—¿Qué quiere ahora de mí el Único? ¿Ha conquistado Mina el Muro de Hielo? ¿Se supone que he de marchar hacia allí acto seguido?
El mensajero era un tipo feo, de cabello amarillo, la cara marcada de viruela y unos ojos de un llamativo color azul. Esos ojos lo miraron de hito en hito, obviamente desconcertados.
—Olvídalo. —El comandante suspiró—. Entrega el mensaje y acabemos de una vez.
—Mina ha sido informada de que habéis capturado kenders. Como sabréis, busca a un kender en particular.
—Burrfoot, lo sé —repuso el comandante—. Tengo unos cuarenta Burrfoot ahí fuera. Escoge el que quieras.
—Lo haré, con vuestro permiso, señor —contestó respetuosamente el mensajero—. Conozco a ese Burrfoot de vista. Puesto que el asunto de su captura es tan urgente, Mina me envía para que vea a vuestros prisioneros y lo localice entre ellos. Si está, he de llevarlo a Sanction de inmediato.
—¿Por casualidad no querrás llevarte a los cuarenta? —preguntó esperanzado el comandante.
El mensajero sacudió la cabeza.
—No, supongo que no —dijo el comandante, desilusionado—. De acuerdo, ve a buscar al maldito ladrón. —Entonces se le ocurrió algo—. Si lo encuentras, ¿qué se supone que he de hacer con el resto?
—No tengo órdenes sobre eso, señor, pero imagino que podríais soltarlos —contestó el mensajero.
—Soltarlos... —El comandante miró con atención al mensajero—. ¿Es sangre lo que tienes en la manga? ¿Estás herido?
—No, señor. Me atacaron unos bandidos en el camino.
—¿Dónde? Enviaré una patrulla.
—No es necesario que os molestéis, señor. Ya me ocupé de resolver el asunto.
—Entiendo —dijo el comandante, al que le pareció ver sangre también en la armadura de cuero. Se encogió de hombros. No era de su incumbencia—. Bien, ve a buscar a ese Burrfoot. Eh, tú. Escolta a este hombre de inmediato a la jaula donde tenemos a los kenders. Préstale toda la ayuda que necesite. —Alzó la jarra y añadió—. Brindo por tu éxito, caballero.
El mensajero le dio las gracias y se marchó.
El comandante pidió otra cerveza. Rumió qué hacer con los kenders. Se planteaba colocarlos a todos en fila y utilizarlos como blancos de prácticas cuando escuchó un alboroto en la puerta y vio entrar a otro mensajero.
Gimiendo para sus adentros, el comandante estaba a punto de decir a ese último incordio que fuera a asarse al Abismo, cuando el hombre se echó el sombrero hacia atrás y el comandante reconoció a unos de sus espías de más confianza. Le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Qué noticias hay? —preguntó—. Habla en voz baja.
—¡Señor, vengo directamente de Sanction!
—He dicho que hables en voz baja. Nadie más tiene por qué enterarse de nuestros asuntos —gruñó el comandante.
—No importa, señor. Los rumores vienen pisándome los talones. Por la mañana todo el mundo lo sabrá. Malys ha muerto. Mina la mató.
Los numerosos hombres que ocupan el salón callaron de golpe, demasiado estupefactos para hablar, cada cual digiriendo la noticia y pensando qué influencia podría tener en él.
—Hay más —siguió el espía, llenando el vacío con su voz—. Se ha informado que Mina también ha muerto.
—Entonces ¿quién está al mando? —apremió el comandante mientras se ponía de pie, olvidada ya la cerveza.
—Nadie, señor. La ciudad es un caos.
—Bien, bien. —El comandante soltó una risita divertida—. Quizá Mina tenía razón y las plegarias sí son respondidas, después de todo. Caballeros —dijo, mirando a sus oficiales y al personal—. No habrá descanso para nosotros esta noche. Cabalgamos a Sanction.
