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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (26 page)

Alex se sentía asustada. En las últimas horas se había armado de valor aunque su firmeza era de cartón piedra, el miedo entontecía su capacidad de pensar y aceleraba el palpitar de su corazón. Se acurrucó en las sombras de unos arbustos al pie de la tapia de ladrillos desgastados que cerraba el callejón por uno de sus lados. El mundo se había detenido, todos aquellos ruidos que poblaron su mente como fantasmas habían dejado de existir ante los pasos precipitados, ante los murmullos ininteligibles. Se apretó aún más contra el muro, contrajo su pecho para evitar incluso que sus fuertes latidos la descubrieran.

Cuando ya nada lo podía evitar, las graves pisadas sobre el pavimento doblaron la esquina junto a quienes las producían. Alex exhaló un suspiro contenido, dejando escapar todo el aire que sus pulmones contenían; sus pupilas, con un punto de humedad, se cerraron en un guiño de descanso. Ya no tenía de qué preocuparse y se dejó deslizar a lo largo de la pared hasta sentarse en la helada hierba, al pie del muro.

Jeff y Dickinson la descubrieron así, acurrucada, hecha una bola. El inspector se emocionó al hallarla en estas condiciones, los labios azules, la tez pálida, la humedad resbalando de sus pestañas. La levantó del suelo con ayuda de Dickinson, y entre los dos la trasladaron hasta el asiento posterior del automóvil del ayudante de Anderson. Sus dientes temblaban involuntariamente. Dickinson encendió el motor y puso en marcha la calefacción, y el calor fue adueñándose de los miembros de ella, permitiendo que la sangre volviera a fluir caliente recorriendo venas y arterias. Ya amanecía sobre sus cabezas, no había tiempo que perder. Alguien descubriría al operario o al conductor, o a ambos, apenas despuntara el día, si no había ocurrido ya, de modo que debían alejarse lo antes posible. Dickinson se puso al volante, al principio mantuvo una conducción alterada, con movimientos imprevistos y rápidos, producto de su excitación, más tarde, aconsejado por Jeff, intentó relajarse para evitar un accidente o que la policía les detuviera.

Media hora después estacionó el vehículo en un parque de árboles altos y un gran lago azul que en invierno permanecía helado. Alex se había recuperado y se mantenía sentada en el asiento trasero junto a Jeff con las manos entre las piernas, protegidas, y la mirada centrada en el ayudante de su padre. Le conoció el día que visitó los laboratorios, aunque había oído hablar de él en muchas ocasiones; su padre confiaba en Dickinson y ella, por tanto, también, no pretendería engañarla ni disfrazaría los hechos. Era, según el filólogo, un hombre honesto y eso, en boca de su padre, lo decía todo.

—Quiero saber qué ha ocurrido, doctor. Por favor, no quiera ahorrarme detalles delicados, ¿por qué no está aquí mi padre?

Jeff la miraba con compasión. Conocía las palabras que se vería obligado a pronunciar el ayudante de Anderson, las había oído anteriormente, en el London Bridge Hospital; el médico economizó palabras: su esposa ha muerto, sus hijos también. Siete, siete palabras bastaron, y su mundo cambió. Ahora no podría evitarle ese sufrimiento a Alex, nadie podía, lamentó.

—Su padre, señorita Anderson, ha fallecido. —Alex contrajo los músculos de la boca en un rictus desagradable y apretó los dientes, su respiración se alteró en pocos segundos, la angustia le oprimía la garganta. Jeff pensó que en cualquier momento comenzaría a llorar. Sin embargo, inspiraba y expiraba ruidosamente intentando controlarse, y al final consiguió reprimir sus lágrimas. Era como si ya supiera lo que iba a oír. El inspector la observaba, él tampoco lloró aquel día ni el siguiente ni muchos otros después, alguien le explicó que la ausencia de duelo había minado su entereza, a él no le importó en aquel momento. Ahora lo comprendía, Alex poseía la misma mirada opaca que él había visto tantas noches al mirarse al espejo.

—Su padre fue encontrado en el laboratorio principal —prosiguió—. Le habían asestado una puñalada en el vientre. Según la versión que he oído, llevaba varias horas muerto, por lo que no pudieron hacer nada por él... Lo lamento terriblemente, era un buen jefe, un buen amigo..., un buen hombre.

Dickinson calló por un momento, tal vez recordando a Brian Anderson. Nadie en el coche le metía prisa por hablar. Era un asunto que convenía tratar con mimo.

—Han abierto una investigación. Por supuesto, a todos los empleados nos han mantenido alejados —continuó, remarcando el secretismo al bajar la voz—. Pero yo he podido averiguar que había alguien con él: Silvia Costa, la científica jefe del proyecto. Ella ha desaparecido, y según todos los indicios podría ser la culpable...

—¿Por qué? —Preguntó fríamente Alex.

