Read El manuscrito de Avicena Online

Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (39 page)

El director del MI6 se apretó las manos con nerviosismo. Allí estaba lo más granado de las agencias de inteligencia: John King de la CIA norteamericana, Lilya Petrovna del FSB ruso, Constantin Taballet de la DGSE francesa, Verner Müller de la BSI alemana, Sergio Álvarez del CNI español, Amir Ginich del Mossad israelí y Lian Hui del MSS chino. Responsables de los servicios de espionaje más importantes del mundo le observaban desde las distintas pantallas del centro de control del MI6.

—Al Qaeda nos está poniendo en evidencia —aseguró Gabriel Sawford—. Esto lo sabéis desde hace mucho tiempo.

—¿Para eso te has puesto en contacto con nosotros? —Preguntó con un tonillo de impaciencia el director de Operaciones del CNI.

—Déjame que acabe, Álvarez. Al Qaeda —prosiguió—ha conseguido introducirse en el narcotráfico, la prostitución, el blanqueo, las finanzas internacionales... En definitiva, en todo aquello que pueda proporcionarle dinero para su
yihad.
Los actos terroristas ya sólo son una pequeña parte de su tinglado. ¿Y por qué una organización fundamentalista islámica se ha marcado un rumbo nuevo? ¿Por dinero? No, ya tiene más que suficiente. ¿Por poder? Disfrutan del que necesitan dónde más les interesa, en el mundo islámico. Lo han hecho porque planean una operación de gran envergadura, una operación que podría acabar con Occidente.

Los representantes de las agencias de espionaje permanecían mullos en sus pantallas. Sabían de las drásticas modificaciones en el modo de operar de Al Qaeda en los últimos años; los agentes bajo su mando seguían con vivo interés esos cambios. Pero a ninguno de ellos se le alcanzaba qué tramaban.

—Hemos venido trabajando en un operativo llamado
Avicena
—continuó—. Sabemos que otras agencias aquí presentes lo conocen, pero no voy a mentadas, no es necesario... A lo que voy es que esa operación se desarrollaba en base a ciertos conocimientos adquiridos por personas de confianza, conocimientos que posteriormente han demostrado ser incorrectos.

Mientras hablaba, el director del MI6 se paseaba a lo largo de la habitación. De vez en cuando, como tomado por una inspiración momentánea, se detenía y contemplaba las pantallas de su despacho, donde las caras de los jefes de las otras agencias de espionaje se veían serias, cabizbajas, reflexivas o, en algún caso, escépticas.

—Hoy os he convocado para presentaros a alguien que nos ha desvelado un error, un error que nos podría costar a todos muy caro si no lo remediamos a tiempo y trabajamos al unísono —aseguró mientras hacía una señal a una persona situada más allá de la cámara que le enfocaba—. Este hombre os pondrá al corriente de los detalles, después yo volveré a situarme ante vosotros para pediros una vez más que colaboremos sin condiciones.

Un hombre de color se acercó al centro de la habitación junto a Sawford.

—Buenos días, tardes o noches, según donde se encuentren en estos momentos. Mi nombre es Jerome Eagan y soy comisario de Scotland Yard.

Algunos de los responsables de las agencias internacionales torcieron el gesto, pero Eagan decidió pasarlo por alto.

—Hace pocos días el director del MI6 me desveló una operación de Al Qaeda denominada el
Día del juicio Final
—manifestó—. Desde entonces he ido ampliando la información que poseía hasta tener ante mí una imagen más o menos clara de lo que pretenden hacer estos terroristas.

En una de las pantallas Sergio Álvarez sonreía.

—Como ha dicho Mr. Sawford, algunos de ustedes ya habían oído hablar de este operativo. En cualquier caso —continuó—, les ofrecer una sucinta explicación para aquellos que no lo conocen: Al Qaeda pretende destruir el sistema mundial a través de varias oleadas. Primero comenzará por colapsar las finanzas, a eso le seguirá un ataque masivo a la red y a los centros neurálgicos de todo tipo, comerciales de negocios, hospitalarios, educativos... Todos los lugares de concentración habitual de seres humanos se verán afectados de una u otra manera.

Álvarez mantenía su actitud chulesca. Sentía que en aquella re unión estaba de sobra. Él les llevaba ventaja puesto que conocía a la perfección el
Día del Juicio Final
y, más aún, disponía de un agente que se adelantaría a todos en la búsqueda del manuscrito.

—Lo que sabíamos hasta ahora es que este plan se llevaría a cabo en el mil aniversario de la muerte de Avicena —prosiguió Eagan—. Si tenemos en cuenta que este médico persa murió en 1037, eso no da un amplio margen de casi treinta años. —El comisario se detuvo un momento, observando con detenimiento los rostros de cada pantalla—. Repito, eso es lo que sabíamos. Ahora estamos seguros de que la ejecución de ese operativo no será dentro de tres décadas, sino que debía haber comenzado en 2007.

—Eso no puede ser —interrumpió de repente Álvarez.