* * *
«Una cosa conseguida. Falta la otra —pensó Gerard mientras seguía al ayudante del comandante—. Y no es precisamente la más fácil —se dijo, sombrío.»
Engañar a un comandante de los caballeros negros medio borracho había sido un juego de goblins comparado con lo que le esperaba: sacar a un kender de entre una horda de esos hombrecillos. Gerard esperaba que los caballeros negros, en su infinita sabiduría, hubiesen visto oportuno mantener amordazado al kender.
—Ya hemos llegado —dijo el ayudante levantando la linterna—. Los hemos enjaulado. Es más fácil.
Los kenders, apiñados como cachorros para darse calor, dormían. El aire nocturno era frío, y pocos de ellos tenían capas u otras prendas similares para protegerse del relente. Los que sí tenían las compartían con sus compañeros. Sus rostros estaban demacrados. Saltaba a la vista que el comandante no gastaba comida en ellos, y desde luego le importaba poco su comodidad.
Las argollas en muñecas y pies seguían puestas, y —Gerard soltó un suspiro de alivio— las mordazas también. Varios soldados montaban guardia. Gerard contó cinco, y sospechó que había más a los que no veía.
Al sentir la luz, los kenders alzaron la cabeza y parpadearon con aire adormilado, bostezando debajo de las mordazas.
—En pie, sabandijas —ordenó el caballero. Dos de los soldados entraron en la jaula para despabilar a los kenders a patadas—. Levantaos, poneos en fila y volveos hacia la luz. Este caballero quiere ver vuestras sucias caras.
Gerard localizó a Tasslehoff de inmediato. Estaba en el último tramo de la fila, bostezando, mirando en derredor y rascándose la cabeza con las manos sujetas por las argollas. Sin embargo, Gerard tenía que fingir que examinaba a cada kender, y lo hizo, aunque sin perder de vista a Tas en ningún momento.
«Parece viejo —se fijó de repente Gerard—. No me había dado cuenta de eso antes.»
El vistoso copete de Tas seguía siendo espeso y largo. No obstante, se advertían hebras grises aquí y allí, y la fuerte luz resaltaba las arrugas de la cara haciéndolas más profundas. Con todo, sus ojos eran brillantes, su porte, vivaz, y observaba los procedimientos con su interés y su curiosidad habituales.
Gerard recorrió la hilera de kenders, obligándose a hacerlo despacio. Llevaba puesto el casco de cuero tapándole la cara por miedo a que Tas soltara un grito de alegría al reconocerlo. Sin embargo, su argucia no resultó, ya que Tasslehoff clavó la inquisitiva mirada en las aberturas del casco para los ojos, vio el intenso azul de los iris de Gerard y la expresión de alegría inundó su rostro. No podía hablar debido a la mordaza, pero se retorció en un expresivo gesto de placer.
Gerard se detuvo frente a Tas y lo miró duramente; para su consternación, el kender le guiñó un ojo y sonrió tanto como la mordaza se lo permitía. Gerard lo agarró por el copete y le dio un buen tirón.
—No me conoces —siseó bajo el casco de cuero.
—Claroqueno —farfulló Tas, que añadió con entusiasmo—. Mequedétan soprendidodeverte dóndehasestado...
Gerard se irguió.
—Éste es —dijo en voz alta al tiempo que daba otro buen tirón del copete.
—¿Éste? ¿Estás seguro? —El ayudante parecía sorprendido.
—Completamente. Tu comandante ha hecho un excelente trabajo. Puedes estar seguro de que Mina se sentirá muy complacida. Suéltalo y ponlo bajo mi custodia. Me hago responsable de él.
—No sé si... —empezó, dubitativo, el ayudante.
—Tu comandante dijo que se me entregara si lo encontraba —le recordó Gerard—. Bien, lo he encontrado. Ahora, suéltalo.
—Creo que iré a buscar al comandante —dijo el oficial.
—De acuerdo, si quieres importunarle. A mí me dio la impresión de que estaba bastante relajado —insinuó Gerard mientras se encogía de hombros.
