—Por supuesto que podéis hablar con esa persona, señor. Pero considerando que tenéis la desgracia de ser ciego, me creo en la obligación de advertiros que sólo es un kender.
—Sé perfectamente lo que es, milord —repuso Espejo, sonriendo—. Y precisamente por ello siento más interés en hablar con él. En mi opinión, los kenders son los seres más sabios de Krynn.
Lord Ulrich estalló en carcajadas ante aquella chocante afirmación, lo que le valió otra mirada reprobadora de lord Tasgall. El ciego adelantó una mano, tanteando el aire.
—Estoy aquí, señor —dijo Tas, que asió la mano de Espejo y se la estrechó—. Soy Tasslehoff Burrfoot.
El
Tasslehoff Burrfoot. Te digo eso porque hay pululando por ahí un montón de Tasslehoff últimamente, pero el de verdad soy yo. Bueno, los otros también son de verdad, pero no son yo en realidad. Ellos son ellos y yo soy yo, si entiendes a lo que me refiero.
—Lo entiendo —respondió seriamente el hombre ciego—. Me llamo Espejo, y, en realidad, yo soy un Dragón Plateado.
Las cejas de lord Tasgall se enarcaron hasta el punto de llegarle casi al nacimiento del pelo. A lord Ulrich se le atragantó el vino que trasegaba en ese momento y le salió disparado por la nariz y la boca. Lord Siegfried resopló. Odila esbozó una sonrisa tranquilizadora y Gerard asintió con aire satisfecho.
—¿Dices que sabes dónde se retiene a los Dragones Dorados y Plateados? —preguntó Espejo, haciendo caso omiso a los caballeros.
—Sí, lo sé —empezó Tasslehoff, pero se calló de golpe. Al haberle calificado como uno de «los seres más sabios de Krynn» se sintió en la obligación de ser sincero—. Es decir, el ingenio lo sabe. —Palmeó el saquillo donde guardaba el ingenio de viajar en el tiempo—. Si quieres puedo llevarte allí —ofreció, aunque sin demasiadas esperanzas de que aceptara.
—Me encantaría ir contigo —contestó Espejo.
—¿De verdad? —Tasslehoff estaba asombrado, pero enseguida salió del pasmo y añadió, excitado—. ¡Sí, hablas en serio! Eso es fantástico. ¡Vámonos! ¡Ahora mismo! —Se puso a buscar con nerviosismo en el saquillo—. ¿Puedo montar en tu espalda? Me encanta volar en dragón. Una vez conocí a uno, Khirsah, creo que se llamaba, o algo parecido. Nos llevó a Flint y a mí y participamos en la batalla, fue maravilloso.
Tas dejó de rebuscar en el saquillo, absorto en los recuerdos.
—Te contaré toda la historia —continuó—. Fue durante la Guerra de la Lanza...
—En otro momento —le interrumpió cortésmente Espejo—. La rapidez es primordial. Como has dicho, los elfos corren peligro.
—Oh, sí. —Tas se animó—. Me había olvidado de eso.
Empezó de nuevo a revolver en el saquillo. Por fin sacó el ingenio y tomó de la mano a Espejo. Con la otra alzó el artilugio sobre su cabeza y empezó a recitar el conjuro. Después agitó la mano para despedirse de los atónitos caballeros y gritó:
—¡Nos veremos en Sanction!
Espejo y él empezaron a rielar, a difuminarse, como si fueran retratos al óleo que alguien hubiese sacado al exterior, bajo la lluvia. En el último momento, antes de que hubiesen desaparecido del todo, Espejo agarró a Odila de la mano, que a su vez agarró la de Gerard.
En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro se esfumaron.
—¡Santo cielo! —exclamó lord Tasgall.
—¡Adiós y en buena hora! —manifestó lord Siegfried aspirando por la nariz con desdén.
