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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (22 page)

—Necesito hablar contigo —le dijo al ayudante de su maestro.

—No es buen momento, Hasan.

As-Sabbah se acercó aún más a su interlocutor, le tiró de la manga para obligarlo a agacharse y le insistió al oído.

—Necesito hablar contigo —su voz sonaba autoritaria—y ha de ser ahora, se trata del maestro.

El-Jozjani lo miró severamente, soltó un hierro candente sobre la vasija de arcilla que tenía a su derecha, tomó unos polvos amarillentos —por el color, el niño supuso que era alheña—y cubrió la herida del soldado que curaba; luego se secó las manos, cogió al muchacho de un brazo y lo condujo fuera de la tienda.

—¡Cuántas veces te he dicho que no me molestes cuando trabajo! Yo no soy el maestro, a él podrás engañarlo, a mí desde luego que no, ¡a ver si lo entiendes de una vez!

—El maestro quiere verte ahora mismo, y me ha pedido que te marches lo más discretamente posible. —Las manos le sudaban y el corazón le saltaba en el pecho. Tiene más malas pulgas que un camello sin destetar, se decía.

—Está bien, puedes irte. Ahora te seguiré.

Ibn Sina no había perdido un segundo. Tras marcharse As—Sabbah escogió varios documentos, tres libros, un pequeño cofre con los útiles médicos imprescindibles y un zurrón con distintas herramientas para el uso de su ciencia, y lo guardó todo en una bolsa de piel de oveja; a continuación tomó una túnica, unas babuchas y un turbante de viaje. Fue entonces cuando sintió un espasmo en el estómago que le hizo encogerse. Tiró la ropa, se sujetó el abdomen y comenzó a respirar con estudiada lentitud, tratando de controlar el dolor, pero le sobrevino una punzada más fuerte que la anterior.

—En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo... ¡arg!

Se mordió los labios ante una tercera sacudida. Sabía que no disponía de mucho tiempo así que se incorporó, arrastró los pies hasta la mesa donde escribía y rebuscó entre decenas de frascos de barro cocido, vertiendo el contenido de muchos de ellos sin poder evitarlo. Agarró uno de ellos, se sentó en un cojín, alcanzó su pipa, abrió el frasco y Io vació en la misma. Poco después el opio hizo su trabajo.

El-Jozjani llegó sofocado. Después de que As-Sabbah se marchara, regresó a la tienda de curas, se apoderó de su bolsa y se despidió aduciendo que su maestro había sufrido una recaída.

—¿Qué ocurre, maestro?

Ibn Sina recogía algunas ropas del suelo.

—Basan me llamó —insistió ante la falta de respuesta de Ibn Sina—. ¡¿Qué está pasando?!

—El emir.

—¿El emir? ¿Quieres que lo avise?

—¡No, ni se te ocurra! —vociferó el médico. El ayudante no acertaba a comprender, advertía sus humores turbios, quizá regresaban los dolores, se llevaba de vez en cuando la mano a la tripa—. Prepara tus cosas, lo imprescindible. Debemos partir, El-Dawla pretende aquello que guardamos celosamente.

—¿El-Dawla? —El ayudante no parecía dar crédito a lo que sus oídos escuchaban—. Pero ¿cómo?

—Haz lo que te digo. ¿Y Basan?

—¿No ha llegado aún? Debía haber regresado antes que yo.

Ibn Sina le miró. La desconfianza se pintaba en los ojos de ambos.

—¿No creerás? —Preguntó a su ayudante.

Fuera, As-Sabbah acabó de preparar los camellos y se dirigió a la tienda. Al acercarse oyó dos voces y se detuvo, eran su maestro y ElJozjani. Hablaban sobre él, aunque había llegado mediada la conversación y no estaba seguro de a qué se referían. Aprestó el oído cuando las voces se apagaban.

En ese momento salió Ibn Sina.

—¿Qué ocurre, hijo?