Su estratagema no funcionó. El ayudante era del tipo leal y dedicado que no cagaría sin pedir permiso antes. El oficial se marchó y Gerard se quedó en la jaula con los kenders preguntándose qué hacer.
—Se me ha ido la mano en esto —rezongó—. El comandante podría decidir que el kender es tan valioso que prefiere llevarlo él para reclamar la recompensa. ¡Maldita sea! ¿Por qué no pensé en eso?
Entretanto, Tasslehoff se las había ingeniado para quitarse la mordaza, soltándola con tanta facilidad que Gerard sólo pudo llegar a la conclusión de que la había tenido puesta por la novedad.
—No te conozco —dijo el kender en voz alta y acto seguido hizo otro guiño cómplice que garantizaba que los colgarían a los dos—. ¿Cómo te llamas?
—Cierra el pico —espetó Gerard sin apenas mover los labios.
—Tenía un primo que también se llamaba así —comentó, pensativo, Tasslehoff.
Gerard volvió a ponerle la mordaza bien apretada.
Miró a los dos guardias, que a su vez no le quitaban ojo. Tendría que actuar rápidamente, sin darles ocasión de dar la alarma o armar jaleo. El viejo truco de fingir haber encontrado monedas de acero tiradas en el suelo podría funcionar. Estaba a punto de soltar una exclamación y señalar con sorpresa, listo para atizarles a los dos en la cabeza cuando se acercaran a mirar, cuando estalló un alboroto a su espalda.
Aparecieron antorchas arriba y abajo de la calzada. La gente empezó a gritar y a correr de aquí para allí. Las puertas se cerraban con golpes sonoros. La primera idea aterradora que tuvo Gerard era que lo habían descubierto y que el ejército al completo iba a prenderlo. En un gesto instintivo desenvainó la espada y entonces cayó en la cuenta de que los soldados no se abalanzaban contra él, sino que se alejaban a todo correr hacia la posada. Los dos guardias habían perdido completamente el interés en Gerard y observaban a la par que comentaban en voz baja, intentando dilucidar qué estaba pasando.
Gerard soltó un suspiro de alivio. La alarma no tenía nada que ver con él, de modo que se obligó a quedarse quieto y esperar.
El ayudante no regresaba, y Gerard rezongó con impaciencia.
—Id a ver qué demonios pasa —ordenó.
Uno de los guardias salió corriendo al instante, paró a la primera persona con la que se cruzó y regresó al trote.
—¡Malys ha muerto! —gritó—. ¡Y también esa chica, Mina! Sanction está sumida en el caos. Partimos de inmediato hacia allí.
—¿Qué Malys ha muerto? —Gerard se quedó boquiabierto—. ¿Y Mina?
—Ésa es la noticia que corre.
Gerard estaba aturdido, pero enseguida recobró el sentido común. Había servido en el ejército muchos años y sabía que los rumores se multiplicaban como rosquillas. Puede que la noticia fuera verdad —ojalá lo fuera— pero también podía no serlo. Tenía que actuar dando por supuesto que no.
—Todo eso está muy bien, pero sigo necesitando al kender —manifestó obstinadamente—. ¿Dónde está el ayudante del comandante?
—Fue con él con quien hablé. —El guardia tanteó su cinturón, sacó un aro con llaves y se lo echó a Gerard—. ¿Quieres al kender? Toma, llévatelos a todos.
—¡No los quiero a todos! —gritó Gerard, horrorizado, pero para entonces los dos guardias habían salido a toda prisa de la jaula para unirse a la multitud de soldados que se agolpaba en la calzada.
Gerard miró hacia atrás y se encontró con todos los kenders, del primero al último, sonriéndole de oreja a oreja.
Liberarlos no resultó fácil. Cuando los hombrecillos vieron que Gerard tenía las llaves, lanzaron un grito que debió de oírse en Flotsam y se apelotonaron a su alrededor alzando las manos sujetas con grilletes, exigiendo cada cual que Gerard lo soltara el primero. Se organizó tal tumulto que casi lo tiraron de espaldas, y en el jaleo perdió de vista a Tasslehoff.
