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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (52 page)

Ahora sí que Gerard oyó ruido, voces de hombres gritando órdenes, tintineo de arneses y el ruido metálico del acero. Corrió hacia la escalera.

La planta baja constaba de cocina, un comedor y la sala grande donde Gerard había pasado la noche. En el piso de arriba había habitaciones para hospedar clientes con más recursos económicos, así como la vivienda del posadero, protegida por una puerta atrancada y cerrada con llave.

El mago se dirigió directamente a esa puerta. Probó el picaporte, que no cedió, y entonces tocó la cerradura con la bola de cristal de su bastón. Hubo un destello que medio cegó a Gerard y le hizo parpadear unos segundos para librarse de los puntos luminosos grabados en la retina. Cuando por fin pudo ver bien, el mago ya había abierto la puerta. De la cerradura salía un hilillo serpenteante de humo.

—Eh, no puedes entrar ahí... —empezó Gerard.

El mago le dirigió una fría mirada.

—Empiezas a recordarme a mi hermano, caballero. Aunque le quería, a decir verdad había veces que me irritaba lo indecible. Te ronda la muerte, caballero. —El mago señaló con el bastón el interior de la habitación—. Abre ese arcón de madera. No, ése no. El que está en el rincón. No tiene echada la cerradura.

Gerard se dio por vencido. De perdidos, al río, como rezaba el dicho. Entró en el cuarto del posadero y se arrodilló junto al arcón que había señalado el mago. Levantó la tapa y vio un surtido de dagas y cuchillos, una bota, un par de guantes, y piezas de armadura: brazales, espinilleras, charreteras, una coraza, yelmos. Todas eran negras, y algunas llevaban estampado el emblema de los caballeros negros.

—Nuestro posadero no está por encima de robar a sus clientes —dijo el mago—. Coge lo que necesites.

Gerard dejó caer la tapa del arcón con un golpe seco. Se puso de pie y retrocedió.

—No —dijo.

—Disfrazarte como uno de ellos es tu única oportunidad. No hay gran cosa ahí, desde luego, pero puedes improvisar algo para salir del apuro.

—Acabo de librarme de una de esas malditas armaduras...

—Sólo un necio sentimental sería tan estúpido —replicó el mago—, y por eso no me sorprende oírte decir que lo hiciste. Ponte todas las piezas de armadura que sea posible. Te prestaré mi capa negra. Tapa multitud de defectos, como he llegado a comprobar.

—Aunque me disfrazara, daría igual —comentó Gerard. Estaba harto de huir, de disfraces, de mentiras—. Dijiste que el posadero les habló de mí.

—Él es idiota. Tú eres listo y tienes mucha labia. —El mago se encogió de hombros—. Es posible que la artimaña no funcione. Te la estás jugando. Pero a mi entender merece la pena correr el riesgo.

Gerard vaciló un momento. Quizás estuviera harto de huir, pero no lo estaba de vivir. El plan del mago parecía bueno. Su espada, un regalo del gobernador Medan, podría ser identificada. Su caballo todavía llevaba los arreos de un caballero negro, y sus botas eran iguales a las de ellos.

Sintiéndose como si cada vez estuviera más metido en una terrible trampa de la que escapaba continuamente por la parte trasera para encontrarse de nuevo entrando por delante, tomó las piezas de armadura que podían encajarle y se las puso rápidamente. Algunas eran demasiado grandes y otras dolorosamente pequeñas. Cuando terminó, parecía un bufón con armadura. No obstante, con la capa negra cubriéndole a lo mejor daba el pego.

—Ya está —dijo mientras se volvía—. ¿Qué te...?

El mago había desaparecido. La capa negra que le había prometido estaba tirada en el suelo.

Gerard recorrió la habitación con la mirada. No había oído salir al mago, pero entonces recordó que ese hombre se movía sin hacer ruido. La sospecha surgió de nuevo en su mente, pero la desestimó. Tanto si el extraño mago estaba a su favor como en su contra, ahora poco importaba ya. Tenía que seguir con el plan.

Recogió la capa negra, se la echó por los hombros y salió rápidamente de la habitación del posadero. Al llegar a la escalera miró por la ventana y vio una tropa de soldados formada en el exterior. Resistió el impulso de correr y esconderse. Bajó la escalera a buen paso y abrió la puerta de la posada. Dos soldados que llevaban alabardas le dieron un empellón en su prisa por entrar.

—¡Eh! —exclamó Gerard, enfadado—. Casi me habéis tirado. ¿Qué significa todo esto?

Los dos soldados se pararon, avergonzados. Uno saludó llevándose la mano a la frente.

—Os pido disculpas, caballero oficial, pero tenemos prisa. Nos han enviado a arrestar a un solámnico que se esconde en esta posada. Quizá lo hayáis visto. Viste camisa de paño y pantalones de cuero, e intenta hacerse pasar por un mercader.

—¿Eso es todo lo que sabéis sobre él? —demandó Gerard—. ¿Cómo es? ¿De qué color tiene el caballo? ¿Qué estatura tiene?