—Lamento que no le guste, Álvarez, pero es así —replicó el director del MI6—. Ni a ti ni a ninguno de nosotros nos complace, sin embargo debemos aceptarlo. Eagan ha dado con la clave.

—Efectivamente, Gabriel. ¿No les parece raro que con tanta antelación Al Qaeda descubra sus cartas? Si varias agencias conocían el operativo es porque está en un avanzado proceso de desarrollo; es más, diría que a falta de sólo un detalle. Un detalle al que me remitiré más tarde —señaló el comisario—. Pero antes quiero hacerles entender cómo llegué a la conclusión de que es éste y no otro el año de la ejecución del plan terrorista: Hasta ahora el MI6 había dado por sentado que el mil aniversario de la muerte de Avicena coincide con el año 1037. Evidentemente eso es así desde el punto de vista de Occidente, aunque debemos tener en cuenta que quien se ha marcado ese momento como macabro inicio de una guerra yihadista es una organización fundamentalista islámica. Por tanto, su calendario no es el nuestro. Para ellos la muerte de este médico se produjo en el año 488 de su calendario.

—Da igual que sea en un calendario o en otro, lo importante es que han pasado mil años —objetó Petrovna.

—No, no da igual porque el calendario de la Hégira..., el calendario musulmán, está formado por años lunares, no por años solares, es decir, tiene menos días que los años del calendario Gregoriano —advirtió Eagan—. O sea, el mil aniversario de la muerte de Avicena se cumple en 1488, que, convertido al calendario Gregoriano, no es 2037, sino 2007.

El comisario pulsó una tecla en la mesa y las imágenes de las pantallas se redujeron a la mitad. En la parte inferior continuaban abiertas las ventanas de cada uno de los asistentes a la reunión, algo más pequeñas que antes, y en el área superior aparecían dos fórmulas:

G = H + 622 - (H/33)

H = G - 622 + (G - 622/32)

—Si consideramos la diferencia de días entre el calendario lunar y el solar, y el hecho de comenzar el año en fechas diferentes, nos daremos cuenta de la dificultad de establecer una correspondencia entre el calendario musulmán y el cristiano —explicó—. Existen tablas de equivalencia, aunque para un cálculo rápido y aproximado sirven las dos fórmulas que ven en sus pantallas.
G
es el año según el calendario gregoriano y
H
el año de la Hégira o año del calendario islámico.

Los jefes de los servicios secretos mantenían sus labios apretados A Álvarez además se le podía ver transfigurado, había perdido el color de la cara y sudaba abundantemente. Pendía sobre sus cabezas un riesgo cierto y no habían sabido verlo con la antelación necesaria.

La luz de la linterna creaba una atmósfera misteriosa en el aula arqueológica. A izquierda y derecha frías piedras cinceladas, vasijas agrietadas, monedas que trataban de ser circulares sin conseguirlo, un casco abollado, en el suelo un hipocampo mitológico... Las dos habitaciones que formaban el museo habían permanecido ancladas en el pasado. Una figura parecía mirar a Javier desde una esquina. En su mano derecha portaba una espada, en la otra una cruz alargada que también podría ser una daga. El agente examinó la escultura. Había visto esa cruz en otra ocasión pero no recordaba dónde. Detrás, uno pasos.

—Doctor, aquí hay algo que me gustaría que vieses. Nadie contestó.

El agente seguía examinando la estatua. Las sombras que proyectaba la luz de la linterna se cimbreaban en las paredes y en el techo de la habitación. Javier se acercó a la escultura. Las oscuridades s transformaban continuamente, haciendo y deshaciendo imágenes contornos difuminados sin orden. En uno de esos cambios, creyó vislumbrar un movimiento ajeno a la vibración de la luz emitida por la linterna. Algo parecía haberse movido tras él. Ahora caía en que hacía rato que había llamado al médico y nadie le había respondido. Sacó el arma de su funda y se forzó a concentrarse para oír mejor. Apretaba el arma en su puño mientras avanzaba pesadamente. Una corriente de aire le provocó un estremecimiento involuntario. De pronto, una sombra furtiva pasó por delante del haz de luz de la linterna.

En el otro lado del pueblo, Alex se agarraba con temor a la puerta del vehículo. Hacía ya un buen rato que esa especie de sonido de oboe o flauta o lo que quiera que fuese, Alex no acertaba a distinguirlo, se mantenía sin descanso, de una cadencia espaciada había ido pasando paulatinamente por distintas fases hasta hacerse ahora insoportablemente continuo. La joven sabía que debía ir en busca de los otros y no se decidía a moverse. Sintió una presión en el pecho cuando el sonido se detuvo de repente. Segundos más tarde comenzó de nuevo, se había acobardado pero obligó a sus pies a dirigirse hacia la casa de dónde parecía provenir.

La vivienda poseía dos plantas y un tejado a dos aguas con tejas de color verde, estaba construida con sillares marrones y sobre la única ventana de su fachada principal podía verse una flor de seis pétalos en relieve. La puerta, de madera de roble, estaba entreabierta. Alex deseó que alguien la disuadiera de lo que iba a hacer.

