—Deja de decir tonterías —instó Gerard con tono decidido—. ¡Raistlin Majere está muerto!
—Anda, y yo —contestó Tasslehoff Burrfoot, que sonrió al caballero—. Pero uno no va dejar que un detalle tan nimio lo detenga.
Tas alargó la mano y cogió la de Gerard. Las gemas centellearon y el mundo desapareció bajo los pies del caballero.
La decisión
Siendo un crío Gerard, un amigo suyo construyó un columpio para divertirse. Su amigo colgó una tabla plana y lisa entre dos cuerdas, y éstas las ató a una rama alta de un árbol. El otro chico convenció a Gerard de que se sentara en el columpio mientras él lo giraba una y otra vez hasta que las cuerdas estuvieron totalmente enrolladas una a la otra. En ese momento, su amigo le dio un fuerte empujón al columpio y lo soltó. Gerard había empezado a dar vueltas y vueltas a toda velocidad sobre sí mismo al tiempo que se desplazaba en un círculo giratorio, que acabó sólo cuando la fuerza del impulso lanzó a Gerard fuera del columpio y aterrizó de bruces en la hierba.
El caballero experimentó exactamente la misma sensación con el ingenio de viajar en el tiempo, con la notable salvedad de que no lo tiró de bruces. Aunque tanto hubiera dado, ya que cuando sus pies tocaron finalmente la bendita hierba, Gerard no sabía si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. Se tambaleó como un gnomo borracho, parpadeando, jadeando e intentando orientarse. Dando tumbos a su lado, el kender también parecía aturdido.
—Por muchas veces que lo haga —dijo Tasslehoff mientras se enjugaba el sudor de la frente con la sucia manga de la camisa—, nunca me acostumbro a ello.
—¿Dónde estamos? —demandó Gerard cuando el mundo dejó de dar vueltas.
—Deberíamos estar asistiendo a un Consejo de Caballeros —contestó Tas, dubitativo—. Ahí es a donde quería ir, y ésa es la idea que pensaba mi cabeza. Pero si estamos en el Consejo de Caballeros correcto, eso ya es otra cuestión. Quizá nos encontremos en el Consejo de Caballeros de la época de Huma, por lo que sé. El ingenio ha estado actuando de un modo muy extraño. —Sacudió la cabeza y mire en derredor—. ¿Te suena familiar algo?
Los dos habían sido depositados en un terreno densamente arbolado, al borde de un campo de avena recolectada hacía tiempo. A Gerard se le ocurrió la idea de que de nuevo estaba perdido, y esta vez ha bía sido culpa del kender. No albergaba la menor esperanza de que lo encontraran nunca, e iba a decirlo en voz alta cuando atisbo parte de un edificio grande que recordaba una fortaleza o una casa solariega Gerard estrechó los ojos en un intento de enfocar la bandera que ondeaba en las almenas.
—Parece el estandarte de lord Ulrich —dijo, estupefacto. Miró a su alrededor con más atención y le pareció reconocer el paisaje—. Podría ser el predio de Ulrich —comentó con cautela.
—¿Y es donde se supone que debíamos estar? —preguntó Tas.
—Es donde se celebró el Consejo de Caballeros la última vez que estuve aquí.
—Bien hecho —dijo Tasslehoff a la par que daba unas palmaditas al ingenio. Lo dejó caer dentro del saquillo descuidadamente y miró a Gerard expectante.
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Deberíamos darnos prisa —apuntó—. Están pasando cosas.
—Sí, lo sé, pero no podemos llegar diciendo que hemos caído del cielo, ¿sabes? —Alzó la vista con expresión inquieta.
—¿Por qué no? —Tas parecía desilusionado—. Es un detalle que hace interesante la historia.
—Porque nadie nos creería. Ni siquiera estoy seguro de creérmelo yo. —Meditó un poco sobre el asunto—. Diremos que venimos cabalgando desde Sanction, pero que mi caballo se hizo daño en una pata y hemos tenido que caminar. ¿Te has enterado?