En la cañada
El ejército elfo marchaba hacia el norte a buen ritmo. Los guerreros se levantaban temprano y se acostaban tarde, y durante la jornada animaban el camino y avivaban el paso entonando cantos de historias de antaño con los que alegraban sus corazones y hacían más llevadera su carga.
Muchas de las canciones e historias silvanestis eran nuevas para Gilthas, que disfrutó con ellas. A su vez, las de los qualinestis resultaban nuevas para sus parientes, a los que no les gustaron tanto ya que la mayoría trataba de la relación de los qualinestis con razas inferiores, como la humana y la enana. Los silvanestis escuchaban con educación y alababan al cantante, ya que no el canto. La canción que los silvanestis no entonaron fue la de Lorac y la pesadilla.
Cuando
La Leona
viajaba con ellos, cantaba las de los Elfos Salvajes, y ésas, con sus historias de mandar flotando cadáveres río abajo y vivir en estado salvaje y medio desnudos en las copas de los árboles, lograron escandalizar tanto a qualinestis como a silvanestis, para gran regocijo de los kalanestis. Sin embargo,
La Leona
y los suyos rara vez marchaban con ellos. Los Elfos Salvajes actuaban como escoltas, protegiendo los flancos del ejército contra ataques por sorpresa, así como de exploradores delante del grueso de las fuerzas para encontrar la mejor ruta.
Alhana daba la impresión de haberse quitado años. A Gilthas le había parecido hermosa cuando la conoció, pero había algo de frío en aquella belleza, como una rosa tardía en florecer. Ahora la envolvía la calidez de un brillante sol otoñal. Cabalgaba para salvar a su hijo y podía hacerlo con la frente alta, ya que creía que Silvanoshei se había redimido. Lo tenían prisionero, y si se había metido en ese aprieto por su obsesión casi fatal con la chica humana, el corazón de su madre había olvidado convenientemente esa parte de la historia.
Samar no podía olvidarla, pero guardaba silencio. Si lo que sir Gerard le había contado de Silvanoshei resultaba cierto, entonces era posible que esa dura experiencia hiciera del necio joven un hombre sabio merecedor de ser rey. Samar esperaba que fuera así por el bien de Alhana.
Gilthas cargaba con sus propias dudas. Había confiado en que, una vez se encontraran en camino, se libraría de sus lóbregos temores y aprensiones. Durante el día lo conseguía; los cantos ayudaban. Cantos de valor y coraje le recordaban que había habido héroes del pasado que superaron su situación de desventaja y rechazaron la oscuridad, que el pueblo elfo había pasado por tribulaciones peores que la actual y no sólo había sobrevivido, sino que salió reforzado de ellas. Sin embargo, por la noche, mientras trataba de dormir y echaba de menos el consuelo de los brazos de su esposa rodeándolo, las negras alas se cernían sobre él y ocultaban las estrellas.
Le preocupaba una cosa. No tenían noticias de Silvanesti. Reconocía que su ruta sería difícil de seguir por un emisario, ya que Alhana no había podido decirles exactamente dónde encontrarlos. Con todo, la reina había enviado mensajeros suyos para que sirvieran de guía, además de que cualquier ardilla habría podido informar de su paso. El tiempo transcurrió sin que recibieran noticias. No llegaron emisarios y los suyos no regresaron.
Gilthas mencionó esto a Alhana, que respondió secamente que los mensajeros llegarían cuando tuvieran que llegar y no antes, y que no merecía la pena perder el sueño y gastar energías preocupándose por ello.
Los elfos avanzaban hacia el norte a un ritmo prodigioso que iba engullendo los kilómetros, y muy pronto entraron en la parte meridional de las montañas Khalkist. Hacía mucho que habían cruzado la frontera de la tierra de los ogros, pero no se veía señal alguna de sus ancestrales enemigos, por lo que parecía que su estrategia —marchar a lo largo de la columna vertebral de la cordillera ocultándose en los valles— estaba dando resultado. Hacía buen tiempo, con días frescos, despejados y soleados. El invierno se retrasaba con sus nevadas y heladas. No habían surgido contratiempos en el camino, nadie había enfermado de gravedad.
