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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (6 page)

—No pretendían matarla. Únicamente usaron un aturdidor. Si hubieran querido, lo habrían hecho, se lo aseguro —advirtió con la vista puesta en el suelo del apartamento.

—¿Cómo lo sabe? Usted oculta algo…, y ahora que lo pienso, ¿qué hace aquí? ¿Cómo supo que me atacaban? ¿Quiénes eran? Usted podría formar parte..., usted podría ser... —La expresión de su rostro se había transfigurado, sus labios amoratados se cerraban en una mueca.

—Tranquila, tranquila Alex. Yo no sé más que usted pero distingo perfectamente los efectos de un aturdidor. En cuanto a mi presencia aquí se debe a su ausencia de la cafetería. ¿No recuerda nuestra cita? Al ver que no se presentaba, me inquieté y decidí acercarme.

—Disculpe mi angustia. —Una lágrima resbalaba por su mejilla izquierda. Llevó la taza a sus labios y dio un largo sorbo al té, dilatando deliberadamente el gesto—. Le aseguro que normalmente no me conduzco como una loca; debe concederme que estas últimas horas han sido muy extrañas.

—La entiendo. ¿Ahora podría explicarme por qué la he encontrado en el suelo?

—¿No vio nada?

—Cuando me presenté en su apartamento la puerta estaba entreabierta y usted en el suelo, es lo único que puedo contarle.

Alex rememoró la escena con los dos técnicos de la empresa de seguridad hasta el momento en el que se desmayó. El inspector tomaba notas y cuando lo consideró necesario reclamó una o dos aclaraciones sobre algún punto en concreto. Al acabar repitió, casi como un murmullo, dos o tres de las cuestiones que más le llamaban la atención.

Ella se mantenía expectante.

—Está claro que no pertenecen a la empresa de seguridad, aunque más vale que mañana me acerque a sus instalaciones.

Alex asintió. Le observaba con inquietud, sus ojos presagiaban algo turbio.

—Está bien, ¿me va a contar lo que sabe?

El inspector sonrió, su sonrisa era un gesto de defensa.

—Aún no sabemos nada.

—Usted se guarda algo.

—Quienes la agredieron no eran los mismos que hicieron el trabajo de esta mañana —Jeff pasó por alto la conversación con el comisario y la desaparición del expediente.

—¿Por qué?

—El trabajo de esta mañana era más burdo, se cargaron la alarma probablemente porque no sabrían piratearla. Estos eran unos profesionales. Me apuesto lo que quiera a que no encontramos ninguna huella ni restos de ADN.

Alex agachó la cabeza y se acarició el pelo de delante hacia atrás con ambas manos.

—¿Me está diciendo que no eran las mismas personas las que registraron mi apartamento por la mañana?

El inspector no dijo nada, si bien su silencio era suficiente respuesta.

—¡Esto es una locura!

Se levantó furiosa y comenzó a pasear por el salón. ¿Qué ocurre? Movía las manos en un movimiento crispado mientras daba vueltas de un lado a otro murmurando palabras sin sentido; el inspector la seguía con la mirada, era una respuesta habitual en situaciones de estrés, un tranquilizante y a dormir.

De repente, se giró y miró al policía.

—Esto demuestra que mi piso no lo han destrozado unos gamberros como usted pretendía.

—Bueno, sí..., parece que no han sido..., tiene que perdonarnos, la policía no es perfecta, ya sabe.

—Es igual. Ahora lo que hay que hacer es ponerse a trabajar en serio y averiguar quién está detrás de todo esto.

Alex había recobrado su calma, aunque se apretaba las manos una contra otra, era el único signo de debilidad que podía apreciarse. Jeff se sintió sorprendido por la fuerza que veía emanar de la joven. Hubo un tiempo, recordó, en que él también sentía ese poder. Tal vez no fuera tarde, pensaba cuando un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Procedía de la cocina.

—¿Hay alguien más en el piso?

—No, claro que no.

—Espere aquí un momento.

—¿Qué...?

—Guarde silencio. —El inspector se dirigió a la cocina con precaución al tiempo que desenfundaba una diminuta pistola.

Había sonado a cristales rotos, después un «crac crac», tal vez pisadas sobre los pedazos rotos. Se apretó contra la pared junto a la puerta de la cocina; cuando preparó el té tuvo tiempo de echar un vistazo, consistía en un pequeño rectángulo de unos cinco metros en el lado mayor y quizá unos dos y medio en el más corto, sólo existía una ventana, estaba en la pared norte de la habitación, a unos dos metros de altura, sin embargo no era lo suficientemente amplia para que pudiera acceder por ahí un adulto; un niño tal vez, pero un adulto no cabría.

El «crac crac» desapareció, las pisadas debían haber dejado atrás los cristales. Ahora oía un ruido débil y metálico, como unos golpecitos diminutos sobre las losas del suelo. Asomó la cabeza en un movimiento rápido y se ocultó. No había nadie. El sonido persistía. Volvió a echar una ojeada: nadie. Miró hacia el suelo y entonces lo descubrió: un diminuto robot con forma de insecto.

