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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (50 page)

No perdió tiempo en buscarlo. Su inquietud principal era Mina. Estaba loco de preocupación por ella y lo único que quería era salir en su busca de inmediato. Pero le debía la vida al gesto heroico del Dragón Azul, y lo menos que podía hacer por él era quedarse a su lado. Nadie, ya fuera minotauro o dragón, debería morir solo.

Filo Agudo seguía vivo, aún respiraba, pero eran jadeos dolorosos y superficiales. Le manaba sangre por la boca y sus ojos empezaban a tornarse vidriosos, pero se iluminaron al ver a Galdar.

—¿Está...? —El Dragón Azul se atragantó con su propia sangre y no pudo continuar.

—Malys ha muerto —dijo Galdar con voz profunda y retumbante—. Gracias por esta batalla. Una victoria gloriosa que se recordará largo tiempo. Mueres como un héroe. Honraré tu memoria, como lo harán mis hijos y los hijos de mis hijos y los hijos de sus hijos.

Galdar no tenía hijos ni era probable que los tuviera nunca. Sus palabras eran un antiguo tributo dado a un guerrero que había combatido valientemente y moría con honor. Con todo, las palabras le salieron a Galdar del corazón, pues ni siquiera podía imaginar qué terrible agonía eran esos últimos momentos para el dragón moribundo. Filo Agudo se estremeció de nuevo y su cuerpo quedó fláccido.

—Cumplí con mi deber —susurró, y murió.

Galdar alzó la cabeza y lanzó un bramido de dolor que retumbó en las montañas, un último y adecuado tributo. Hecho esto, quedó libre finalmente para seguir el impulso de su angustiado corazón: descubrir qué le había ocurrido a Mina.

«No debería estar preocupado —se dijo—. He visto a Mina sobrevivir al envenenamiento, emerger sana y salva de su propia pira funeraria llameante. El Único la ama. La ama como quizá no ha amado nunca a un mortal. Takhisis protegerá a su elegida, la amparará.»

Galdar se repitió lo mismo una y otra vez, pero a pesar de todo seguía preocupado.

Recorrió con la mirada las puntiagudas rocas que rodeaban el cuerpo del dragón. Había trozos de carne ensangrentados esparcidos por una amplia zona, y las piedras estaban resbaladizas por los restos. Esperaba ver a Mina dirigiéndose hacia él a buen paso, con aquel brillo de exaltación en los ojos. Pero nada se movía en el saliente rocoso donde el dragón había caído. Las aves habían huido al llegar la Roja, y los animales terrestres habían buscado refugio bajo el suelo. Todo era silencio excepto el feroz viento que aullaba entre las rocas con un sonido fantasmagórico y sibilante.

Lo abrupto del terreno ya hacía difícil avanzar por él sin la complicación añadida de la sangre y la grasa. El minotauro trepaba despacio, sobre todo cuando cada movimiento despertaba el dolor de alguna herida recién descubierta. Galdar encontró su pica; el arma estaba cubierta de sangre y la punta de metal se había roto. El minotauro se alegró de recuperarla. Se la entregaría a Mina como un recuerdo.

Por mucho que buscó, no dio con la joven. La llamó una y otra vez a voz en cuello, y su nombre lo devolvió el eco multiplicado por cien, alejándose por las laderas de las montañas, pero no obtuvo respuesta. Al apagarse los ecos sólo quedaba el silencio. Tras trepar y salvar el amasijo de rocas, Galdar llegó finalmente al lugar donde se encontraba el cadáver de Malys.

El minotauro no sintió nada al contemplar los destrozados restos de la gigantesca hembra Roja, ni júbilo, ni triunfo; nada salvo agotamiento, congoja, y cierta sorpresa de que cualquiera de ellos hubiera salido vivo de la confrontación.

«Quizá Mina no lo ha conseguido», dijo una voz en su interior, una voz que le hizo estremecer de la cabeza a los pies.

—¡Mina! —la llamó de nuevo y, en respuesta, escuchó un gemido.