—Hace unos meses que ambos mantenían una amistad muy estrecha..., una relación más allá de lo profesional... ¡Ya me entienden! —Alex lo miró con desaprobación, su padre no le habría ocultado una relación así—. Por supuesto que no había nada oficial —agregó a modo de disculpa—, aunque todos intuíamos que existía algo entre ellos.

Dickinson volvió a guardar silencio, como tratando de buscar las palabras adecuadas.

—Ella era..., era muy dominante —prosiguió—. Yo creo que trataba de mangonearlo... y su padre, como era tan bueno, se dejaba. Pero, claro, esto no podía durar mucho tiempo. En los últimos días parece que discutieron...

—¿Parece? —Interrumpió Alex de nuevo.

—Sí, parece... Yo, la verdad, no estaba presente. Ni siquiera puedo decir que los viera juntos... quiero decir íntimamente... Sólo son conjeturas, pero hay una evidencia: una secretaria de dirección me habló de un vídeo de la noche del asesinato en el que aparece la doctora Costa con sangre en las manos...

Alex se mantuvo imperturbable. No mostró ningún sentimiento, daba la impresión de que la información que le acababa de suministrar Dickinson se refiriese a otra persona, no a su padre. Jeff comprendió que deliberadamente había decidido aislarse del dolor.

—¿Qué ha sido de esa doctora?

—Lo desconozco —indicó el ayudante de su padre—. No puedo ayudarles más, salvo en una cosa: les puedo proporcionar la dirección del apartamento de la doctora... Pero quiero que prometan que nunca hablarán de mí. Yo no los he ayudado, no los conozco, ¿entienden?

Alex y Jeff asintieron rápidamente. Al inspector le daba igual prometer que mantendría oculta su participación porque estaba seguro de que no serviría de nada. En cuanto descubran al conductor y al ruso, analizarán la grabación de las cámaras de seguridad y tarde o temprano descubrirán que Dickinson colaboró, se dijo cuidándose mucho de no transmitirle sus ideas en este sentido.

—Jeff, tenemos que seguir sus pasos... No hay más remedio —afirmó Alex.

—No te entiendo...

El inspector no sabía a qué se refería, o esperaba al menos que no fuese lo que él creía.

—Vamos a buscar a esa mujer —dijo ella con rotundidad.

El inspector no sabía qué decir. Pensaba que todo se acababa de estropear, el padre de Alex no podría ya sacarles del atolladero en el que se encontraban, ¿para qué seguir?, se preguntaba Jeff, sólo empeoraría su situación.

—Esta vez no puedo acompañarte —se limitó a responder.

Alex asintió. Tal vez lo esperaba.

—¿Podría usted llevarme a ese apartamento? —preguntó a Dickinson.

—No..., no puedo, yo debo volver.

Las manos crispadas de Hoyce se retorcían vigorosamente entre sí. El inspector había conseguido burlar la seguridad del recinto, dejar fuera de combate a dos empleados y, lo peor de todos, atraerse la confianza del doctor Dickinson para que lo ayudara. El patrocinador del laboratorio rabiaba.

—¡Toda la culpa es de ese maldito Sawford! —vociferaba a su secretaria—. ¡Póngame inmediatamente con él...! ¡Y me da igual la hora de Inglaterra...! ¡Levántalo de la cama!

Veinte segundos después tenía al director del MI6 al aparato.

—Todo se nos puede ir de las manos, ¿no te das cuenta?

El responsable del servicio secreto británico no tenía la menor idea de a qué se refería.

—Con todos sus hombres espiando por ahí, ¿y no sabe todavía que ese policía del tres al cuarto ha entrado en el laboratorio?

—¿Se refiere al inspector Tyler? —Preguntó con precaución Sawford.

—Por supuesto, ¿a quién si no? Entró hace unas horas, dejó inconsciente a uno de los conductores de los camiones y después hizo lo mismo con un operario. Imagino que éste lo descubrió, aún no lo sabemos. Pero lo más grave de este asunto es que se llevó con él al ayudante del doctor Anderson, que a esta hora le habrá contado todo lo que sabe.

Hoyce guardó silencio esperando una respuesta del director del MI6, debía arreglar las cosas, para eso le pagaba, se recordó a sí mismo.

—¿Cómo abandonaron el recinto?

—A través de una salida de emergencia para los responsables de proyectos. Seguramente Anderson se la mostraría.

Sawford se mantuvo callado. Hoyce le conocía, algo se le habría ocurrido ya.

—¿Tiene coche?

—¿Dickinson? Sí, supongo que sí.

—Imagino que estará controlado, ¿no?

—¿Controlado?

¿Tiene el dispositivo de vigilancia?

Hoyce tardó unos segundos en reaccionar.

—Todos los vehículos de los empleados lo tienen instalado.

—Bien, indíqueme sus datos, todo lo que conozca de él. De lo demás nos encargamos nosotros.

—Está bien. Le pasaré a mi secretaria, ella lo informará mejor que yo... —Hoyce fue a pasar la llamada, aunque decidió hablar de nuevo—. Gabriel...

—¿Sí, señor?

