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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (24 page)

—¿Yo? ¿Estás loca o qué? La seguridad parece imposible de rebasar, ¿cómo entro?, ¿cómo paso desapercibido? Me pillarían enseguida.

—No, no lo harán. Buscaremos la forma de entrar. Una vez en el interior no habrá problema. Recuerdo perfectamente el recorrido hasta el despacho de mi padre... o casi...

—¡¿Casi?! —Bramó alterado el inspector—. ¿De qué hablas?

—Lo primero es encontrar la manera de acceder a las instalaciones. Ya veremos cómo arreglamos lo demás.

—¿Siempre te sales con la tuya? —Le preguntó con mal disimulada coquetería. Le gustaba esa mujer aunque nada más decir la frase sintió una punzada de culpabilidad, no se sentía preparado para pasar página a su vida; en ese momento descubrió que hacía horas que no tomaba un trago, y eso le satisfizo.

Instantes más tarde, la pareja se situó en una pequeña calle perpendicular a las instalaciones. Desde allí podían observar las dos entradas al recinto sin levantar sospechas de quienes vigilaban detrás de las numerosas cámaras de seguridad que rodeaban el perímetro. Coincidieron tras un rato de observación en que el acceso para vehículos era su única posibilidad; existía un trasiego continuo de camiones en tanto que el filtro para peatones no había sido utilizado desde que los echaron. Y si la opción era el acceso motorizado, sugirió Alex, uno de los dos debía colarse en uno de los vehículos antes de que atravesara el control.

En un cruce de la misma calle desde la que examinaban la situación descubrieron un semáforo apropiado para el fin que se habían propuesto. Durante la siguiente media hora hubo momentos en que hasta seis camiones se hacinaban a la espera del verde.

—Ese es el lugar —advirtió Alex—. Tú sitúate allí, entre esos dos coches, y yo me encargo del resto.

El inspector no discutió. Corrió hacia la posición que vio más segura y se agachó entre dos automóviles una decena de metros por detrás del semáforo. Alex, por su parte, se situó junto a la señal lumínica y aguardó a que cambiara a rojo. Un minuto después hacían cola ante el paso de cebra dos camiones grises sin ningún anagrama en el exterior, idénticos a los que habían estado entrando y saliendo de los laboratorios en las últimas horas. La inglesa se dirigió al conductor del segundo.

—Perdona, ¿hablas inglés? —Preguntó alzando la voz para que la oyera desde la cabina.

El individuo abrió la ventanilla.

—¿Qué decía, señorita? —Le respondió en inglés, por el acento estaba claro que no era ruso.

—¿Sabe usted ir al Hermitage?

—No conozco la ciudad pero mi camión tiene de todo, guapa. Si esperas un momento, te podría informar —respondió con evidentes señales de flirteo.

Alex esbozó su mejor sonrisa e inició rápidamente la conversación mientras el camionero solicitaba información a su GPS, ¿de dónde eres?, ¿qué haces tan lejos de tu país?, ¿no tienes frío en esta tierra tan helada?... Jeff aprovechó para acercarse e intentar abrir la puerta trasera del camión, desafortunadamente estaba asegurada. Volvió a su posición e hizo una señal a la mujer. En un principio Alex no comprendía qué le quería decir, pero acabó por entender que algo estaba saliendo mal.

—Perdone, no le entiendo bien, ¿podría bajar y explicármelo? —Pidió al camionero con voz dulzona.

El individuo observó el cuadro de mandos. Parecía desconcertado, dudaba si seguir con su labor o atender a la bella muchacha. Estaba lejos de su ciudad, lo habían trasladado a San Petersburgo para una semana, si conocía a alguien interesante del género femenino nadie se enteraría en casa. No titubeó más, paró el motor, abrió la puerta y, con una risita vergonzosa, descendió los tres peldaños de su vehículo. Cuando ya tenía el pie derecho en el firme de la calle, sintió un agudo dolor en la nuca y cayó al suelo inconsciente.

