—Mina, iba a matarte. No podía dejarla que...
Mina levantó la cara surcada de lágrimas. Sus ojos ambarinos eran ardientes, líquidos, y las lágrimas le abrasaron la carne al tocarla.
—Quería morir. Habría muerto con gusto, agradecida, porque habría muerto sirviéndola. Ahora yo estoy viva y ella se ha ido y no tengo a nadie. ¡A nadie!
Su mano, tinta con la sangre de su reina, asió la espada de Takhisis.
Paladine trató de intervenir, de detenerla. Una mano invisible lo desestabilizó de un empellón y lo lanzó a la arena dando tumbos. Una voz retumbó en los cielos.
—Tendremos nuestra revancha, mortal —dijo Sargonnas.
Mina hundió el acero en el estómago de Silvanoshei.
El joven elfo exhaló una exclamación ahogada y la miró de hito en hito.
—Mina... —Sus blancos labios formaron la palabra, pero le faltaba voz para pronunciarla. Su rostro se crispó por el dolor.
Furiosa, con el gesto sombrío, Mina empujó e hincó más profundamente la espada. Lo dejó colgado, empalado en la hoja, durante unos largos instantes mientras lo miraba y sus ojos ambarinos se endurecían sobre él. Satisfecha al ver que estaba muriendo, sacó la espada de un tirón.
Silvanoshei se deslizó por la hoja manchada con su sangre y se desplomó en la arena.
Asiendo con fuerza la espada ensangrentada, Mina caminó hacia Paladine, que empezaba a levantarse lentamente de la arena. La joven lo miró, lo absorbió en el ámbar de sus ojos, y arrojó la espada de Takhisis a sus pies.
—Sentirás el dolor de la muerte, pero aún no. Ahora no. Así lo quería mi reina, y cumplo sus últimos deseos. Pero ten esto presente, desdichado: en el rostro de todo elfo que encuentre, veré tu rostro. La vida de cada elfo que tome, será tu vida. Y me cobraré muchas... en venganza de una.
Le escupió en la cara. Luego se volvió hacia los dioses y los miró desafiante. Después se arrodilló junto al cadáver de su reina y besó la fría frente. Levantó el cuerpo en sus brazos y salió del Templo de Duerghast.
* * *
El silencio se adueñó del estadio a excepción de las pisadas de Mina que se iban alejando. Galdar apoyó la cabeza en la arena, que estaba cálida por los rayos del sol. Se sentía muy cansado. Sin embargo, ahora podía descansar porque Mina estaba a salvo. Por fin estaba a salvo.
El minotauro cerró los ojos e inició el largo viaje a la oscuridad. No había recorrido mucho cuando encontró el paso cerrado.
Galdar alzó la vista y se encontró con un colosal minotauro. Era tan alto como la montaña en la que la hembra Roja había perecido. Sus cuernos rozaban las estrellas y su pelambre era negro como el azabache. Lucía un arnés de cuero ribeteado con plata pura y fría.
—¡Sargas! —musitó. Apretando el muñón sangrante, se incorporó con esfuerzo sobre las rodillas e inclinó la cabeza, rozando con los cuernos la arena.
—Levántate, Galdar —dijo el dios, cuya voz retumbaba en los cielos—. Me siento complacido contigo. En tu momento de necesidad, me buscaste a mí.
—Gracias, gran Sargas —dijo Galdar que, sin osar levantarse, alzó la cabeza.
—A cambio de tu lealtad, te devuelvo la vida —dijo el dios—. La vida y tu brazo derecho.
—El brazo no, gran Sargas —suplicó Galdar a quien el dolor le abrasaba el pecho—. Acepto la vida, y viviré para honrarte, pero el brazo lo perdí y no quiero recuperarlo.
A Sargas no le gustó su respuesta.