Suspiró y luego empujó la puerta. El interior permanecía sombrío, olía a madera nueva..., en el suelo manchas de barro recientes conducían hacia una amplia escalera pintada de blanco, de arriba brotaba aquel sonido que a fuerza de oírlo se había convertido en un insidioso estorbo. Alex se atrevió a dar un paso hacia el interior, la madera crujía bajo sus pies. Alcanzó el primer escalón tras no pocos quejidos de las tablas del suelo, que se retorcían como si todo fuese a desplomarse de un momento a otro. El pasamano estaba helado, aunque aparecía limpio, ni polvo ni huellas, como recién instalado. A medida que subía, la penumbra del piso de abajo se iba haciendo más impenetrable hasta convertirse en un boquete negro del que emergían los blancos escalones. Por el contrario, arriba la luz era diáfana, brillante, casi deslumbrante por el contraste.

No había alcanzado el último escalón cuando el sonido se apagó.

En los oídos de la inglesa aún resonaban los ecos de aquel ruido machacón desvaneciéndose con lentitud hasta que le sorprendió el vacío del silencio. Entonces comprendió que, sucediese lo que sucediese, ocurriría en ese momento y no en otro. La escalera acababa en un pasillo largo lleno de ventanas que iluminaban la estancia. A su izquierda, la más cercana ofrecía una panorámica de los tejados del pueblo, y justo enfrente lo vio: allí, en la casa más cercana, sobre otra techumbre de color verde, dos cabezas de piedra a escala rea dispuestas hacia el sur. Experimentó una sensación de triunfo. Y cuando aún se deleitaba con esa emoción sintió que el suelo cedí bajos sus pies; todo se volvió negro en un instante, su cuerpo cayó golpeándose con las paredes de lo que parecía un cubículo vertical Por suerte, una de sus manos apresó con fuerza uno de los listone del pasamano.

En mitad de una nada tenebrosa, aferrada a un débil listón y con el cuerpo trabado por la trampilla que se había abierto, respiraba agitadamente. El tiempo transcurría inagotable mientras contemplaba la vida junto a su padre, de sus ojos brotaron lágrimas que resbalaron sinuosas por sus mejillas y un hormigueo frío se apoderó del brazo con el que se sujetaba; luego resbaló.

Sin embargo, su cuerpo se mantuvo en el aire y su brazo levantado, agarrado a la altura de la muñeca. Alguien tiraba de ella hacia arriba.

La noticia de Eagan los había dejado bloqueados. Los directores de los servicios secretos convocados se retiraron en medio de un silencio enrarecido. Debían poner en claro toda la información de que disponía cada agencia acerca de los últimos movimientos de Al Qaeda; era necesario aportar la información que hubiera descubierto cada uno para idear un operativo que frenara las aspiraciones de la organización terrorista.

—¿Qué tal lo he hecho? —Preguntó el comisario.

—No está mal para ser un policía —respondió Sawford con des gana en tanto que revisaba una serie de datos de sus archivos persona les para presentarlos a sus homólogos.

Eagan se sentía satisfecho. Todavía no acababa de comprender cómo encajaba el manuscrito en todo este proceso, aunque estaba claro que hasta que no tuvieran el documento no iban a dar un paso, y esa era una baza que podría hacerles recuperar el terreno perdido.

La claridad del piso superior se volvió a colar en los ojos de Alex al izarla. Abrió los ojos todo lo que pudo pero la luz le impedía distinguir algo más que un bulto oscuro. Segundos después Javier y el doctor Salvatierra la dejaron sobre el piso junto al último peldaño de la escalera.

—¿Pero cómo...? —Preguntaba con la respiración forzada.

—Encontramos el coche y no había rastro de ti. Afortunadamente te oímos gritar.

Alex se incorporó para contemplar la trampilla abierta a un oscuro boquete.

—En el piso de abajo apenas veíamos así que saqué la linterna, fue entonces cuando descubrimos tus pies colgando de una abertura del techo. Debe haber un doble fondo entre los dos pisos, una especie de cámara.

—Ya os dije que no era seguro que nos separáramos —reconvino el médico.

La inglesa se levantó con ayuda del agente. Después los tres bajaron las escaleras y salieron a la luz del día, una luz sucia emborronada por las nubes.

—Lo he encontrado —dijo Alex cuando alcanzaron el coche.

—¿Qué? —Preguntó el médico.

—¿Qué va a ser? ¡Las cabezas! —Contestó con impaciencia—. Están sobre el tejado de esa casa —añadió señalando a la vivienda situada tras el coche—, desde aquí no se ven porque se encuentran casi en el centro del tejado. Sólo pueden divisarse desde un lugar elevado... —buscó en torno suyo— como ese —añadió mientras señalaba la calle que se abría tras la vivienda y que ascendía derecha por la colina.

Other books

Perfect Master by Ann Jacobs
Al Filo de las Sombras by Brent Weeks
Killing Casanova by Traci McDonald
Reinstated Bond by Holley Trent
Black Spring by Alison Croggon
The Shortest Journey by Hazel Holt
No Ordinary Killer by Karnopp, Rita
Angel of Ash by Law, Josephine


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024