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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras

 

El asesino perfecto no tiene un nombre, sino mil rostros.

La partida ha empezado. Todas las piezas han tomado posiciones e inician sus movimientos.

Todas menos una.

Tras la muerte de Durzo Blint, su maestro, y de Logan, su mejor amigo y el legítimo heredero al trono, Kylar Stern siente que ya nada le ata a Cenaria, un país sometido a los caprichos del invasor: el rey dios Garoth Ursuul. Mientras los incendios y el pillaje se adueñan de la metrópoli, mientras miles de refugiados emprenden la huida y los resistentes se disponen a luchar, Kylar decide renunciar a su antigua vida.

Sin embargo, la noticia de que Logan está vivo, oculto en la peor de las prisiones, exige una decisión final: o bien Kylar acepta sin mirar atrás la ciudad, la profesión y la familia que son ahora su futuro y su redención a la vez, o bien se adentra en el camino sin retorno de las sombras, donde su talento como asesino podría salvar a un amigo y a un país… aun a riesgo de perder todo lo demás.

Brent Weeks

Al Filo de las Sombras

El Ángel de la Noche II

ePUB v1.2

Anónimo
 
14.07.11

Para Kristi, por no dudar nunca, ni siquiera cuando yo lo hice.

Y también…

Para Kevin, porque es tarea del hermano mayor endurecer al pequeño. Lo que me enseñaste, lo he necesitado (pero nunca he sido el mismo desde aquel incidente con la bola de barro).

Capítulo 1

—Tenemos un contrato para ti —dijo Mama K.

Como siempre, sentada recordaba a una reina: la espalda recta, el suntuoso vestido sin una sola arruga y el pelo, aunque un poco canoso en las raíces, recogido de manera impecable. Si bien esa mañana tenía ojeras. Kylar supuso que ninguno de los cabecillas supervivientes del Sa’kagé había dormido mucho después de la invasión khalidorana.

—Buenos días a ti también —dijo Kylar mientras se sentaba en el sillón de orejas del estudio.

Mama K no se volvió de cara a él, sino que siguió mirando por la ventana. La lluvia de la noche anterior había apagado la mayor parte de los incendios, pero muchos humeaban aún y bañaban la ciudad en un amanecer carmesí. Las aguas del río Plith, que separaba los barrios ricos al este de Cenaria de las Madrigueras, parecían rojas como la sangre. Kylar no estaba seguro de que el único motivo fuese que el humo tapaba el sol; en la semana transcurrida desde el golpe, los invasores de Khalidor habían masacrado a millares de personas.

—Hay una pega —prosiguió Mama K—. El muriente sabe que va a intentarse.

—¿Cómo lo sabe? —Por lo general el Sa’kagé no era tan chapucero.

—Nosotros se lo dijimos.

Kylar se frotó las sienes. Si el Sa’kagé ponía sobre aviso a alguien era para no verse involucrado en caso de que el intento fracasara. Eso significaba que el muriente solo podía ser un hombre: el conquistador de Cenaria, el rey dios de Khalidor. Garoth Ursuul.

—He venido a por mi dinero, nada más —dijo Kylar—. Han ardido todas las casas seguras de Dur... todas mis casas seguras. Solo necesito lo suficiente para sobornar a los centinelas de las puertas. —Llevaba desde pequeño pasándole una parte de su paga a Mama K para que la invirtiese. Debería tener de sobra para unos cuantos sobornos.

Mama K hojeó en silencio unos folios de papel de arroz que tenía en el escritorio y le entregó uno a Kylar. Al principio, las cifras lo dejaron estupefacto. Estaba implicado en la importación ilegal de hierba jarana y media docena más de plantas adictivas, poseía un caballo de carreras, tenía participación en una cervecería y varios negocios más, así como porcentajes de la cartera de un usurero, y era copropietario de varios cargamentos de sedas y gemas, cargamentos absolutamente legítimos... salvo que el Sa’kagé prefería pagar un veinte por ciento en sobornos en vez del cincuenta por ciento en aranceles. La enorme cantidad de información que contenía la página resultaba abrumadora. Kylar no sabía lo que significaba la mitad de lo que leía.

