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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (23 page)

Cuando el sol volvía a ocultarse, Abú Alí Ibn Sina exhaló un suspiro quedo y no volvió a inspirar, dejando a su ayudante desolado y rodeado de centenares de kilómetros de la soledad más desesperada.

As-Sabbah aguardaba desde hace un buen rato ante la puerta Como le había indicado su maestro, después de engañar al príncipe debía desaparecer sin dilación, huir hasta Sirajan y, una vez allí, buscar la posada de Abdel Wahhab, un mauritano que le proporcionaría cobijo hasta la llegada del médico y su ayudante. Pero en la casa no había nadie.

Hacía ocho jornadas que el muchacho había salido a hurtadillas del campamento —lo hizo justo cuando las tropas iniciaban los preparativos para acercarse al enemigo gaznawí—, y desde entonces había deambulado por caminos desérticos y pueblos casi abandonados tras las huellas de Ibn Sina. Siguió el camino del sureste, tal y como debía haber hecho el médico, aunque nadie, en ninguna de sus paradas, le proporcionó noticias sobre dos viajeros de las características descrita por el niño. Ya comenzaba a desfallecer su fe en el maestro cuando s halló ante el arco de entrada a Sirajan, entonces fustigó con decisión a su camello y éste galopó raudo por las callejuelas del pueblo. Cuando llegó a un zoco con unas decenas de puestos desmontó y preguntó por la posada del tal Abdel Wahhab.

Ahora sentía de nuevo una intensa rabia por confiar en Ibn Sina

—Muchacho, ¿qué haces ahí en la puerta?, ¿qué buscas? —Oyó As-Sabbah a su espalda.

Quien le había hablado era un hombre gordo, desbordado de carne, con las manos grasientas, la piel del color de la aceituna vieja una nariz prominente con forma de pera y unos ojos pequeñitos, casi inexistentes.

—Estoy esperando al posadero —respondió el jovenzuelo.

—Aquí lo tienes, soy Abdel Wahhab, ¿qué deseas?

—Busco a dos viajeros de Hamadhán, uno de ellos de edad avanzada, de barba amplia y ojos negros, el otro bastante joven, quizá uno diez años mayor que yo.

—Con esas características no ha venido nadie a mi posada en las últimas semanas.

—¿Estás seguro? Es muy importante, hermano.

—Bueno, tal vez. ¿Cómo te llamas?

—Hasan As-Sabbah.

—¡Hasan! Claro, tenías que ser tú.

—¿Cómo yo? —As-Sabbah no entendía a qué se refería.

—Sí, claro, tú. Acompáñame, hijo, a la posada, y con un buen trozo de pan y leche de cabra disiparé tus dudas si Alá lo permite.

Wahhab le dijo que Ibn Sina fue amigo suyo desde los tiempos en que vivía con su familia en Gurgandj. Con la fecunda verborrea a la que se habitúan los comerciantes del vino y el condimento, le habló de las noches en vela oyendo contar relatos al maestro, relatos que, aseguró, no entendía en las más de las ocasiones, aunque siempre lo entretenían y divertían. Después, mientras As-Sabbah daba buena cuenta del ágape, tornó la alegría en tristeza y confesó al niño que el médico estaba ahora postrado ante Alá para mayor gloria del Altísimo.

—Cuatro jornadas atrás llegó a mi casa El-Jozjani, venía demacrado, cansado, con la mirada ausente; si habitualmente era de carnes enjutas, cuando lo encontré ante mi puerta verdaderamente me asusté: semejaba un esqueleto envuelto en piel, tal era la sensación que despertaba al mirarlo. Me habló de la pérdida del maestro y, después de descansar dos noches, me confió una carta, me dio tu nombre y me dijo que cuando llegaras te alimentara bien, te permitiera descansar y te entregara la misiva. Luego, se marchó sin decir palabra.

—¿Adónde?

—Sólo Alá lo sabe, hijo.

As-Sabbah tomó la carta entre sus manos y la desdobló.

Querido Rasan, que Alá te guarde por siempre, sé que habíamos fijado este lugar para reunirnos, sin embargo las cosas no salen siempre como uno desea. En este caso, Alá nos tenía reservado un cambio significativo en el rumbo de nuestro viaje: nuestro maestro, el insigne Abú Alí Ibn Sina, murió entre mis brazos hace dos jornadas.

El niño paró de leer. Wahhab le puso una mano en el hombro y le acarició el pelo. Entendía el dolor que sufría en ese instante. As-Sabbah aguardó unos segundos y regresó a la lectura.

He llorado tanto que no hay fuente que pueda restituirme las lágrimas, pero Alá es sabio y sólo Él conoce los caminos y las sendas. En fin, deberemos esperar a la otra vida para reencontrarnos con nuestro amado Abú Alí, entretanto, según me encomendó el maestro, mi cometido será protegerte. En cuanto estés repuesto de tu viaje dirígete a Hamadhán, allí busca al maestro Kadin Khuzayma. Él se hará cargo de tu instrucción. Sé, Rasan, que tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, con todo si estás leyendo esta carta es que has actuado con prudencia y seguido a pies juntillas las instrucciones del maestro. Confío en que algún día Alá permita que nos volvamos a encontrar en circunstancias más agradables. Hasta entonces, hermano, que Él sea misericordioso con ambos.