Si hubiese habido dioses, podría haberse pensado que sonreían a los elfos por lo fácil de esa primera parte de la marcha. Gilthas empezó a relajarse, dejando que el cálido sol disolviera sus preocupaciones del mismo modo que sus rayos derretían los pocos copos de nieve que a veces caían por la noche. El agotamiento de la larga marcha del día y el frío aire de las montañas hacían que el sueño llegara enseguida. Dormía mucho y profundamente y despertaba descansado. Incluso podía acordarse de la vieja máxima humana que rezaba: «La falta de noticias es una buena noticia», y hallar cierto consuelo en ella.
Entonces llegó el día que Gilthas recordaría el resto de su vida, en cada mínimo detalle, pues ese día la vida cambió para siempre para los elfos de Ansalon.
Empezó como cualquier otro. Los elfos despertaron con las primeras luces del alba, guardaron sus petates con la rapidez que da la práctica, y se pusieron en marcha antes de que el sol hubiera asomado por encima de los picos de las montañas. Comieron mientras caminaban. Encontrar alimento era más difícil en zona montañosa, donde escaseaba la vegetación, pero los elfos lo habían previsto y llevaban las mochilas cargadas de bayas y frutos secos.
Se encontraban todavía a muchos cientos de kilómetros de Sanction, pero todos se referían, con aire confiado y seguro, al final de su viaje, que parecía estar a unas pocas semanas de distancia. El amanecer era espléndido. Los qualinestis entonaron su canto ritual de bienvenida al sol, y esa mañana los silvanestis unieron sus voces al cántico. El sol y el ejercicio disiparon el frío nocturno. Gilthas contemplaba maravillado la belleza del día y de las montañas. Jamás se sentiría cómodo en las montañas, como ningún elfo, pero su agreste grandeza le conmovía y le sobrecogía.
Entonces, a su espalda, sonó el trapaleo de cascos de caballo. Posteriormente, cada vez que escuchó ese sonido, volvió al pasado y a aquel día fatídico. El jinete forzaba al límite al caballo, algo inusitado en senderos estrechos y rocosos. Los elfos siguieron caminando, pero muchos lanzaban miradas intrigadas hacia atrás.
La Leona
apareció cabalgando, con el sol arrancando destellos en su dorado cabello de tal forma que parecía llamear. Gilthas también recordaría esa imagen en el futuro.
El joven rey sofrenó su montura sintiendo de repente que un intenso temor se apoderaba de su corazón. La conocía, sabía interpretar esa expresión sombría de su semblante. Su mujer pasó ante él sin detenerse, dirigiéndose hacia la cabeza de la columna. No le dijo nada, pero le dirigió una mirada mientras pasaba al galope, una mirada que lo indujo a taconear a su caballo y salir en pos de ella. Entonces reparó en que iba otra persona montada detrás de
La Leona,
una mujer vestida con la ropa verde moteada de los mensajeros silvanestis. Eso fue todo lo que Gilthas tuvo tiempo de ver antes de que la enloquecida galopada de su mujer las hiciera desaparecer tras un recodo de la estrecha senda.
Cabalgó en pos de ella, y los elfos se vieron obligados a apartarse en todas direcciones para que no los arrollara. Gilthas vislumbró miradas intensas y rostros preocupados. Algunas voces se alzaron para preguntar qué pasaba, pero las palabras quedaban rápidamente atrás sin que él respondiera. Cabalgó temerariamente, espoleado por el miedo.
Llegó a tiempo de ver a Alhana girar su caballo y mirar atónita a
La Leona,
que gritaba en su rudimentario silvanesti para que la reina se detuviera. La mensajera se deslizó de la grupa antes de que
La Leona
hubiera frenado del todo a su caballo, dio un paso y se desplomó en el suelo. La Leona desmontó y se arrodilló a su lado. Alhana se acercó presurosa, acompañada por Samar, y Gilthas se unió a ellos e hizo un gesto a Planchet, que marchaba a la cabeza de la columna con los comandantes silvanestis.