—No es ni mucho menos tan interesante como lo de caer del cielo —dijo Tas—, pero si tú lo dices —se apresuró a añadir al ver que las cejas de Gerard se fruncían hasta juntarse en el centro de la frente.
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¿Cómo se llama el caballo? —preguntó mientras echaban a andar a través del campo, haciendo crujir los resecos tallos al pisarlos.
—¿Qué caballo? —rezongó Gerard, absorto en sus pensamientos, que todavía le daban vueltas en la cabeza aunque él estuviera pisando suelo firme.
—El tuyo, el que se lastimó la pata.
—No tengo ningún caballo que se haya lastimado la pata... Ah, ése caballo. No tiene nombre.
—Pues debería tenerlo —comentó seriamente Tas—. Todos los caballos tienen nombre. Se le pondré yo, ¿vale?
—Vale —accedió Gerard en un momento de descuido, con la única intención de que el kender se callara para así intentar dilucidar el enigma del extraño mago y de la increíble casualidad de encontrar al kender justo en el sitio exacto y en el momento oportuno.
Una caminata de casi dos kilómetros los llevó a la casa solariega. Los caballeros la habían convertido en un campamento armado. La luz del sol arrancaba destellos en las moharras de las picas. El humo de las lumbres de cocinas y de forjas ensuciaba el cielo. La verde hierba estaba pisoteada por centenares de pies y salpicada de las vistosas tiendas a rayas de los caballeros. Estandartes que representaban predios desde Palanthas hasta Estwilde flameaban en el frío viento otoñal. El sonido del martilleo de metal contra metal resonaba en el aire. Los caballeros se preparaban para ir a la guerra.
Tras la caída de Solanthus, los caballeros habían hecho una llamada para defender su patria, y había sido contestada. Los caballeros y sus comitivas marchaban desde lugares tan lejanos como Ergoth del Sur. Algunos caballeros empobrecidos llegaban a pie, llevando consigo sólo su honor y el deseo de servir a su país. Caballeros acaudalados llevaban sus mesnadas y sus cofres llenos de monedas para contratar más.
—Vamos a ver a lord Tasgall, Caballero de la Rosa y cabeza del Consejo de Caballeros —dijo Gerard—. Cuida tu comportamiento, Burrfoot. Lord Tasgall no tolera tonterías.
—Poca gente lo hace —puntualizó tristemente Tas—. Realmente creo que el mundo sería mucho mejor si hubiera más gente que las tolerara. Ah, ya he pensado un nombre para tu caballo.
—¿Sí? —preguntó Gerard, distraído, sin prestar atención.
—Ricura —
respondió Tasslehoff.
* * *
—Y éste es mi informe —siguió Gerard—. El Único tiene un nombre y una cara. Cinco caras. La reina Takhisis. Cómo se las ingenió para conseguir tal milagro, no lo sé.
—Yo sí —le interrumpió Tas, que se levantó de un brinco.
Gerard volvió a sentarlo de un empujón.
—Ahora no —repitió por cuadragésima vez, y siguió con el informe—. Nuestra antigua enemiga ha regresado. En los cielos está sola y sin oposición. En este mundo, sin embargo, hay quienes están dispuestos a dar la vida para derrotarla.
Gerard continuó explicando su encuentro con Samar, habló del compromiso del guerrero de que los elfos se aliarían con los caballeros para atacar Sanction.
Los tres lores se miraron entre sí. Había habido un enconado debate entre los mandos referente a si los caballeros deberían reconquistar Solanthus antes de marchar contra Sanction. Ahora, con las noticias traídas por Gerard, la decisión casi con toda seguridad sería lanzar un ataque en masa contra Sanction.
—Recibimos un comunicado manifestando que los elfos ya habían emprendido la marcha —dijo lord Tasgall—. El camino desde Silvanesti es largo y está sembrado de peligros...
—¡Van a atacar a los elfos! —Tasslehoff volvió a saltar de la silla.
