Dos Dragones Plateados se apartaron del grupo y volaron más bajo en busca de un punto nivelado donde aterrizar. Alhana y Samar se adelantaron para recibirlos, al igual que Gilthas. Al joven rey le maravillaba Alhana. Él temblaba aún por la reacción de librarse del miedo tan repentinamente, de regresar a la esperanza y a la vida de un momento a otro. La elfa afrontaba ese cambio de fortuna con el mismo aplomo frío con el que había afrontado la destrucción sin paliativos.
Los Dragones Plateados tomaron tierra, uno de ellos con movimientos suaves y gráciles, y el otro con la brusca torpeza de un dragoncillo recién salido del huevo. A Gilthas le llamó la atención aquello, hasta que reparó en que aquel dragón estaba lisiado, con los ojos desfigurados y destruidos.
El reptil volaba a ciegas, guiado por su jinete, una Dama de Solamnia. Dos largas trenzas de cabello negro le caían por debajo del brillante yelmo. Saludó a la reina, pero no desmontó. Siguió sentada en el dragón, desenvainada la espada y observando cómo los otros dragones daban caza y destruían al resto del desbaratado ejército ogro. El jinete del otro dragón saludó con la mano.
—¡Samar! —gritó.
—¡Es el caballero Gerard! —exclamó Samar, a quien la sorpresa le hizo salir de su habitual actitud estoica—. Lo reconocería en cualquier parte —añadió mientras Gerard corría hacia ellos—. Es el humano más feo que hayáis visto nunca, majestad.
—A mí me parece muy hermoso —repuso Alhana.
Gilthas percibió lágrimas en su voz, aun cuando no le viera la cara, y empezó a entenderla mejor. Hielo por fuera y fuego por dentro.
El rostro de Gerard se alegró al ver a Gilthas, y se acercó presuroso a saludar al rey qualinesti. Gilthas hizo un gesto con la cabeza, el caballero pilló la indirecta y miró a Alhana. Se frenó de golpe y la contempló fijamente, embelesado. Demasiado impresionado por la belleza de la elfa para pensar en sus buenos modales, se quedó boquiabierto, sin pronunciar palabra.
—Sir Gerard —dijo Alhana—. Vuestra presencia es muy bienvenida.
Sólo entonces, al sonido de su voz, recordó que se encontraba en presencia de la realeza. Hincó la rodilla en tierra e inclinó la cabeza.
—Soy vuestro servidor, señora.
—Levantaos, por favor, sir Gerard —pidió la elfa mientras tendía la mano—. Soy yo quien debería arrodillarme ante vos, porque habéis salvado a mi pueblo de una destrucción inevitable.
—No, señora, yo no —respondió Gerard, que se puso muy colorado, con lo que su poco apariencia atractiva empeoró—. Los dragones acudieron en vuestra ayuda. Yo sólo me uní a ellos y... —Pareció a punto de añadir algo, pero cambió de opinión.
Se volvió hacia Gilthas e hizo una profunda reverencia.
—Me alegra mucho veros vivo y a salvo, majestad. —El tono de su voz se suavizó—. Me apenó muchísimo la noticia de la muerte de vuestra amada madre.
—Gracias, sir Gerard. —Gilthas le estrechó la mano—. Me resulta extraño que los caminos de nuestras vidas se crucen de nuevo... Extraño y, sin embargo, afortunado.
El caballero parecía sentirse violento, y sus llamativos ojos azules iban de uno a otro observando, buscando.
—Sir Gerard, tenéis algo más que decir —intervino Alhana—. Por favor, exponed vuestro temor. Estamos en deuda con vos.
—No, no lo estáis, majestad. —Su modo de hablar y sus modales eran torpes y poco elegantes, como debían de parecerles siempre los humanos a los elfos, pero su voz sonaba seria y sincera—. No quiero que penséis eso. Ésa es la razón de que vacile antes de hablar, sin embargo... —Alzó la vista hacia el sol—. El tiempo corre y nosotros estamos parados. Tengo terribles noticias de las que informaros, y temo decíroslas.
