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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (21 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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—Me gusta esta música —se apresuró a decir ella.

—Es bueno. Tiene duende.

—¿Cómo sabe que quien toca es un hombre?

—Todos los grandes guitarristas flamencos son hombres.

—¡Eso es intolerable!

—Es la verdad. Hay grandes bailaoras… pero los músicos son hombres.

—Tonterías.

Luca se volvió ligeramente hacia ella e hizo un gesto con la mano.

—El duende consiste en… los sonidos oscuros, en una cierta magia.

—¿Pasión?

—Sí, pero es más que eso: como un fantasma.

—Las mujeres también pueden ser apasionadas.

—Por supuesto, pero eso es diferente. Lorca decía que el duende es como las raíces… —Esculpió el aire con los dedos separados—. Raíces que se hunden en la tierra. Decía que lo sentimos aquí. —Se tocó el corazón—. Sentimos el duende. En la música sentimos el contacto con la tierra y los espíritus de quienes vivieron antes que nosotros.

Volvieron a quedarse en silencio. Ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Luca detuvo el coche en un cruce. Se acordó de la primera vez que había visto a Emma, en la catedral. Había notado una conexión entre ambos. De todos los momentos de su vida, sabía que se acordaría de aquel. El tiempo había dado un leve salto. La miró. Irradiaba una calidez irresistible, pero ahora sabía que esperaba un bebé y eso complicaba las cosas. Recordó lo que ella había dicho: «Quiero librarme de todas las… complicaciones.» Notaba la atracción entre ambos, pero ahora sabía por qué se contenía ella.

—Siento lo de mi madre —le dijo, haciendo un gesto de cabeza hacia el vientre de Emma—. Supongo que pensaba que volvería a ser abuela.

—¿Por qué? ¿Hay muchos hijos tuyos rondando por ahí?

Luca la miró y sonrió perezosamente.

—No que yo sepa. Me refiero a los hijos de Paloma. Mi madre va de cabeza ayudándola. —Se detuvo delante de Villa del Valle—. Ya hemos llegado. —Se apeó de un salto y fue a abrirle la puerta.

—Gracias.

La ayudó a bajarse y Emma se apartó el cabello de los ojos.

—Esto será hermoso algún día. Siempre me ha gustado esta casa —comentó Luca.

—Sí, sí que lo será. —Lo miró—. Bueno, gracias. Espero hacer negocios con usted, Luca.

—Será un placer. —Achicó los ojos, divertido—. Hablaré con algunos amigos. Creo que podremos ayudarla con todo lo que necesite.

Emma se apoyó en la puerta para ver cómo los faros del coche desaparecían calle arriba. La gente paseaba a la luz de las farolas y ágiles adolescentes bronceados pasaban en ciclomotor, con un torrente de cabello brillante a la espalda como estandarte. Cuando perdió de vista el coche de Luca, se sintió repentinamente muy sola. El bebé se estiró y ella hizo un gesto de dolor, frotándose el vientre.

«Solitaria —pensó—. No sola.» Se volvió hacia la casa.

—Venga, pequeño —le dijo en voz alta al niño—. Vamos a la cama.

25

VALENCIA, mayo de 1937

Al anochecer, Rosa encendió la lámpara de la mesa. Una tormenta de primavera repiqueteaba en las ventanas de la cocina y un gato negro corrió hacia la oscuridad del recibidor. Se sentó a la cabecera de la mesa y mezcló las cartas, con su guardapelo de oro reluciente a la luz de la lámpara sobre su escote.

—No sé si puedo hacer esto. Desde que estoy embarazada no veo con tanta claridad.

—¿Todavía no has presentido nada acerca de Jordi? —le preguntó Freya.

—No. No veo nada. Es culpa mía. Se fue a la guerra para ser un héroe, para probar que es mejor hombre que su hermano, cuando lo es cien veces. —Miró el mazo de cartas—. Si lo hubiera retenido aquí conmigo…

—Jordi hizo lo que debía —Macu descargó la mano sobre la mesa—. Hablando de lo cual, quiero saber si debo aceptar la proposición de Ignacio de Santangel.