El flanco de escamas rojas y manchado de sangre se movió.

Alarmado, Galdar enarboló la pica rota. Miró intensamente la cabeza del dragón, que yacía de lado sobre las piedras, de manera que sólo se veía uno de los ojos. Ese ojo contemplaba fijamente, sin ver, el cielo. El cuello estaba torcido y roto. Malys no podía estar viva.

El gemido se repitió y una débil voz lo llamó.

—Galdar.

Con un grito de alegría, el minotauro arrojó lejos la pica y se acercó al cadáver del reptil. Debajo del vientre del dragón vio una mano cubierta de sangre que se movía débilmente. El dragón había caído sobre Mina, inmovilizándola.

Galdar apoyó el hombro contra la masa ensangrentada que se enfriaba rápidamente y empujó. El cadáver de la Roja pesaba varios cientos de toneladas, y sus esfuerzos tuvieron el mismo resultado que si hubiera intentado mover una montaña.

Ahora estaba muerto de preocupación, ya que la voz de Mina sonaba muy débil. Puso las manos en el vientre desgarrado del reptil y tiró hacia arriba. Las entrañas se desparramaron emanando un espantoso hedor.

Galdar sufrió arcadas y procuró contener la respiración.

—Casi no puedo levantar esto, Mina —le dijo a la joven—. Tienes que salir arrastrándote. Y date prisa. No podré sujetarlo mucho tiempo.

Oyó algo en respuesta, pero no lo entendió debido a que la voz de la joven sonaba amortiguada. Apretó los dientes, dobló las rodillas y, aspirando profundamente, tiró hacia arriba con todas sus fuerzas al tiempo que soltaba un gruñido. Escuchó un ruido como si alguien escarbara la tierra, un doloroso jadeo y un grito ahogado. Los músculos le dolían y le ardían; los brazos empezaron a temblarle. No podía aguantar más tiempo. Lanzó un grito de advertencia, dejó caer la masa de carne, y se irguió respirando a bocanadas en medio de los pútridos restos. Bajó la vista y se encontró con Mina tendida a sus pies.

A Galdar le vino a la cabeza aquella vez que Mina lo había invitado a presenciar un nacimiento. El minotauro no quería estar allí, pero la joven había insistido y, por supuesto, él obedeció. Al mirarla ahora, Galdar recordó vividamente al minúsculo bebé, tan frágil y débil, cubierto de sangre. Se arrodilló junto a la joven.

—Mina —musitó, impotente, temeroso de tocarla—. ¿Dónde te duele? No distingo si es sangre tuya o del dragón.

Sus ojos se abrieron. El color ámbar estaba inyectado en sangre. Mina alargó la mano y asió el brazo del minotauro. El movimiento le ocasionó un gran dolor. Jadeó, estremecida, pero no lo soltó.

—Reza al Único, Galdar —dijo con apenas un hilo de voz—. He hecho algo... que no ha sido de su agrado... Pídele... que perdone mi...

Cerró los ojos y su cabeza cayó de lado. La mano resbaló del brazo del minotauro. Con el corazón en un puño por el miedo, Galdar posó los dedos en el cuello de la joven para encontrar el pulso. Al notar el palpito, soltó un suspiro de alivio.

Levantó a Mina en brazos. Era tan ligera como recordaba del bebé recién nacido.

—¡Tú, grandísima zorra! —gruñó. Y no se refería a la hembra de dragón muerta.

* * *

El minotauro encontró una pequeña cueva, seca y acogedora. Era tan reducida que Galdar no podía ponerse de pie completamente, viéndose obligado a agacharse cuando entró. Tendió a Mina con todo cuidado. La joven no había recobrado el conocimiento, y aunque eso le asustaba, Galdar se dijo que era lo mejor que podía pasarle, ya que en caso contrario no habría soportado el dolor.