—Si os referís a la toma de nuestra nación por los minotauros, ya se nos ha puesto al corriente de ello —explicó Alhana.
Gerard la miró de hito en hito. Cerró la boca de golpe, que de nuevo se le había quedado abierta de par en par.
—Quizá pueda ayudaros —continuó la reina—. Queréis que cumplamos la promesa hecha por Samar y nos unamos al ataque a Sanction. Teméis que nos sintamos presionados a cumplirla por el hecho de que habéis acudido a nuestro rescate.
—Lord Tasgall quiere que os asegure que los caballeros entenderán si sentís la necesidad de regresar a luchar por vuestra tierra, señora —expuso Gerard—. Sólo puedo decir que nuestra necesidad es muy grande. Sanction está protegida por ejércitos de vivos y de muertos. Tememos que Takhisis planea gobernar ambos mundos, el mortal y el inmortal. Si tal cosa ocurre, si tiene éxito, la oscuridad nos envolverá a todos. Necesitamos vuestra ayuda, señora, y la de vuestros valientes guerreros si queremos detenerla. Los dragones se han ofrecido a llevaros allí, ya que también se unirán a la batalla.
—¿Tenéis noticias de mi hijo? ¿Sigue vivo Silvanoshei? —preguntó Alhana, cuyo semblante palideció.
—Lo ignoro, señora —repuso, evasivo, Gerard—. Espero y confío que sea así, pero no puedo asegurarlo.
Alhana asintió y entonces hizo algo inesperado. Se volvió hacia Gilthas.
—Sabes cuál ha de ser mi respuesta, sobrino. Mi hijo está prisionero. Haré cuanto esté en mi mano para liberarlo. —Un rubor intenso tiñó sus mejillas—. Pero, como rey de tu pueblo, tienes derecho a expresar tu opinión.
Gilthas habría debido sentirse complacido, vindicado, pero había pasado toda la noche en vela y lo único que sentía era un cansancio abrumador.
—Sir Gerard, si ayudamos a los caballeros a reconquistar Sanction, ¿podemos esperar que a su vez los caballeros nos ayuden a reconquistar nuestra tierra?
—Eso ha de decidirlo el Consejo de Caballeros, majestad —contestó Gerard, incómodo. Consciente de la vaguedad de su respuesta, agregó, falto de convicción—. Ignoro lo que harán los otros caballeros, majestad, pero yo me comprometo de buen grado con vuestra causa.
—Os lo agradezco, señor —dijo Gilthas, que se volvió hacia Alhana—. Me opuse a esta marcha al principio. No lo oculté. La catástrofe que temía, ha ocurrido. Ahora somos exiliados, sin una nación. Sin embargo, como dice este gallardo caballero, si incumplimos la promesa hecha por Samar de ayudar a los caballeros en su lucha, la Reina Oscura triunfará. Su primera acción será destruirnos completamente, aniquilar a nuestro pueblo. Estoy de acuerdo. Debemos marchar contra Sanction.
—Ya tenéis vuestra respuesta, sir Gerard —manifestó Alhana—. Somos un pueblo, qualinestis y silvanestis, y nos uniremos a las otras gentes libres de Ansalon para combatir y destruir a la Reina de la Oscuridad y a sus ejércitos.
Gerard contestó de modo adecuado. Era obvio que se sentía aliviado y ahora ansioso de partir. Los dragones volaban en círculo sobre ellos y las sombras de sus grandes alas se deslizaban grácilmente sobre el suelo. Los elfos saludaron a los dragones con gritos de gozo, lágrimas y bendiciones, y los reptiles inclinaron las orgullosas cabezas en respuesta a los saludos.