—Es un buen hombre, a pesar de ser rico. —Rosa cortó el mazo una última vez.

—La madre de Ignacio dice que no soy lo bastante buena para él. —Le explicó Macu a Freya—. Él la está desafiando.

—Pensaba que los republicanos habían echado de sus tierras a los terratenientes al principio de la guerra —dijo Freya.

—O algo peor —dijo Rosa entre dientes—. La familia de Ignacio sobrevivió porque es justa con sus trabajadores. Deberías casarte con él, Macu. Eso puedo asegurártelo sin consultar las cartas.

—Pero… ¿y si no hay pasión? —Macu indicó por gestos una explosión de fuegos artificiales.

—Mira las parejas del pueblo —le dijo Rosa, poniendo boca abajo las cartas—. ¿Te parece que todavía viven la pasión? ¿Cuánto crees que dura eso?

Freya pensó en Tom. «Toda la vida.»

—La pasión se acaba, créeme. Lo que queda es el cariño. —Rosa empezó a repartir.

Freya miraba fascinada las cartas manoseadas, decoradas con extrañas imágenes, mientras Rosa las disponía en un cuadro.

«Los amantes», pensó.

—¿Me las leerás alguna vez? —le preguntó a Rosa—. Tengo que tomar una decisión importante. —Oyó el tañido de las campanas y miró el reloj—. ¡Uf, el autobús! Voy a llegar tarde a mi turno. —Abrazó los finos hombros de Rosa y le besó la coronilla—. No me esperes levantada.

—Cuídate —le dijo Rosa, levantando los ojos hacia ella—. Esta noche los aviones volverán. ¡Ah, por cierto! Alguien te buscaba antes en el hospital: una joven fotógrafa. Ha dicho que era amiga de tu hermano. Gerda no sé qué.

—No la conozco. —Freya se puso la gabardina.

—Estaba aquí tomando fotos del Ejército Popular. —Frunció el ceño cuando vio las cartas boca arriba a la luz de la lámpara—. Me ha enseñado algunas de sus fotografías. Me han hecho pensar en Madrid, en las fotos de los niños en las barricadas.

—Seguramente es mejor que los niños hayan sido evacuados.

Rosa se encogió de hombros.

—He oído que también están evacuando a los niños vascos. —Se pasó el pulgar por el labio inferior, preocupada por las cartas—. En cualquier caso, esa tal Gerda ha dicho que estará aquí unos cuantos días antes de encontrarse con su compañero, Robert no sé qué.

—¿Capa? —dijo Freya—. Es el que tomó esa foto tan maravillosa del soldado cayendo. Si Charles lo ha conocido es que le está yendo bien.

Freya trabajó toda la noche mientras iban llegando heridos de los bombardeos. Se sentía como si estuviera ahogándose en un torrente interminable de cuerpos rotos, deteriorados. Sin embargo, hacía lo que podía para aliviar el sufrimiento de todos y cada uno de aquellos hombres.

A la mañana siguiente, temprano, fue a los pabellones a comprobar el estado de los soldados convalecientes tras las operaciones. Las letras de la tablilla que sostenía le bailaban y tuvo que esforzarse para enfocar la vista.

—Jim Brown —leyó en voz alta, y repasó sus anotaciones. «Herida en el pecho, parálisis del brazo izquierdo, posible daño neurológico», había escrito uno de los médicos en su tablilla. Freya lo miró a la cara. El chico tenía un poco más de color que la última vez que lo había visto. Una transfusión lo había devuelto a la vida—. Vamos a ver, Jim —le dijo—. Te echaremos un vistazo. Voy a tomarte el pulso.

Jim levantó el brazo de golpe y Freya retrocedió, sorprendida.

—¡Qué cara ha puesto! —dijo él, riéndose.

—¿Desde cuándo puedes mover el brazo?

—Los pinchazos y el cosquilleo empezaron hace unos cuantos días. He practicado. Quería darle una sorpresa.

—Bueno, pues lo has conseguido. —Se rio. Con el agotamiento y la mirada de reproche de la hermana enfermera le entró la risa tonta.

