—Sí, la veo.
—Los kenders me contaron que la gente de la Quinta Era creía que Flint Fireforge vive en esa estrella. Que mantiene encendida su forja para que las personas recuerden la gloria de los viejos tiempos y que así tengan esperanza. ¿Crees que es verdad?
Gerard iba a decir que creía que la estrella sólo era una estrella y que era de todo punto imposible que un enano viviera en ella, pero entonces reparó en el semblante de Tas y cambió de idea.
—Sí, creo que es verdad.
Tas sonrió. Se puso de pie, se sacudió el polvo, se inspeccionó y se colocó bien ropas y saquillos. Después de todo, si Caos iba a pisarlo debía estar presentable.
—La estrella roja es la primera que pienso visitar. A Flint le alegrará verme. Supongo que se habrá sentido solo.
—¿Vas a ir ahora? —preguntó Gerard.
—«No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy» —dijo alegremente Tas—. Ése es un chiste sobre viajes en el tiempo —añadió mirando a Gerard—. Todos los que viajamos en el tiempo hacemos ese tipo de chistes. Tendrías que reírte.
—Supongo que no tengo muchas ganas. —Gerard puso la mano en el hombro de Tas—. Espejo tenía razón. Eres sabio, quizá la persona más sabia que conozco, y desde luego la más valerosa. Te respeto y te honro, Tasslehoff Burrfoot.
Gerard desenvainó la espada y saludó al kender del modo que un verdadero caballero saludaba a otro.
Un momento glorioso.
—Adiós —dijo Tasslehoff—. Que tus saquillos nunca estén vacíos.
Rebuscó en el suyo, sacó el ingenio de viajar en el tiempo, lo miró con admiración y pasó los dedos por las gemas que relucían más rutilantes de lo que recordaba haberlas visto brillar jamás. Lo acarició amorosamente y después, alzando la vista hacia la estrella roja, dijo:
—Estoy dispuesto.
* * *
—Los dragones han tomado finalmente una decisión. Están dispuestos a regresar a Krynn —anunció Odila—. Y quieren que vayamos con ellos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el kender? ¿Se te ha perdido otra vez?
Gerard se limpió la nariz y los ojos y recordó, sonriendo, todas las veces que había pensado que ojalá hubiera perdido de vista a Tasslehoff Burrfoot.
—No se ha perdido —contestó mientras alargaba la mano para tomar la de Odila—. Ya no.
En ese momento una voz de timbre agudo habló desde la oscuridad.
—¡Eh, Gerard, casi se me olvida! Cuando vuelvas a Solace, asegúrate de arreglar la cerradura de la tumba. Está rota.
El valle del fuego y hielo
Los ogros no atacaron de inmediato. Habían tendido bien la emboscada. Los elfos se encontraban atrapados en la cañada, cerrada la salida por ambos extremos. No podían ir a ninguna parte. Los ogros iniciarían el ataque en el momento que quisieran, y querían esperar.
Los elfos, razonaron los ogros, estaban preparados ahora para combatir. El coraje palpitaba en sus venas. El enemigo se les había echado encima tan repentina e inesperadamente que no habían tenido tiempo para asustarse. Pero que el día pasara, que llegara la noche y... Que yacieran desvelados en sus mantas y contemplaran las hogueras encendidas a su alrededor. Que contaran el número de sus enemigos, que temieran que ese número se multiplicara, y, para cuando llegara el amanecer de un nuevo día, tendrían el estómago encogido, las manos temblorosas, y todo su valor acabaría por los suelos vomitado entre arcadas.
Los elfos se movieron de inmediato para repeler el ataque del enemigo y lo hicieron de forma disciplinada, sin dejarse llevar por el pánico, poniéndose a cubierto en árboles y arbustos, detrás de las rocas. Los arqueros buscaron terreno más elevado, eligieron sus blancos, apuntaron con cuidado y esperaron la orden de disparar. Cada arquero tenía una buena reserva de flechas, pero no tardarían en gastarlas y no habría más para reemplazarlas. Tenían que asegurarse de que cada disparo diera en la diana, aunque ellos mismos se daban cuenta de que podían gastar hasta su última flecha y ni siquiera habrían hecho mella en el ingente número de adversarios.
Los elfos estaban preparados. Los ogros no atacaron. Comprendiendo su estrategia, Samar ordenó a los elfos dejar el estado de alerta. Intentaron comer y dormir, pero sin mucho éxito. El hedor de los ogros, semejante a carne podrida, impregnaba la comida. La luz de sus hogueras se colaba por los párpados cerrados. Alhana caminó entre ellos, les habló, les relató historias de antaño para disipar sus temores y darles ánimo. Gilthas hizo otro tanto con los suyos, levantándoles el ánimo, dirigiéndoles palabras de esperanza que ni él mismo creía, que ninguna persona con sentido común creería. No obstante, parecieron dar consuelo a su gente y, cosa extraña, al propio Gilthas. No lo entendía, porque sólo tenía que mirar a su alrededor para ver las hogueras de sus enemigos, tan numerosas como las estrellas. Se dijo, con cierto cinismo, que la esperanza era siempre lo último que el hombre perdía.