Emitiendo aquellos sonidos semejantes a balidos y agitando las manos, Tas forcejeó para abrirse paso y ponerse en primera fila. Gerard aferró a Tas por la camisa y empezó a abrir los grilletes de las manos y de los pies del kender. Los otros no dejaban de ir de aquí para allí para intentar ver qué pasaba y, en más de una ocasión, tiraron de las cadenas quitándoselas de las manos a Gerard. Éste maldijo y gritó y amenazó, e incluso se vio obligado a empujar a unos cuantos, que se lo tomarón con buen humor. Finalmente —jamás llegaría a entender cómo— se las arregló para dejar libre a Tasslehoff. Hecho esto, lanzó las llaves en medio del remolino de kenders, y éstos se abalanzaron sobre ellas.
Gerard agarró al despeinado, desaliñado y rebozado en paja Tasslehoff y lo sacó de la jaula a toda prisa, sin quitarle ojo y al mismo tiempo atento a las tropas alborotadas. Tas se quitó la mordaza.
—Se te había olvidado —comentó.
—No, no lo olvidé.
—¡Me alegro de verte! —exclamó el kender, que estrechó la mano de Gerard al tiempo que le quitaba el cuchillo—. ¿Qué has estado haciendo este tiempo? ¿Dónde has estado? Tienes que contármelo todo, pero no ahora. No tenemos tiempo que perder.
Se paró de golpe y empezó a rebuscar algo dentro de su saquillo.
—Hemos de marcharnos.
—Tienes razón, no hay tiempo para charlas. —Gerard recuperó su cuchillo, agarró a Tas del brazo y lo hizo caminar deprisa—. Tengo mi caballo en el establo...
—Oh, tampoco tenemos tiempo para ir en caballo —le interrumpió Tas mientras se retorcía con la agilidad de una anguila hasta soltarse de la mano de Gerard—. No si queremos llegar a tiempo al Consejo de Caballeros. Los elfos ya se han puesto en marcha, ¿sabes?, y están a punto de meterse en un gran problema y... En fin, que están pasando cosas que tardaría mucho tiempo en explicar. Tendrás que dejar tu caballo. Seguro que no le ocurrirá nada.
Tas sacó un objeto y lo sostuvo a la luz de la luna. Las gemas engastadas en su superficie relucieron, y Gerard reconoció el ingenio de viajar en el tiempo.
—¿Qué haces con eso? —inquirió, inquieto.
—Vamos a utilizarlo para ir al Consejo de Caballeros. Al menos, creo que será ahí a donde nos lleve. Ha estado actuando de un modo raro estos últimos días. No te imaginas los sitios en los que he estado...
—Ni lo sueñes. Yo no... —dijo Gerard, retrocediendo.
—Oh, sí, tú sí —dijo Tasslehoff a la par que asentía con tanta energía que el copete se sacudió adelante y atrás y le golpeó en la nariz—. Tienes que venir conmigo porque a mí no me creerían. Sólo soy un kender. Raistlin dice que a ti te creerán cuando les cuentes lo de Takhisis y los elfos y todo eso...
—¿Raistlin? —repitió Gerard, que intentaba seguir las explicaciones del kender sin perderse—. ¿Qué Raistlin?
—Raistlin Majere. El hermano de Caramon. Lo conociste en la posada esta mañana. Probablemente se mostró desagradable y sarcástico contigo, ¿verdad? Lo sabía. —Tas suspiró y sacudió la cabeza—. No le hagas caso. Raistlin siempre le habla así a la gente. Es su estilo. Ya te acostumbrarás. Todos lo hemos hecho.
A Gerard se le erizó el vello de los brazos y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Recordó a Caramon contando cosas sobre su hermano... La roja túnica, la infusión, el bastón con la bola de cristal, la lengua afilada del mago...