—No quiero más errores. Si yo caigo, no lo haré solo. Creo que a usted menos que a nadie habría que recordarle que la vida del sobrino del rey está en peligro. ¿No es cierto?

Sawford no respondió. Estaba cansado de que todos le insinuaran su pasado con Harry, sobre todo porque ese pasado había quedado atrás a su pesar. Sólo fue uno más entre sus amantes, sin embargo él seguía enganchado a ese hombre.

En ese mismo instante, el sonido de un móvil despertó a un agente de Al Qaeda que dormitaba en una cama del barrio viejo de San Petersburgo.

—Al habla Abdel Bari.

Al otro lado de la línea se oía el ruido del tráfico neoyorkino.

—Dirigíos al apartamento de la desaparecida y ocupaos de su marido. En el correo encontrarás los datos.

—¿No estaba Jalif tras la pista? —Preguntó, desorientado aún por el despertar intempestivo.

—Tú haz lo que se te dice.

—De acuerdo, señor. Que Alá te colme de bienes.

En Nueva York ya habían cortado la comunicación.

Capítulo VIII

El médico y Javier descendieron por inercia los peldaños de la escalera del inmueble donde Silvia había alquilado su apartamento. El olor a madera vieja se les colaba por la nariz. Ambos miraban al suelo perdidos en sus pensamientos. La noticia del asesinato y la posibilidad de que su esposa estuviera implicada o que hubiera sido secuestrada, o lo que es peor que la hubieran matado, presionaba en las sienes del médico cómo si se tratara de un martillo. Estaba asustado, más asustado incluso que cuando David desapareció; aquellos fueron momentos muy duros pero contaba con Silvia, al menos al principio, luego la culpabilidad se fue adueñando de su matrimonio y acabó por separarlos. Cómo deseaba que los últimos cuatro años no hubieran sido más que una pesadilla.

Su joven compañero lo miró de reojo, sentía que lo traicionaba, daba igual que fueran órdenes de un superior, a Javier le remordía la conciencia.

Una vez en la calle se encaminaron hacia el coche sin dirigirse la palabra. Javier montó en el puesto del conductor, como había venido haciendo, e introdujo en el GPS el destino: el museo Hermitage.

—Aquí veo un lugar para aparcar —dijo, señalando un parking en la pantalla del navegador.

El médico confirmó con apatía. Se sentía cansado, la noche había sido larga.

—El museo debe ser muy grande, ¿dónde buscaremos?

Aquella pregunta, o más bien la respuesta, le trajo recuerdos de la primera llamada de Silvia. La ciudad le entusiasmó, el museo, los palacios, los canales, durante la primera media hora no cesó una interminable descripción de todo aquello que había visitado. El doctor se contrajo por el dolor. Lo había abandonado en una enorme casa vacía cuya soledad se desbordaba por todas partes y al marcharse lo condenó a la angustia de saberse abandonado; y fue cruel con ella, le recriminó su huida a San Petersburgo, criticó su apasionamiento y la insultó. Por primera y única vez en su vida. Silvia enmudeció al otro lado del aparato mientras oía las palabras desoladoras de su marido, después, cuando el médico hubo acabado, permaneció uno segundos en silencio y a continuación, como si todo fuera un mal sueño, volvió a hablarle del Hermitage.

—Cuando vengas a visitarme te llevaré a contemplar
Las dos hermanas.
Te conmoverá Picasso, consigue retratar la pérdida, la separación, la tristeza...

A él le sorprendió. Siempre había escondido sus sentimientos, ahora, sin embargo, sus palabras expresaban el mismo sufrimiento que a él le asediaba, el dolor, la congoja de sentirse aislada en mitad de un mundo que en los últimos años había aprendido a odiar. A tres mil kilómetros de distancia ambos se mantenían unidos por el delgado y férreo vínculo de la angustia de la pérdida, de la pérdida de su hijo, pero también de la pérdida de ellos mismos.

—Sí, sabré dónde buscar, descuida.

Alex se mantenía distante en el coche de Dickinson. El ayudante de su padre había accedido a regañadientes después de que Jeff se mantuviera en sus trece, ella necesitaba su venganza, el inspector lo sabía aunque no se lo hubiera revelado y no estuvo dispuesto a acompañarla a una
vendetta,
era más de lo que su conciencia podía resistir. Los sentimientos de la mujer trataban de escalar hacia la superficie. Dickinson la observó un par de veces preguntándose cuando se derrumbaría.

En unos minutos recorrieron las calles de San Petersburgo hasta el apartamento de la presunta asesina. No estaba segura de lo que encontraría, ni siquiera alcanzaba a saber qué es lo que debía buscar, con todo necesitaba enfrentarse a sus ojos.

—¡No puede ser! —dijo de repente Dickinson, señalando a dos hombres que entraban en un coche.

—¿Qué?

—¡¿Está aquí?!

—¡¿Qué?!

—Es el doctor Salvatierra.

—¿Quién?

—El marido de Silvia. No lo he visto más que en un par de fotos y en un vídeo, pero estoy seguro de que es él.

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