—¿Tengo una casa? —preguntó.

—Tenías —respondió Mama K—. Esta columna recoge la mercancía perdida en los incendios o saqueos. —Todas las entradas salvo una expedición de sedas y otra de hierba jarana iban seguidas de una equis. La mayoría de sus propiedades se habían perdido—. Ninguna de las dos expediciones regresará antes de varios meses, si es que lo hacen. Como el rey dios siga confiscando los navíos civiles, no volverán nunca. Claro que si estuviese muerto...

Kylar ya veía adónde quería ir a parar.

—Según esto, mi parte vale todavía de diez a quince mil. Te la vendo por mil; es todo lo que necesito.

Mama K ni le hizo caso.

—Necesitan un tercer ejecutor para asegurarse de que salga bien. Cincuenta mil gunders por una muerte, Kylar. Con ese dinero podrías llevarte a Elene y a Uly a donde quisieras, le harías un favor al mundo y no tendrías que trabajar nunca más. Solo es un último encargo.

Kylar vaciló apenas un momento.

—Siempre hay un último encargo. He terminado.

—Esto es por Elene, ¿verdad?

—Mama K, ¿crees que un hombre puede cambiar?

Ella lo miró con una profunda tristeza.

—No. Y acabará odiando a quienquiera que le pida que lo haga.

Kylar se levantó y salió por la puerta. En el pasillo se topó con Jarl. Su amigo sonreía como cuando eran dos granujillas de las calles y tramaba alguna travesura. Vestía lo que debía de ser la última moda: una túnica larga de hombreras exageradas a juego con unas calzas ajustadas y metidas por dentro de botas altas. Daba una imagen vagamente khalidorana. Llevaba el pelo en elaboradas trencillas rematadas por cuentas doradas que hacían resaltar su piel negra.

—Tengo el trabajo perfecto para ti —dijo Jarl, en voz baja pero nada arrepentido de haber escuchado a escondidas.

—¿No hay que matar a nadie? —preguntó Kylar.

—No exactamente.

—Santidad, los cobardes están preparados para redimirse —anunció el vürdmeister Neph Dada, proyectando la voz para que la muchedumbre pudiera oírle bien. Era un anciano encorvado, con la piel manchada y surcada de venas, que apestaba a muerte mantenida a raya mediante magia; respiraba con fatiga por el esfuerzo de haber subido a la plataforma situada en el gran patio del Castillo de Cenaria. De los hombros de sus ropajes negros colgaban doce cordones anudados en representación de las doce shu’ras que había dominado.

Neph se arrodilló con dificultades y ofreció al rey dios un puñado de pajas.

Desde la plataforma, el rey dios Garoth Ursuul pasaba revista a sus tropas. En el centro de la primera fila había casi doscientos montañeses del clan Graavar, salvajes altos, fornidos y de ojos azules que llevaban el pelo moreno corto y los bigotes largos. A los lados formaban las demás tribus montañesas de élite que habían tomado el castillo. Detrás esperaba el resto del ejército regular que había entrado en Cenaria después de la liberación.

La neblina que se elevaba desde el río Plith a ambos lados del castillo y se colaba por debajo de los herrumbrosos rastrillos de hierro estaba dejando helados a los asistentes. Los Graavar se habían distribuido en quince grupos de trece guerreros cada uno, y eran los únicos que no llevaban armas, armadura ni túnica. Únicamente en pantalones, con el rostro pálido e impasible, sudaban en vez de temblar en aquella fría mañana de otoño.

