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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (15 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Deje que me encargue. Usted sígame el juego y saldremos rumbo a España.

Jeff asintió y la escoltó hasta el interior del inmueble sin imaginar qué iban a hacer allí.

Alex rememoró aquella fiesta donde conoció a Charles Rodson, el propietario de las salas de masajes Rodson. Durante un par de horas estuvo tonteando con él aunque al final se llevó a la cama a un chico más joven, que a la sazón formaba parte de la tripulación; Rodson era un nuevo rico y, como tal, no hacía más que presumir de sus posesiones, entre ellas un yate de treinta metros de eslora que permanecía atracado todo el año en el muelle del que habían partido, es más, al despedirse, en un último intento de ligársela, le dijo con un pretendido gesto enigmático que su puerta siempre estaría abierta en el número cuarenta y uno.

—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien? —La identificación de Jeff les sirvió para acceder al embarcadero sin problemas, con todo eso no sería suficiente para subir al barco.

—No hay nadie.

Alex hizo caso omiso e insistió, luego miró a un lado y a otro y puso un pie en la pasarela, contuvo la respiración un segundo y saltó a la cubierta con decisión. A Jeff no se le ocurrió qué hacer, ya empezaba a acostumbrarse a las contradicciones del carácter de Alex, a veces implorando ayuda a veces arriesgándose a todo sin pedir permiso, de modo que permaneció en el pantalán a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Ella había decidido que no iba a esperar una segunda invitación, ya la habían invitado meses antes, ¿no? Pues ahí estaba. Se acercó a la cabina de mando, ¿cómo funcionarían todos aquellos botones?, y de repente intuyó más que oyó una voz, era apenas un murmullo, parecía que alguien cantaba y el sonido provenía de bajo la cubierta. Miró a Jeff y éste le hizo una señal de interrogación, desde dónde estaba no podía percibir ese sonido. Alex se mantuvo atenta a esa cancioncilla pegadiza, ¿dónde la había oído antes?, una cancioncilla que se acercaba peligrosamente. U nos segundos más tarde un muchacho musculoso, pelirrojo y con la cara llena de pecas, emergía de las profundidades del barco canturreando.

Eagan observaba el mapa de la mesa de operaciones. Su ayudante pulsó la pantalla en busca de alguna pista acerca de los fugitivos; apenas podía contener su irritabilidad conforme transcurrían las horas y no obtenía resultados. Tecleó sobre la pantalla unos números, el mapa se redujo a la mitad y en la otra mitad apareció el expediente de Alex; cuentas de banco, tarjetas de crédito, informes médicos, vida laboral, vida social, todo estaba a su alcance. Había leído decenas de veces esos archivos, debía existir algo que les indicara dónde buscar. Quizá merecía repasarlo de nuevo, estaba hojeando algunos de los informes cuando sonó el móvil.

—Dime Gabriel.

—Lo hemos perdido.

—¿Cómo? ¿Pero qué...?

—El médico tiene ayuda profesional.

—¿Quiénes?

—Creemos que el CNI español.

—Esto se complica aún más.

—Debemos ser nosotros los primeros en llegar. No hay más remedio. ¿Cómo va tu parte de la operación? ¿Los has encontrado?

Eagan desvió la mirada al documento que leía en el momento en que recibió la llamada del director del MI6.

—Estoy en ello, de hecho... me parece que he tropezado con una pista. Discúlpame, Gabriel. Tengo que comprobar una cosa, luego hablamos.

Leyó con interés el documento, cómo no se había dado cuenta antes, ahí podría estar la clave. Anderson asistió a una fiesta en Plymouth en agosto y conoció a un empresario, un tal Charles Rodson, que dispone de yate propio allí mismo, en un embarcadero de Custom House Lane.

—¿Tenemos a un equipo en el puerto de Plymouth? Su ayudante tecleó en la pantalla.

—Sí.

—Lo quiero en dos minutos en este club náutico —dijo señalando el mapa de la mesa de operaciones.

Alex charlaba animadamente con el marinero en la cubierta del barco. Había sido una suerte, se trataba del joven con el que compartió cama después de aquella fiesta en agosto. Adrien, que así se llamaba, le sonreía abiertamente; desde luego no le disgustaba que estuviera allí. Jeff permanecía unos metros atrás, como si intuyera que molestaba.

—Te ves muy bien..., ya no recordaba esos imponentes músculos —manifestó mientras deslizaba la palma de su mano derecha por los abdominales del marinero.

Jeff se sentó en la borda.

—Bueno, bueno, Adrien. Conque trabajando para el señor Robson. Qué pequeño es el mundo. Quién me iba a decir hace unos meses que tendría la oportunidad de viajar contigo.

Sus miradas cómplices les descubrían. El policía comprendió que algo había ocurrido entre ellos en algún momento anterior, él era más joven, desde luego, pero qué importaba la edad. Sonrió imaginándoselos en la cama, seguramente disfrutaba de éxito entre las mujeres, esos músculos y ese pelo rizado, pensaba Jeff, constituían un polo de atracción para las féminas. Para él hacía tiempo de aquello, ya no le interesaba, su matrimonio fue feliz, doce años perfectos que acabaron en la basura, se decía.