—¡Recuerda lo que te dije sobre las tonterías! —advirtió seriamente Gerard, empujando de nuevo al kender para sentarlo.
—¿Tu amigo tiene algo que decir, sir Gerard? —preguntó lord Ulrich.
—Sí —repuso Tasslehoff mientras se ponía de pie.
—No —le contradijo Gerard—. Bueno, siempre tiene algo que decir, pero nada que sea menester oírlo.
—No tenemos garantías de que los elfos puedan llegar siquiera a Sanction —continuó lord Tasgall—, ni sabemos cuándo llegarán. Entretanto, según los informes que hemos recibido de Sanction, allí todo es confusión. Nuestros espías confirman el rumor de que Mina ha desaparecido y de que los caballeros negros están enzarzados en una lucha por el liderazgo. Si juzgamos por acontecimientos del pasado, aparecerá alguien para ocupar su lugar, si es que no ha ocurrido ya. No estarán sin jefe mucho tiempo.
—Al menos —intervino lord Ulrich—, no tenemos que preocuparnos de Malys. La tal Mina se las arregló para conseguir lo que ninguno de nosotros tuvo redaños para hacer. Combatió contra Malys y la derrotó. —Levantó la copa de plata—. Brindo por ella. ¡Por Mina! Por el valor.
Vació la copa de un ruidoso trago. Nadie más se unió al brindis; los demás parecían avergonzados. El oficial superior de la Rosa clavó una mirada severa en lord Ulrich, quien —por la rojez de sus mejillas y por el modo de arrastrar las palabras— ya había tomado demasiado vino.
—Mina tuvo ayuda, milord —dijo seriamente Gerard.
—Puedes llamar a la diosa por su nombre —intervino lord Siegfried en tono ominoso—. Takhisis.
La expresión de lord Tasgall era inquieta.
—No es que dude de la veracidad de sir Gerard, pero no puedo creer que...
—Creedlo, milord —dijo Odila mientras entraba en el salón.
Estaba pálida y delgada, y sus ropajes blancos aparecían cubiertos de barro y manchados de sangre. Por su apariencia, había hecho un largo viaje durmiendo y comiendo poco.
La mirada de Gerard fue hacia su pecho, donde el medallón de su fe había colgado antes. Ahora ya no estaba.
Gerard le sonrió, aliviado, y ella le devolvió la sonrisa. Era de nuevo la suya, advirtió, satisfecho, el caballero. Quizás un tanto trémula y no tan segura de sí misma como cuando la conoció, pero era suya.
—Milores —siguió la mujer—, traigo conmigo a alguien que confirmará la información presentada por sir Gerard. Se llama Espejo, y me ha ayudado a escapar de Sanction.
Los caballeros miraron con gran asombro al hombre que Odila hizo entrar. Llevaba los ojos cubiertos con vendajes que sólo tapaban parcialmente una herida espantosa que lo había dejado ciego. Caminaba con la ayuda de un bastón para tantear el camino al andar. A pesar de su minusvalía, traslucía un aire de sosegada confianza en sí mismo. Gerard tuvo la sensación de que había visto antes a ese hombre.
El oficial superior de la Rosa hizo una leve inclinación de cabeza al hombre ciego, quien, naturalmente, no podía verlo. Odila le susurró algo a Espejo, que a su vez hizo otra reverencia. Lord Tasgall enfocó toda su atención en Odila. La miró severamente, el gesto impasible.
—Vuelves a nosotros como desertora, dama de la caballería —dijo—. Se nos ha informado que te uniste a esa Mina y la serviste, que seguiste sus mandatos. Reverenciaste al Único y realizaste milagros en su nombre, una deidad que ahora nos enteramos es nuestra ancestral enemiga, la reina Takhisis. ¿Estás aquí porque has abjurado? ¿Insinúas que has perdido tu fe en la diosa a la que serviste? ¿Por qué íbamos a creerte? ¿Por qué no vamos a pensar que no eres más que una espía?
