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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (26 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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—Entonces hemos llegado justo a tiempo —dijo Gerda, sonriendo.

Charles se acurrucó en la trinchera cuando el biplano descendió en picado. El tableteo de las baterías hendió el aire y las balas le pasaron silbando sobre la cabeza. El ruido era ensordecedor. Los Stuka y los Heinkel de la Legión Cóndor rugían por un cielo negro de humo y fuego, bombardeando a las tropas republicanas en retirada con bombas y fuego de ametralladora.

—¡Gerda, es por el objetivo de la cámara! —gritó Charles—. La lente refleja la luz… ¡Vienen directos hacia nosotros! —Se puso a cubierto al lado de Gerda y Ted, terriblemente consciente de que el trasero le sobresalía de la trinchera. No soportaba la idea de que le dispararan ahí, quería contraer las nalgas, desaparecer bajo tierra.

—No podemos perder Brunete. —Gerda apretaba los puños, furiosa. Habían estado disparando fotos toda la mañana y cargó el último rollo—. ¡Maldita sea, es el mejor trabajo que he hecho nunca, pero no podemos perder esta batalla! —Se levantó para fotografiar a doce bombarderos en formación.

—¡Por el amor de Dios, Gerda, al suelo! —le gritó Ted, intentando tirar de ella para que se tendiera a su lado. Otra explosión la derribó y el suelo subió y bajó como el mar delante de ellos; se elevaron chorros de tierra como penachos.

—Scheisse
—juró Gerda, escupiendo tierra. Se agazapó—. Esta ha estado cerca. —Se puso boca arriba tranquilamente y fotografió un biplano que bajaba en picado hacia ellos, vomitando fuego entre las aspas del motor, mientras caía una lluvia de balas—. ¡No os rindáis! —les gritó a los republicanos que se batían en retirada.

Charles miró la hora. Eran las cinco y media. Había un torrente de hombres a su alrededor que huían del frente. Vio a uno volar por la fuerza de la honda expansiva.

—Deberíamos irnos…

—¡Luchad, camaradas! ¡No pasarán! —El atronador asalto aéreo ahogó la voz de Gerda—. ¡Oh , Dios! —dijo, cayendo de rodillas, desmoralizada—. Cuando pienso en toda la gente decente que ha muerto únicamente en esta batalla, me parece injusto seguir con vida.

—Gerda, él tiene razón. Hemos hecho lo que hemos podido. Larguémonos de aquí. —Ted tiró de ella para levantarla, protegiéndola con su cuerpo y poniéndose la cámara en bandolera. Se volvió hacia Charles—. ¿Y bien? ¿Vienes o qué?

Charles corrió detrás de ellos, jadeando sin respiración. Corrió ciegamente desde el frente, por campos llenos de muertos y moribundos, tropezando con los cuerpos retorcidos. Le parecía que estaban corriendo por unos altos hornos, por un panorama infernal peor que cualquiera que hubiera pintado Goya.

Le dolían los oídos debido a los disparos, los gritos y el estampido atronador de los cañones de los tanques a su espalda. Sabía que en cualquier momento su frágil cuerpo podía caer, destrozado y sangrante, notando cómo se le escapaba la vida. Corrió más y más rápido, y alcanzó a Ted y Gerda cuando llegaban a la carretera de Villanueva.

Tanques y jeeps daban bandazos por los surcos del firme a gran velocidad, batiéndose en retirada. Uno de los tanques frenó para permitir que los tres se subieran y ellos se agarraron. Charles intentaba recuperar el aliento, jadeando, con el vil sabor metálico de la batalla, de humo y aceite, de sudor y miedo y muerte en la boca.

El tanque rugía por la carretera y Charles fue recobrándose. Había allí una extraña quietud en comparación con el campo de batalla. Los ojos le seguían picando por el humo, pero allí el trigo se cimbreaba pacíficamente con la brisa que bajaba fresca y agradable de las montañas.