—¿Tiene un bolígrafo? —Jeff tardó unos segundos en comprender que se dirigía a él.

—¿Para qué…? Es igual —introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una pequeña libreta y un bolígrafo—. ¿Quiere también papel?

Alex asintió desde lejos.

Un rato después la inglesa ya le había expuesto a Adrien la mayor parte de su historia, en realidad sólo aquello que intuyó no lo asustaría. Tampoco deseaba complicarle la vida, era mejor una mentira a medias. Al marinero no le importó lo que les hubiera ocurrido, ni siquiera trató de indagar ante las explicaciones de Alex, era joven y aquel trabajo suponía un pasatiempo, qué más da si lo despedían. En tres años había trabajado en nueve lugares distintos, la mayoría de las veces en empleos relacionados con el mar, y todos habían acabado por aburrirle de una manera u otra.

—Cuanto menos sepas, más seguro estarás de no verte en problemas.

Adrien consintió dando por zanjada la cuestión aunque Jeff no estaba de acuerdo.

—Se merece la verdad sin subterfugios. Cuéntele por qué estamos aquí.

—No hay mucho de lo que hablar y tampoco tiene ninguna necesidad de saber más de lo que ya sabe.

—Ahora está metido hasta el cuello, como yo.

En ese instante, se volvió hacia el agente con una mirada de reproche. Sabía que la acompañaba voluntariamente, que se había metido en aquel lío con total libertad y arriesgando su carrera y su vida, y aún así le dolía que se lo echara en cara. Al fin, suspiró y comenzó a hablar cuando un ruido en la popa vino a interrumpir sus palabras.

Los agentes destacados en Plymouth accedieron al embarcadero y se dirigieron, con las armas desenfundadas, hacia los barcos atracados. Inspeccionaban uno por uno los muelles intentando mantener el máximo sigilo posible; pasados los veinte primeros números, Eagan, impaciente, demandó un informe de la situación, el jefe de grupo le susurró por el micro que hasta el momento no había rastro alguno de los fugitivos. Salvo algún curioso a las puertas del club marítimo, el resto del puerto deportivo aparecía desierto. Ahora alcanzaban la zona central de la dársena, donde se encontraban los atraques veinticuatro a cuarenta y dos.

Uno de los agentes percibió movimiento en uno de los barcos, tres personas, sacó unos diminutos prismáticos y comprobó que se trataba de una mujer y dos hombres: la mujer de unos cuarenta años, rubia, con poca ropa, un hombre de mediana edad y un joven de menos de treinta años, con brazos musculosos y pelo rizado. Emitió dos silbidos cortos mientras señalaba hacia la embarcación y el resto de agentes siguieron la dirección de su dedo hasta ver a los tres ocupantes del yate. Las instrucciones del comisario eran muy claras: debían ser detenidos los dos prófugos y cualquiera que los acompañara, los quería vivos, heridos admisible, muertos de ninguna manera.

Los agentes avanzaron unos pasos con el punto de mira localizado en los ocupantes del barco. Aún no era de noche pero las nubes oscurecían el día lo bastante como para facilitarles un acercamiento discreto. Dos miembros del equipo se deslizaron por la popa, las tres personas que ocupaban el barco estaban en la proa.

Todo sucedió muy rápido. Los agentes irrumpieron en la cubierta y saltaron sobre los dos hombres mientras la mujer chillaba de forma histérica, los esposaron a los tres y los sacaron del yate a empujones camino de la salida. En Londres Eagan no pudo evitar una sonrisa triunfal.

El viento salado les abofeteaba la cara. A veinticinco nudos, el barco casi volaba sobre las olas. Alex se sentía contenta lejos de Inglaterra y de los policías que la buscaban, se estiró sobre una hamaca y se cubrió con una manta que le había prestado Adrien. Disponía de unas horas para descansar mientras alcanzaban la costa europea, era tiempo suficiente para reflexionar acerca de lo que les estaba ocurriendo. ¿Qué pretendían? Tal vez no debía pensar más en ello, su padre sabría cómo arreglar la situación, no era la primera vez que se encontraba en problemas; en Egipto, rememoró, fue necesaria la ayuda de las autoridades británicas, todavía podía recordar aquel incidente con el gobierno egipcio. Toda la vida rebuscando entre papeles viejos, ¿por qué le apasionaba tanto? Confiaba en que aún estuviera a salvo, si le hubiese pasado algo malo...

Jeff subió a cubierta.

—Hace frío, ¿por qué no entra?

—Necesito pensar.

El policía asintió.

—¿Está bien?

Alex no sabía qué responder, finalmente sonrió.

—No se preocupe, ya se me pasará.

El inspector hizo amago de volver a desaparecer bajo cubierta.

—Una cosa Jeff.

El policía se detuvo.

