El minotauro llevó la mano a la empuñadura de su espada.
Uno tras otro, los caballeros se apartaron y abrieron un paso.
Mina caminó entre ellos con el semblante tan frío como la muerte.
—¿A dónde vas? —demandó Galdar mientras la seguía.
—Al templo. Hay mucho que hacer y disponemos de muy poco tiempo para hacerlo.
—Mina —le susurró al oído en tono urgente—, no puedes dejar que se enfrenten solos a esto. Por amor a ti encontrarán el valor necesario para aguantar y luchar contra los Dragones Dorados, pero si no estás aquí...
Mina se detuvo.
—¡No luchan por amor a mí! —La voz le temblaba—. ¡Luchan por el Único! —Se volvió para mirar a sus caballeros—. Oídme bien. Libraréis esta batalla por el Único. Tenéis que defender la ciudad en su nombre. Cualquier hombre que huya ante el enemigo conocerá la ira del Único.
Sus caballeros agacharon la cabeza y dieron media vuelta. Pero no caminaban enorgullecidos de vuelta a sus puestos como podían haber hecho antaño, sino que iban como escabulléndose, el gesto hosco.
—¿Qué les pasa? —preguntó Mina consternada, desconcertada.
—Antes te seguían por amor, Mina. Ahora te obedecen como lo haría un perro azotado, por miedo al látigo. ¿Es eso lo que quieres?
La joven se mordió el labio, aparentemente indecisa, y Galdar confió en que rehusara atender a la voz. Que hiciera lo que le parecía honorable, lo que creía justo. Que siguiera leal a sus hombres, como ellos le habían sido leales a pesar de los muchos peligros y penalidades.
Mina endureció el gesto y sus ojos ambarinos reflejaron dureza.
—Que corran esos perros. No los necesito. Tengo al Único. Voy al templo a preparar la ceremonia. ¿Vienes? —demandó—. ¿O también vas a salir corriendo?
Galdar miró los ojos ambarinos y ya no se vio en ellos. Ya no vio a nadie. Estaban vacíos.
Echó a andar sin esperar su respuesta, sin mirar si la seguía. Le daba igual una cosa u otra.
El minotauro vaciló. Miró hacia la Puerta Oeste, donde los caballeros estaban reunidos en grupos que hablaban en voz baja. Dudaba mucho de que estuvieran discutiendo estrategias para la batalla. Un alboroto de gritos empezó a levantarse en las calles a medida que se extendía la noticia de que cientos de Dragones Dorados y Plateados iban a caer sobre Sanction. Nadie hacía nada para disipar el terror. Ahora cada cual pensaba sólo en sí mismo y sólo tenía un pensamiento en la cabeza: sobrevivir. A no tardar estallaría un tumulto cuando hombres y mujeres se convirtieran en animales salvajes, mordiendo, arañando y luchando para salvar el pellejo. En su pánico, podría muy bien ocurrir que se destruyeran a sí mismos antes de que el ejército de su enemigo hubiera llegado.
«Si me quedo en las murallas podría agrupar a unos cuantos —pensó Galdar—. Encontraría algunos que combatirían el terror y lucharían conmigo. Tendría una muerte honorable, digna.»
Siguió con la mirada a Mina, que se alejaba sola, a excepción de la vaga figura de cinco cabezas que se cernía sobre ella, la rodeaba, la aislaba de todos los que la habían amado o admirado.
—¡Grandísima zorra! —masculló Galdar—. No te librarás de mí tan fácilmente.
Asió su espada y corrió en pos de Mina.
* * *
Mina se equivocó cuando le dijo a Galdar que era el único al que le importaba. Había otra persona a la que le importaba, y mucho. Silvanoshei corrió tras ellos, empujando para abrirse paso entre la multitud que ahora se apiñaba en las calles presa del pánico, y procurando no perderla de vista.