—Cuando salgamos de aquí nos iremos a Madrid —gritó Ted.

Charles cerró los ojos. Temblaba por la adrenalina y el miedo que había pasado. Se preguntó qué demonios lo había impulsado a irse a España para empezar. Aquel no era el mundo que él recordaba. Ansió estar de nuevo en las colinas de Yegen, en la hierba iluminada por el sol, cazando mariposas con su red; luz nítida y lino limpio, aire silencioso…

El tanque dio un bandazo cuando se incorporó a la carretera principal, sacándolo de su ensoñación.

—¡Ahí! —gritó Gerda—. Es el coche de Walter.

Se apearon de un salto y pasaron a la carrera por una granja de muros encalados hacia el automóvil que se alejaba del frente. Charles oyó a Ted preguntar si podía llevarlos hasta El Escorial. Las nubes se desplazaban perezosamente por un cielo azul cobalto.

Charles se dio cuenta de que el vehículo ya iba cargado de soldados heridos. Gerda y Ted iban delante de él y vio que ella bajaba la cabeza concentrada, acelerando hacia el coche y saltaba al estribo. Ted saltó al del otro lado. Ambos se volvieron hacia Charles, con cara triunfal.

«Dios mío, aquí están en su elemento», pensó él, y en aquel momento se dio cuenta de que nunca formaría parte de su mundo.

—¡Mala suerte, Charles! —le gritó Ted a todo pulmón—. Nos veremos en el hotel.

—¡Tengo que mandar esas fotos por cable a París —le gritó Gerda—. Esta noche celebraremos una fiesta de despedida en Madrid. ¡He comprado champán! —Le dijo, sonriendo de oreja a oreja.

—¡Gerda! —le gritó Charles, gesticulando frenéticamente.

Ella se rio y agitó también el brazo, despidiéndose.

—¡Gerda! —volvió a gritar a todo pulmón. No podía hacer nada. Un tanque descontrolado se empotró a toda velocidad contra el coche y golpeó a Gerda. Vio impotente cómo la aplastaba y caía como una muñeca de trapo. Ted salió volando, con las piernas bamboleándose. El coche quedó destrozado como si fuera de juguete, empujado fuera de la calzada. Una atronadora falange de aviones se cernía sobre ellos. Alguien agarró a Charles del brazo y lo arrastró a la cuneta.

Se echó cuerpo a tierra mientras la munición ametrallaba la tierra a su alrededor y lo recorrían oleadas de temblores. Por encima del ruido oía gritar a Gerda y no podía llegar a ella. Oyó a Ted llamándola, diciendo que no podía moverse. Charles parpadeó. Veía lucecitas. Se encogió en una pelota, intentando desesperadamente no desmayarse, respirando profundamente. Tenía ganas de vomitar. A su alrededor la gente empezó a salir de las cunetas cuando los aviones se dispersaron. Se puso de pie, tambaleándose. Vio un grupo de hombres rodeando a Ted y poniéndolo en una camilla. Le colgaban las piernas inertes.

—¡Mis piernas! —gritaba—. ¡No puedo mover las malditas piernas, Gerda!

Charles corrió hacia él.

—¿Dónde está? Charles, encuéntrala. —Tenía la cara contorsionada de dolor.

Charles asintió. Más adelante vio una ambulancia y, sobre una camilla, unos piececitos conocidos debajo de una sábana.

Se acercó corriendo, mareado, temeroso de lo que podría ver. Era Gerda. Tenía la cara pálida y se agarraba el vientre con las manos. La sangre oscura empapaba la sábana. Charles notó que le subía la bilis a la garganta cuando la cubrieron con una manta.

—Charles —susurró, sonriéndole—. ¿Dónde están mis cámaras? ¿Lo sabes? ¿Se han roto?

—No lo sé. —Luchando contra las lágrimas, se inclinó para besarle la frente—. No te preocupes por eso. Yo las cuidaré, te lo prometo.