Gerard empezó a hablar en su defensa, pero Odila posó la mano en su brazo y el caballero se calló. Cualquier cosa que pudiera decir no arreglaría nada, comprendió, y sí causar un gran perjuicio.
Odila puso rodilla en tierra ante los caballeros. Sin embargo, no inclinó la cabeza. Los miró a todos a la cara.
—Si esperáis verme avergonzada o arrepentida, milores, siento desilusionaros. Soy una desertora, eso no lo niego. Desertar se sanciona con la muerte, y acepto el merecido castigo. Sólo diré en mi defensa que salí a buscar lo que buscamos todos: un poder superior al mío; un poder que me guíe y me conforte y me dé la certeza de que no estoy sola en este vasto universo. Encontré ese poder, milores. La reina Takhisis, nuestra diosa, ha regresado. Y digo «nuestra» porque lo es.
Eso
no podemos negarlo.
»
Sin embargo, os digo que debéis ir y luchar contra ella, milores. Tenéis que luchar para detener la oscuridad que está apoderándose del mundo. Mas, para combatirla, habréis de armaros con vuestra fe. Reverenciarla, aunque os opongáis a ella. Quienes siguen la luz también deben aceptar que existe la oscuridad, o de otro modo no habría luz.
Lord Tasgall la miró intensamente, con expresión preocupada. Lord Siegfried y lord Ulrich hablaban entre ellos en voz baja, aunque sin apartar los ojos de Odila.
—Si hubieses fingido contrición, señora, no te habría creído —dijo finalmente lord Tasgall—. Tal y como están las cosas, he de reflexionar sobre lo que has dicho y tomarlo en consideración. Levántale, Odila. En cuanto a tu castigo, será determinado por el consejo. Entretanto, me temo que habrá que confinarte...
—No la encerréis, milord —instó Gerard—. Si vamos atacar Sanction, necesitaremos a todos los guerreros experimentados que podamos agrupar. Dejadla a mi cuidado. Os garantizo que la traeré para que se la juzgue, como hizo ella conmigo cuando se me sometió a juicio en Solanthus.
—¿Estás conforme con esto, Odila? —preguntó el oficial superior de la Rosa.
—Sí, milord. —Sonrió a Gerard y le susurró en un cuchicheo—. Parece que nuestros destinos han de ir enlazados.
—Milores, si vais a atacar Sanction, seguro que os vendría bien la ayuda de unos cuantos Dragones Dorados y Plateados —manifestó Tasslehoff que volvió a levantarse como impulsado por un resorte—. Ahora que Malys ha muerto, todos los Dragones Rojos y Azules, los Verdes y los Negros, acudirán en defensa de la ciudad...
—Creo que será mejor que te lleves al kender, sir Gerard —dijo el oficial superior de la Rosa.
—Porque los Dorados y Plateados vendrían —gritó Tasslehoff con la cabeza girada hacia atrás mientras se retorcía para soltarse de Gerard—. Ahora que el tótem ha sido destruido, ¿entendéis? Estaré encantado de ir a buscarlos yo mismo. Tengo este ingenio mágico...
—¡Tas, cállate! —instó Gerard, congestionado el rostro por el es fuerzo de intentar retener al escurridizo kender.
—¡Esperad! —gritó el hombre ciego, que no había pronunciado ni una palabra hasta ese momento. Había permanecido tan callado que todos los que se encontraban en el salón se habían olvidado de él.
Espejo caminó hacia donde sonaba la voz del kender, el bastón tanteando impacientemente ante sí y apartando sin contemplaciones lo que encontraba a su paso.
—No os lo llevéis. Dejadme hablar con él —añadió.
El oficial superior de la Rosa frunció el ceño ante aquella interrupción, pero el hombre era ciego y la Medida exhortaba de manera muy estricta que a los ciegos, los lisiados, los sordos y los mudos se les debía tratar con el mayor respeto y cortesía.