Los soldados se encogieron de hombros, impacientes.

—¿Y eso qué importa, señor? Está ahí dentro. El posadero nos dijo que lo encontraríamos aquí.

—Estaba aquí —dijo Gerard—. Se os ha escapado por poco. —Señaló con la cabeza la calzada—. Salió a galope en esa dirección hace menos de quince minutos.

—¡Que salió a galope! —exclamó boquiabierto el soldado—. ¿Por qué no se lo impedisteis?

—No tenía órdenes de detenerlo —replicó en tono frío Gerard—. Ese bastardo no era de mi incumbencia. Si os dais prisa, podéis alcanzarle. Ah, por cierto, es un hombre alto, apuesto, de unos veinticinco años, con el cabello negro azabache y un largo bigote. ¿A qué esperáis plantados ahí, mirándome como un par de zopencos? ¡Vamos, largaos de una vez!

Mascullando entre dientes, los soldados salieron a toda prisa y echaron a correr calzada adelante sin molestarse en saludar. Gerard suspiró y se mordió el labio en un gesto de frustración. Suponía que debía de estarle agradecido al mago por salvarle la vida, pero no lo estaba. La idea de seguir mintiendo, disimulando, aparentando, de estar siempre en guardia, siempre temiendo ser descubierto, lo desmoralizó. Sinceramente, dudaba de ser capaz de soportarlo. Acabar colgado podría ser más fácil, después de todo.

Se quitó el yelmo y se pasó los dedos por el cabello amarillo. La capa era bastante gruesa y estaba sudando a mares, pero no se atrevió a despojarse de ella. Por si fuera poco, el paño tenía un olor peculiar que le recordaba el aroma a pétalos de rosa combinado con algo ni de lejos tan dulce y agradable. Se quedó en el umbral, preguntándose qué hacer a continuación.

Los soldados escoltaban a un grupo de prisioneros. Gerard apenas prestó atención a los pobres infelices, aparte de pensar que él podría haber sido uno de ellos. Decidió que lo mejor que podía hacer era alejarse a caballo aprovechando la confusión.

«Si alguien me para, siempre puedo decir que soy un mensajero que se dirige a algún sitio con información importante.»

Salió al exterior. Alzó la vista al cielo y advirtió con sorpresa y agrado que había dejado de llover y que las nubes habían desaparecido. El sol brillaba radiante.

Un sonido extraño, como el balido de una cabra contenta, hizo que se diera media vuelta.

Un par de ojos relucientes lo miraban de hito en hito por encima de una mordaza. Los ojos eran los de Tasslehoff Burrfoot, y el balido era la exclamación alegre y jovial de Tasslehoff Burrfoot.
El
Tasslehoff Burrfoot.

39

En el que se demuestra que no

todos los kenders se parecen

Ver allí a Tasslehoff Burrfoot, justo delante de él, tuvo en Gerard el mismo efecto que la descarga del rayo de un Dragón Azul, y lo dejó aturdido, paralizado, incapaz de pensar ni reaccionar. Su estupefacción era tal que se quedó mirándolo fijamente, nada más. Todo el mundo buscaba a Tasslehoff Burrfoot —incluida una diosa— y Gerard lo había encontrado.

O más bien, para ser exactos, esa tropa de caballeros negros había encontrado al kender. Tasslehoff se encontraba entre varias docenas más de kenders, a los que conducían a Sanction. A buen seguro que todos y cada uno de ellos afirmaba ser Tasslehoff Burrfoot. Por desgracia, uno sí lo era realmente.

Tasslehoff siguió emitiendo aquella especie de balido bajo la mordaza y además intentaba por todos los medios saludar con la mano. Uno de los guardias que escuchó el extraño sonido, se dio media vuelta. Gerard se encasquetó de inmediato el yelmo, a punto de rebanarse la nariz en el proceso ya que le quedaba pequeño.

—¡El que esté haciendo ese ruido que se calle! —gritó el guardia, encaminándose hacia Tasslehoff, que, al no mirar por dónde iba, tropezó con las argollas y se fue de bruces al suelo. Al caer, tiró de dos de los kenders que iban encadenados a él por los pies. Viendo en aquello un estupendo paréntesis en la aburrida marcha, los demás kenders empezaron a tirar y a derribar a los demás, con el resultado de que toda la fila de unos cuarenta hombrecillos se convirtió en un completo caos.

Dos guardias que empuñaban látigos se metieron en el revoltijo para poner orden. Gerard se alejó a buen paso, casi corriendo, en su ansiedad por encontrarse lejos de allí antes de que pasara algo peor. En su mente zumbaba un baturrillo de ideas, de modo que caminaba sumido en una especie de aturdimiento sin saber realmente hacia dónde se dirigía. Tropezó con gente, masculló disculpas. Metió el pie en un agujero, se torció el tobillo y casi se fue de cabeza a un abrevadero. Finalmente, vio un callejón oscuro y se metió en él. Inhaló hondo varias veces. El aire frío alivió su frente sudorosa, y por fin fue capaz de respirar con regularidad y poner en orden sus ideas.