El muchacho bajó los ojos.

—Nada maestro, tan sólo es que no sé qué ocurre. Estoy un poco asustado.

Ibn Sina fijó su mirada en el niño.

—No te preocupes, Hasan. Si sigues mis instrucciones tal y como te diga, nada nos pasará a ninguno. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

As-Sabbah corría para cumplir con el encargo hecho por su maestro. De pronto, una idea le nubló los sentidos y se detuvo un instante, luego reemprendió la marcha. Diez minutos después se hallaba ante los seis amenazantes guardias que velaban la entrada a la tienda del emir.

—Deseo ver al príncipe —anunció.

Los guardias se miraron y prorrumpieron al unísono en una carcajada.

—¿Y a quién debemos el honor de esta visita? —Preguntó con sorna el más desgarbado de los guardias mientras se hurgaba con un dedo entre los dientes.

—Soy Hasan As-Sabbah, discípulo de Ibn Sina, y traigo un mensaje para el príncipe Alá El-Dawla; si no queréis que vuestro señor os cuelgue de vuestros miembros mañana al amanecer debéis permitirme la entrada.

Los guardias volvieron a dirigirse miradas pero esta vez no pretendían burlas.

—Márchate ahora mismo si no quieres morir degollado. El príncipe no recibe a pilluelos.

—El Comendador de los Creyentes espera encontrarse con mi señor esta misma noche aunque mi amo no aparecerá. Es algo que el emir debe conocer inmediatamente. Por Alá, permitidme hablar con él o al menos haced de mensajeros y enviad mis palabras hasta el trono

—As Sabbah había perdido su firmeza.

Uno de los soldados, el más larguirucho, pareció dudar un momento, aunque se repuso y escupió a los pies del muchacho una saliva densa y pegajosa que asqueó a As-Sabbah y lo obligó a dar un paso atrás.

—Lamentareis vuestro proceder...

—¿Qué proceder? —Interrogó una voz detrás de los guardias.

Los guardias se volvieron e inmediatamente saludaron a su señor con una reverencia.

—¿Qué ocurre aquí? —Insistió el príncipe.

Uno de ellos fue a responder pero el temor se aferraba a su garganta.

—Señor, debo hablaros de mi maestro —intervino el muchacho.

—¿Tu maestro?

—Ibn Sina.

—¿Ibn Sina? ¿Tú no serás ese pequeño bastardo que encontramos en el desierto medio moribundo? Veo que mi médico te ha cuidado bien. ¿Y para qué te ha enviado?

—Mi maestro no me ha enviado.

—¿Qué tu maestro no te ha enviado?

—Espíritu de la nación, no podréis reuniros con él esta noche. Ha abandonado el campamento.

—¡Cómo! Eso no es posible, no puedo creer tus palabras. Si es así, todo el poder vengativo de Alá recaerá sobre él y quien se atreva a acompañarlo.

Detrás, varios generales se miraban cabizbajos.

—¡Abdalá!, da la voz de alarma, no quiero levantar el campo sin haber descubierto su paradero. —Acto seguido se dirigió al niño—. ¡Tú, entra!, tienes muchas cosas que contarme.

Hacía rato que Ibn Sina y El-Jojzani habían abandonado el campamento. Cubiertos por sus mantas de piel de camello pasaron como mercaderes ante los soldados, demasiado perezosos y bastante ocupados en sus juegos de azar y mujeres para entretenerse en comprobar la identidad de cada individuo que accedía o salía del campamento.

Los dos fugitivos iban pertrechados para soportar las bajas temperaturas que reinan en esas inhóspitas tierras cuando el sol se pone. Aún así un penetrante viento rasgaba, como si de un cuchillo se tratara, todos los rincones de sus vestiduras provocándoles escalofríos continuos y el temblor de sus amoratados labios. El médico viajaba recostado en el camello y su tripa se hacía sentir con mayor intensidad.

