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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (21 page)

—Lo estaré. ¿Dónde podemos reunimos?

—Estoy siempre aquí —contestó Odila mientras señalaba el templo.

—Sí, supongo que sí. Eh... ¿rezas a ese dios Único? —preguntó el caballero, sintiéndose incómodo.

—Sí.

—¿Y tus plegarias han tenido respuesta?

—Estás aquí, ¿no es así? —fue la respuesta de Odila. No era una broma. Hablaba en serio. Tras dedicarle una sonrisa y un gesto de la mano, se dirigió hacia el templo.

Gerard se la quedó mirando, boquiabierto. Finalmente recuperó el habla.

—Yo no... —gritó a la mujer—. A mí no me... Tú no... Tu dios no... ¡Oh, qué más da!

Considerando que ya había experimentado confusión suficiente para todo el día, Gerard giró sobre sus talones y se alejó.

El minotauro, Galdar, vio a los dos solámnicos conversando. Convencido de que ambos eran espías, caminó con aire despreocupado en su dirección con la esperanza de oír algo de lo que hablaban. Una desventaja de ser minotauro en una ciudad de humanos era que nunca podía pasar inadvertido. Los dos se encontraban cerca del sarcófago ambarino de Goldmoon, y Galdar se fue acercando poco a poco usándolo de cobertura. Lo único que llegó a oír era un murmullo bajo hasta que en cierto momento los dos olvidaron la discreción y alzaron las voces.

—Tienes miedo —oyó que la mujer solámnica le decía en tono acusador—. Te asusta descubrir que quizá no controlas tu destino. Que tal vez el dios Único tiene un plan para ti y para todos nosotros.

—¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! —replicó el caballero, furioso—. Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí.

Entonces volvieron a bajar la voz. Aunque estuvieran teniendo una conversación teológica, no planeando una sedición, Galdar siguió sintiéndose incómodo. Permaneció a la sombra del sarcófago hasta mucho después de que ambos se hubieron ido, ella de vuelta al templo y él en dirección al acuartelamiento. El semblante del caballero estaba enrojecido por la rabia y la frustración. Mascullaba entre dientes mientras caminaba, e iba tan absorto en sus pensamientos que pasó a dos palmos del enorme minotauro y no reparó en él.

Los solámnicos y los minotauros siempre habían tenido mucho en común; más en común que menos, si bien a lo largo de la historia era el «menos» lo que los había separado. Tanto unos como otros ponían énfasis en la importancia del honor personal. Para ambos el deber y la lealtad tenían mucho valor. Ambos admiraban el valor. Ambos reverenciaban a sus dioses cuando había dioses a los que venerar. Los dioses de ambos eran dioses de honor, lealtad y valor, si bien es cierto que un dios luchaba en el bando de la luz y el otro en el de la oscuridad.

¿O no era realmente así? ¿No podría decirse que uno de los dioses, Kiri-Jolith, luchaba en el bando de los humanos y que Sargas lo hacía en el de los minotauros? ¿Era la raza lo que los separaba, no la luz del día y las sombras de la noche? Humanos y minotauros relataban historias del famoso Kaz, un minotauro que había sido amigo de uno de los más grandes Caballeros de Solamnia, Huma. Pero como uno tenía cuernos, hocico y estaba cubierto de pelambre, y el otro tenía una piel suave y un pegote de nariz, la amistad entre Kaz y Huma se consideraba una anomalía. A lo largo de siglos, a las dos razas se les había inculcado el odio y la desconfianza hacia la otra. Ahora, la brecha entre ambas era tan profunda, ancha y horrible que ninguna la cruzaría.

Con la ausencia de los dioses, ambas razas se habían ido deteriorando. Galdar había oído rumores de extraños sucesos en la nación de los minotauros; rumores de asesinato, traición, engaño. En cuanto a los solámnicos, pocos hombres y mujeres jóvenes de esta era querían soportar los rigores, las restricciones y las responsabilidades de la caballería. Su número iba menguando y sus espaldas estaban contra la pared. Tenían un nuevo enemigo; un nuevo dios.

Galdar había visto en Mina el final de su búsqueda. Había visto en ella sentido del deber, honor, lealtad y valor, las cualidades de antaño. Aun así, ciertas cosas que Mina había hecho o dicho habían empezado a intranquilizar a Galdar. La más destacada de ellas era la horrible resucitación de los dos magos.

A él no le gustaban los hechiceros. Podría haber presenciado cómo se los torturaba sin el más mínimo remordimiento; podría haberlos matado con sus propias manos y no le habría dado la menor importancia. Pero ver sus cuerpos sin vida utilizados como esclavos autómatas le revolvía el estómago. No podía mirar a los dos cadáveres desgalichados sin sentir náuseas.

Lo peor era el castigo del Único a Mina por dejar huir al kender. Al recordar los sacrificios que la joven había hecho, el dolor que había soportado, el tormento, el agotamiento, la sed, el hambre, todo en nombre del Único, y después verla sufrir de aquel modo, le había indignado.