Ahora tocaba lo más difícil, penetrar en las instalaciones sin que descubrieran su identidad.

Makin Nasiff y Rashâd Jalif acababan de dejar París. Después de perder la pista del médico, averiguaron a través de un contacto en la Guardia Republicana Francesa que fue detenido y más tarde trasladado por unos supuestos policías españoles que en realidad no eran tales. Los terroristas sospechaban del MI6 aunque no tenían modo de confirmarlo, así que emplearon sus fuentes en la capital francesa: imanes de mezquitas controladas, delincuentes de poca monta, tenderos e incluso periodistas infiltrados en los rotativos más importantes. Debían encontrar algo que los pusiera sobre la pista.

En ese trabajo andaban cuando Nasiff recibió una llamada.

—Paz, hermano. Al habla Nasiff.

—Paz a ti también Makin. Tenéis un nuevo objetivo —anunció el líder de Al Qaeda—. Olvidaos del médico, dirigíos a San Petersburgo y entrad en contacto con el
infiel.
Él os dirá qué tenéis que hacer.

—De acuerdo, señor. Qué Alá te guarde, Luz de la verdadera fe.

—Qué Él os sirva de guía.

Nasiff cortó la comunicación e informó a su compañero de los nuevos planes. No le agradaban los cambios de última hora, habitualmente eran sinónimo de desastres. Jalif no se inmutó ante la noticia. Los dos terroristas realizaban juntos sus misiones desde hacía una década. Y en un trabajo tan arriesgado como aquel era un milagro que hubieran sobrevivido tanto tiempo. Quizá ese milagro residía en la compenetración de ambos, una compenetración que nacía de una amistad que ya duraba más de veinte años. Habían sido reclutados a los ocho años en un mísero poblado de Afganistán e inmediatamente despachados con otro centenar de niños a un campamento de instrucción en lo más recóndito de las montañas de Kunar. Durante seis años recibieron adiestramiento en el manejo de armas y fueron catequizados en el fanatismo más abyecto para hacer la
yihad
a los cristianos.

Su inteligencia los separó de la masa, encaminándolos hacia la élite de Al Qaeda, el servicio secreto. Ahora vestían ropa de marca, conducían vehículos de alta gama y disponían de grandes sumas de dinero en cualquier país del mundo.

Afortunadamente en Rusia anochece temprano, eso ayudaría a Jeff a disimular sus facciones cuando accediera al recinto. Aunque el verdadero problema residía en los datos biométricos; había observado que los conductores situaban una de sus manos sobre un panel digital que reconocía la filiación del individuo en cuestión. La barrera únicamente se alzaba después del chequeo de los datos si estos eran correctos.

Entretanto pensaban qué hacer, sacaron al conductor de la calle, lo ocultaron en un angosto callejón oscuro y lo desnudaron; acto seguido Jeff se enfundó sobre su ropa el mono del individuo, un mono gris grasiento con un logotipo de la empresa sobre la solapa izquierda. Afortunadamente ambos vestían la misma talla, de modo que le caía como un guante.

La única cuestión sin resolver era el asunto de los datos biométricos.

—Llevémoslo al camión de nuevo —dijo la inglesa.

—¡Estás loca! Corremos un grave riesgo.

—Hazme caso, ¡vamos! Con suerte no lo verán en la cabina. Podrás coger el panel y usar su mano. Verás cómo no se dan cuenta.

—¿Estás segura?

—Completamente. Jeff, no tenemos otra opción —añadió con voz compungida.

El inspector levantó al conductor como si fuera un saco de patatas y cargó con él hasta el vehículo. Una vez dentro, lo colocó tras su asiento tendido a lo largo del suelo, le amordazó y arrancó.