Los Dragones Plateados y Dorados empezaron a descender a la cañada, uno o dos a la vez. Los guerreros elfos se encaramaban a lomos de los reptiles, apiñándose tantos como era posible. Así habían ido a la batalla los elfos en los tiempos de Huma. Así habían ido a la batalla durante la Guerra de la Lanza. En el aire se respiraba una sensación histórica. Los elfos empezaron a entonar de nuevo cantos de gloria, de victoria.
Alhana, montada en un Dragón Dorado, se puso a la cabeza. Alzó la espada y lanzó un grito de guerra elfo. Samar levantó su espada y se unió a su grito. El Dorado alzó el vuelo llevando a la reina de los silvanestis y sobrevoló las montañas en dirección oeste, hacia Sanction. El Dragón Plateado ciego partió guiado por su amazona.
Gilthas se ofreció a quedarse el último para asegurarse de que se daba a los muertos los ritos apropiados y de que sus cuerpos se quemaban con el fuego de los dragones ya que no había tiempo de enterrarlos ni de llevarlos de vuelta a su patria. Su esposa permaneció junto a él.
—Los caballeros no acudirán en nuestra ayuda, ¿verdad? —preguntó bruscamente
La Leona
mientras el último dragón esperaba, listo para transportarlos.
—No acudirán —dijo Gilthas—. Nosotros moriremos por ellos y se desharán en elogios, pero cuando la batalla esté ganada, volverán a sus casas. No vendrán a morir por nosotros.
Juntos,
La Leona,
él y los últimos guerreros qualinestis, se remontaron en el cielo. Los cantos de los elfos sonaban fuertes, gozosos, y llenaban la cañada de música.
Después sólo quedaron ecos.
Y éstos se apagaron, dejando únicamente silencio y humo.
El templo de Duerghast
Galdar no había visto a Mina desde su regreso triunfal a Sanction. El corazón del minotauro estaba tan dolorido como su cuerpo, y puso como excusa sus heridas para permanecer en su tienda, negándose a ver o hablar con nadie. Estaba muy sorprendido de seguir con vida, ya que Takhisis tenía buenas razones para odiarlo, y nunca se había mostrado clemente con quienes se volvían contra ella. Galdar suponía que Mina tenía mucho que ver con el hecho de que no yaciera convertido en una masa de carne calcinada junto al cadáver de Malys.
El minotauro no se había quedado a escuchar la conversación entre Takhisis y Mina. Su rabia era tal que habría querido derrumbar la montaña piedra a piedra con sus propias manos, pero temía que su ira perjudicase a Mina en lugar de ayudarla, de modo que se alejó para rumiar su cólera en soledad. Regresó a la cueva sólo cuando oyó a Mina llamarlo.
La encontró totalmente restablecida, curada. No le sorprendió. No esperaba menos. Mientras se protegía la mano magullada —había descargado su ira contra las piedras— la contempló en silencio y esperó a que hablara ella primero.
Sus ojos ambarinos eran fríos y duros. Todavía podía verse a sí mismo atrapado en ellos, una pequeña figura inmovilizada.
—Me habrías dejado morir —le dijo en tono acusador.
—Sí —contestó sin vacilar—. Mejor que hubieras muerto con el halo de tu gloria reciente que vivas como una esclava.
—Es nuestra diosa, Galdar. Si me sirves a mí, la sirves a ella.
—Te sirvo a ti, Mina —repuso el minotauro, y ése fue el final de la conversación.
Mina pudo haberlo expulsado. Pudo haberlo matado. Sin embargo, echó a andar por la larga trocha que descendía de los Señores de la Muerte y él la acompañó. Sólo volvió a hablarle una vez, y fue para ofrecerse a curarle las heridas. Él rehusó. Caminaron en silencio hasta Sanction y no habían vuelto a hablar desde entonces.