Nunca se generaba alboroto cuando el rey dios pasaba revista a sus tropas, pero en esa ocasión reinaba un silencio escalofriante aunque hubiera millares de curiosos en el gran patio. Garoth había congregado a todos los soldados disponibles y también había permitido asistir a los sirvientes, nobles y plebeyos cenarianos. Los meisters, ataviados con capotillos negros y rojos, se apretujaban junto a los vürdmeisters de vestiduras largas y a los soldados, labriegos, toneleros, nobles, jornaleros, doncellas, marineros y espías de Cenaria.

El rey dios se había echado hacia atrás la gran capa blanca ribeteada de armiño para hacer resaltar sus musculosos hombros. Por debajo llevaba una túnica blanca sin mangas sobre unos pantalones anchos del mismo color. Tanto blanco daba un aire fantasmal a su pálida tez khalidorana y ofrecía un acusado contraste con el vir que serpenteaba por su piel. Unos zarcillos negros de poder se elevaban hasta la superficie de sus brazos. Grandes nudos, nudos erizados de espinas, afloraban y se hundían, y también ondulaban a lo largo de su piel. Unas garras le rastrillaban la epidermis desde debajo. Además, el vir no quedaba confinado a sus brazos: los zarcillos subían hasta enmarcarle la cara, le llegaban al cuero cabelludo calvo y le traspasaban la piel para formar una vibrante corona negra de espinas. Hilillos de sangre le caían a los lados de la cara.

Para muchos cenarianos, era la primera vez que veían al rey dios. Estaban boquiabiertos. Temblaban al sentirse recorridos por su mirada. Exactamente lo que él pretendía.

Por fin, Garoth seleccionó una de las pajitas que Neph Dada le ofrecía y la partió en dos. Tiró una mitad y cogió otras doce pajitas enteras.

—Así hablará Khali —anunció con una voz cargada de poder.

Hizo una seña para que los Graavar subieran a la plataforma. Durante la liberación, se les había ordenado defender aquel patio y retener a los nobles cenarianos hasta su exterminio. En lugar de eso, los montañeses habían huido en desbandada y Terah de Graesin y los suyos aprovecharon para escapar. Era inaceptable, inexplicable e impropio de los fieros Gravaar. Garoth no entendía qué impulsaba a unos hombres a luchar un día y huir el siguiente.

Lo que sí entendía era la vergüenza. Los Graavar se habían pasado la semana siguiente limpiando cuadras, vaciando orinales y fregando suelos. No se les había permitido dormir para que dedicaran las noches a sacar brillo a las armas y armaduras de los guerreros que, a diferencia de ellos, no habían fallado. Ese día, expiarían su culpa y, durante el año siguiente, estarían ansiosos por demostrar su heroísmo. Al acercarse al primer grupo acompañado de Neph, Garoth retiró el vir de sus manos. Cuando los hombres sacaran sus pajitas, no debían considerar fruto de la magia o capricho del rey dios que un hombre se salvara y otro se condenase. Debían verlo como el mero destino, la inexorable consecuencia de su propia cobardía.

Garoth levantó las manos y, juntos, todos los khalidoranos oraron:

—Khali vas, Khalivos ras en me, Khali mevirtu rapt, recu virtum defite.

Mientras moría el eco de la plegaria, se acercó el primer soldado. Tendría apenas dieciséis años y sobre su labio se apreciaba solo una levísima sombra de bigote. Cuando desplazó los ojos del gélido rostro del rey dios a las pajitas, pareció a punto de desmayarse. Su pecho desnudo resplandecía de sudor a la luz creciente de la mañana; los músculos se le contraían involuntariamente. Sacó una pajita. Era larga.

Su cuerpo liberó de golpe la mitad de la tensión que lo atenazaba, pero solo la mitad. El joven que tenía al lado, tan parecido a él que debía de ser su hermano mayor, se pasó la lengua por los labios y sacó una pajita. Era corta.

Un alivio malsano invadió al resto del pelotón, y los millares de asistentes que no podían distinguir la pajita desde lejos supieron lo que había salido por sus reacciones. El condenado miró a su hermano pequeño, que apartó la vista; luego volvió una mirada incrédula hacia el rey dios y le entregó la pajita corta.

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