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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (21 page)

—Veo que hoy no tienes el día elocuente. En cualquier caso, no quería hablarte de eso —susurró aproximándose al médico—. ¿Recuerdas lo que hablamos ayer?

—¿Ayer?

—Sí, maestro, al anochecer... ¡el manuscrito!

—Shhhh —Ibn Sina le dirigió una mirada de reproche—. ¡En cuántas ocasiones me has oído que éste es un tema muy peligroso!

—Sólo quiero saber qué has decidido.

—Aún no lo he pensado. Cuando lo haga, te lo comunicaré —le advirtió con brusquedad.

—Como desees.

El-Jozjani le administró el tratamiento en silencio, entretanto el médico se dejaba hacer sin oponer resistencia. Luego salió de la tienda. Aquella había sido la última de muchas conversaciones alrededor del manuscrito que un día, poco antes de morir, le legó El-Massihi para que a partir de ese momento fuera él el guardián del secreto de Ibn Sina. El ayudante del médico se sentía impotente al no convencer a su maestro de la necesidad de liberar por fin el contenido del documento. Era exasperante la terquedad de este hombre.

Andaba aún en sus cavilaciones cuando se encontró fisgando tras los pliegues de la jaima a Hasan As-Sabbah, un jovencito de once años que acompañaba al médico con la docilidad de un cachorro desde hacía pocos meses.

—¿Qué haces ahí escondido pequeña serpiente? —A El-Jozjani no le agradaba aquel niño de ojos oscuros.

—Me había parecido ver una rata entrando en la tienda del maestro —aseguró As-Sabbah señalando hacia la ocre arena del desierto. A su espalda, centenares de tiendas del color del cielo temblaban empujadas por el viento.

—¿Una rata? —preguntó El-Jozjani con desconfianza—. Bastante rata tenemos contigo vagabundeando por aquí. ¿Has cumplido con tus cometidos de hoy?

—Sí, hermano. Ya atiborré a los camellos y llené los cubos.

—Entonces es hora de tu lección, jovencito —interrumpió Ibn Sina.

El médico intercambió una mirada cómplice con As-Sabbah y éste se precipitó a su lado.

—Me parece que Hasan y yo tenemos cosas que hacer, Abú Obeid. Continúa con tus labores, hermano, y que Alá te guarde —le deseó mientras sonreía al muchacho.

En las últimas semanas había cogido cariño a aquel rapaz. Para Ibn Sina suponía un inmenso placer enseñarle pues todo lo captaba con prontitud. Se interesaba sobre todo por la teología y la filosofía, y a veces pasaban horas discutiendo sobre el nacimiento del Islam y acerca de Mahoma y su familia.

El-Jozjani echó una última mirada al muchacho, hizo ademán de hablar y finalmente levantó las manos hacia el cielo en un gesto de desesperación. A continuación se dio la vuelta y se alejó en dirección a la tienda de curas mientras mascullaba entre dientes.

Ibn Sina soltó una sonora carcajada y sujetó As-Sabbah por la cabeza.

—No le hagas caso, Hasan. No ha descansado nada desde que empezó mi enfermedad y tiene los humores revueltos pero es un buen hombre y un buen hijo de Alá. Hablando de Alá, ¿has rezado?

—Sí, maestro.

—¿Las cinco veces?

—Las cinco —aseguró el niño con una risita tímida.

Maestro y alumno pasaron a la tienda. El médico acomodó sus posaderas sobre cojines y con una señal instó a su discípulo a coger la tabla de arcilla y el cálamo que había frente a él.

—Continuaremos donde lo dejamos ayer, ¿recuerdas, hijo, de qué conversábamos?

—Sí, maestro, ibas a explicarme la hermandad celestial.

—Conque la hermandad celestial, ¿no? Muy bien. Hasan, existe una hermandad más allá de la sanguínea, una hermandad que tiene por común un parentesco divino y cuyos miembros pueden contemplar las esencias verdaderas con la mirada de la visión interior. Pero...

El médico calló.

—¿Maestro?

—Tal vez aún no estés preparado para entenderlo.

—Maestro, no te aflijas por mi edad, hace tiempo que he comprendido que Alá ha dispuesto mi mente para que me sean desveladas las ciencias más ocultas en engrandecimiento de su nombre.

—Cuidado, Hasan, esa afirmación no es una revelación divina sino una demostración de orgullo, y el orgullo no es otra cosa que un signo demoníaco. A veces nos creemos distinguidos por la mano de Alá y perdemos la perspectiva.

El muchacho apretó el cálamo contra la tabla de arcilla y bajó la mirada, gesto que a Ibn Sina no le pasó desapercibido. No era la primera vez que Hasan rechazaba sus palabras. Tiempo habría de corregirlo, pensó.

En aquel instante la clase del médico se vio interrumpida por el retumbar de caballos al galope.

—Espera aquí, hijo.

Ibn Sina salió al umbral de su tienda en el momento en el que Alá El-Dawla desmontaba de un alazán de nívea piel. El emir se cubría con un vestido de seda de color esmeralda bordado con oro, topacios y amatistas, y un turbante verde marino. Del cuello le colgaba un medallón con una piedra de azabache, negra como una noche sin luna en el desierto de Dasht-e-kavir, y en su cintura refulgía un alfanje de plata con un rubí del tamaño de un dinar de oro engarzado en su empuñadura.