Una vez dentro de la cueva, tuvo tiempo para examinarla. Le quitó la armadura y la arrojó a un lado. Las heridas sufridas eran terribles. El extremo del hueso de la pierna asomaba entre la carne, que estaba ensangrentada, purpúrea y grotescamente hinchada. Un brazo ya no tenía aspecto de tal, sino que parecía un despojo del mostrador de un carnicero. Respiraba de forma irregular; cada inhalación era un esfuerzo penoso, y más de una vez Galdar temió que la muchacha no tuviera fuerzas para volver a coger aire. Tenía la piel ardiendo, y temblaba con el frío que precede a la muerte.

Galdar había olvidado sus propias heridas. Cada vez que hacía un movimiento repentino y un intenso dolor se las recordaba, se sorprendía y se preguntaba distraídamente a qué se debía. Sólo vivía para Mina, sólo pensaba en ella. Encontró un pequeño arroyo a poca distancia de la cueva, aclaró su yelmo, lo lleno de agua y lo llevó de vuelta al refugio.

Le lavó la cara y humedeció sus labios con el fresco líquido, pero Mina no bebió. El agua resbaló por su barbilla cubierta de sangre. A esa altura de la rocosa ladera no hallaría hierbas para calmarle el dolor o bajarle la fiebre. No tenía vendajes. Tenía ciertos conocimientos superficiales para tratar heridas en el campo de batalla, pero eso no era suficiente. Tendría que amputar la pierna partida, pero se sentía incapaz de hacerlo. Sabía lo que significaba para un guerrero quedar lisiado de por vida.

Mejor que muriera. Que muriera en un momento de gloria con la derrota del dragón. Como una guerrera victoriosa sobre su enemiga. Iba a morir. Él no podía hacer nada para salvarla, sólo ver cómo la vida la abandonaba poco a poco. Sólo le quedaba permanecer a su lado para que no muriera sola.

La oscuridad fue apoderándose de la cueva. Galdar encendió fuego en la entrada para mantenerla caliente. No volvió a salir de allí. Mina deliraba, estaba febril, murmuraba palabras incoherentes, gritaba, gemía. El minotauro no soportaba verla sufrir y, en más de una ocasión, llevó la mano a la daga para poner rápidamente fin a aquello, pero se contuvo. Aún podía recobrar la conciencia y quería que supiera, antes de morir, que moría como una heroína y que siempre la querría y la honraría.

La respiración de la joven se volvió más irregular, pero siguió debatiéndose. Luchaba por vivir con gran empeño. A veces abría los ojos y Galdar veía el terrible dolor reflejado en ellos y se le partía el alma. Después los párpados se cerraban sin que Mina hubiese dado ninguna señal de reconocerlo, y la lucha continuaba.

Galdar alargó la mano y enjugó el sudor frío de la frente de la joven.

—Déjalo ya, Mina —le dijo mientras las lágrimas humedecían sus ojos—. Derrotaste a tu enemigo, el dragón más grande y poderoso que jamás habitó Krynn. Todas las naciones y pueblos te honrarán. Entonarán cantos de tu victoria a lo largo de eras. Tu tumba será la mejor que se haya construido en Ansalon. La gente viajará desde todos los rincones del mundo para rendirte homenaje. Pondré la Dragonlance a tu lado y la monstruosa calavera del dragón a tus pies.

Lo veía con absoluta claridad. El relato de su valor conmovería los corazones de quienes lo oyeran. Hombres y mujeres jóvenes acudirían a su tumba para dedicar sus vidas al servicio de la humanidad, ya fuera como guerreros o como sanadores. Caería en el olvido que había caminado en el lado de la oscuridad. Con su muerte se redimía.

Sin embargo, Mina siguió luchando. Su cuerpo se retorcía y se sacudía. Los gritos la habían hecho enronquecen Galdar no podía soportarlo.

—Déjala ir —rezó sin pensar lo que hacía o decía, su mente volcada en la joven—. ¡Has acabado con ella! ¡Déjala ir!

—Así que es aquí donde la escondes —dijo una voz.