Galdar veneraba a Mina. Era leal a Mina. Su deber era para con Mina. Pero empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único.

Las palabras del solámnico resonaban en su mente: «¡Si lo que quieres decir es que me da miedo descubrir que soy un esclavo de ese Único, entonces tienes razón! Yo tomo mis propias decisiones. No quiero que ningún dios las tome por mí».

Al minotauro no le gustaba pensar en sí mismo como un esclavo de la voluntad del Único ni de ningún dios. Más aún, no le gustaba ver a Mina como una esclava del Único, una esclava a la que azotar si no satisfacía el capricho del dios.

Galdar decidió hacer lo que debió haber hecho mucho antes. Tenía que saber más detalles sobre ese Único. No podía hablar de eso con Mina, pero sí con la mujer solámnica.

Y quizá matar a dos de un golpe, como rezaba un dicho entre los minotauros, refiriéndose al conocido cuento del kender ladrón y el minotauro herrero.

14

Fe en el dios único

Mas de un millar de soldados y caballeros de Palanthas entraron en la ciudad de Solanthus. Su llegada fue triunfal, con banderas que lucían los emblemas de los caballeros negros así como estandartes pertenecientes a los caballeros ondeando al viento. Los Caballeros de Neraka que servían en Palanthas se habían hecho ricos, pues aunque gran parte de los tributos había ido a parar a los cofres del difunto dragón Khellendros y otra buena parte a los del difunto Señor de la Noche Targonne, los caballeros de Palanthas de alto rango no se habían quedado con las manos vacías. Estaban de buen humor, si bien un tanto preocupados por los rumores que les habían llegado sobre la nueva y autoproclamada Señora de la Noche, una adolescente.

Esos oficiales no conseguían entender cómo cualquier soldado veterano sensato podía aceptar órdenes de una mocosa que tendría que estar soñando con el baile alrededor del poste de mayo, no dirigiendo hombres a la batalla. Habían discutido de ello durante la marcha a Solanthus y habían acordado entre ellos que tenía que haber una figura en la sombra detrás del telón: ese minotauro que según se decía nunca estaba lejos de Mina. Él debía de ser el verdadero líder. La chica era una fachada, ya que los humanos nunca seguirían a un minotauro. Algunos habían hecho notar que tampoco muchos hombres seguirían a una cría a la batalla, pero otros contestaron que realizaba trucos e ilusiones para engañar a los ignorantes, embaucándolos para que lucharan por ella.

Nadie podía negar sus éxitos, y mientras eso funcionara no tenían intención de destruir esas ilusiones. Por supuesto, como hombres inteligentes, no caerían en el engaño.

Como había ocurrido antes con otros, los oficiales de Palanthas se presentaron ante Mina con actitud bravucona, dispuestos a escucharla con compostura de cara al exterior y con risas para sus adentros. Salieron de la reunión pálidos y temblorosos, callados y sometidos, todos ellos atrapados en la resina de los ojos ambarinos.

Gerard apuntó detalladamente sus efectivos en un mensaje en código para la caballería. Ésta era su misiva más importante, ya que confirmaba que Mina se disponía a atacar Sanction y que se proponía emprender la marcha pronto. A todos los herreros y armeros de la ciudad se los obligó a trabajar día y noche para reparar viejas armas y armaduras y para fabricar otras nuevas.

El ejército avanzaría despacio. Tardaría semanas, quizá meses, en cruzar los bosques y las praderas y entrar en las montañas que rodeaban Sanction. Observando los preparativos y pensando en esa marcha prolongada, Gerard elaboró un plan de ataque que incluyó en el informe. No albergaba muchas esperanzas de que lo adoptaran, ya que implicaba la lucha furtiva, atacando los flancos del ejército mientras avanzaba lentamente, destruir las carretas de abastecimiento, asaltos rápidos para inmediatamente desaparecer y después volver a atacar cuando menos lo esperaran.

De ese modo —escribió—, actuaron los Elfos Salvajes de Qualinesti, teniendo éxito en ocasionar graves daños a los caballeros negros que ocuparon esa nación. Me doy cuenta de que no son métodos de lucha admitidos por la caballería, pues no son en verdad caballerosos ni honorables ni siquiera muy limpios. Sin embargo, son eficaces, no sólo para reducir el número de enemigos, sino para destruir la moral de las tropas.

Lord Tasgall era un hombre sensato y Gerard creía sinceramente que podría saltarse la Medida y obraría en consecuencia. Por desgracia, Gerard no sabía cómo entregar el mensaje a Richard, que tenía instrucciones de regresar a la posada de la calzada semanalmente para ver si Gerard tenía más información.

A Gerard lo vigilaban ahora día y noche, y el caballero creía saber bien quién era el responsable. No era Mina, sino el minotauro, Galdar.