El niño arrugó violentamente el papel y lo arrojó a las brasas. Sus ojos reflejaban la cólera que sentía nacer en su interior, el maestro había muerto y El-Jozjani se había marchado. As-Sabbah no tenía ninguna duda: el ayudante del médico poseía el secreto que ansiaba el emir.

Lo encontraré cueste lo que cueste, se dijo mientras mordía impetuosamente un trozo de cordero asado.

Capítulo VII

Jeff y Alex aterrizaron en San Petersburgo a media tarde. Fue fácil llegar a Madrid desde Santander, usaron los cheques de viaje del inspector para alquilar un coche, el problema, se temía Jeff, surgiría al volar a Rusia. El inspector sabía que no era sensato utilizar sus pasaportes, sin embargo era la única opción. No hubo tiempo para buscar a alguien que falsificara los pasaportes y, además, el dinero hubiera sido un contratiempo añadido. De modo que compraron dos billetes en el aeropuerto de Barajas y atravesaron la zona de seguridad confiando en que se produjera un milagro al tomar tierra.

Una vez acabado el
finger,
aparecieron en una espaciosa terminal; el sol entraba por todas partes confiriéndole una luminosidad natural que agradó a Alex desde el primer momento. Estaba muy asustada, en el avión dispusieron de tiempo suficiente para hablar acerca de la desaparición de su padre, al recordarle se hizo más vívido ese vacío en su interior que la oprimía y la inundaba de un sentimiento de soledad que no presagiaba nada bueno. Descendió del avión con la sensación de que algo muy grave le había ocurrido, un hecho irremediable que no tenía vuelta atrás. Jeff la agarró de la mano, ella, al sentir el calor de su mano, le miró a los ojos, parecían decirle que no se preocupara, que todo iría bien. Lo quiso creer e hizo el esfuerzo de sonreírle. Es un buen hombre.

Pasaron sin detenerse por la zona de recogida de equipajes, pues sólo llevaban consigo la mochila de Jeff. Ahora venía el momento más temido, frente a ellos, al final de un pasillo, se abrían cinco corredores separados por vallas metálicas y cerrados por una pared con una ventanilla y dos puertas a los lados. Era el control de pasaportes. Eligieron la cola más concurrida de forma automática, como si quisieran retrasar el instante en el que el policía tomara sus pasaportes y los identificara. Si Jeff estaba en lo cierto, al introducir los datos identificados en el ordenador una alarma silenciosa alertaría al policía de que el poseedor del documento aparecía en el registro de delincuentes en busca y captura. Inmediatamente les trasladarían a unas dependencias a la espera de que alguien se hiciera cargo de ellos. También podía ocurrir que no sucediera nada de esto, aunque el inspector lo creía improbable, nadie se toma tantas molestias para capturarlos sin prever sus pasos.

Al llegar al control Jeff entregó su pasaporte. El policía lo cogió sin mirarle y comenzó a teclear. Alex contemplaba su cara fijamente buscando algún signo, una señal que le delatase décimas de segundo antes de mandar prenderles. Tenía los ojos grises y pequeñitos, muy pequeñitos, quizá era un efecto visual, pensaba la inglesa, pues sus ojos se situaban inmediatamente debajo de una amplia visera de charol negro y justo encima de una enorme nariz bulbosa regada de venillas rojas y un mostachón al estilo staliniano. Desvió la mirada hacia Jeff, comprobaba la similitud de la foto con su rostro, no parecía que hubiera algo fuera de lo normal. Alex apretó la mano del inspector con aprensión. Era el momento, si debían ser detenidos ahora era el momento. El ruso levantó la mano, le devolvió el documento a Jeff y se mantuvo en la misma posición esperando el siguiente pasaporte; Alex no lo podía creer, seguían ahí en la cola, nadie les había apresado, sonrió mientras soltaba la mano de Jeff y colocó su pasaporte al alcance del policía.

—¿Cómo estás? —Jeff fue el primero en hablar al dejar atrás el control.

—Bien. Tengo que confesarte que estaba muerta de miedo.

—Realmente yo también.

—¿Qué ha pasado?

—No tengo ni idea —Jeff observaba a su alrededor mientras hablaba con Alex, no estaba seguro de qué había ocurrido, quizá evitaran inmiscuir a las autoridades locales—, el caso es que estamos aquí.

Alex sonrió de nuevo y se apretujó contra el brazo del inspector. Los dos andaban despacio camino de un taxi, parecía que por un momento habían olvidado el motivo de su viaje. Sin embargo, al cruzar la puerta de salida Alex chocó de frente con la realidad, sólo unos días antes había atravesado esa misma puerta del brazo de su padre. Fue como un fogonazo.

Durante el trayecto en taxi se mantuvo en silencio hasta que Jeff la tocó suavemente en el hombro.

—Sólo tenemos cheques de viaje, ¿lo aceptará?