Después de varios kilómetros sobre los camellos El-Jozjani juzgó necesario detener su viaje para que el médico descansara. Pararon tras unas palmeras raquíticas y desmontaron, acomodándose entre unas piedras para que la ventisca no los enfriara demasiado. Comieron pan tierno y queso blanco y bebieron leche de cabra pero no hicieron fuego por si la lumbre los delataba.

—¿Crees que hemos hecho bien, maestro?

—¿A qué te refieres?

—Al muchacho, puede traicionarnos.

—Sí, podría, aunque no lo va a hacer.

—Maestro, hay malicia en sus ojos. No me inspira confianza.

—Hijo, Alá juzga a los hombres por sus acciones, y todavía, que sepamos, no ha cometido ninguna que sea indigna.

—Espero que tengas razón, porque si no es así ¡que Alá nos proteja de la ira del príncipe!

El emir invitó al muchacho a hablar.

—Quería perderos, señor. Le oí decir que la locura había afectado a vuestra razón y que la única manera de no verse sojuzgado era huir.

—Cálmate, hijo. Antes que nada quiero saber por qué estás traicionando a tu maestro.

—Después de que vuestro ejército me salvara de una muerte segura, mi alma no podía permitirse esta deslealtad. —As-Sabbah se movía inquieto en los cojines mirando de un lado a otro.

El emir lo observaba con desconfianza.

—¿Sabes hacia dónde se dirige?

El muchacho temblaba.

—Cielo de la nación, mi maestro me dijo que me reuniera con él en el camino del sureste.

—¡Bien! Mandaré a cien soldados.

—Pero, señor, creo que no ha elegido ese camino.

—¿Por qué?

—Terminé de preparar los camellos y me acerqué a la tienda. Mi maestro y su ayudante hablaban sobre mí; estaban discutiendo acerca de lo que debían hacer conmigo. Mi maestro siempre me ha tratado bien, pero ese El-Jozjani, su ayudante, me odia y ha envenenado su espíritu. Les oí decir que debían abandonarme. Por eso sé que ese es el único camino que no han elegido.

—Entonces enviaré a mis soldados a los caminos del noroeste y del este. No hay más rutas.

Hacía rato que los dos fugitivos habían reemprendido el camino de los mercaderes que comercian entre Bagdad y Sirajan. La montura de Ibn Sina trotaba con parsimonia, apretada la brida por la mano de su amo, mientras que el camello de El-Jozjani galopaba velozmente. El ayudante del médico veía como su maestro se iba quedando rezagado obligándole de vez en cuando a refrenar las ansias del animal que él montaba.

—¿Estás cansado Abú Alí? ¿Quieres que paremos? Ya se nos echa la mañana encima y no es recomendable viajar por caminos atestados de comerciantes, alguien podría dar cuenta de nuestro paradero a los hombres del emir.

Ibn Sina negó con un gesto, parecía que le costara esfuerzo hablar; su ayudante temía por la vida del médico si bien éste andaba más preocupado por la seguridad del manuscrito que por la suya propia.

—Si el plan no ha fallado, la mano del príncipe no nos alcanzará. Deberíamos descansar, nos quedan varias jornadas de viaje hasta Sirajan, maestro.

El médico tosió un par de veces, inspiró con dificultad y volvió a negar.

—El-Jozjani, hijo mío, Alá, siempre loado, me proporcionó conocimientos más allá de toda mente y yo lo traicioné creando algo que se enfrentará contra el mismo Dios si es alcanzado por la mano del emir. El alma de todos los seres que pueblan la tierra, musulmanes, nazaranis, judíos o paganos adoradores de ídolos, todos caerían... —Ibn Sina volvió a toser, esta vez escupiendo saliva sanguinolenta—todos caerían —repitió con un hilo de voz.

—¡Maestro! —El-Jozjani saltó de su camello al ver que Ibn Sina perdía el conocimiento, desmontó a su maestro y lo tendió en la arena del inhóspito desierto que cruzaban.