—La nación de los minotauros se ha librado al fin de las cadenas que nos ataron durante muchos siglos. Estamos saliendo del aislamiento de las islas donde estuvimos prisioneros largo tiempo y preparándonos para ocupar el puesto que nos pertenece en este continente. Necesito guerreros aguerridos como tú, Galdar. Los necesito enteros, no lisiados.
—Te lo agradezco, gran Sargas, pero si no te importa, aprenderé a luchar con la mano izquierda —pidió humildemente Galdar.
Galdar aguardó tenso, con temor, el estallido de la ira del dios. Al no ocurrir nada, se arriesgó a echar una ojeada hacia arriba.
Sargas sonrió. Era una mueca a regañadientes, pero no dejaba de ser una sonrisa.
—Se hará como quieres, Galdar. Eres libre de decidir tu destino.
El minotauro soltó un largo y hondo suspiro.
—Por ello, gran Sargas, te doy mis más sinceras gracias.
* * *
Galdar parpadeó y levantó el hocico de la húmeda arena. No conseguía recordar dónde se encontraba, ni entendía qué hacía allí tirado, echando una siesta en mitad del día. Mina podría necesitarlo. Se enfadaría al encontrarlo holgazaneando. Se incorporó de un brinco e hizo un gesto instintivo de llevar la mano a la espada que colgaba de su cintura.
No tenía espada. Ni mano con la que asirla. Su brazo cortado estaba tirado en la arena, a sus pies. Miró donde había tenido el brazo, miró la sangre en la arena y de pronto lo recordó todo.
Se encontraba sano y salvo, excepto que le faltaba el brazo derecho. El muñón estaba curado. Se volvió para darle las gracias al dios, pero Sargas se había marchado. Todos los dioses habían desaparecido. En el estadio no quedaba nadie salvo el cadáver del rey elfo y el extraño elfo de rostro joven y ojos viejos.
Lenta, torpemente, tanteando con la mano izquierda, Galdar recogió su espada. Giró el cinturón de forma que pudiera colgarla sobre la cadera derecha y, tras muchos intentos fallidos, por fin logró enfundar el arma en la vaina. Sentir la espada en ese costado le resultaba extraño, incómodo. Pero ya se acostumbraría. Esta vez tendría que acostumbrarse.
El aire no era tan caluroso como recordaba. El sol se ponía detrás de las montañas y arrojaba las sombras que anunciaban la noche. Tendría que apresurarse si quería encontrarla. Tendría que marcharse enseguida, mientras aún quedaba luz del día.
—Eres un amigo leal, Galdar —dijo Paladine mientras el minotauro pasaba a su lado.
Galdar gruñó y siguió caminando tras el rastro de las pisadas de la joven y de la sangre de su reina.
Por amor a Mina.
La era de los mortales
La batalla por la ciudad de Sanction no duró mucho. A la caída de la noche, la ciudad se había rendido. Probablemente lo habría hecho mucho antes, pero nadie quería tomar la decisión.
Los caballeros negros y sus soldados llamaron a Mina en vano. Ella no respondió, no acudió, y finalmente comprendieron que no iba a volver. Algunos sintieron amargura; otros, cólera. Y todos se sintieron traicionados. Conscientes de que si sobrevivían a la batalla se los ejecutaría o se les haría prisioneros, unos cuantos caballeros siguieron luchando. La mayoría lo hizo porque estaban atrapados o se encontraron arrinconados por el enemigo.
Algunos decidieron actuar siguiendo el consejo de Galdar e intentaron encontrar refugio en las cuevas de los Señores de la Muerte. Éstos formaban la tropa que topó con los draconianos. Pensando que habían encontrado un aliado, los caballeros negros se dispusieron a detener su retirada y dar media vuelta para intentar recobrar la ciudad. Su estupefacción cuando los draconianos cayeron sobre ellos fue inmensa, pero fugaz.
Quiénes eran esos extraños draconianos y por qué habían acudido en ayuda de elfos y solámnicos nunca se sabría. El ejército draconiano no entró en Sanction. Mantuvo su posición fuera de la ciudad hasta que el estandarte de los caballeros negros fue arrancado y en su lugar ondearon las banderas de Qualinesti y Silvanesti y de la nación solámnica.