Alex había viajado varias veces a Rusia desde que su padre fue contratado, y conocía muy bien a los taxistas rusos. Todo era cuestión de cuánta propina estabas dispuesto a ofrecer.

—No habrá problema, dale el doble de lo que te pida.

—Has estado muy callada desde que dejamos el aeropuerto.

—Sólo pensaba... Debía arreglar varias cosas aquí —dijo señalándose la cabeza—. Pero, en fin, ya estamos en San Petersburgo. Ahora es el momento de buscar a mi padre.

—Así es, en los laboratorios aclararán qué está ocurriendo.

Alex asintió levemente. Recordaba la única vez que le permitieron acceder a las instalaciones, a ella le pareció un lugar gris, sucio y excesivamente burocrático. Su padre se había empeñado en que conociera el despacho, a Alex le daba igual pero él estaba muy ilusionado así que no tuvo más remedio que aceptar. Fue una visita corta y desagradable. Le hicieron atravesar un escáner que dejó al desnudo su piel. Registraron sus datos biométricos de manos y ojos, le quitaron todo signo del siglo XXI, ni teléfono de videollamada ni reloj ni bolígrafo digital, todo aquello que contuviera un
chip
debía depositarlo en un contenedor antes de acceder a los laboratorios. Luego el despacho no era para tanto, recordó con una sonrisa melancólica, un cubículo de apenas ocho metros cuadrados desbordado de papeles, ordenadores, escáneres de 3D..., según su impresión una jungla en miniatura en la que a cualquiera le sería imposible vivir menos a su padre, en cuyo desorden siempre encontraba un orden lógico por el que regirse. ¡Y ella era la rarita de la familia!, pensó con ironía.

—Ya estamos —dijo el inspector antes de salir del taxi.

Al otro lado de la calle surgía un edificio de ladrillo rojo de tres plantas, era muy estrecho, apenas daba para un par de habitaciones o quizá tres; el inmueble presidía la entrada, a ambos costados se abría un largo muro del mismo color y unos tres metros de altura que se perdía de vista, y en el centro las puertas, una diminuta para el acceso a pie, y otra de mayor anchura y altura para los vehículos.

—Deséame suerte.

—La tendrás —aseguró el inspector con un tono de duda. Ojalá los últimos días no sean más que un mal recuerdo sin explicación y que tu padre esté ahí, tras esas puertas, analizando quien sabe qué cosa, se esforzó en desear con una medio sonrisa.

Después ambos se miraron un instante en silencio, ella con miedo, él con ternura, y a continuación se dirigieron cogidos de la mano hacia el control de acceso. Un hombre uniformado de bigote oscuro, cejas tupidas y un aire decididamente ruso, rellenaba formularios en una pantalla táctil integrada en una mesa que hacía las veces de barrera para el filtro peatonal. El individuo mantenía los ojos en el ordenador sin levantar la cabeza en ningún momento, Jeff se vio obligado a carraspear un par de veces para hacer notar su presencia.

El guarda levantó la barbilla el tiempo preciso para ojear a la pareja que esperaba frente a él, volviendo a sus quehaceres dos segundos más tarde sin mover un solo músculo de la cara. Jeff carraspeó de nuevo aunque sus esfuerzos fueron vanos, después golpeó la mesa levemente con la palma de la mano para atraer la atención del ruso. Y la atrajo, si bien no de la manera que había supuesto, el vigilante se levantó malhumorado y les lanzó varias imprecaciones en su idioma natal, en tanto que mantenía la mano izquierda en la empuñadora de una porra que colgaba de su cintura.

—Queremos ver al doctor Brian Anderson —dijo Jeff impasible. El ruso seguía quejándose sin responder al inspector y señalando hacia la carretera.

—He dicho que queremos ver al doctor Brian Anderson —repitió Jeff, esta vez vocalizando con lentitud para que el ruso le entendiera.

El guardia parecía cada vez más exasperado. Se dio la vuelta y pulsó el botón de un intercomunicador, poco después una voz metálica le respondió, también en ruso. Y cinco eternos minutos más tarde apareció otra persona en el control. Vestía el mismo uniforme.

—Está prohibida la entrada de toda persona ajena a los laboratorios —les informó en inglés—. Deben marcharse, no podrán pasar de ninguna de las maneras.

—Mi padre trabaja en estos laboratorios —advirtió Alex con voz temblorosa.

—Su padre se pondrá en contacto con usted cuando lo considere oportuno, en estos momentos todo el personal está aislado.

—¿Aislado? —Preguntó el inspector—. ¿Qué quiere decir?

—Es toda la información que puedo trasmitirles. No debo entretenerme más. Tengo trabajo que hacer.

El guarda que no sabía inglés les mostró una sonrisa de triunfo, apretó un botón de la consola de su mesa y sonó un clic que precedió al cierre automático de la ventanilla que lo separaba de los visitantes. Jeff y Alex se quedaron fuera.

—Vete tú a saber qué significa eso.

—Tienes que entrar —le advirtió Alex mientras lo zarandeaba por los brazos en un gesto de desesperación.

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