—Maestro, veo que por fin te has recuperado, ya incluso puedes caminar. Eso me alegra. —El príncipe reía abiertamente, acompañando el gesto con ademanes exagerados y propios de la suficiencia que concede la realeza.

—Espíritu Supremo, ¡qué placer disfrutar de vuestra compañía! Efectivamente, señor, como veis, ya me sostengo en pie sin la ayuda de mi buen amado El-Jozjani; sólo me restan por curar las heridas internas, las del alma, y esas únicamente sanarán cuando Alá me reclame a su lado.

—Alá es paciente, mi querido Abú Ak No le importará esperar un tiempo más para que mi familia y yo mismo podamos aún disponer de tus servicios.

—Quién sabe, Comendador de los Creyentes, las jornadas que restan por venir. Eso sólo lo conoce Alá, y Él, Majestad, es bastante parco en palabras.

—Sí..., sí... —El príncipe se despistó momentáneamente, aunque pronto volvió a su ser—. En fin, podríamos hablar de teología horas y horas, como hacíamos en Hamadhán en otros tiempos más felices, pero no he venido a eso. Tienes que prepararte, levantamos el campo mañana, antes del alba.

—¿Mañana? Me dijeron que las tropas del Gaznawí están a sólo dos jornadas de distancia, ¿es necesaria tanta urgencia?

—Veo que, aún confinado por tu enfermedad, sigues disponiendo de buena información —Ibn Sina fue a responder y el emir lo detuvo con un gesto—. Te advirtieron bien, maestro. He decidido adelantarme al perro turco, como aprendí de ti en nuestras batallas ante el tablero de ajedrez, debes anticipar los tres próximos movimientos del adversario.

—Parece que vuestra mollera no se ha secado de tanto guerrear. Haré los preparativos oportunos para partir antes de que el sol despierte, si Alá así lo quiere —dijo—. ¿Y cuál es el motivo real de vuestra visita?

—Ah, sabio maestro, tus ojos, aunque gastados, todavía ven más allá. Pasemos a tu tienda.

El médico apartó la muselina que colgaba de la entrada de la tienda e invitó a entrar al emir. Una vez en el interior, Ibn Sina pidió disculpas por el desorden, colocó varios cojines sobre una mullida alfombra de cabra de Ankora, sirvió humeante té en dos vasos colocados sobre una mesita baja de cerezo y esperó a que El-Dawla se acomodara. Después pareció recordar algo y echó un vistazo en derredor.

—¿Qué buscas maestro? —Preguntó el emir.

—Perdón, Espíritu Supremo. Mi joven discípulo, As-Sabbah, andaba por aquí hace un momento.

—¿As-Sabbah?

—El niño que encontramos malherido hace tres meses en una de vuestras incursiones.

—Ah, ya recuerdo. Me han dicho que habéis hecho migas. Ten cuidado, las malas hierbas suelen crecer mejor entre los cadáveres, y a éste lo encontramos en un campo de muerte.

—Contemplaré vuestro consejo en lo que vale —replicó Ibn Sina.

El emir se sintió molesto por un momento. Después cogió el vaso de té y bebió con calma, concediéndose tiempo.

—Como bien sabes, hace años que me acompaña en mis viajes Adham El-Salim. El viejo hechicero es capaz de vaticinar el futuro.

—Conozco a vuestro mago aunque no me satisface tal conocimiento. Quien se relaciona con los demonios está en peligro de sucumbir a ellos.

—No afiles la lengua con mi servidor, vieja rata. Ya sé que no intimáis, pero... —El emir se levantó de repente—. ¡Desde cuando el emir de Isfahán debe ofrecer explicaciones a un charlatán, aunque éste sea el mismísimo Alí Abú Ibn Sina!

—Disculpad este atrevimiento, mis años quizá han nublado mi entendimiento. —El médico se levantó con lentitud y miró a los ojos al emir—. Bien sabéis que siempre he cuidado de vuestra familia, permitidme pues que disienta de vuestro hechicero.

Alá El-Dawla suspiró y soltó una ruidosa carcajada.

—Tal vez hayas inhalado vapores de aceite de nenúfar en demasía.

Se sentó de nuevo y con una señal invitó al médico a que le imitara.

—Bien harías en respirar profundamente, deleitarte con los manjares que te procura mi casa y olvidar los recelos. Y, como no quiero desviarme de aquello que preocupa a mi mente no me interrumpas más, aunque entiendo que será difícil dominar tu lengua, ávida siempre de aire.

Ibn Sina asintió con la cabeza, cerró el puño derecho y se tocó los labios con los dedos índice y pulgar.