—Era mi mejor trabajo, ¿sabes? —dijo ella, y perdió el conocimiento.

Charles miró impotente cómo la cargaban en la ambulancia y se marchaban a toda velocidad por la carretera. Se quedó allí de pie completamente solo mientras un torrente de hombres y vehículos pasaba a su lado, retirándose hacia Madrid.

—Gerda —susurraba—. Gerda…

32

VALENCIA, enero de 2002

Luca repasaba los estantes de cedés de FNAC. En la tienda, llena de clientes de fin de semana y adolescentes flirteando, escuchando música por los auriculares al final de los pasillos, había mucho movimiento. Imponiéndose al ritmo de una melodía dance que sonaba por los altavoces, oyó la voz de Emma.

—Ya no vive con su madre… —La oyó reír. Se asomó al pasillo contiguo y vio a Emma repasando la sección de jazz, con el teléfono entre el hombro y la barbilla—. En cualquier caso, aquí parece que las cintas del delantal tienen mucho alcance, son más bien cables de unión… Me parece estupendo tener a la familia cerca.

Luca sonrió. Oyó su voz alejándose, así que la siguió a distancia, procurando que no se diera cuenta.

—Freya… no es un niño de mamá. Sé que decías que todo español se considera un pequeño dios desde el instante que nace.

Luca se apoyó en una columna, con los brazos cruzados y una sonrisa divertida en los labios. Emma cogió un cedé y leyó lo que ponía en la cara posterior. Llevaba un abrigo negro, botas planas y el bolso marrón de piel al hombro. Se había recogido el pelo en la nuca con un palito rojo de madera lacada, formando un nudo. Luca se imaginó quitándoselo, pasándole las manos por las ondas de pelo negro reluciente.

—Lo sé, lo sé. Ahora mismo es lo último que necesito.

Luca la vio dejar el cedé en su lugar.

—No quiero una relación. En cualquier caso, él no siente el mínimo interés por mí. A ver… mírame. ¿Quién querría complicarse la vida con esto? Yo solo…

Luca la oyó suspirar.

—Me gusta. Con él me siento…

La vio acariciarse un lado de la cabeza.

—No sé. Se me está haciendo largo. —Emma se quitó el bolso—. ¿Sigue sin haber noticias de Joe? —Hizo una pausa—. Todavía no puedo creer que no haya rastro de él.

A Luca se le ensombreció la cara al oírla mencionar el 11 de septiembre. Notó lo vivo que era su dolor.

—Mándame un correo si llegas a enterarte de algo, lo que sea.

De niño, Luca creía a pies juntillas que el mundo no era más que una ilusión, un truco de magia, y que podía desaparecer. Aquella filosofía semidigerida había arraigado en él. Incluso ahora, en momentos de estrés, parte de él quería creer que, si cerraba los ojos muy fuerte durante el tiempo suficiente, el mundo y todos sus problemas se desvanecerían.

Solo de noche, en la cama, cuando los horrores de las últimas noticias, la imagen del rostro sonriente de Emma o su propia soledad amenazaban con aplastarlo, apretaba los párpados. Sabía cómo se sentía Emma. Se le acercó a paso decidido. Ella se encontraba en aquel momento en la sección de libros en inglés, buscando en la estantería inferior. Luca se inclinó y le tocó la espalda cariñosamente. Emma se dio la vuelta y su expresión de furia se diluyó.

—Perdón, no he podido resistirme —le dijo él.

—¡Bueno! —Emma sonrió a su pesar mientras le besaba la mejilla—. Menuda sorpresa.

—Ya te dije que esto es un pañuelo. Te topas con todo el mundo. —Cogió el libro que ella sostenía.

—La escafandra y la mariposa
.
[2]
Es muy bueno.

—¿Lo has leído?

—Olivier está empeñado en que mi cerebro no se consuma —le dijo, sonriendo—. Me mantiene al día acerca de lo que debo leer. Él ha olvidado más de literatura, filosofía y política de lo que yo sabré nunca.

