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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (16 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—¿Qué ocurre?

—Hay mucha tranquilidad —apuntó el agente con suspicacia.

—¿Y eso es malo? Después de tantos sobresaltos, un poco de reposo nos vendrá bien para variar, ¿no crees?

—No es normal que apenas haya gente.

—Eres un paranoico —bromeó propinándole un pellizco cariñoso que desarmó al inspector y le plantó un beso cándido en la mejilla—. Estoy harta de huidas, ahora no podemos volvernos atrás. No tenemos más remedio que atracar donde nos han dicho, si es una trampa..., bueno, no creo que sea una trampa. La tormenta ha debido contribuir a su confusión, yo creo que nos merecemos un descanso. Venga... no te preocupes, seguro que todo sale bien —concluyó, dedicándole una ligera sonrisa al tiempo que posaba su mano izquierda en el hombro derecho de él y le daba unas palmaditas amistosas.

Los agentes desplazados al puerto se mantenían ocultos. Eagan había utilizado todos sus contactos para conseguir la colaboración necesaria sin levantar demasiadas sospechas. Ya había tenido la oportunidad de conocer telefónicamente a Lemaire, la comisaria francesa parecía estricta en su trabajo y hacía demasiadas preguntas, aunque el inglés estaba acostumbrado a tratar con estos amantes del trabajo, conocía a esa gente, él mismo había sido uno de ellos tiempo atrás, ahora poseía un estudio en Londres, casa en Brighton, frente a la playa, una pequeña embarcación para pescar los fines de semana y una abultada cartera de inversiones que le manejaban desde Liechtenstein. Ser fiel a los superiores no es rentable, pensaba sarcásticamente.

Los policías permanecían al acecho en la dársena. Según las órdenes recibidas, cuando el barco arribase debían abordarlo sin dilación, detener a sus tres ocupantes y enviarlos inmediatamente a París para desde allí trasladarlos a Londres. Todo estaba dispuesto para prenderlos antes de que comprendieran que los esperaban, sin embargo las horas transcurrían sin que ninguna embarcación de las características que les habían comunicado se acercara a puerto.

El yate atracó sin contratiempos en el muelle que le había asignado la Autoridad Portuaria de Santander. Jeff saltó a tierra, el siguiente paso era dirigirse a Madrid para desde allí volar a San Petersburgo, sería fácil, disponía de cheques de viaje al portador. Alex lo sacó de sus ensoñaciones. Era hora de estudiar qué hacer con Adrien, lo habían metido en un lío y aunque el marinero insistía en que todo saldría bien y les decía que no se preocuparan, era necesario buscar una solución para que no saliera malparado.

Pero antes, el inspector inglés la sujetó por los hombros y la miró a los ojos.

—Tenías razón.

—¿Qué?

—Era una buena idea hacerles creer que nos dirigíamos a Francia. La nota les habrá puesto sobre la pista equivocada.

Alex sonrió.

—Soy buena en esto, ¿verdad?

—La mejor —aseguró el policía.

Después se volvió hacia el marinero.

—Tienes que delatarnos —le dijo sin más preámbulos.

—¡Cómo delataras! No puedo hacerlo, ya os he dicho que me haré responsable.

—No seas estúpido. Jeff tiene razón —aseguró Alex con firmeza—. Lo que vas a hacer es delatarnos, aunque nos tienes que dar un margen de tiempo, uno o dos días. Con eso será suficiente. De hecho, cuando te pongas en contacto con la policía estaremos a miles de kilómetros de España, así que no tengas remordimientos. ¿De acuerdo?

—No quiero perjudicaros, quizá pueda...

—Escucha —interrumpió Jeff—, bordearás la costa, hazlo con cuidado para que no te detecten hasta que llegues al Canal. Una vez allí, te pones en contacto con la policía y les cuentas que has sido secuestrado.

—¡¿Secuestrado?!

—Secuestrado. Cuando te encuentren debes declarar que Jeff y yo te obligamos a ir hasta la costa francesa. De esa manera tú quedarás a salvo..., pero recuerda: tienes que asegurarte de que nadie te descubre.

—Me parece un buen plan aunque sigo pensando que no es necesario.

—¿Y nosotros? —Preguntó Alex dirigiéndose al agente.

—Nosotros..., buena pregunta, qué crees que podemos hacer sin poder acceder a nuestras cuentas.

—Déjate de numeritos, Jeff. No sé de ti lo bastante, pero conozco a los hombres lo suficiente para intuir lo que significa ese tono petulante.

—¿Y qué significa? —Interrogó el policía con sorna.

—Que ya tienes la solución, ¿me equivoco, inspector?

No se equivocaba. De hecho, la sonrisa del policía así se lo confirmó.

—De acuerdo, tienes razón, guardaba unos cheques de viaje en mi casa. Íbamos a hacer un viaje Lisa y yo con los niños, pero...

Alex puso su mano sobre el hombro de Jeff.

—Está bien, no tienes por qué decir más.