La alegría por el retorno de Mina fue tumultuosa. Había habido quienes estaban convencidos de su muerte y quienes estaban seguros de que seguía viva, y era tal el nivel de ansiedad y temor que las dos facciones se habían enzarzado a golpes. Los caballeros de Mina discutían entre ellos, sus comandantes se peleaban y porfiaban. Los rumores corrían por las calles, las mentiras se convertían en verdades, y la verdad degeneraba en mentiras. A su regreso, Mina encontró una ciudad sumida en el caos y la anarquía. Su nombre fue lo único que hizo falta para reinstaurar el orden.
—¡Mina! —fue el jubiloso grito en las puertas cuando apareció—. ¡Mina!
El nombre resonó estruendosamente por toda la ciudad como el alegre toque de campanas que anuncian una boda, y faltó poco para que la arrollaran quienes la aclamaban y gritaban lo agradecidos que estaban de verla viva. Si Galdar no la hubiera cogido en brazos, sin decir palabra, y la hubiera subido sobre sus fuertes hombros para que todo el mundo la viera, habría podido acabar muerta por amor.
Galdar pudo haberle hecho notar que era su nombre el que aclamaban, a ella a la que seguían, a la que obedecían. Pero no dijo nada y ella tampoco. El minotauro escuchó el relato de la destrucción del tótem, de la aparición de un Dragón Plateado que había atacado el tótem y que, como represalia, había sido atacado y cegado por las arrojadas tropas de Mina. Escuchó historias sobre la perfidia y la traición de la sacerdotisa solámnica que se había unido al Dragón Plateado en la lucha y que después ambos habían partido.
Tendido en su camastro, reponiéndose de las heridas, Galdar recordó la primera vez que había visto al mendigo cojo que había resultado ser un Dragón Azul. Iba en compañía del hombre ciego de cabello plateado. Galdar caviló sobre eso.
Fue a ver los restos del tótem. La pila de ceniza que habían sido cientos de cráneos de dragones seguía allí. Mina no se acercaría a ella. Tampoco volvió a la nave del altar, ni a su cuarto en el templo, y trasladó sus cosas a alguna ubicación desconocida.
En la nave del altar, todas las velas se habían derretido en un gran charco de cera teñida de gris por las cenizas. Los bancos estaban volcados y algunos ennegrecidos por el fuego. La penetrante peste a humo y a magia lo impregnaba todo. El suelo aparecía sembrado de esquirlas de ámbar, lo bastantes afiladas para traspasar la suela de una bota. Nadie se atrevía a entrar en el templo, del que se decía que estaba imbuido del espíritu de la mujer cuyo cuerpo había estado aprisionado en el sarcófago de ámbar y que ahora era un montón de ceniza.
—Al menos uno de nosotros consiguió escapar —les dijo Galdar a las cenizas, a las que dedicó un saludo militar.
También faltaba el cuerpo de uno de los hechiceros. Nadie supo decir al minotauro qué había sido del cuerpo de Palin Majere. Algunos afirmaban haber visto a una figura vestida de negro de la cabeza a los pies sacándolo de allí, en tanto que otros afirmaban que habían visto al hechicero Dalamar hacerlo pedazos con sus propias manos. A una orden de Mina, se emprendió la búsqueda del cuerpo de Palin, pero no se encontró y, finalmente, la joven mandó poner fin a las pesquisas.
El cuerpo de Dalamar permanecía en el templo abandonado, mirando a la oscuridad, aparentemente olvidado, con las manos manchadas de sangre.
Había otra noticia. Al carcelero se le obligó a confesar que durante la confusión provocada por el ataque de Malys, el elfo Silvanoshei había escapado de su celda en la prisión y aún no se le había capturado. Se creía que el elfo seguía en la ciudad, ya que se habían apostado vigilantes en las puertas para localizarlo, y nadie lo había visto.
—Está en Sanction —dijo Mina—. De eso de no te quepa duda.
—Lo encontraré —juró el carcelero—. Y cuando lo haga, te lo traeré directamente a ti, Mina.
—Estoy demasiado ocupada para encargarme de él —replicó duramente la joven—. Si lo encuentras, mátalo. Ya ha servido al propósito por el que estaba aquí.