Le quitó el calzado, le abrió la túnica para que pudiera respirar cómodamente y le colocó una bolsa mullida bajo su nuca, después buscó su pulso en la muñeca y le palpó el abdomen, que encontró rígido. El sol apenas se levantaba aún por el este, aunque su luz ya clareaba el cielo lo suficiente como para hacer innecesaria una hoguera. A pesar de ello, los escasos rayos del día no podían calentar los miembros de Ibn Sina, así que lo arropó con una manta y vertió un poco de agua en sus labios, manchados de sangre coagulada y baba reseca. El-Jozjani conocía a la perfección las artes de su ciencia y por ello intuía que ya no podía hacer otra cosa que encomendarse a Alá.

—Maestro. Abú Ak No es hora de presentarse ante el Altísimo —le susurró mientras le mojaba los párpados con vino de rosas.

El médico se retorció de dolor y abrió los ojos repentinamente.

—Alá, el misericordioso, ha oído mis plegarias. Maestro, regresas al mundo de los vivos.

—No te aflijas, hijo mío, Alá me ha perdonado... he tenido una visión... —Ibn Sina hablaba lentamente, a veces se interrumpía para tomar aire y otras por una tos áspera y ensalivada que dejaba escapar escupitajos encarnados—. Ya no tengo miedo a la muerte... allí me esperan mi hermano, mis padres, El-Massihi, mi querida Yasmina y tantos otros que... —Sus palabras se vieron interrumpidas por un fuerte acceso de tos.

—No te canses, maestro, y olvida esas tonterías. Todavía no estás en el trance de que te reúnas con Alá. Quizá sea hora de usar el contenido del manuscrito, maestro. Lo tengo aquí mismo.

El médico detuvo la mano de El-Jozjani, que ya iba al zurrón.

—No, hijo. Mi misión fue crearlo. Otros serán los que deban usarlo. Créeme, Alá sabe elegir los momentos y éste no es el del manuscrito.

El-Jozjani negaba con la cabeza.

—Mi pobre Abú Obeid, ahora recae sobre ti la responsabilidad de afrontar la parte más difícil... —El-Jozjani miró extrañado a su maestro—. Sí, hijo, Alá te ha elegido para una importante misión: has de mantener a salvo el manuscrito.

—Pero, maestro, eso no es posible... Si el manuscrito nos pone en peligro, debemos destruirlo.

—¡Por Alá, eso sería una blasfemia! —gruñó Ibn Sina, haciendo un esfuerzo que lo dejó exhausto.

—Maestro. Debes descansar, más tarde hablaremos.

—No, Abú Obeid..., antes de morir he de encomendarte dos misiones..., de la primera ya te ha hablado, la segunda es encargarte de Hasan.

—En absoluto, me niego. Si me ocupo del manuscrito, no puedo correr riesgos. El niño no es nuestra responsabilidad, nunca lo ha sido.

—Entiendo tus reticencias pero Alá es misericordioso. ¿Por qué no seguir su ejemplo? —Le preguntó con una voz ya casi inaudible.

—Maestro, te prometo que protegeré el manuscrito con mi vida. En cuanto a Hasan, me comprometo a proporcionarle un buen futuro, ¿es suficiente?

—Es suficiente, hijo mío. Ahora mi alma puede regresar a postrarse ante el Altísimo.

El médico pasó algunas horas en un duermevela intranquilo. De su boca surgían de vez en cuando palabras sin sentido, nombres de familiares muertos y de amigos olvidados en el pasado; su frente y su cuerpo hervían, y sus manos, sin embargo, permanecían heladas. El-Jozjani intentó retrasar su entrada al Paraíso con todos los conocimientos de que disponía pero el cuerpo de Ibn Sina se debilitaba con rapidez. Profundamente abatido admitió que la medicina ya no podía hacer nada por salvarlo y concluyó que sólo restaba orar por el alma de su maestro.

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