Takhisis quería a Tasslehoff, lo quería en Sanction. Él tenía la oportunidad de frustrar sus planes, y en eso, Gerard sabía que seguía los dictados de su corazón. Las sombras desaparecieron. La semilla de un plan empezaba a despuntar en su cerebro.

Haciendo un saludo mental al hechicero y deseándole lo mejor, Gerard echó a andar para poner en marcha su plan, en el que incluía encontrar a un caballero de su estatura y peso y, con suerte, con el mismo tamaño de cabeza.

* * *

Los caballeros negros y sus soldados de infantería acamparon dentro y alrededor de la ciudad de Tyburn para pasar la noche. El comandante y sus oficiales ocuparon la posada de la calzada, lo que no era un gran triunfo ya que la comida era una bazofia y el alojamiento, sórdido. Lo único bueno que podía decirse sobre la cerveza que se servía es que dejaba a un hombre agradablemente aturdido y le ayudaba a olvidar sus problemas.

El comandante de los caballeros negros bebió abundantemente. Tenía un montón de problemas que se alegró de ahogar en cerveza, el primero y más importante de ellos Mina, su nueva oficial superior.

Al comandante nunca le había gustado lord Targonne ni se había fiado de él por ser un hombre de miras estrechas, más interesado en una moneda de cobre doblada que en las tropas que tenía a su mando. Targonne no había hecho nada por el progreso de la causa de los caballeros negros y en cambio se concentró en llenar sus propios cofres. En Jelek nadie había lamentado la muerte de Targonne, pero tampoco había celebrado la ascensión de Mina.

Ella había impulsado la causa de los caballeros negros, cierto, pero avanzaba a un paso tan rápido que había dejado atrás a la mayoría para que masticara el polvo que levantaba. Al comandante le dejó estupefacto la noticia de que había conquistado Solanthus. No estaba seguro de aprobarlo. ¿Cómo iban a retener dos ciudades como Solanthus y la capital solámnica, Palanthas?

Esa condenada Mina ni siquiera se planteaba proteger lo que había tomado. En ningún momento había pensado en consolidar unas líneas tan extendidas que podían romperse en cualquier momento, ni en los hombres cargados con exceso de trabajo ni en el peligro de estallidos de revueltas entre el populacho.

El comandante le había enviado misivas a Mina explicándole todo eso, urgiéndola a frenar un poco, a reforzar sus tropas, a consolidar sus conquistas. Mina había olvidado también otra cosa: la señora suprema, la hembra de dragón Malys. El comandante había estado enviando mensajes conciliatorios a la Roja, afirmando que los caballeros negros no tenían los ojos puestos en su soberanía. Que todos los nuevos territorios que se estaban conquistando se tomaban en su nombre, etcétera, etcétera. No había recibido respuesta alguna.

Entonces, unos pocos días atrás, había recibido órdenes de Mina de abandonar Jelek y marchar con sus fuerzas hacia el sur para reforzar Sanction contra el probable ataque de un ejército combinado de elfos y solámnicos. Debía partir de inmediato y, en el camino, tenía que apresar a todos los kenders con los que se cruzaran y llevarlos a Sanction.

Ah, sí. Y Mina consideraba bastante probable que Malys fuera también hacia Sanction para atacar la ciudad. De modo que también debía estar preparado para esa eventualidad.

Incluso ahora, al releer las órdenes, el comandante sentía la misma consternación e indignación que experimentó las primeras dos docenas de veces que las había leído. Se había sentido tentado de no obedecer, pero el mensajero que había entregado la misiva dejó muy claro al comandante que el brazo de Mina y de ese dios Único suyo llegaba muy lejos. El mensajero dio varios ejemplos de lo que les había ocurrido a otros comandantes que creyeron que sabían mejor que Mina el curso de acción a tomar, empezando con el difunto lord Targonne. En consecuencia, el comandante se encontraba ahora en camino hacia Sanction, sentado en aquella mísera posada, bebiendo cerveza caliente de la que afirmar que sabía a pis de caballo era hacerle un cumplido que no merecía.

Ese día las cosas habían ido de mal en peor. No sólo los kenders habían retrasado el avance enredándose con las cadenas —un enredo que costó horas deshacer—; además se les había escabullido ese espía solámnico al que le habían dado el chivatazo de que iban por él. Por suerte, ahora tenía una buena descripción del tipo —con cabello largo y negro, al igual que el bigote— y sería fácil de localizar y apresar.

El comandante ahogaba sus problemas en cerveza cuando alzó la vista y se encontró con otro mensajero de Mina que entraba por la puerta. El comandante habría renunciado a toda su fortuna a cambio de poder arrojar la jarra de cerveza a la cabeza del tipo.

Como casi todos los mensajeros, que tenían que viajar ligero, éste vestía armadura de cuero negra y se cubría con una gruesa capa del mismo color. Se quitó el yelmo, lo puso bajo el brazo y saludó.

—Vengo en nombre del dios Único.

El comandante soltó un resoplido sin apartar la boca de la jarra.

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