La noche avanzaba, pronto cerrarían la barrera. El inspector pisó el embrague, metió primera, aceleró soltando el embrague poco a poco y el camión dio una sacudida y se caló. Iba a ser más difícil de lo que había previsto. Lo intentó de nuevo y esta vez consiguió mover el vehículo. Detrás, el camionero permanecía inconsciente.

Ir de incógnito no era lo suyo, en veinte años de servicio en Scotland Yard no tuvo necesidad. Le suponían un buen investigador, a él le gustaba seguir las pistas, analizar los hechos y encontrar los móviles de los delincuentes. Y también se sentía atraído por la acción, ¿por qué no decirlo?, si bien no era muy ducho en eso de engañar aparentando ser lo que no era. De modo que siempre que tocaba infiltrarse lo destinaban a la cobertura del infiltrado. Veremos cómo se me da, se dijo con angustia.

Cuando llegó al control de seguridad, se caló la gorra y ofreció una sonrisa nerviosa al vigilante. Éste apenas se esforzó en dirigirle un somero vistazo, limitándose a entregarle el panel en el que debía situar la mano para el análisis biométrico. Para el guarda, ruso como el del control de peatones, no era más que otro conductor inglés como las otras decenas que habían ido entrando y saliendo del recinto a lo largo de la jornada. Jeff bajó el panel a la altura de sus muslos para que quedara por debajo de la ventanilla, tomó una de las manos del conductor y la puso sobre el dispositivo de reconocimiento. Diez segundos más tarde oyó un breve pitido que se repetía tres veces, apartó la mano del conductor y entregó el aparato. Ahora sólo restaba confiar en que diera resultado.

Los segundos de espera se le hacían eternos. De repente cayó en la cuenta de que el ordenador podía fallar, no era extraño que el sistema se cayera, pasaba a diario en miles de redes informáticas, incluso en Scotland Yard. Si ocurría el vigilante se vería obligado a hacer un reconocimiento visual, abriría el expediente del conductor en el ordenador y comprobaría si los datos cuadraban con él, y obviamente descubriría que la fotografía no correspondía. Jeff rompió a sudar. La operación de reconocimiento duraba ya más de medio minuto, no era normal; echó una ojeada por el retrovisor y metió la marcha atrás con movimientos muy lentos al ver que el vigilante se acercaba a la puerta del camión.

—Señor.

—¿Sí? —Dijo con voz apagada bajando la mano hacia el arma que escondía en la cintura.

—Este no es el camión que le han asignado, ¿no es cierto?

—¿Cómo? —Jeff no sabía a qué se refería.

—El vehículo que consta en su ficha acaba de entrar. Ya le he dicho a su compañero que no deben cambiarse de sitio... —No se lo podía creer, tantos vehículos y había elegido precisamente éste—. Puede pasar, pero a la vuelta intercámbiese con el otro conductor, ¿de acuerdo?

—Sí, por supuesto..., por supuesto. —Tantos camiones y precisamente habían dado con éste.

La barrera se levantó inmediatamente. Jeff, todavía transpirando por la excitación, inició su infiltración en el recinto. A partir de ahora entraba en una zona desconocida, únicamente poseía las referencias proporcionadas por Alex en base a la visita que realizó meses atrás, sin embargo estas observaciones sólo servían en parte porque su compañera accedió a través de la zona peatonal. Tendría que aparcar primero y a continuación encontrar la entrada peatonal, para desde allí dirigirse al despacho del padre de Alex. La misión era más complicada de lo que había imaginado en un primer momento, y ahora no tenía más remedio que llevarla a cabo hasta el final, luego ya vería cómo salir de allí. Me preocuparé cuando toque, se dijo, aliviado por no tener que enfrentarse a la cuestión en ese instante.

Doscientos metros a la derecha divisó un amplio espacio repleto de camiones como el que conducía. Habían sido estacionados en batería, algunos tenían las puertas abiertas y estaban a medio cargar, otros permanecían cerrados. Decenas de operarios de mono azul salían de los edificios más cercanos con distintos enseres y los trasladaban hasta los vehículos, y no se veía por ninguna parte a los conductores de mono gris. El inspector dedujo que quizá estuvieran tomando café en algún sitio a la espera de que sus camiones fueran cargados.