—Esa es la risa que tanto he echado de menos —dijo alguien.

Freya se volvió en tromba y vio a Tom de pie en la puerta, con la gorra en la mano.

—¡Tom! —corrió hacia él, miró hacia atrás, a la hermana, y lo empujó hacia el cuarto de las enfermeras—. ¡Qué sorpresa tan estupenda!

La levantó y la besó.

—¡Dios mío, cómo te he echado de menos! —dijo él, enterrando la cara en su pelo y oliéndoselo—. ¿Cómo estás?

—Ya sabes cómo es esto. Creía que aquí habría más tranquilidad, pero bombardean la ciudad todas las noches.

—He ido a buscarte a la casa donde te alojas. —Hizo una pausa y luego añadió—: Frey, espero haber hecho lo correcto. La chica que vive allí…

—¿Rosa?

—Tenía una foto en la cocina, de su marido y su hermano. Estaba empezando a conversar con ella mientras preparaba café. Me ha contado que al hermano lo habían matado. Jordi del Valle… —Tom frunció el ceño—. Le he dicho que traté a alguien llamado así y que seguro que no era el hombre de la foto.

—¡Por eso me sonaba el nombre! —Freya se dio una palmada en la frente—. La transfusión. ¿Cómo se lo ha tomado Rosa?

—No lo sé. Primero se ha reído, luego ha llorado. Espero haber hecho lo correcto.

—Es complicado. —Le acarició la cara, preocupada por lo agotado que parecía—. ¿Estás bien? —Se quitó el gorro de enfermera y sacudió la melena.

—La tensión va en aumento en Madrid. Beth se ha ido. La otra noche le tiró un cenicero de vidrio a Culebras, uno de los médicos españoles. Incluso yo estoy en la lista negra de Beth.

Freya se puso la gabardina y lo cogió del brazo. Le pidieron a la joven enfermera que se ocupara del turno de Freya mientras bajaban la escalera.

—¿También has pasado a ser uno de los inadaptados que no valen nada? —le preguntó Freya en voz baja.

—Me temo que sí.

Fuera del hospital caminaron de la mano. Tom se detuvo al lado de la fuente y se volvió hacia ella.

—La cuestión es, Freya, como te dije, que lo mandan de vuelta a Canadá. Los hombres como Beth son heroicos, dan esperanza cuando están en la situación adecuada, pero él aquí era un incordio… todo el gran trabajo que hemos hecho está comprometido. Al menos en casa podremos recaudar fondos para el comité de ayuda.

—¿Podréis? —Freya se quedó quieta—. ¿Tú también te marchas, definitivamente?

—Quería decírtelo cara a cara. Tengo que ir y ayudarlo a aclarar las cosas. El otro día hubo una escena terrible. Él estaba escondido detrás de las cortinas de la habitación en la que se mantenía la reunión disciplinaria. Escuchó palabra por palabra lo que cada cual pensaba de él. Cuando Ted Allan lo llamó «hijo de puta», salió de su escondite y presentó la dimisión. Ni siquiera quieren que se quede como cirujano con las Brigadas.

—Pero tú puedes quedarte… —le rogó Freya, con la palma de la mano apoyada en su pecho—. Ahora necesitarán a alguien que dirija el servicio de transfusiones.

Tom sacudió la cabeza.

—Culebras ha ganado. Ahora está en manos de los españoles. Mañana me marcho a Canadá.

—¿Mañana? Tiene que haber un modo de que te quedes.

—Beth necesita ayuda, Freya. Es brillante, pero demasiado humano. Si se cae, se levanta y se sacude el polvo… pero le resulta cada vez más difícil. Está agotado, desmoralizado y furioso. Me necesita.

—Yo te necesito, Tom. —Apoyó la cabeza en su pecho—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Puede que una hora, hasta que llegue el tren. —Le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos—. He venido para convencerte de que vengas conmigo.