—Me parece que estás siendo modesto. Paloma me contó que conociste a Olivier cuando estabais los dos en la Sorbona.

—¿Te lo contó? De eso hace mucho. —Se metió una mano en el bolsillo—. Mi padre era francés. Les pareció buena idea que yo estudiara en París.

—¿Era francés? Me preguntaba por qué usas el apellido De Santangel.

—¿El apellido? —Luca se encogió de hombros—. En España llevamos el apellido del padre y el de la madre, pero aquí el apellido De Santangel tiene mucho peso. Cuando mi padre se marchó, mi madre suprimió su apellido de nuestro nombre.

—¿Se marchó? Lo siento. —Emma se calló un momento—. Sé lo que es no tener padre.

—No estuvo mal. Siempre he tenido un montón de familia. Yo quería mucho a mi abuelo Ignacio. Era un buen hombre y fue un padre para mí mejor que el mío.

—Tuviste suerte, entonces.

Emma siguió caminando y miró un cartel que anunciaba Jazz en París, con una imagen en blanco y negro de unos enamorados abrazándose al pie de la torre Eiffel.

—Guau… París. Me habría encantado estudiar allí. Mi madre quería que me incorporara al negocio familiar, sin embargo. Después de prepararme en Grasse, me mandó a Estados Unidos. Creo que quería que me endureciera un poco.

—¿Funcionó?

—Dímelo tú. —Emma dejó de reír. Le había encantado Grasse, con sus colinas empinadas perfumadas de mimosa. A veces se preguntaba qué habría sido de ella de haberse ido a Francia—. Sin embargo, conocí a Joe y ahora… —Se acarició el vientre—. En realidad no puedo lamentar nada.

—Olivier y yo vivimos una buena época. —Luca se apartó para dejar pasar a un grupo de adolescentes—. Teníamos un pequeño apartamento desde el que se veía el Sacré Coeur. Lo compartíamos todo…

—¿El pan, el vino y las mujeres?

Luca sonrió.

—Entonces Paloma consiguió burlar la protección de su virginidad que mamá ejercía como un halcón el tiempo suficiente para subirse a un tren con destino a París. Quiso la suerte que yo hubiera salido esa noche con una chica y, cuando regresé, Olivier ya le había pedido matrimonio. Fue amor a primera vista.

—Según Paloma, ella cree que Olivier quería tanto que tú fueras su hermano como que ella fuera su mujer.

—Me comentó que comisteis juntas el otro día. —Le indicó por gestos que avanzara entre la gente—. Soy afortunado. Quiero a mi familia. A lo mejor soy un mimado. —Pensaba en lo que le había oído decir por teléfono.

Emma miraba los cedés que él llevaba.

—¿Qué has comprado?

—No lo sé. ¿Te parece que a un adolescente le gustarán?

Ella los cogió y los fue pasando uno a uno.

—¿Tú qué música oías cuando tenías…?

—Diecisiete. Son para Benito, el hijo mayor de Paloma.

—¿Es su cumpleaños?

—Sí. El sábado. Puedes venirte.

—No quiero molestar si es una celebración puramente familiar.

—Sé que Paloma estará encantada. La comida no durará mucho. Olivier y yo prepararemos una paella.

—A mí también me encantaría —dijo Emma—. Vale, entonces. ¿A ti qué música te gustaba a esa edad?

—El punk, si podía salirme con la mía. —Luca soltó una carcajada.

—Vamos allá.

Emma lo llevó hasta los Sex Pistols y le dio
Never Mind the Bollocks
.

—A cualquier chico de diecisiete años le encantaría esto. Y dale un vale de regalo para que pueda comprarse lo que realmente le gusta. —Mientras pagaban, se volvió hacia Luca—. Ahora tienes que ayudarme a comprarle un regalo a Benito. ¿Qué crees que le gustaría que le regalara yo?

—No lo sé. ¿Por qué no nos tomamos algo mientras lo decidimos?

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