Se había quedado en Sanction para saber qué le había pasado a Mina, y su alegría cuando supo que estaba viva fue sincera a pesar de que su regreso supuso ponerlo de nuevo en peligro. La gente había empezado a recordar de pronto haber visto a un elfo deambulando por Sanction.
Se había visto obligado a esconderse. Un kender le descubrió amablemente el sistema de túneles que zigzagueaban por el subsuelo de la ciudad. Los elfos aborrecían vivir bajo tierra, y Silvanoshei sólo había sido capaz de permanecer en los túneles durante cortos períodos de tiempo antes de tener que salir al exterior empujado por la necesidad de respirar aire fresco. Robó comida para sustentarse, y también robó una capa con embozo y un pañuelo para ocultar sus rasgos elfos.
Rondaba por las ruinas del tótem esperando una oportunidad de hablar con Mina, pero ella no apareció. Su temor aumentó al pensar si la joven se habría marchado de Sanction o si habría caído enferma. Entonces, por casualidad, escuchó el rumor de que se había trasladado del Templo del Corazón al derruido Templo de Duerghast, que se alzaba en las afueras de la ciudad.
Construido en honor de algún falso dios ideado por un culto demente, el templo era conocido por tener un estadio donde llevaban a las personas destinadas a sacrificios humanos para diversión de una clamorosa multitud. Durante la Guerra de la Lanza, lord Ariakas se había apropiado del templo y las mazmorras se habían utilizado para torturar a los prisioneros.
El templo tenía fama de ser un lugar maligno, y en los últimos tiempos, durante el gobierno de Hogan Rada, se había hablado de arrasarlo. Los temblores de tierra habían abierto grandes grietas en sus paredes, debilitando la estructura hasta el punto de que nadie se atrevía a acercarse siquiera a él por miedo a que se derrumbara en cualquier momento. Los ciudadanos de Sanction habían decido dejar que los Señores de la Muerte acabaran el trabajo.
Entonces surgió la noticia de que Mina planeaba reconstruir el templo, transformarlo en un lugar de adoración al Único.
El Templo de Duerghast se encontraba al otro lado del foso de lava que rodeaba Sanction. No se podía llegar a él por tierra sin salvar el río de lava. En consecuencia, Silvanoshei había llegado a la conclusión de que Mina no tendría más remedio que entrar en el templo a través de uno de los túneles. Había recorrido de aquí para allá el sistema de túneles, perdiéndose en más de una ocasión, hasta que por fin dio con lo que buscaba: un túnel que se extendía por debajo del lienzo de la muralla meridional.
Silvanoshei planeaba explorar ese túnel cuando se dio la alarma. Vio al jinete de dragón sobrevolar la ciudad y aterrizar fuera de la Puerta Oeste. Suponiendo que Mina acudiría a hacerse cargo de la situación, Silvanoshei se ocultó entre la multitud ansiosa de ver a la joven. Se acercó todo cuanto aconsejaba la cautela, ansiando, contra toda esperanza, atisbar a la joven aunque fuera un instante.
Entonces la vio, rodeada de sus caballeros y hablando con el jinete de dragón. De repente un hombre se apartó del grupo y corrió hacia la multitud gritando que se aproximaban Dragones Dorados y Plateados, reptiles montados por Caballeros de Solamnia. La gente juró y maldijo y empezó a empujar sin contemplaciones. Silvanoshei recibió tal empellón que faltó poco para que diera con sus huesos en el suelo. En medio del tumulto se esforzó por no perderla de vista.
La noticia de los dragones y los caballeros le importaba poco. Pensó en ella sólo bajo la perspectiva de cómo afectaría a Mina. Estaba convencido de que la joven dirigiría la batalla, y temió que no tendría ocasión de hablar con ella. Se quedó estupefacto hasta lo indecible cuando la vio dar media vuelta y alejarse, abandonando a sus tropas.
