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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (19 page)

Hablar de su profesión le hacía bien, olvidaba momentáneamente el calvario que atravesaba y relegaba a un segundo plano los hechos a los que se estaba enfrentando.

—Mmmm... O sea, que las habladurías y las acusaciones sin fundamento estarán a la orden del día, sobre todo si el científico, o la científica, en cuestión es más capaz que el resto.

—Sin ir más lejos, en el pasado Silvia se ha enfrentado a recriminaciones por... Un momento, ¿qué quieres decir?

—Nada doctor, pero si tú mismo afirmas que Silvia ha sido acusada falsamente en ocasiones anteriores..., tal vez podríamos concederle un margen de confianza, ¿no crees?

El médico guardó silencio. Mientras Javier lo observaba, se sentó en el sofá y mantuvo su mutismo anterior. Las imputaciones de Snelling eran evidentes y al mismo tiempo muy dolorosas, no deseaba pensar que era culpable, sin embargo, las pruebas parecían irrefutables. ¿Cómo rebatirlas si las imágenes están ahí, al alcance de cualquiera? En ese momento su olfato percibió el olor que desprendía su mujer desde hacía veinte años, a sus pies un frasco volcado permitía que el perfume escapara. Realmente no comprendía cómo no se había dado cuenta antes. Era una fragancia juvenil que olía a limón con un toque de canela, una fragancia intensa y a la vez fresca que siempre la había acompañado. Casi podría decirse que era su tarjeta de visita. A veces podía adivinar su presencia tan sólo por su aroma. Ahora el perfume únicamente despertaba un recuerdo, un recuerdo de ella frente al espejo, coqueta, las gafas sobre la mesilla, pintándose los labios, sonriendo tímidamente al saberse observada, descubriendo sus hombros rebosantes de diminutas pecas.

La memoria es un bicho dañino que se va abriendo paso a voluntad, aferrándose al pasado como el látigo abraza la espalda del torturado. Al menos así le parecía al doctor, que se debatía entre abandonarse a los recuerdos de un tiempo perdido y llorar desconsoladamente o agarrarse a los resquicios de unos argumentos endebles para repudia las acusaciones vertidas contra su esposa.

—Si las imputaciones fuesen falsas, ¿qué tendríamos que hacer —preguntó con voz débil.

El agente se acercó y lo abrazó.

—Tranquilo, todo irá bien, confía en mí. Seguro que juntos encontramos las respuestas —aseguró mientras ambos seguían unido en un abrazo paterno-filial en el que el médico dejó desbordar sus lágrimas, tantas horas contenidas.

Una vez que el médico se hubo tranquilizado, Javier le hizo ver que ambos poseían una ventaja extraordinaria a la hora de investigar e apartamento: el conocimiento del médico sobre su mujer. Esa podría constituir la diferencia entre el éxito y el fracaso. El médico no comprendía qué quería decir.

—Debes mantenerte atento, los ingleses han inspeccionado el apartamento y no han dado con nada, ahora es nuestro turno.

Le dijo que estudiara cada objeto preguntándose si lo había visto alguna vez, si podría pertenecer a Silvia o no le cuadraba que estuviera allí, si su esposa sentía un cariño especial por el mismo, si voluntariamente se hubiera desprendido de él.... El doctor escuchó las breves instrucciones del agente y, una vez acabadas éstas, sacó un pañuelo después se limpió las manos, se sonó la nariz —el frío del Báltico hacía mella ya en sus mucosas nasales— y se dirigió al pequeño
office
del piso.

Quizá será mejor comenzar por la cocina. Era la habitación me nos usada por Silvia, que aborrecía cocinar, de modo que su labor detectivesca sería más sencilla si emprendían su cometido por un lugar en el que apenas se notara su paso.

Javier lo seguía a la zaga, complementando el conocimiento que poseía el médico acerca de su mujer con la instrucción que le había brindado en el CNI durante sus años de academia y la experiencia proporcionada por su trabajo.

Ambos parecían dos islas a la deriva, cada uno en un mundo particular deteniendo la mirada con ojos escrutadores en cada posible rastro. Después de dos horas no habían desentrañado ninguna pista acerca de la desaparición de Silvia. Cuando llegaron al dormitorio ya perdían la esperanza.

—¿Ahora qué hacemos?, no hay más habitaciones que ésta. Si aquí no encontramos nada, no dispondremos de ninguna señal ni de su paradero ni de su inocencia o culpabilidad. Volveremos a estar en un callejón sin salida.

Javier no respondió. El médico tenía razón pero sería inútil ahondar en su desolación.

—Te adelanto que aquí no vamos a encontrar nada. Prácticamente no dormía en el apartamento, pasaba la mayor parte del tiempo en los laboratorios —insistió el doctor.

—Tal vez, aunque no está de más echar un vistazo como hemos hecho con el resto. Quién sabe, en cualquier momento podemos encontrarnos ante un indicio de algo... No tenemos nada que perder.