La persona que más deseaba Gilthas reconfortar rechazó ese consuelo.
La Leona
desapareció poco después de llevar a la mensajera al campamento. Salió a galope en su caballo haciendo caso omiso a la llamada de su esposo. Gilthas la buscó por el campamento, pero nadie la había visto, ni siquiera los Elfos Salvajes. Por fin la encontró, mucho después de que hubiera caído la noche. Estaba sentada en una roca, lejos del campamento. Contemplaba la noche, y aunque Gilthas sabía que debía de haberlo oído llegar, porque podía oír a un gorrión moviéndose en la fronda a veinte pasos de distancia, no volvió la cabeza para mirarlo.
No era preciso decirle que corría el peligro de que la sorprendiera algún asaltante ogro. Eso lo sabía ella mejor que él.
—¿Cuántos de tus exploradores faltan? —le preguntó.
—¡Es culpa mía! —dijo amargamente—. ¡Error mío! ¡Tendría que haber visto algo, haber oído algo para no encontrarnos ahora en este peligro! —Gesticuló hacia los picos montañosos—. Mira eso. ¡Los hay a miles! Ogros, que hacen retumbar el suelo con sus pasos, que rompen ramas de árboles y apestan como mierda de vaca reciente. ¡Y no los vi ni los oí! ¡Tanto habría dado que fuera ciega, sorda y muda, y con la nariz cortada, para lo que ha servido que tenga todos los sentidos!
Tras una pausa, añadió en todo duro:
—Faltan veinte. Todos ellos amigos leales y queridos para mí.
—Nadie te culpa de ello.
—¡Me culpo yo! —dijo con voz ahogada.
—Samar dice que algunos de los ogros han desarrollado una magia poderosa. Que sea cual sea la fuerza que obstruye nuestra magia y hace que no funcione o funcione mal, trabaja a favor de los ogros. Sus movimientos están arropados por la hechicería. No puedes culparte por no haberlos detectado.
La Leona
volvió la cara hacia él. Tenía el cabello alborotado y los mechones le caían libremente sobre la cara. El rastro de lágrimas había dejado churretes en sus mejillas. Sus ojos ardían.
—Te agradezco que intentes consolarme, esposo, pero el único consuelo es saber que mi fracaso morirá conmigo.
A Gilthas se le rompió el corazón. Se quedó sin palabras. Alargó los brazos y ella se lanzó contra su pecho y lo besó fieramente.
—¡Te amo! —susurró con voz entrecortada—. ¡Te amo tanto!
—Y yo a ti. Eres mi vida, y si esa vida terminara en este mismo instante la bendeciría por haber sido tú parte de ella.
Se quedaron allí, lejos del campamento, durante toda la noche, esperando a los que jamás regresarían.
* * *
Los ogros atacaron antes del amanecer, cuando el cielo empezaba a clarear con las primeras luces del día. Los elfos estaban preparados. Ninguno había podido dormir. En el fondo de sus corazones sabían que nadie sobreviviría para ver el mediodía.
Los corpulentos ogros iniciaron el asalto haciendo rodar rocas por las vertientes de los riscos. Eran peñascos enormes, del tamaño de casas, y eso era prueba de la magia de la diosa, pues aunque los ogros eran enormes, con una altura de unos tres metros y de constitución maciza, ni siquiera el más poderoso era lo bastante fuerte para arrancar esas rocas gigantescas y empujarlas montaña abajo. Se oían las voces de los magos ogros entonando palabras de magia, un don de la Reina Oscura.
Los peñascos rodaron hacia la cañada, obligando a huir a los elfos que se habían refugiado entre las piedras y haciendo que los arqueros corrieran para salvar la vida. Los gritos de los moribundos a los que habían aplastado los peñascos resonaban en las montañas y eran respondidos por los aullidos satisfechos de los ogros.
Unos pocos arqueros elfos, furiosos o presas del pánico, malgastaban flechas disparando a un enemigo que estaba fuera de su alcance. Samar los reprendió enfurecido, reiterando que debían esperar a sus órdenes. Gilthas no manejaba el arco, de modo que asió su espada y esperó con gesto sombrío la carga. Tampoco era muy bueno con esa arma, pero había mejorado —o eso le dijo Planchet— y esperaba ser lo bastante hábil para llevarse por delante unos cuantos enemigos y hacer que los espíritus de sus padres se sintieran orgullosos de él.
Gilthas tenía la curiosa sensación de percibir a su madre esa mañana. Le parecía que estaba a su lado, y en cierto momento creyó oír su voz y sentir su roce. La sensación era tan intensa que de hecho se volvió para mirar atrás y ver quién estaba cerca. A quien encontró fue a
La Leona,
que le sonrió. Lucharían juntos, aquí, al final, y yacerían juntos en la muerte como habían yacido juntos en vida.
Los innumerables ogros eran una masa oscura en lo alto de los riscos. Alzaron las armas y las agitaron para que los elfos vieran claramente la suerte que les esperaba, y a continuación alzaron un grito clamoroso que resonó montaña abajo.