Lo que para sus caballeros representaba una pérdida para él fue una bendición. La voz de Mina le llegó con claridad.
—Voy al templo a preparar la ceremonia.
Por fin. Quizá encontraría el modo de hablar con ella.
Silvanoshei entró en el túnel que había descubierto confiando en que sus cálculos fueran correctos y que lo condujera bajo el foso de lava hasta el Templo de Duerghast. La esperanza del elfo casi se esfumó cuando descubrió que el techo del túnel estaba parcialmente desplomado. Siguió adelante sorteando los escombros de piedra y tierra y, finalmente, encontró una escalera de mano que conducía a la superficie.
La subió rápidamente, si bien tuvo el sentido común de detenerse cuando se acercó a la parte superior. Una trampilla de madera cerraba el acceso al túnel y lo ocultaba a quienes estuvieran arriba. Cuando empujó la trampilla su mano traspasó la madera podrida y una cascada de polvo y astillas le cayó encima. Cautelosamente, se asomó por el agujero de la trampilla. La intensa luminosidad del sol casi lo cegó. Parpadeó y esperó a que los ojos se acostumbraran a la luz.
El Templo de Duerghast se hallaba a corta distancia.
Para llegar a él tendría que cruzar un espacio abierto. Estaría a la vista de cualquiera que hubiera en las murallas. Silvanoshei dudaba que alguien lo viera o le prestara atención. Todos los ojos estaban vueltos al cielo.
El elfo se abrió paso trabajosamente por el agujero y atravesó corriendo el espacio descubierto hasta refugiarse en la sombra que arrojaba la muralla exterior del templo. Construida con bloques de granito negro, la muralla formaba un cuadrado. Dos torres guardaban la entrada principal. Silvanoshei rodeó la muralla que circundaba el edificio y buscó un sitio por donde entrar. Llegó a una de las torres, donde había dos puertas, una a cada extremo.
Pesadas planchas de hierro, accionadas por cabrestantes, hacían las veces de portones. Aunque cubiertos de óxido, los portones de hierro seguían en su sitio y probablemente continuarían estándolo cuando el resto del templo se hubiese derrumbado a su alrededor. Por allí no podía pasar, pero sí por una parte de la muralla que se había desplomado y formado un montón de cascotes. Trepar por allí no resultaría fácil, pero él era ágil. Estaba convencido de que podía hacerlo.
Dio un paso hacia la muralla y se frenó de golpe, sin salir de las sombras. Había captado un movimiento por el rabillo del ojo.
Alguien más había ido al Templo de Duerghast. Un hombre se encontraba plantado delante, observando la construcción. Silvanoshei pensó que debía de estar ciego para no haber reparado en él. Con todo, habría jurado que allí no había habido nadie cuando giró en la esquina.
A juzgar por su aspecto, el hombre no era un guerrero. Era muy alto, más que la media. No llevaba espada ni portaba arco al hombro. Vestía pantalón de paño marrón, túnica verde y parda, y botas altas de cuero. Una capucha, también de color verde, le cubría la cabeza y los hombros. Silvanoshei no veía el rostro del hombre.
«¿Qué hace aquí este necio? —pensó el elfo, que echaba chispas—. Nada, al parecer, salvo mirar el templo de hito en hito, como un kender en día de fiesta.» No llevaba armas, no representaba una amenaza, pero aun así Silvanoshei era reacio a dejarse ver por el hombre. Estaba decidido a hablar con Mina, y, que él supiera, ese tipo podía ser una especie de guardia. O quizás ese extraño sólo esperaba para hablar con ella. Tenía el aire de estar esperando.
Silvanoshei deseó que el hombre se marchara. El tiempo pasaba y él tenía que entrar. Tenía que hablar con Mina. Pero el tipo no se movía.
Finalmente, el elfo decidió que no podía esperar más. Era un corredor rápido; podría dejar atrás al hombre si el extraño iba tras él y despistarlo dentro del templo antes de que el hombre quisiera darse cuenta de lo que había pasado. Silvanoshei respiró hondo, preparándose para echar a correr.