Había descubierto demasiado tarde que el minotauro había escuchado a escondidas su conversación con Odila. Esa noche descubrió que Galdar lo tenía bajo vigilancia.

Fuera a donde fuera, estaba seguro de ver los cuernos del minotauro sobresaliendo por encima de la multitud. Cuando salió de su alojamiento encontró a algunos de los caballeros de Mina merodeando por la calle. Al día siguiente, uno de los hombres de su patrulla se puso misteriosamente enfermo y fue reemplazado. A Gerard no le cupo duda de que el sustituto era uno de los espías de Galdar.

La culpa era suya. Tendría que haber abandonado Solanthus días atrás en lugar de quedarse. Ahora no sólo se había puesto en peligro él mismo; también había hecho peligrar la propia misión que había ido a realizar.

Durante los dos días siguientes, Gerard siguió llevando a cabo sus tareas. Acudió al templo como siempre. No había visto a Odila desde el día que hablaron y se sobresaltó al verla de pie junto a Mina ese día. Odila recorrió con la mirada la multitud hasta dar con Gerard. Hizo un mínimo gesto, un leve movimiento con la mano. Cuando Mina se marchó y los suplicantes y curiosos se hubieron ido, Gerard se quedó remoloneando por allí, esperando.

Odila salió del templo. Sacudió levemente la cabeza, indicando que no debía hablar con ella, y pasó delante de él sin mirarlo.

—Ven al templo esta noche, una hora antes de medianoche —susurró mientras pasaba.

* * *

Gerard se quedó sentado en la cama, esperando que llegara la hora fijada por Odila. Mató el tiempo mirando con frustración el estuche de pergaminos que contenía el mensaje que debería estar en manos de sus superiores para entonces. El alojamiento de Gerard se hallaba en el mismo edificio que anteriormente había albergado a los Caballeros de Solamnia. Al principio le habían asignado una habitación ocupada por otros dos caballeros, pero había gastado parte del dinero de su paga en los caballeros negros para conseguir una habitación privada. En realidad era poco más que un cuarto de almacenaje sin ventanas localizado en el primer piso. Por el olor que persistía, se debía de haber utilizado para almacenar cebollas.

Impaciente, se alegró de salir de allí. Salió a la calle, e hizo un alto sólo el tiempo suficiente para atarse una bota y captar un atisbo de sombra saliendo de un portal cercano. Reanudó la marcha y escuchó el sonido de pisadas tras él.

Gerard sintió el impulso momentáneo de girar sobre sus talones bruscamente y hacer frente a la sombra. Contuvo el impulso y siguió caminando, directo hacia el templo. Entró en él y se sentó en un banco de piedra, en un rincón del edificio.

El templo estaba a oscuras salvo por cinco velas encendidas en el altar. Fuera, el cielo se había encapotado. Gerard percibió el olor de lluvia en el aire y, al cabo de unos instantes, las primeras gotas empezaron a caer. Esperaba que la sombra se empapara hasta los huesos.

Las llamas de las velas titilaron con un repentino golpe de aire provocado por la tormenta. Una figura con túnica entró al templo por una puerta que había al fondo. Se detuvo en el altar, toqueteó las velas un momento y después dio media vuelta y echó a andar por el pasillo. Gerard vio su silueta perfilada contra la luz de las velas, y aunque no distinguía su cara reconoció a Odila por su porte erguido y la postura ladeada de la cabeza.

La mujer se sentó y se deslizó más cerca de él. Gerard rebulló en el banco de piedra y se aproximó a su vez. Estaban los dos solos en el templo, pero hablaron en voz baja.

—Has de saber que me siguen —susurró.

Alarmada, Odila se giró para mirarlo. Su semblante estaba pálido en la penumbra. Sus ojos eran como sombras. Alargó la mano, tanteando en busca de la de Gerard, la encontró y la apretó con fuerza. Él se quedó estupefacto, tanto por el hecho de que la mujer buscara consuelo como porque su mano estuviera fría y temblara.

—Odila, ¿qué ocurre? —preguntó.

—He hecho averiguaciones sobre tu amigo hechicero, Palin —dijo con voz ahogada, como si le costase respirar—. Galdar me contó lo ocurrido.

Odila enderezó los hombros, se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

—¡Gerard, he sido una necia! ¡Una estúpida!

—Entonces ya somos dos —contestó el caballero mientras le daba palmaditas en la mano con torpeza.

La sintió ponerse tensa y temblar, sin hallar consuelo en su gesto. No parecía haber oído sus palabras. Cuando habló, su voz sonó apagada.

—Vine aquí con la esperanza de encontrar un dios que me guiara, que cuidara de mí, que me confortara. En cambio, he encontrado... —Se interrumpió y después dijo bruscamente—. Gerard, Palin está muerto.

—No me sorprende —admitió él con un suspiro—. No tenía buen aspecto...

—¡No, Gerard! —Odila sacudió la cabeza—. Estaba muerto cuando lo viste.

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