—Tuteémonos por favor.

La madrugada sorprendió a Eagan frente a la mesa de operaciones. Aquellos pobres ilusos que detuvieron eran tres alemanes de vacaciones, la operación había sido un enorme fracaso. Además, apenas despuntase el día, debía pedir disculpas al embajador, no podían ir peor las cosas. Tomó un sorbo del café que le había servido su ayudante y dejó la taza sobre la pantalla, ¿ahora qué?, se lamentó.

Alex y Jeff dormían en el pequeño camarote del yate mientras Adrien hacía guardia arriba, en la cabina de mando. Poco a poco la noche se había ido tornando más violenta, las nubes que horas antes cerraban el firmamento ahora también arrojaban una furiosa tormenta de agua y viento. El oleaje rompía contra el casco, amenazando la integridad del barco en cada arremetida.

De pronto Alex despertó. El movimiento del mar la asustaba, se sentía diminuta, insignificante, ante la fuerza del mar embravecido. Espabiló a Jeff y le pidió que subiera a cubierta, Adrien podría necesitar una mano. Arriba el mundo se había vuelto azul, azul oscuro, azul intenso, el cielo y el océano se confundían, intercambiaban sus papeles, a veces arriba, a veces abajo, todo quedaba emborronado por una neblina acuosa que se les formaba en las pestañas, se les metía en los ojos, les chorreaba por la cara. En ese desorden no había tiempo para pensar, no existían los segundos, los minutos, las horas, sólo la supervivencia era importante. En el camarote Alex esperaba agarrada al camastro, se aferraba con manos y pies, con los dedos agarrotados por el dolor, con el cuerpo contusionado a golpes.

Las olas se habían convertido en muros imposibles de franquear y los sonidos del mundo se ahogaban en el rugido de la tormenta, una tormenta de toneladas de agua salada que los zarandeaba como a minúsculas maracas y tensaba y destensaba la fibra reluciente del barco, haciéndola crujir en cada torsión. Parecía que todas las aguas del mundo se hubieran concentrado en ese punto del globo con el fin de hundir el yate de Robson, y éste a duras penas aguantaba el combate sin partirse en dos y, lo más importante, sin que sus ocupantes salieran despedidos en uno de esos coletazos que de vez en cuando les procuraba el mar para completar el trabajo que hacían, arriba, las nubes y el viento.

Las horas fueron pasando y la mañana llegó con dificultad, la oscuridad dio paso a un cielo azul negruzco que más tarde suavizó su color al filtrar los rayos de un sol apagado que trataba de ganar intensidad sin demasiados resultados.

Ninguno de los tres recuerda cuánto tiempo duró la tempestad, sólo que desapareció tal como vino. De un minuto a otro dejaron de sufrir los topetazos de las olas contra la borda y el silencio se apoderó del barco. El océano se mantuvo picado bajo sus pies pero comparado con la montaña rusa que acababan de vivir, apenas sentían el movimiento. Doloridos, magullados, alguno con el estómago al revés, se reunieron en el puente de mando, debían regresar a su rumbo.

—Señor, el Servicio de Inteligencia ha respondido que sin orden judicial no podemos usar el satélite —dijo de corrido el ayudante del comisario, temiendo la reacción de su jefe.

—De acuerdo.

La neutra contestación de Eagan extrañó a su subordinado, que dejó escapar una sorda exclamación al no oír los gritos e insultos a los que se había habituado desde que trabajaba para el comisario. Éste sonrió ante su perplejidad y le aconsejó que no se preocupara por el satélite.

—Estaremos en el muelle, sé hacia dónde se dirigen —sentenció con una mirada enigmática.

Su ayudante lo miró con vacilación y el comisario soltó una carcajada.

—Es una nota con el teléfono de un amigo de Anderson que vive en París. —Le mostró una imagen del ordenador—. Se le debió caer del bolso. Afortunadamente el equipo la encontró a tiempo.

Alex descansaba en la cubierta de proa y Adrien y Jeff acababan los preparativos para la aproximación. El puerto ya se veía a tiro de piedra, en diez minutos entrarían por la bocana y se dirigirían al atraque que les habían asignado desde la torre de control portuaria. El sol le lamía tímidamente el costado izquierdo, le agradaba esa sensación de calor, sobre todo después de haberse tragado medio océano en una desdichada travesía. Se recostó, colocó las manos tras su nuca y cerró los ojos para disfrutar de ese momento de paz, era como si lo que le había ocurrido en las últimas setenta y dos horas se hubiera esfumado, como si hubiese formado parte de un mal sueño que olvidó al despertar.

—Alex, ¿puedes venir un momento? —gritó Jeff desde el puente de mando.

Se levantó con desgana y se arrastró hasta la cabina en un completo desinterés por nada que no fuera volver al lugar que abandonaba, para dejar que el sol calentara su piel y su alma despacito, sin premuras, con todo el tiempo del mundo por delante. Al menos, ese hubiera sido su anhelo en otras circunstancias.

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