Poco después Jeff le dio un apretón de manos a Adrien y le dejó a solas con Alex. La joven trató de decir alguna frase ingeniosa para hacer la despedida menos fría pero sólo conseguía balbucear incoherencias, por lo que decidió guardar silencio. Adrien acercó sus labios, ella cerró los ojos y ofreció los suyos a la espera de recibir un beso húmedo y apasionado, sin embargo lo que obtuvo fue un roce ligero en la mejilla, apenas una caricia de los labios del muchacho, un casto y romántico beso con el que el joven largaba amarras. Alex, sorprendida, acertó a decir adiós quedamente y se encaminó hacia la salida con decisión.

El médico y Javier pasaron las tres noches siguientes en moteles mugrientos con sábanas tiesas y sin calefacción. Al agente le parecía apropiado dormir en lugares difíciles de rastrear por los británicos y por los árabes, el médico, sin embargo, apenas se atrevía a tocar nada cada noche, afortunadamente mantenía aún sus dos toallas, su neceser y algo de ropa; poco más se había salvado del accidente a las afueras de París. Pese a la insistencia del agente, el doctor Salvatierra accedía a regañadientes a dormir en esos hoteles nauseabundos. El viaje se hace pesado pero al menos es mejor que las horas en cuartos mal ventilados y con olor a lejía. Cada poco recordaba a Silvia y a David sintiendo una angustia que no rechazaba, de modo que durante la mayor parte de las horas mareaba sus pensamientos compadeciéndose de sí mismo sin llegar a exteriorizarlo del todo.

Para el médico todas las carreteras y todos los paisajes fueron el mismo siempre. El verde de la vegetación se travestía a medida que se desplazaban hacia el norte mudando de tonos más cálidos a más fríos conforme se internaban en el mapa, la nieve aún no se había retirado de las cumbres que bordeaban y la temperatura descendía hasta helarles pese a la calefacción del coche. Eso sí, los días con sus noches se sucedían sin incidentes, hecho que el doctor Salvatierra agradecía en su interior. De no ser así la herida no se hubiera cerrado y su cuerpo no se habría recuperado. Nada importaba más que llegar y llegar pronto.

A menos de un centenar de kilómetros de San Petersburgo el doctor Salvatierra recordó la última conversación con Silvia. No se dijeron nada trascendente ni siquiera hubo una despedida que pudiera evocar como algo especial, si la volvía a ver le diría cuánto la amaba y cuánto se había equivocado en los últimos cuatro años. Estaba seguro de ello, como también lo estaba de que después de localizar a Silvia reanudaría la búsqueda de su hijo. No tenía por qué haber abandonado. Las palabras del británico le alentaban a destapar una etapa de su vida muy dolorosa, aunque esta vez sería distinto, esta vez no se dejaría atrapar por los sentimientos negativos de los fracasos, esta vez sería más positivo, esta vez trataría de apoyarse en Silvia, no la dejaría de lado, no haría la guerra por su cuenta, esta vez no.

—Me gustaría confesarte una cosa antes de que..., antes de que esta historia se pueda embrollar más.

El médico volvió a la realidad.

—Cuando te hablé de mi primera misión y de sus consecuencias no te dije algo. Salí de aquel trabajo con el convencimiento de que jamás me implicaría personalmente en un caso...; créeme, voy a hacer lo posible por ayudarte a ti y a tu familia, confía en mí.

Al médico aquella revelación le pareció sincera. Quizá no se equivocaba con él al considerarle un buen chico, con todo aún habría que esperar, después de lo sucedido prefería no fiarse de nadie ciegamente, de ahí que tratara de evitar el tema.

—¿Y ese tatuaje?

—¿Este? —Javier se señaló el brazo—, pertenece a una época muy lejana y a un mundo en el que se me fue la olla un poco..., un poco no es decir demasiado, se me fue bastante. Menos mal que mi padre acudió a echarme una mano, sino quién sabe cómo hubiera acabado todo aquello.

El doctor Salvatierra pensó en su propio hijo y en la relación con él, y eso le provocó un destello traicionero y certero de desconsuelo, segundos más tarde se repuso y trató de mostrar una sonrisa.

—Llega antes, llega primero —leyó—, ¿qué buscabas con tanta prisa?

—No lo sé, la verdad es que no tengo ni idea, sólo quería ir rápido a donde fuera, como si en lugar de llegar lo que deseara fuese huir. Han pasado ya más de diez años y aún me acuerdo de esa angustia.

—Tal vez desertaras.

—¿Desertar?

—De ti mismo, quizá escapabas porque no entendías en qué te estabas convirtiendo. —Al médico le desconcertó su propia reflexión, en ese instante comprendió que no lo intentó lo suficiente con David.

¿Y si Silvia hubiera tenido razón todo este tiempo? La pregunta le llegó como un fogonazo imprevisto, como un elemento perturbador que no sabía dónde sepultar para no verse arrollado por un sentimiento de culpa que hasta ahora sólo le había rondado en momentos de desesperación, pero que en aquel lugar y momento se erigía en testigo y fiscal contra sí mismo. ¿Había empujado a David a marcharse? El doctor Salvatierra se asfixiaba, el aire que ocupaba el interior del
Lancia
no era suficiente para sus pulmones, abrió la ventanilla y aspiró ruidosamente unos segundos.