El médico hizo un gesto desalentador con la cabeza y prosiguió sin ánimos. Observó el cobertor, rebuscó bajo la cama, abrió los cajones, algo de ropa interior y dos pijamas, y los armarios, algunos vestidos, una cazadora, un par de pantalones y unos pocos jerseys, todos de colores variados y estilo funcional, como le gustaba a Silvia. Se sentó en la cama abatido, reconocía a su mujer en sus prendas y aquello lo angustió.

—No se ha llevado la ropa, no es normal—admitió Javier.

El médico acogió la afirmación con una mezcla de sentimientos contradictorios. Si la ropa continúa en el apartamento posiblemente no se haya marchado por su voluntad, y eso era bueno pues alejaba la posibilidad de que fuera culpable. Pero al mismo tiempo significaba que estaba en peligro.

—¿Y eso qué es? —Agregó Javier mientras señalaba hacia un cuadro digital en 3D colgado de la pared.

—Es 55 Cancri —aclaró el médico.

El agente miró con extrañeza al doctor Salvatierra y encogió los hombros como si no entendiera a qué demonios se refería.

—Es un sistema planetario extrasolar —explicó el doctor—, se lo regalé en algún cumpleaños... ¿o fue en un aniversario de nuestra boda?..., tanto da... Lo compré en una feria de París. Silvia era... es... una enamorada de la astronomía, siempre dice que si no hubiera hecho químicas, habría estudiado astronomía. Cree que en este campo no se agotarán nunca las posibilidades para la investigación.

Javier contemplaba el cuadro, con seis planetas —uno de ellos de dimensiones considerables— girando en perpetuo movimiento alrededor de una estrella.

—Es un sistema binario... Ves aquí, éste que parece un enorme planeta es en realidad la segunda estrella, una enana roja. El resto son planetas..., concretamente cinco... —El médico continuó observando el elíptico desplazamiento de los planetas, cuando una sensación se le coló repentinamente—. El caso es que no debería estar aquí...

—¿Cómo?

—Desde que se lo regalé, Silvia lo ha llevado siempre consigo en sus investigaciones, aunque lo coloca en el laboratorio...

—¿En el laboratorio? —Repitió Javier casi como un eco de las palabras del médico.

—No permiten objetos personales en los laboratorios porque por ellos pasan empleados de diverso pelaje y procedencia. Así que Silvia pensó que un cuadro digital de un sistema planetario podía considerarse un objeto de decoración de las propias instalaciones, y no una propiedad personal, aunque para ella sí lo fuera —indicó—. Empezó metiéndolo de rondón en el primer laboratorio y nadie se dio cuenta..., desde entonces lo cuelga en su lugar de trabajo...

El agente oyó las últimas explicaciones de su compañero sin interés. No parecía que fuesen a obtener algo de ello.

—Pero no puede ser...

—¿No puede ser qué? —Preguntó Javier.

—No puede ser —insistió—. Los cinco planetas de la imagen no están ordenados de la forma adecuada. El «b» está después que el «d», el «f» está antes que el «e»... Es un sinsentido.

Ambos se quedaron observando el cuadro. Por la mente de Javier pasó una idea.

—¿Se puede cambiar el orden?

—No lo sé, creo que no... Desde luego si es posible, ni el vendedor ni Silvia me explicaron cómo.

Javier retiró el cuadro de la pared con la imagen de los planetas girando en sus manos y lo colocó sobre la cama para examinarlo con minuciosidad. Siempre se le habían dado bien toda clase de chismes informáticos, de hecho fue el primero de su promoción en ingeniería biomecánica. Buscó algún tipo de conector en el marco, pero no existía nada parecido a un interruptor. Trasteó la imagen pulsando sobre los planetas y sus dedos traspasaron el aire sin lograr ningún avance. Detrás, el médico apretaba los labios nervioso y se acariciaba el lóbulo de la oreja izquierda en un gesto instintivo.

—Silvia suele decir que cuando las cosas parecen más difíciles, es que son muy sencillas.

Javier volvió la cabeza y le dirigió una sonrisa. Después regresó al marco, le dio la vuelta, apretó un diminuto botón, apenas mayor que una lenteja, y giró de nuevo el cuadro para ver cómo la imagen se interrumpía un par de veces de manera intermitente, y se apagaba definitivamente para reiniciarse dos segundos más tarde. Una vez encendida, aparecieron diez espacios vacíos y bajo ellos un teclado digital con números y letras: había que escribir una contraseña. Javier escribió una combinación de letras y números al azar y sonó una voz metálica.

—Error. Cuenta con cinco oportunidades más para establecer el modo archivo.

Eso era, al activar el cuadro éste demandaba una contraseña para acceder al modo archivo en lugar de salvapantallas.

Probablemente, pensó, Silvia esperaba que su marido notase que el cuadro no estaba en el lugar apropiado y se fijara en él, así que modificó la posición de los planetas deliberadamente. Lo habían descubierto casi por casualidad.