Los elfos aferraron las armas con fuerza y esperaron la arremetida. Gilthas y
La Leona
se encontraban entre el grupo de mando apiñado en torno a la reina Alhana y los estandartes elfos, el qualinesti y el silvanesti.
Por fin estaban unidos, pero sólo cuando se enfrentaban a la aniquilación, y era demasiado tarde. Gilthas apartó de inmediato aquel amargo pensamiento. Lo hecho, hecho estaba. Habiendo despejado el camino, los ogros empezaron a avanzar inexorablemente montaña abajo, tan numerosos que ennegrecían la ladera. La nación ogra al completo debía de encontrarse allí, comprendió Gilthas.
Alargó la mano y apretó la de
La Leona.
Llenaría su alma de amor y dejaría que ese amor lo llevara dondequiera que fueran sus almas.
Samar dio la orden de prepararse para disparar. Los arqueros elfos encajaron las flechas en los arcos y apuntaron. Samar alzó la mano, pero no la bajó.
—¡Esperad! —gritó. Estrechó los ojos para ver con más claridad en la distancia—. ¿Qué es eso, mi reina? ¿Estoy imaginando cosas?
Alhana se hallaba en un montículo desde el que tenía mejor vista del campo de batalla para dirigirla, como debía ser. Estaba tranquila, hermosa como siempre. Más aún, si tal cosa era posible, con su expresión severa. Se resguardó los ojos con las manos y miró fijamente hacia el este y al sol que acababa de aparecer sobre las montañas.
—Las fuerzas que están cerca de la cumbre han frenado el avance —informó fríamente, con voz carente de emoción: ni entusiasmo ni desesperación—. De hecho algunos están dando media vuelta.
—Algo los ha asustado —gritó
La Leona.
Alzó la vista al cielo y señaló—. ¡Allí! ¡Bendito E'li! ¡Allí!
La luz irradió en lo alto, una luz tan brillante que parecía captar los rayos del sol y lanzarlos a la cañada, ahuyentando las sombras. Al principio, Gilthas pensó que algún milagro había llevado el astro a los elfos, pero entonces cayó en la cuenta de que la luz reflejaba otra luz: los rayos del sol en las escamas del vientre de un Dragón Dorado.
El Dorado hizo un profundo picado, dirigiéndose hacia la montaña abarrotada de ogros. Al ver al resplandeciente reptil, las filas en movimiento del enemigo se disolvieron en un caótico revoltijo. Locos de terror, los ogros corrieron montaña arriba y abajo, e incluso hacia los lados, en su empavorecido intento de escapar.
El dragón arrasó la pendiente con su ardiente aliento. Apiñados en aterrorizados grupos, los ogros murieron a cientos. Sus gritos agónicos resonaron en las rocas, unos gritos tan espantosos que algunos elfos se taparon los oídos para no escucharlos.
El Dorado sobrevoló de arriba abajo la montaña. Dragones Plateados más pequeños volaban detrás de él exhalando el mortífero aliento de escarcha que congelaba a los ogros que huían, helándoles la sangre, el corazón y los músculos. Duros como piedras, los cuerpos caían y rodaban cuesta abajo hasta la cañada. Más Dragones Dorados se unieron al ataque, de manera que el cielo parecía estar en llamas con el resplandor de sus escamas. El ejército ogro que se había lanzado ladera abajo alegremente para caer sobre su enemigo atrapado se encontraba ahora en plena retirada. Los dragones los siguieron, cazándolos allí donde quiera que intentaban esconderse.
* * *
Los ogros habían enviado a miles de los suyos a ese combate que se suponía descabezaría y arrancaría el corazón al ejército elfo. Unidos al mando de los titanes ogros, instruidos en la disciplina de fuerza de combate, los ogros siguieron la marcha de los elfos con astuta paciencia, esperándolos a que entraran en aquella cañada.
Los ogros perdieron a muchos de los suyos en la batalla de ese día, pero su nación no fue destruida, como algunos elfos y humanos afirmaron posteriormente. Los ogros conocían el territorio, sabían dónde encontrar cuevas en las que esconderse hasta que los dragones se marcharan. Después, al abrigo de la oscuridad, se lamieron las heridas maldiciendo a los elfos y juraron tomarse venganza. Ahora los ogros tenían una firme alianza con la nación de los minotauros. El día de tenerlo en cuenta aún estaba por llegar.
Los ogros que entraron a la carga en la cañada y abordaron a los elfos estaban ciegos de rabia, olvidaron su entrenamiento y sólo buscaban matar. Los elfos acabaron con ellos fácilmente, y al poco tiempo la batalla había terminado. Los ogros llamaron al campo de batalla el Valle de Fuego y Hielo y lo proclamaron maldito. Ningún ogro volvió a pisarlo a partir de entonces.
* * *
El cambio en el curso de la batalla fue tan repentino que Gilthas no podía asimilar que estaban a salvo, no conseguía encajar el hecho de que la muerte no avanzaba hacia él con garrotes y lanzas. Los elfos vitoreaban ahora y entonaban cantos de alegría para dar la bienvenida a los dragones, que volaban en círculos en lo alto, con el sol arrancando destellos ardientes en sus escamas resplandecientes.