Galdar desenvainó la daga, giró sobre sí mismo y salió de la cueva en un solo movimiento. El fuego lo privaba de su visión nocturna. Más allá de las chisporroteantes llamas, todo era oscuridad. Era un blanco perfecto, plantado allí a la luz de la hoguera, y se desplazó con rapidez. Sin alejarse. Nunca abandonaría a Mina, y que hicieran lo que quisieran con él.

Parpadeó en un intento de traspasar las sombras. No había oído el ruido de pisadas ni el sonido metálico de una armadura ni el golpeteo vibrante del acero. Quienquiera que fuera se había acercado sigilosamente, y ello no presagiaba nada bueno. Se aseguró de sostener el arma de manera que no reflejara la luz.

—Se está muriendo —dijo a quienquiera que estuviera allí—. No le queda mucho tiempo de vida. Respeta su muerte y permíteme que me quede con ella hasta el final. Sea lo que sea lo que haya entre tú y yo, podemos arreglarlo después. Te doy mi palabra.

—Tienes razón, Galdar —repuso la voz—. Haya lo que haya entre nosotros, lo arreglaremos más adelante. Te di un gran don, y tú me lo pagaste con tu traición.

El minotauro sintió la garganta constreñida. La daga se deslizó de su laxa mano derecha y cayó en la roca, a sus pies, con un repiqueteo metálico. Una mujer se hallaba en la boca de la cueva. Su figura tapaba la luz de la lumbre, ocultaba la luz de las estrellas. No podía verle la cara con sus ojos mortales porque aún no había entrado en el mundo en su forma física, pero la veía con los ojos de su alma. Era hermosa, la más hermosa que había visto en su vida. Sin embargo, esa belleza no lo conmovía porque era fría y cortante como una guadaña. Ella le dio la espalda y caminó hacia la entrada de la cueva.

Con un esfuerzo ímprobo, el minotauro consiguió que sus piernas temblorosas se movieran. No se atrevió a mirar aquel rostro, no osó buscar aquellos ojos que reflejaban eternidad. No tenía ningún arma con que combatirla, porque no existía tal arma en este mundo. Sólo contaba con su amor por Mina, y quizá fue eso lo que le dio coraje para interponer su cuerpo entre la reina Takhisis y la boca de la cueva.

—No entrarás —dijo, como si le arrancaran las palabras a la fuerza—. ¡Déjala en paz! ¡Libérala! Hizo lo que querías y lo hizo sin tu ayuda. La abandonaste. Déjalo así.

—Merece ser castigada —replicó Takhisis con frío desdén—. Debió comprender que el hechicero Palin era traicionero, que planeaba en secreto destruirme. Casi lo consiguió. Pero destruyó el tótem y destruyó el cuerpo mortal que había elegido como mi residencia mientras estuviera en el mundo. Por la negligencia de Mina faltó poco para que perdiera todo por lo que he trabajado. ¡Merece el castigo! ¡Merece la muerte o algo peor! Aun así... —La voz de Takhisis se suavizó—. Seré clemente. Seré generosa.

A Galdar casi se le había parado el corazón de miedo. Jadeaba y temblaba, pero no se movió.

—La necesitas —dijo duramente—. Ésa es la única razón de que la salves. —Sacudió la astada cabeza—. Ahora está en paz, o lo estará pronto. No dejaré que la tengas.

Takhisis se acerco más.

—Si no te he matado, minotauro, es por un motivo. Mina me lo pidió. Incluso en este momento, cuando su espíritu empieza a apartarse de su envoltorio de carne, me suplica que sea clemente contigo. Le concederé ese capricho, por ahora. Sin embargo, llegará el día en que se dé cuenta de que ya no te necesita, y entonces arreglaremos lo que hay entre tú y yo.

Con una mano lo levantó por el cogote y lo lanzó a un lado, descuidadamente. El minotauro aterrizó pesadamente entre las afiladas rocas y permaneció tendido allí, sollozando de rabia y frustración. Se golpeó la mano derecha contra las piedras, una y otra vez, hasta que estuvo ensangrentada y llena de contusiones.

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