado—. ¿Qué es perfecto?
—¿Dónde está mi pergamino? —demandó el gnomo—. ¿Y mi tintero y mi pincel?
—Yo no tengo un tintero...
—Entonces ¿para qué sirves? —refunfuñó Acertijo mientras lo fulminaba con la mirada—. Bah, no importa —añadió malhumorado—. ¡Aja! ¡Carboncillo! Esto servirá.
Se dejó caer en el suelo calcinado, extendió el borde de su túnica marrón, cogió un palo carbonizado y empezó a trazar lenta y trabajosamente la ruta del incinerado laberinto de setos sobre la tela.
—Así es mucho más fácil —murmuró para sí mismo—. No comprendo cómo no se me ocurrió antes.
Tasslehoff sintió el ya familiar roce de la mano en su hombro. Las gemas del ingenio de viajar en el tiempo empezaron a destellar y brillar con luces doradas y púrpura, un reflejo del sol poniente.
—Adiós, Acertijo —dijo Tas mientras los senderos del laberinto de setos empezaban a girar ante sus ojos.
El gnomo no levantó la vista. Estaba concentrado en su trabajo.
El extraño pasajero
En un pequeño puerto al sur de Estwilde, el extraño pasajero desembarcó de la nave en la que había viajado a través del Nuevo Mar. El capitán sintió un gran alivio al desembarazarse de su misterioso pasajero y más aún de librarse de su fogoso corcel. Nadie le había visto la cara, que él mantuvo oculta bajo la capucha de la capa.
Semejante aislamiento había originado muchas especulaciones entre la tripulación respecto a la naturaleza del pasajero, la mayoría absurdas y totalmente erróneas. Algunos suponían que era una mujer disfrazada de hombre, porque el grumete había atisbado una vez una mano que, según él, era esbelta y delicada. Otros sospechaban que se trataba de un hechicero de alguna clase, sin más razón que la de ser de sobra conocido que los hechiceros llevaban capas con embozos, que siempre se mostraban misteriosos y que no eran de fiar. Sólo un marinero comentó que creía que el pasajero era un elfo y que ocultaba el rostro porque sabía que los humanos a bordo del barco no verían con muy buenos ojos a alguien de su raza.
Los otros marineros se burlaron de su idea y, como la conversación se estaba manteniendo durante la cena, le lanzaron a la cabeza los panecillos picados por el gorgojo. El hombre sugirió hacer una apuesta a favor de su corazonada, y todos los demás la aceptaron. Se convirtió en un hombre rico, relativamente, al final de viaje, cuando un golpe de viento le echó la capucha hacia atrás al pasajero mientras conducía a su caballo por la pasarela, revelando que, efectivamente, era un elfo.
Nadie se molestó en preguntarle qué lo había traído a esa parte de Ansalon. A los marineros les importaba poco de dónde venía el elfo y adonde se dirigía. Estaban más que contentos de que abandonara el barco, ya que era de sobra sabido entre los que navegaban que los elfos del mar —los que supuestamente habitaban en las profundidades marinas— intentarían hundir cualquier embarcación que transportara a uno de sus parientes de la superficie a fin de persuadirle de que pasara el resto de su vida bajo el mar.
En cuanto a Silvanoshei, no miró hacia atrás una vez qué pisó tierra firme. No le importaban nada los marineros ni el barco, aunque gracias a su esfuerzo habían viajado a través del Nuevo Mar a una velocidad realmente notable. El viento había soplado con fuerza desde el día que iniciaron la travesía y no había parado en ningún momento. No había habido tormentas, un milagro en esa época del año. Aun así, por muy veloz que el barco hubiera surcado las aguas, no había sido lo suficientemente rápido para Silvanoshei.
Se sintió rebosante de alegría al pisar tierra, ya que era la tierra por la que Mina caminaba. Cada paso lo acercaba más a su amado rostro, a su adorada voz. Ignoraba dónde se encontraba, pero el corcel sí lo sabía. Era el caballo de la joven, al que había enviado en su busca. En el instante en que se encontró en el muelle, Silvanoshei montó a Fuego Fatuo y partieron galopando tan deprisa que el joven elfo ni siquiera supo el nombre del pequeño puerto en el que habían atracado.
Viajaron hacia el noroeste. Silvanoshei habría cabalgado día y noche de haber podido, pero el animal (por muy milagroso que fuera) era una criatura mortal y necesitaba comer y descansar, del mismo modo que lo necesitaba el propio Silvanoshei. Al principio maldijo amargamente el tiempo que gastaban en descansar, pero se le recompensó por su sacrificio. La primera noche que pasó fuera del barco, Silvanoshei topó con una caravana de mercaderes que se encaminaba hacia el mismo puerto en el que había desembarcado recientemente.