—No puedo. Mi trabajo también cuenta. —Pensó en todos los hombres y mujeres a los que había tratado y en todos los que trataría. Pensó en Rosa, en el bebé, en Charles—. Aquí me necesitan, Tom. —Vio el rótulo de neón de un hotel, muy luminoso a la luz del amanecer y lo cogió de la mano—. Vamos.

—¿Estás segura?

—Te quiero, Tom. No se si volveremos a vernos jamás.

—No digas eso. Por favor, no lo digas.

—Estoy cansada, Tom. Solo quiero estar contigo, aunque sea una hora. Solos tú y yo.

En el ajado lujo de la pequeña habitación de hotel se desvistieron el uno al otro con lentitud, memorizando cada línea, cada curva, la sensación y el aroma del cuerpo de cada uno. Hicieron el amor con una intensidad que Freya nunca antes había experimentado. Algo los ató para siempre. Para ella no habría nadie más que Tom. Se quedaron tendidos, acurrucados, con la pálida espalda de ella apoyada en el vientre de él, que la tenía abrazada.

Freya luchó contra el sueño, contra el agotamiento desesperado que le cerraba los párpados. No quería perderse ni un segundo.

—Tengo que irme —dijo por fin Tom, acariciándole la nuca con los labios.

—No —dijo ella, enterrándose más en las sábanas, reteniendo su abrazo.

—Te quiero, Freya. Cuando todo esto acabe…

Ella sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando notó que él abandonaba la cama. Lo oyó vestirse.

—No puedo soportarlo, Tom.

—No voy a perderte, Freya —le dijo él, poniéndose la chaqueta—. Ojalá tuviera algo que darte, un anillo…

Ya tendremos tiempo para eso.

Tom consultó el reloj.

—Dios, voy a llegar tarde. —Se inclinó sobre ella y la abrazó por última vez.

—Cuídate. Ten cuidado —le susurró Freya, con la cara enterrada en su cuello.

—Vendré a buscarte. En cuanto pueda, te encontraré. Te lo advierto: lo de escribir cartas no se me da muy bien.

—Mejor. He visto tu letra y sería incapaz de leer una sola palabra. Tienes letra de médico —dijo Freya riendo, conteniendo las lágrimas mientras lo abrazaba. No soportaba que la viera llorar.

—Espérame. No permitas que ningún otro te enamore. ¿Me lo prometes?

Freya notó que la soltaba y lo miró alejarse hacia la puerta. Le sonrió con los labios temblorosos.

—Te lo prometo.

—No volveré a pedirte que vengas conmigo, aunque sabes lo desesperadamente que lo deseo. —Se puso la gorra y se caló la visera—. No voy a decirte adiós…

—¡Espera, Tom! —Freya se sentó en la cama—. Yo… —Tenía un nudo en la garganta. Aquel era su momento. Podía irse con él, correr hacia la estación, partir en barco hacia Canadá. Podía correr y no mirar atrás. «Aquí me necesitan. No puedo hacerlo», pensó—. Te quiero. Te esperaré, no importa cuánto tiempo.

Él la miró por última vez.

—¡Dios, qué guapa eres! —le dijo, cabeceando sonriente.

La puerta se cerró y Freya se quedó sola. Miró su reflejo en el espejo del tocador, tendida en la cama con una sábana blanca sobre la curva de su cadera, el pelo rubio despeinado y enredado sobre la almohada. Se tocó los labios, hinchados y enrojecidos por sus besos. «Hermosa», pensó. Así la había hecho sentirse. Hermosa.

26

VALENCIA, diciembre de 2001

Emma se sentó en la cama nueva con mullidas almohadas de plumón de ganso. El suelo estaba lleno de cajas vacías y bolsas de El Corte Inglés. Cerró los ojos, dio un brinco para probar y suspiró de placer, abriendo los brazos. Incluso con la puerta cerrada oía el ruido de los albañiles trabajando, el quejido de la sierra y el temblor de las paredes mientras Boris instalaba el nuevo cableado. Sobre su cabeza, un cable colgaba del techo a la espera de una lámpara. Un fuego chisporroteaba en la chimenea de su habitación recién pintada de blanco.

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