Tal vez, pensó, me sería útil un mono de esos que lleva el personal de la mudanza. Podría entrar en cualquier edificio sin levantar sospechas.

Aparcó el camión, maniató al conductor por si despertaba y saltó a la calle. Luego, al merodear por la zona como si buscara a un conocido, se acercó a un joven. Era moreno, bajito y fumaba como si el mundo se fuera a acabar mañana. Se dirigió a él en inglés y éste le respondió en ruso, probablemente indicándole que no entendía su idioma. Jeff le preguntó por señas dónde se encontraba el acceso peatonal a la calle, pero continuaba sin comprender qué quería; en vista de aquello, echó un rápido vistazo para elegir a un informante mejor dotado. No había dado dos pasos cuando sintió que le tocaban en el hombro, era otro operario.

—Tiene que caminar doscientos metros en esa dirección y girar a la izquierda. Verá un buzón y una pantalla de plasma con las noticias del día, justo detrás, a unos veinte metros, se dará con el control de salida.

—Ah..., muy bien. Creo que lo he entendido. Muchas gracias.

—No hay de qué. Tenga cuidado de no perderse, los matones de seguridad son muy brutos —le advirtió con una risita cómplice.

—Descuide... Hay algo más, ¿algún sitio donde pueda asearme?

—Allí hay unos baños —Le señaló unas puertas de cristal a su espalda—, pero vaya mejor al vestuario que usamos nosotros —añadió indicándole un edificio de paredes de cerámica negra y una planta de altura.

El siguiente paso sería cambiarse de ropa. Caminó hacia el vestuario con firmeza, como si lo hiciera todos los días, y entró con decisión una vez que la puerta se abrió ante él de forma automática. Dentro una sencilla habitación partida en dos, a un lado para los hombres y al otro para las mujeres, separadas ambas zonas por un muro de dos metros y medio de altura. Por fortuna no había nadie en ese instante. Se dirigió al vestuario masculino, un amplio vacío con una fila de taquillas metálicas y, al fondo, los aseos en cubículos cerrados y las duchas. Era un buen momento para buscar un mono de esos que uniformaban a los operarios.

Las puertas de las taquillas lucían una cerradura de acero protegida por una contraseña. Era imposible averiguar las claves. Arrancó la pata de un banco que encontró en una esquina y forzó la primera. La habitación estaba forrada de material aislante en paredes, techos y suelo, eso impediría que el sonido del golpe se oyera fuera. En la primera taquilla no encontró nada, rompió la cerradura de la segunda y también estaba vacía; en la tercera halló algunos objetos personales aunque no ropa. Comenzaba a impacientase, llevaba ya media hora en el interior del recinto y en cualquier momento alguien podría encontrar al conductor en la cabina del camión o descubrirlo a él y dar la voz de alarma. Si no descubría un mono azul en dos minutos, se arriesgaría a continuar la misión con el gris del conductor.

Pero no tardó en localizar lo que buscaba. En la sexta taquilla, colgado de una percha, se topó con un mono poco usado, las medidas no le iban del todo mal pero al tener que ponérselo sobre el gris que ya vestía se le notaba apretado. Pensó en quitárselo para facilitarle las cosas pero era una buena baza para regresar a la calle. En cualquier caso a esas horas de la noche pasaría desapercibido. Se lo encajó lo más rápido que pudo, cerró las taquillas procurando que a primera vista nadie percibiera que alguien las había roto, y arrojó la pata del banco a una papelera. Inmediatamente después se dirigió a la salida, aunque cambió de idea antes de alcanzar la puerta, era mejor echar un vistazo desde dentro antes de arriesgarse en el exterior. En ese instante una sombra se proyectó en una de las ventanas.

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