—¿Estás bien?

No contestó. Observó a su alrededor, era de noche, hacía calor, en aquellas noches de agosto en Madrid se pasa mal. Serían las doce, Silvia se frotaba las manos nerviosa, aunque David creaba problemas más a menudo de lo que podían soportar nunca llegaba más tarde de las diez, esa era una de las pocas normas que habían conseguido que respetara. Tampoco era normal que su móvil estuviese apagado. Silvia llamó a algunas madres, el médico no recordaba si fueron dos o tres, ninguno de sus hijos había coincidido con él en el instituto, ¡cómo podía ser! David no faltaba a clase, al menos que ellos supieran. El médico la quiso tranquilizar pero Silvia rechazó sus palabras de consuelo, había decidido que algo malo estaba ocurriendo y nada iba hacerla cambiar de opinión, a no ser que su hijo apareciera. Sin embargo no aparecía. Pasaban las tres de la madrugada cuando el médico sugirió que habría que pensar en llamar a la policía, se acercó al teléfono y tomó el auricular, la miró un momento, como buscando su permiso, y Silvia asintió con un gesto lento que se obligó a hacer.

La policía no pudo hacer mucho, qué iba a hacer. Es joven, está durmiendo en casa de un amigo y se ha olvidado de llamar, estará en alguna discoteca tomando una copa, ¿han tenido alguna discusión?, aparecerá en cuanto menos lo esperen, hasta las veinticuatro horas no podemos dictar orden de búsqueda. Al doctor Salvatierra las palabras de los agentes le transmitieron confianza, a Silvia, sin embargo, le parecían excusas para evitar la desmoralización, lo conocía bien, trabajó como voluntaria en los suburbios durante un tiempo. La droga mataba lentamente e inexorablemente cumplía con su objetivo, y cuando ocurría la familia de la víctima se regodeaba en su tragedia, no importaban los consejos de los psicólogos, eran sólo palabras vacías. Lo peor no fue la noche, tampoco la mañana siguiente, fueron los días sucesivos, la angustia de ver morir las horas sin que David regresara. En esos momentos Silvia se rompió como un juguete.

—¡Lo hiciste! ¡Tú lo hiciste!

Fueron los primeros reproches.

—¿Estás bien?, ¿doctor, estás bien?

El médico suspiró.

—Sí, perdona. Recordaba un momento desagradable de mi vida, y me preguntaba si yo podría haber cambiado las cosas.

Javier movió la cabeza a modo de reflexión.

—Todos podemos hacer algo siempre, lo que no podemos es cambiar el pasado.

Entraron en San Petersburgo. La ciudad se abría majestuosa ante ellos, los edificios dieciochescos impresionaron al médico hasta el punto de arrancarlo de sus reflexiones más tristes. Admiraba las líneas arquitectónicas sobrias del neoclasicismo, si bien fue el vivo colorido de los edificios de la Rusia más tradicional y el barroquismo palaciego lo que le entusiasmó. El coche se adentró por una calle empedrada de palacios de cuatro o cinco plantas, abrió la ventanilla y sacó la cabeza, la temperatura no era gélida, algo desabrida tal vez.

—Ya estamos aquí —acertó a decir Javier.

—Sí. —El doctor Salvatierra contestó como un autómata—. Es en la calle Malaya Morskaya.

—¿Cómo?

—Silvia alquiló un piso en la calle Malaya Morskaya al venir a Rusia.

—¿No será mejor ir directamente al laboratorio?

El médico no tenía ganas de discutir pero no estaba dispuesto a que nadie decidiera por él, lo había pensado durante los últimos días, en el viaje había tenido tiempo. Las largas horas pasadas en el vehículo le ofrecieron la oportunidad de reflexionar seriamente acerca de David, de Silvia y su vida.

—Yo iré a su casa, tú haz lo que quieras, no trabajas para mí.

Al joven le desconcertó la respuesta aunque prefirió no enzarzarse en una discusión.

—De acuerdo, iremos a ese piso.

El GPS del
Lancia
les guió por las calles de la periferia de San Petersburgo. La vivienda se encontraba entre los ríos Neva y Moika, en la zona histórica. El coche se detuvo delante de un edificio de cuatro alturas. Por sus formas, de líneas sobrias y corte neoclásico, parecía una antigua casa señorial del siglo XVIII; la fachada permanecía intacta mientras que su interior había sido reformado para albergar diminutos pisos de un dormitorio, dijo el médico. La crisis de 2009 arruinó a su propietario, quien no tuvo más remedio que vender lo poco que aún mantenía para reconvertir su antiguo palacio en un bloque de apartamentos, de esta manera sobrevivía con las rentas.

Entraron apresuradamente al inmueble. El portal, de techos inmensamente altos que alguna vez debieron soportar una enorme lámpara de araña con miles de cristalitos brillantes, era sucio y húmedo; al final se adivinaba el inicio de una escalera que seguramente en un tiempo soportó el paso de reyes y nobles, ahora no estaba alfombrada y el desgaste de la madera se percibía aquí y allá.

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