El hombre giró la cabeza, se retiró la capucha y miró directamente hacia donde se encontraba Silvanoshei.
Era un elfo.
Silvanoshei lo miró fijamente, con los ojos clavados en el elfo, inmóvil. Durante un instante que pareció eterno temió que Samar lo hubiera rastreado hasta allí, pero enseguida se dio cuenta de que no era Samar.
A primera vista el elfo parecía joven, como Silvanoshei. Su cuerpo tenía la fortaleza y la grácil agilidad de la juventud. Al observarlo con más detenimiento, Silvanoshei tuvo que replantearse su primera impresión. El rostro del elfo no tenía las huellas del paso del tiempo y, sin embargo, su expresión denotaba una gravedad que no era propia de la juventud, que no tenía nada que ver con la esperanza, el entusiasmo y la jubilosa ilusión de los jóvenes. Sus ojos brillaban como los de un joven, pero era un brillo apagado, atemperado por el pesar. Silvanoshei tuvo la extraña sensación de que ese hombre le conocía, pero fue del todo incapaz de situar al extraño elfo.
Éste lo miró y después volvió la vista hacia el templo una vez más.
Silvanoshei aprovechó que la atención del otro elfo se desviara de él para correr hacia la brecha de la muralla. Trepó ágilmente sin dejar de vigilar al hombre extraño, que no hizo el menor movimiento. Silvanoshei saltó al otro lado de la muralla y echó una ojeada hacia atrás, entre los cascotes, pero el elfo seguía plantado en el mismo sitio, esperando.
Apartando de su mente al extraño personaje, Silvanoshei entró en el derruido templo y empezó a buscar a Mina.
Por amor a Mina
Mina se abrió paso a trancas y barrancas por las abarrotadas calles de Sanction. Su avance se veía frenado por la gente que, al verla, se acercaba para tocarla. Gritaban aterrados por la próxima llegada de los dragones, le suplicaban que los salvara.
—¡Mina! ¡Mina! —llamaban; y el clamor le resultaba odioso a la joven.
Intentó no oírlos, hacer caso omiso de ellos, librarse de sus ansiosas manos, pero con cada paso que daba se arremolinaban más y más personas a su alrededor, clamando su nombre, repitiéndolo una y otra vez en una frenética letanía contra el miedo.
Alguien más pronunciaba su nombre, llamándola. La voz de Takhisis, alta e insistente, la urgía para que se apresurara. Una vez la ceremonia se completara, una vez que entrara en el mundo y uniera el reino espiritual y el físico, la Reina Oscura tomaría la forma que quisiera y bajo esa forma combatiría a sus enemigos.
Que los necios Dorados y los cobardes Plateados fueran contra el monstruo de cinco cabezas en el que podía convertirse. Que esos ridículos ejércitos de caballeros y de elfos batallaran contra las hordas de muertos que se levantarían a su orden.
Takhisis se alegraba de que el despojo que era el mago muerto y su colaborador, el Plateado ciego, hubieran liberado a los dragones de colores metálicos. En aquel momento se había encolerizado, pero ahora, al considerarlo con calma, recordó que era la única deidad en Krynn. Todo redundaba en beneficio de su propósito, incluso las conspiraciones de sus enemigos.
Hicieran lo que hicieran, jamás podrían perjudicarla. Cada flecha que dispararan apuntaría hacia su propia destrucción, hacia el blanco de sus corazones. Que atacaran. Esta vez los destruiría a todos —caballeros, elfos, dragones—, los destruiría definitivamente, los borraría de Krynn, los aplastaría para que jamás se levantaran contra ella de nuevo. Entonces atraparía sus almas y las esclavizaría. Aquellos que la habían combatido en vida la servirían en la muerte, para siempre.