Un corpulento bozak, que vestía armadura y una cadena dorada al cuello, avanzó junto a un sivak, que lucía los atalajes de un alto oficial draconiano. El sivak ordenó ponerse firme a las tropas. Él y el bozak saludaron a las banderas en tanto que los soldados draconianos golpeaban las espadas contra los escudos a modo de saludo. El sivak dio la orden de marchar y la tropa dio media vuelta y partió en dirección a las montañas.
Alguien recordó haber oído hablar de un grupo de draconianos que se había hecho con el control de la ciudad de Teyr. Se decía que esos draconianos no sentían el menor aprecio por los caballeros negros. Aun cuando tal cosa fuera cierta, Teyr se encontraba a mucha distancia de Sanction y nadie entendía cómo los draconianos habían podido llegar justo en el momento oportuno. Puesto que nadie volvió a verlos, el misterio nunca se resolvió.
Cuando la victoria en Sanction se hubo conseguido, muchos de los Dragones Dorados y Plateados se marcharon, dirigiéndose hacia las islas de los Dragones o dondequiera que tuvieran su hogar. Antes de irse, cada reptil tomó y transportó una parte de las cenizas del tótem para darles adecuada sepultura en las islas de los Dragones. Los Dorados y Plateados se llevaron todas las cenizas, aunque estuviesen mezcladas con las de Rojos, Azules, Blancos, Verdes y Negros. Porque todos ellos eran dragones de Krynn.
—¿Y qué harás tú, señor? —le preguntó Gerard a Espejo—. ¿Regresarás a la Ciudadela de la Luz?
Gerard, Odila y Espejo se encontraban fuera de la Puerta Oeste de Sanction, contemplando la salida del sol al día siguiente de la batalla. Fue un amanecer bellísimo, con bandas de intensos tintes rojos y naranjas que iban oscureciéndose hasta el color púrpura e incluso al negro a medida que el día desplazaba a la noche. El Dragón Plateado tenía vueltos los ojos hacia el sol como si pudiera verlo, y quizás en su alma podía. Dirigió la mirada ciega hacia el sonido de la voz de Gerard.
—La Ciudadela ya no necesita de mi protección. Mishakal hará suyo el templo. En cuanto a mí, mi guía y yo hemos decidido aliarnos.
Gerard observó de hito en hito a Odila, que asintió en silencio.
—Dejo la caballería —dijo la mujer—. Lord Tasgall ha aceptado mi renuncia. Es lo mejor, Gerard. Los caballeros no se habrían sentido cómodos teniéndome en sus filas.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gerard. Habían pasado tantas vicisitudes juntos que no esperaba separarse tan pronto de ella.
—La reina Takhisis habrá desaparecido, pero la oscuridad perdura —repuso la mujer con gesto sombrío—. Los minotauros se han apoderado de Silvanesti. No se conformarán con esa tierra y pueden amenazar otras naciones. Espejo y yo hemos decidido asociarnos. —Palmeó el plateado cuello del reptil—. Un dragón que es ciego y una humana que lo estuvo... Buen equipo, ¿no te parece?
Gerard sonrió.
—Si os encamináis hacia Silvanesti es muy posible que nos encontremos. Voy a intentar establecer una alianza entre la caballería y los elfos.
—¿Crees de verdad que el Consejo de Caballeros accederá a ayudar a los elfos a recuperar su tierra? —inquirió Odila en tono escéptico.
—No lo sé —contestó Gerard, que se encogió de hombros—, pero de lo que no me cabe duda es de que voy a darles que pensar sobre ello. Sin embargo, antes que nada tengo una tarea que llevar a cabo. Hay una cerradura rota en una tumba de Solace. Prometí arreglarla.
Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Era mucho lo que quedaba por decir para decirlo en ese momento. Espejo agitó las alas, obviamente deseoso de marcharse. Odila captó la indirecta.
—Adiós, Mollete de Maíz —dijo, sonriendo.
—¡Adiós y en buena hora! —repuso Gerard, sonriendo a su vez.
Odila se acercó y lo besó en la mejilla.
—Si vuelves a bañarte desnudo en un arroyo, no dejes de avisarme.
Montó en el Dragón Plateado, que inclinó la cabeza en un saludo.
Después extendió las alas y se elevó grácilmente en el aire. Odila agitó la mano. Gerard hizo otro tanto y los siguió con la mirada, viendo cómo empequeñecían en la distancia; continuó mirando mucho después de perderlos de vista.
* * *
Aquel día también hubo otra despedida. Un adiós que duraría toda la eternidad.
En la arena, Paladine se arrodilló junto al cadáver de Silvanoshei y le cerró los párpados. Limpió la sangre del rostro del joven elfo y acomodó la postura de sus miembros. Paladine se sentía cansado. No estaba acostumbrado a ese cuerpo mortal, a sus molestias, dolores y necesidades, a la profusión e intensidad de emociones, la pena y el dolor, la rabia y el temor. Al mirar el rostro del rey elfo muerto, Paladine vio juventud y prometedora esperanza, todo perdido, todo desperdiciado. Hizo un alto en su tarea para enjugarse el sudor de la frente y se preguntó cómo iba a poder continuar con tal aflicción y pesadumbre en su corazón. Cómo iba a poder continuar solo.
Sintió un leve roce en el hombro y alzó los ojos; vio a una diosa bellísima, radiante. Ella sonrió, pero en su gesto había un poso de tristeza y en sus ojos el arco iris de lágrimas contenidas.
—Llevaré al joven a su madre —se ofreció Mishakal.
—No presenció su muerte, ¿verdad? —preguntó Paladine.
—No, al menos se ahorró eso. Liberamos a todos los que Takhisis había traído aquí a la fuerza para que presenciaran su triunfo. Alhana no vio morir a su hijo.
—Dile que murió como un héroe —dijo quedamente Paladine.
—Lo haré, amado mío.
Un beso tan suave como una pluma rozó los labios del elfo.
—No estás solo —susurró Mishakal—. Siempre estaré contigo, esposo mío, alma mía.
Él deseaba fervientemente que fuera así, que pudiera serlo. Pero entre ellos se iba abriendo una brecha, una distancia que se ensanchaba más y más cada momento que pasaba. Ella se encontraba en la playa, y él luchaba para mantenerse a flote en el agua y cada ola lo arrastraba un poco más lejos.
—¿Qué ha pasado con los espíritus de los muertos? —preguntó.
—Son libres —contestó ella, y su voz sonó distante. La oía a duras penas—. Libres para seguir su viaje.
—Algún día me uniré a ellos, amor mío.
—Ese día te estaré esperando —prometió la diosa.
El cuerpo de Silvanoshei desapareció, transportado en una nube de luz plateada.
Paladine permaneció largo rato en la oscuridad, solo. Después se encaminó hacia la puerta del estadio, solo, y salió al mundo, solo.
* * *
Los hijos de los dioses, Nuitari, Lunitari y Solinari, entraron en el que antaño fuera Templo del Corazón. El cuerpo del hechicero Dalamar se encontraba sentado en un banco, mirando al vacío.
Los dioses de la magia se situaron delante del oscuro y abandonado altar.
—Que el hechicero, Raistlin Majere, se presente.
Raistlin emergió de la oscuridad y las ruinas del templo. El borde de su negra túnica de terciopelo esparció los fragmentos de ámbar que aún seguían tirados en el suelo, ya que no se había podido encontrar a nadie que se atreviera a tocar los restos malditos del sarcófago en el que el cuerpo de Goldmoon había estado aprisionado. Caminó sobre los añicos, triturando el ámbar bajo los pies.