Muchos humanos habrían rechazado a un elfo solitario con el que se cruzaran por casualidad en el camino, pero los mercaderes veían como un cliente potencial a cualquier persona y, en consecuencia, no solían tener prejuicios contra ninguna raza (salvo los kenders). El dinero elfo era tan bueno (a menudo, mejor) que el humano, así que invitaron cordialmente al joven elfo, cuyo atuendo, aunque manchado por el viaje, era de gran calidad, a compartir su comida. Silvanoshei sólo deseaba sentarse a solas y soñar con los ojos ambarinos, y estaba a punto de rehusar con altivez cuando oyó a uno de ellos pronunciar el nombre de Mina.
—Os agradezco, damas y caballeros, vuestra hospitalidad —contestó mientras se apresuraba a tomar asiento junto a la chisporroteante hoguera. Incluso aceptó el plato de latón con el cuestionable guisado que le ofrecieron, aunque no lo probó, sino que lo tiró subrepticiamente en los arbustos que había a su espalda.
Todavía llevaba la capa puesta, ya que el tiempo era frío en esa época del año. Echó la capucha hacia atrás, sin embargo, y los humanos se quedaron admirados por el apuesto joven de ojos del color del vino, encantadora sonrisa y voz dulce y melodiosa. Al ver que se había comido ya el guiso, una de las mujeres le ofreció más.
—Estáis tan delgado como un colchón tras un año de uso —comentó mientras llenaba el plato, que el joven rechazó con educación.
—Mencionasteis un nombre: Mina —empezó Silvanoshei procurando hablar en tono despreocupado a pesar de que el corazón le latía desaforadamente—. Conozco a alguien que se llama así. ¿No será una doncella elfa por casualidad?
Al oír esto todos rieron de buena gana.
—No, a menos que las doncellas elfas vistan armadura hoy en día —repuso uno.
—Yo he oído hablar de una doncella elfa que llevaba armadura —protestó otro, que parecía de los que les gustaba discutir—. Recuerdo que mi abuelo cantaba una canción sobre ella. Era en tiempos de la Guerra de la Lanza.
—¡Bah! Tu abuelo era un viejo beodo —intervino un tercero—. Nunca fue a ninguna parte, sino que vivió y murió en las tabernas de Flotsam.
—Aun así, tiene razón —abundó la esposa de uno de los mercaderes—. Hubo una doncella elfa que combatió en la gran guerra. Se llamaba Lauratari.
—Lunitari, querida, Lunitari. Era una antigua diosa de la magia —le corrigió su amiga, otra de las esposas, mientras le daba con el codo—. Una de las deidades que se marcharon y nos dejaron a merced de esos enormes y monstruosos dragones.
—No, estoy segura que no era ésa —insistió la primera mujer, ofendida—. Era Lauratari, y mató a una de esas bestias horribles con un ingenio gnomo llamado dragonlezna. Se llamaba así porque se lo clavó hasta el fondo y lo agujereó como una suela de zapato. Y ojalá apareciera otra igual e hiciera lo mismo con estos dragones nuevos.
—Bueno, por lo que he oído, la tal Mina se propone hacer exactamente eso —intervino el primer mercader en un intento de poner paz entre las dos mujeres, que mascullaban mirándose malhumoradas.
—¿La habéis visto? —preguntó Silvanoshei, con el corazón en un puño—. ¿Habéis visto a esa Mina?
—No, pero está en boca de todo el mundo por las ciudades por las que hemos pasado.
—¿Y dónde se halla? —inquirió Silvanoshei—. ¿Cerca de aquí?
—Marcha por la calzada a Sanction. No te pasará por alto. Cabalga con un ejército de caballeros negros —contestó el tipo discutidor en tono adusto.
—No os toméis eso a mal, caballero —dijo una de las esposas—. Mina llevará la armadura negra, pero por lo que he oído tiene un corazón de oro.
—Por dondequiera que pasamos vemos algún niño al que ha curado o algún lisiado al que ha hecho que vuelva a andar —añadió su amiga.
—Va a romper el cerco de Sanction —abundó el mercader— y a devolvernos nuestro puerto. Entonces no tendremos que viajar a través de medio continente para vender nuestras mercancías.