Esto roza ya el surrealismo. ¿Quién usa este tipo de artefactos? Y ¿por qué ella? ¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Quién es esta mujer? Se secó el sudor de la frente con la manga y suspiró. Tendría que averiguar muchas cosas esta noche. Lo mejor era detener el artilugio espía, de modo que esperó a que alcanzara el umbral de la puerta de la cocina y, en un único movimiento, lo agarró y le arrancó las dos antenas que emergían de su cabeza. Inmediatamente corrió hacia el salón.

—¿Sabe qué es esto? —El inspector lo levantaba ostensiblemente frente a su cara—. ¿Sabe qué diablos es?

Alex se sentía desconcertaba, desconocía qué era aquello que le ponía ante los ojos y tampoco entendía ese tono de reproche en el policía.

—Es un dispositivo espía. Sólo lo utiliza la inteligencia militar, o quizá algún grupo terrorista, pero poco más. ¿Quién es usted y qué está pasando aquí? ¿Quién la persigue?

—Esto es una locura. ¡Ya se lo he dicho! Trabajo en el Museo Británico, puede preguntar por mí. No tengo ni la más remota idea de lo que ocurre, ¡ni sé quiénes están detrás de todo esto! —Soltó un bufido y se sentó. Reaparecía su sensación de mareo.

—Cálmese. Entenderá que todo esto es muy raro, yo no puedo...

—¡No puede ¿qué?!

El policía calló.

—Todo esto es una pesadilla para mí, se lo aseguro. Hasta ahora he llevado una vida de lo más normal, jamás me he visto en una situación tan, ¿cómo llamarlo?, ¿desequilibrada? Créame Jeff, —Alex se acercó hasta él— créame, no tengo nada que ver con todo esto.

El inspector asintió con un gesto indeciso, luego firmemente.

—Está bien, la creo.

Alex le sonrió con una mirada de agradecimiento.

—En ese caso, lo mejor será que busque otro lugar donde dormir, en casa de alguna amiga o de un compañero de trabajo, quizá con algún novio o amante, no sé...

—No tengo donde ir. Ni familia ni amigos con la suficiente confianza para que me presten su cama. En cuanto a los compañeros, opinan de mí que soy demasiado fiera para acercarse, y ni tengo novio ni amantes. ¡¿Entendido?!

El policía fue a decir algo pero decidió que ella tenía razón, fue un comentario desafortunado y no merecía la pena ahondar en ello. Ahora lo acuciante era buscar otra solución.

—Puede venir a casa si quiere.

A ella le sorprendió su ofrecimiento y en un primer instante no supo cómo responder.

—¿No sería mejor ir a un hotel?

—Sí, si quiere que la encuentren en menos de diez minutos. ¿Cómo piensa identificarse? ¿Cómo pagará?

Alex mantenía un silencio tenso.

—Si han usado este artilugio, que vale una fortuna, podrán dar con usted en un hotel.

—De acuerdo, de acuerdo. Si sólo queda esa alternativa, iré a su casa, pero no querría causarle problemas.

—Vivo solo, así que no molestara a nadie más que a mí mismo

—Entonces se fijó en su anillo.

—¿Solo?

—¡Solo!, ¿alguna cuestión más o podemos irnos antes de que aparezcan más bichos de estos? —Después, sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta—. Coja lo imprescindible, una mochila será suficiente.

Durante el camino Alex se mantuvo en silencio. Estaba asustada, más asustada de lo que jamás había estado en su vida, y ni siquiera contaba con su padre para protegerla. El policía hizo algunas llamadas desde el móvil para averiguar de dónde procedía el robot, si bien poca información relevante consiguió. Fue construido en Inglaterra, lo utiliza el MI6 aunque se puede comprar con facilidad en el mercado negro, cualquiera podría haberlo enviado. No significaba más que un callejón sin salida.

—¿Su padre?

—¿Mi padre qué?

—Me dijo que trabaja en el extranjero y no sé mucho más de él.

—Es filólogo especializado en lenguas muertas, y vive en San Petersburgo desde hace dos años, poco más le puedo contar.

El inspector miraba de vez en cuando por el retrovisor.

—¿Y qué hace en Rusia?

—No me ha explicado mucho de su trabajo. —Brian Anderson, el padre de Alex, viajaba frecuentemente por todo el mundo para analizar jeroglíficos y lenguas que pocos podían comprender. A Alex le encantaba su pasión por el pasado, una pasión que había intentado transmitirle a ella desde muy pequeña. A veces aprovechaba las vacaciones de verano para llevarla a países exóticos como Egipto, Turquía o la India—. Ahora que lo pienso, en estos dos últimos años no me ha explicado absolutamente nada de su investigación.

—Quizá no lo considere interesante o tal vez no se haya dado el caso.

Alex le contempló con los ojos enrojecidos. Ya sobrellevaba a duras penas su cansancio.

—No, no es eso. —Hizo un esfuerzo de memoria y trató de recordar los encuentros de ambos desde que él se marchara a San Petersburgo. En todo este tiempo le había preguntado en varias ocasiones por el trabajo, y él siempre consiguió desviar la cuestión. No se había dado cuenta, ahora veía claro que mantuvo ocultos los detalles de su investigación—. Algo no encaja.