—Bien. Hace semanas que vengo preparando mi asalto definitivo a El—Gaznawí, para ello he estudiado su ejército, he desplazado espías aquí y allá, he recibido a soldados que participaron en las últimas contiendas con el turco. En fin, he hecho todo lo que en mi mano está para asegurar una victoria. Todo menos consultar con El-Salim: mi conversación con el mago la pospuse hasta hace dos días pues cuanto más cercano es el evento mejor suele ser su visión. Por tu cara deduzco que te asaltan miles de dudas y la principal será qué tienes tú que ver con todo esto. A eso iba; como nos enseña el Corán, no es dado repeler el mal sino a los que acostumbran a ser pacientes en la adversidad.

Ibn Sina ratificó la sentencia con un gesto.

—El-Salim me expuso una serie de directrices que no vienen al caso y que, en definitiva, me garantizan que saldremos ilesos de la batalla —aseguró el emir—. Incomprensiblemente, justo en el momento en el que nuestra sesión tocaba a su fin me retuvo para revelarme que existe un secreto muy importante... No, exactamente dijo: un secreto vital que guarda un poder inmenso para quien lo desvele. Y ese secreto está relacionado contigo, maestro. No sé de qué manera pero, según su visión, tú podrías ser el héroe de la
yihad
que me elevara hasta el trono del califato.

As-Sabbah permanecía oculto. Cuando la lección con su maestro fue interrumpida por los atronadores cascos, el muchacho no supo cómo responder. El estruendo de hoy era el mismo de meses atrás, de aquel otro de la turba de bandidos arrasando su poblado, pasando a cuchillo a hombres, mujeres y niños, perpetuando sobre la arena la infamia de la sangre y la saliva de los cadáveres, bramando sobre su cabeza, él escondido bajo el cuerpo de su madre agonizante. Era el ruido de la muerte, de una muerte que le horrorizaba.

Ese pavor volvió a su cabeza y el muchacho sólo acertó a esconderse en un arcón de mediano tamaño que Ibn Sina usaba para guardar sus libros. Allí, con las piernas dobladas ante su pecho, se mantuvo en silencio. Durante esos largos minutos sentía que el palpitar de su corazón y el temblequear de sus dientes podía oírse a un
farsakh
de distancia, después era el gorgoteo de su estómago, como el ronquido que precede a la tormenta, el que lo asustaba.

Pero aún dentro de aquel miedo a la soga del verdugo —sabía que si era encontrado en tales circunstancias le acusarían de espía—, no pudo evitar beber cada una de las palabras proferidas en aquella tienda. Sentía nacer nuevos sentimientos en su alma, ¿un secreto poder?, ¿mi maestro?, ¿el califato? De pronto un escorpión surgió entre los libros del arcón y se acercó al niño, que, sobrecogido por la presencia del bicho, lanzó un quejido sordo poco antes de taparse la boca en un gesto instintivo.

—¿Habéis sentido eso?

El emir y el médico aguardaron en silencio hasta convencerse de lo fortuito del ruido.

—Lo mejor será, Comendador de los Creyentes, que dejemos esta conversación para otro momento. La información que manejáis sería muy peligrosa en otras manos, ¿estáis de acuerdo?

—Así es. Esta noche acudirás a mi tienda para explicar sin ambages qué hay de cierto en la videncia de mi mago.

—Haré como habéis ordenado, mi señor —respondió el médico, acompañando sus palabras con una señal de asentimiento.

El emir salió, montó en su caballo y ordenó a sus acompañantes volver grupas y dirigirse hacia el grueso de las tiendas del lado sur del campamento para una inspección sorpresa.

Ibn Sina se quedó plantado ante su tienda con el rostro demacrado y un gesto fatalista en la mirada. Sabía que no podía dominar la voluntad de su señor. Si pretendía algo, se apoderaría de él destruyendo a quien osara enfrentarse. No tenía elección, debía huir lo antes posible sin alertar a los guardias y, sobre todo, sin dejar rastro alguno que pudiera ponerle en disposición de ser encontrado. Volvió a la tienda y se encontró con la mirada enardecida del niño, ¿cuánto tiempo había permanecido ahí?, ¿estuvo en todo momento en la tienda?, ¿habría oído las palabras del emir?

—Hasan, corre a buscar a El-Jozjani. Dile que tengo urgencia en verlo pero procura hablarle aparte, que nadie note tu presencia. Sé como una sombra más del desierto. —Lo miró un instante, ahora comprendía las protestas de su ayudante: tras su mirada se escondía algo insano—. ¡Corre, y cuando vuelvas, prepara los arreos de nuestros camellos con discreción! ¿A qué esperas? ¡Corre, por Alá!

El muchacho se apresuró camino de la tienda de curas. Su pulso se desbocaba por efecto del esfuerzo en tanto que su mente retomaba una y otra vez la conversación que acababa de escuchar, repitiéndose hasta casi marearlo el poderoso secreto. En su entendimiento de niño fantaseaba con pócimas mágicas que lo convertían en un general al mando de un ejército invencible o alfombras mágicas que surcaban el aire para llevar el nombre del Profeta a toda la humanidad. Nunca volvería a contarse entre los débiles.

Al llegar a la explanada donde se apiñaban las tiendas destinadas a los servicios para los soldados, se detuvo a coger aire. Después entró en la tienda. El-Jozjani se ocupaba de un soldado junto a otros dos sanadores más, en ese instante se oía un gran barullo a su alrededor.

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