—¿Y a ninguno os parece mal eso? —protestó el discutidor con aire furioso—. Nuestros Caballeros de Solamnia están en Sanction, intentando resistir, y vosotros jaleáis a la cabecilla de nuestros enemigos.
Aquellos provocó una encendida discusión que acabó con la mayoría del grupo a favor del bando que fuera con tal de que se abrieran los puertos de nuevo. Los solámnicos habían intentado levantar el cerco de Sanction y habían fracasado. Bien, pues que la tal Mina y sus caballeros negros probaran, a ver qué podían hacer.
Espantado y horrorizado de pensar que Mina se pusiera en semejante peligro, Silvanoshei se apartó un trecho para tumbarse separado de los demás, y permaneció despierto la mitad de la noche, enfermo de miedo por ella. ¡No debía atacar Sanction! Había que disuadirla de que tomara un curso de acción tan peligroso.
Se levantó y se puso en marcha con las primeras luces del día. No tuvo que azuzar al caballo.
Fuego Fatuo
estaba tan ansioso por regresar con su ama como lo estaba su jinete. Los dos se esforzaron al máximo, con el nombre de Mina sonando en cada golpeteo de los cascos, en cada latido del corazón de Silvanoshei.
* * *
Varios días después de su encuentro con Silvanoshei, la caravana de mercaderes llegó a la pequeña ciudad portuaria. Las dos mujeres dejaron a sus maridos levantando el campamento y fueron a visitar el mercado, donde les paró otro elfo que andaba merodeando por los establos, abordando a todos los recién llegados.
Éste era un elfo «estirado», como sentenció una de las esposas. El elfo se dirigió a ellas, en palabras de una de las mujeres: «Como si fuéramos las sobras que se echan a un perro».
Con todo, no dudaron en coger el dinero del elfo y le contaron lo que quería saber a cambio de él.
Sí, en la calzada se habían topado con un elfo joven vestido como un caballero. Un joven educado y cortés. No como otros, añadió la mujer del mercader con una mirada significativa. No recordaba dónde dijo que iba, pero sí que habían hablado sobre Sanction. Sí, suponía que era posible que se encaminara a esa ciudad, pero también era posible que se dirigiera a la luna, por lo que ella sabía.
El elfo mayor, de semblante severo y maneras cortantes, les pagó y se marchó por la misma calzada tomada por Silvanoshei.
Las dos esposas dedujeron inmediatamente a qué venía todo ese lío.
—Ese joven era su hijo y había huido de casa —manifestó la primera mientras asentía con aire enterado.
—Pues no le culpo, con un viejo de cara avinagrada como ése —dijo la otra, que miraba al elfo que se alejaba con aire iracundo.
—Vaya, ojalá le hubiera dado una pista falsa —abundó la primera—. Le estaría bien empleado.
—Hiciste lo que creíste que era mejor, querida —le contestó su amiga mientras estiraba el cuello para ver cuántas monedas de plata le había dado—. No debemos involucrarnos en asuntos de gente tan extravagante como ésa.
Agarradas del brazo, la dos se dirigieron hacia la taberna más cercana para gastarse el dinero del elfo.
Convictos de fe
Las tropas de Mina avanzaron inexorablemente y sin pausa hacia Sanction. Siguieron sin encontrar oposición ni resistencia en su camino. Mina no cabalgaba con sus legiones, sino por delante de ellas y entraba en pueblos, villas y ciudades para realizar sus milagros, propagar la palabra del Único y hacer redadas de kenders. A muchos les extrañó esto último. La mayoría daban por hecho que se proponía matarlos (y muy pocos lo habrían lamentado), pero se limitó a interrogarlos, a todos, uno por uno, preguntando por un kender en particular que se hacía llamar Tasslehoff Burrfoot.
Hubo muchos Tasslehoff que se presentaron por sí mismos ante la muchacha, pero ninguno era El Tasslehoff Burrfoot. Una vez que les había interrogado, Mina los soltaba y los dejaba ir con la promesa de una rica recompensa si encontraban a ese Burrfoot.
A diario, llegaban kenders a espuertas al campamento trayendo consigo Tasslehoff Burrfoot de todo tipo y descripción con la esperanza de recibir la recompensa. Esos Tasslehoff incluían no sólo kenders, sino perros, cerdos, un asno, un cabrito y, en una ocasión, un enano terriblemente irritado y con una gran resaca. Diez kenders lo metieron, atado y amordazado, casi a rastras al campamento, afirmando que era El Tasslehoff Burrfoot que se había puesto una barba falsa para disfrazarse.