—Tal vez pueda residir ahí la causa de lo que sucede.

—¡Es una idea absurda! Espero que no pierda un segundo en ella —le cortó Alex.

—No se altere. No digo que su padre sea responsable de estos incidentes, aunque no perdemos nada si nos ponemos en contacto con él.

Alex presentía que no andaba lejos de la verdad, sin embargo no estaba dispuesta a aceptarlo. Cruzó los brazos y desvió la mirada hacia la calle. El coche desfilaba ante unas casas de dos plantas de ladrillo rojo y techo a dos aguas, con jardín y garaje, circulaba en ese momento por una urbanización de viviendas unifamiliares a las afueras de Londres. Para no estar casado el inspector vivía en una zona muy familiar. Las farolas alumbraban las aceras solitarias, la mayoría de las ventanas permanecían iluminadas, aún era temprano.

Llegaron a casa de Jeff en unos minutos. El policía le mostró el baño y la habitación donde ella dormiría, a continuación la dejó en la cocina. Allí Alex descubrió algo de pan, un par de lonchas de bacón y un huevo duro, además de varias botellas de cerveza. Aquella magra cantidad le confundía aún más, ¿acaso se había divorciado? Se sentó en un banco alto de madera y comió con voracidad, apenas había probado bocado desde el día antes.

Jeff regresó después de haberse dado una ducha y cogió dos cervezas. Ninguno de los dos trató de iniciar una conversación, el policía le deseó buenas noches y se marchó a su cuarto, y ella, acabado el sándwich, se aseó en el baño y se dirigió a la habitación que le había mostrado Jeff. Era un cuarto con dos camas y fotos en las paredes de una niña y un niño, de unos ocho o diez años. A los pies de las camas se topó con una pizarra con la frase
Papá te quiero
y una caja rectangular, supuso que para los juguetes. Aquella habitación creada para ser ocupada por niños parecía un santuario vacío. Se acostó en la cama más cercana a la puerta sin quitarse la ropa, la almohada olía a colonia infantil, y enseguida se durmió.

El inspector daba vueltas en su cama. Hacía calor para la estación, se destapó y echó una ojeada al reloj de la mesilla de noche: las dos. Ya parecía una costumbre resistirse al sueño hasta bien entrada la madrugada, sería mejor levantarse y tomar algo fresco, luego trataría de dormir. ¿Cómo se había metido en este lío? Hacía meses que se dejaba remolcar por sus piernas hasta la comisaría sin poner el menor interés en nada, hoy, sin embargo, esta historia le atrapaba... Se sentó en la cama y buscó a tientas las zapatillas, tirando las dos botellas de cerveza que había arrojado al suelo después de vaciar su contenido en un par de tragos. El ruido quedó amortiguado por la moqueta.

Abrió un armario de la cocina y agarró una botella medio vacía de
Jack Daniel's,
cuando vivía con su mujer y sus hijos no guardaba en casa ni gota de alcohol, ni siquiera para celebraciones. Se llevó la botella a los labios y un golpe sordo le interrumpió. ¿Alex? No podía ser, el ruido procedía del jardín. Apagó la luz de la cocina, se acercó a una ventana y apartó unos centímetros la cortina, las dos farolas más cercanas a la casa no estaban encendidas. Maldijo, se hallaban en perfectas condiciones cuando aparcaron el coche. Desde donde se encontraba no podía divisar la puerta trasera, se acercó a otra ventana y echó un vistazo; una sombra se interpuso entre él y la luna.

Capítulo II

El doctor Salvatierra se desabrochó el reloj de pulsera, lo soltó sobre el mármol del lavabo y metió las manos bajo el agua. Estaba fría, más fría que en Madrid, aunque la sensación de frescura le venía bien. Se mojó la cara y la nuca, cogió una toalla y se secó con cuidado. ¿Qué hora era? Las seis y veinte. Habían transcurrido cuatro horas desde el incidente con los árabes, sin embargo parecían mil años. En esas cuatro horas estuvo a punto de morir en dos ocasiones, ¿qué sería lo próximo? Se sentó en el filo de la bañera, estaba derrotado, y recordó a Javier. Sin él no lo habría conseguido. Fue una suerte su ocurrencia, levantarse y echar a correr de aquellos hombres les salvó a ambos. El médico pensó en ello detenidamente. El joven supo ser valiente, atrajo su atención y les obligó a perseguirle, desde luego, comprendió, pudieron emplear sus pistolas, aunque no lo hicieron.

Hizo memoria. Las imágenes del momento se volvían confusas. Primero Javier huyó, después le siguieron los dos árabes y, por último, un coche irrumpió en la calle a toda velocidad con unos individuos, concretamente tres, que también portaban armas. El médico no presenció todo el espectáculo, luego lo tuvo que ir reconstruyendo como un pequeño rompecabezas, con piezas de aquí y de allá, propias o de Javier, que le relató aquello que se perdió desde su escondite.

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