Ahora era el momento de introducir la contraseña.

—Teclea SCoSSa1992 —dijo el médico.

Javier introdujo con sosiego las letras y números dictados por el médico; no deseaba perder una de las oportunidades de las que disponía por un error al marcar. La contraseña era correcta.

En los laboratorios se registraba una actividad incesante: empleados de bata blanca iban de un lado a otro trasladando tubos de ensayo y objetos de polipropileno, operarios de mono gris introducían distintos enseres en camiones de gran tonelaje, directivos trajeados arrojaban documentación a unos contenedores plásticos. El asesinato del filólogo y el robo del proyecto más importante que habían emprendido los laboratorios
Chemistries's Bradbury
habían dado al traste con el resto de operaciones, aquello parecía una zona a punto de entrar en guerra.

Snelling accedió al recinto sorteando vehículos de mudanza, escaleras mecánicas, paquetes de grandes dimensiones y desconocido contenido y a un indeterminado número de personas que se movían en un concierto aleatorio.

—Debemos entrevistarnos cuanto antes con Mr. Hoyce —indicó a Svenson.

—Señor, no creo que sea el momento... Imagino que todo se le habrá complicado con el traslado de las instalaciones.

—Sea como fuere, no tenemos más remedio que hablar con él. Ya estamos seguros de que ella fue quien robó el documento, no podemos permitirnos más equivocaciones. Él sabrá qué hacer.

Svenson asintió tímidamente. Cuando aprobó la carrera soñaba con progresar rápidamente en un gran laboratorio, descubriendo nuevos componentes químicos o diseñando novedosas técnicas de injerencia bioinformática; sin embargo, a medida que pasaron los años quedó relegado a oficinista de segunda en el área médica de la oficina de patentes. Afortunadamente, Snelling apareció en su vida cinco años atrás. La relación de ambos les había sido muy provechosa desde el principio, éste le pagaba cuantiosas sumas de dinero y aquel le filtraba los datos relevantes de algunas de las patentes que aún no habían sido aprobadas. Y todo fue bien hasta que una denuncia atrajo el foco de atención sobre él, afortunadamente Snelling se apiadó y lo reutilizó para otros menesteres. Desde entonces es su sombra, aunque ahora su nivel de vida había empeorado considerablemente, y eso era algo que no acababa de soportar.

—Señor, si me permite, podríamos decir que fue un fallo mío.

—¿Un fallo? Te refieres a que pasaste por alto comprobar hasta el más mínimo detalle de esas imágenes. Bueno, qué más da, ya es tarde para lamentarse. Estoy seguro de que Mr. Hoyce no perderá un segundo en eso.

Su ayudante calló. Tal vez tenga razón, pensó mientras jugaba angustiado con el encendedor que llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta. Aunque Mr. Hoyce era un jefe implacable, más de una vez había dado pruebas de ello.

El edificio principal se encontraba en el centro de los laboratorios. Contaba con tres plantas y unos desmedidos ventanales grisáceos que cubrían la fachada por completo. En la planta baja se hallaban las oficinas de seguridad y en las dos superiores los despachos de la administración. Hoyce poseía una amplia habitación en la tercera planta, con una antesala para la seguridad y su secretaria.

—Eveline, queríamos hablar con Mr. Hoyce —anunció Snelling.

—Está al teléfono, Mr. Snelling, pero me dijo que lo pasara inmediatamente a su despacho en cuanto volviera.

Snelling hizo ademán de acercarse a la puerta. Antes de entrar debía atravesar un arco de seguridad; mientras busca en sus bolsillos los objetos de metal, la secretaria se dirigió a Svenson.

—Me temo, Mr. Svenson, que usted no ha sido invitado. Mr. Hoyce fue muy explícito: quería hablar en privado con Mr. Snelling. Lo lamento.

El ayudante no mostró sorpresa. Estaba acostumbrado a que lo dejaran a un lado cuando se trataba de asuntos importantes, aunque no por ello se sentía mejor. En el fondo pensaba que su lugar en la vida debía ser distinto al que las circunstancias le obligaban. Una vez resuelto ese detalle, la secretaria señaló la puerta a Snelling, que ya había acabado con el proceso de seguridad.

El científico tocó con los nudillos. Viendo que no recibía respuesta, golpeó de nuevo, esta vez imprimiendo más fuerza a su llamada, y oyó una voz grave que lo invitaba a pasar.

—Mr. Hoyce, ¡qué alegría verlo por aquí! Por lo menos hará seis semanas desde nuestro último encuentro...

—No seas pelota, Charles, que no es el momento. Tengo al primer ministro en la oreja todo el día, al MI6 persiguiendo por medio mundo a unos ciudadanos británicos, uno de ellos, por cierto, inspector de policía, al ministro de Asuntos Exteriores ofreciendo explicaciones diplomáticas a Francia por no sé qué restricciones en el expediente de un español... ¡y todo por tu culpa! ¿Me puedes contar algo que me tranquilice?

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