—Traed agua —ordenó Alhana.
La mensajera intentó hablar, pero
La Leona
no se lo permitió hasta que hubiese bebido algo. Gilthas estaba lo bastante cerca para ver que la mujer no estaba herida, como había temido, sino débil por el agotamiento y la deshidratación. Samar ofreció su propio odre y
La Leona
le dio de beber a la mujer a pequeños sorbos mientras le susurraba palabras de aliento. Tras tomar un par de tragos, la mensajera sacudió la cabeza.
—¡Dejadme hablar! —jadeó—. ¡Escuchadme, reina Alhana! La noticia que traigo es... espantosa...
Entre humanos, una multitud se habría apiñado alrededor de la mujer caída, aguzando los oídos, ansiosa por ver y escuchar cuanto pudiera. Los elfos eran más respetuosos. Suponían, por el alboroto y la prisa, que las noticias que traía esa mensajera seguramente eran malas, pero se mantuvieron apartados, esperando pacientemente que se les comunicara lo que querían saber.
—Silvanesti ha sido invadida —dijo la corredora, que hablaba con voz débil, aturdida—. Son incontables. Bajaron por el río en embarcaciones, incendiando y saqueando los pueblos pesqueros. Muchas embarcaciones. Nadie pudo detenerlos. Entraron en Silvanesti e incluso atemorizaron a los caballeros negros, entre los que hubo algunos que huyeron. Pero ahora son aliados...
—¿Ogros? —preguntó Alhana con incredulidad.
—Minotauros, majestad —dijo la mensajera—. Se han aliado con los caballeros negros. El número de nuestros enemigos es vasto como las hojas muertas en otoño.
Alhana lanzó una mirada ardiente a Gilthas, una mirada que traspasó carne y hueso y que le llegó al corazón.
«Tenías razón» —decían sus ojos—. Yo me equivoqué.»
La reina les dio la espalda, a todos ellos, y se alejó. Rechazó incluso a Samar, que hizo intención de seguirla.
—Dejadme —ordenó.
La Leona
se inclinó sobre la mensajera y le dio más agua. Gilthas estaba paralizado, aturdido. No sentía nada. Las noticias eran demasiado graves para asimilarlas. Plantado allí, intentando encontrar sentido a aquello, advirtió que la mensajera tenía los pies magullados y le sangraban. Se le habían desgastado las botas y había corrido descalza los últimos kilómetros. Gilthas no podía sentir nada por su pueblo, pero el dolor de esa mujer y su heroísmo le arrancaron lágrimas. Furioso, parpadeó para contenerlas. No cedería al dolor, ahora no. Echó a andar en pos de Alhana, decidido a hablar con ella.
Samar vio acercarse a Gilthas e hizo un gesto como para interceptarlo, pero el joven rey le dirigió una mirada que dejaba claro que podía intentarlo, pero que no le sería nada fácil conseguirlo. Tras un instante de vacilación, Samar se apartó.
—Reina Alhana —dijo Gilthas.
Ella alzó la cabeza, dejando a la vista la cara surcada de lágrimas.
—Ahórrame tu regodeo —dijo en voz baja, rota por la pena.
—No es momento de hablar sobre quién tenía razón y quién estaba equivocado —adujo quedamente Gilthas—. Si nos hubiésemos quedado para poner cerco a Silvanost, como aconsejé yo, probablemente todos estaríamos muertos ahora o seríamos esclavos en el vientre de una galera. —Posó suavemente la mano en el brazo de la mujer y le impresionó notarla helada y temblorosa—. De todos modos, nuestro ejército sigue fuerte e intacto. Los ejércitos de nuestros enemigos tardarán algún tiempo en afianzarse. Podemos regresar y atacar, cogerlos por sorpresa...