Read El jardín de los perfumes Online

Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (25 page)

—Maravilloso —dijo, muy excitada—. De hecho, tengo un libro antiguo que me interesa enseñarle a Concepción. Creo que la dueña de mi casa fabricaba perfumes, o pócimas, con las hierbas que cultivaba en el jardín. Me gustaría intentar recrear algunos, pero no entiendo los ingredientes.

—Estoy seguro de que ella podrá ayudarte.

—Por favor, dale las gracias a tu madre. Iré en cuanto pueda.

—Gracias, Guillermo —Luca le dio un apretón de manos.

—Te gustará Concepción —le dijo Guillermo a Emma—. Es la mejor perfumista de España. —Tras una pausa, añadió—: Ahora quizá la segunda mejor.

31

BRUNETE, julio de 1937

Al amanecer, Charles se despertó. El sol entraba por la ventana abierta. Fuera, en la calle, oyó a los madrileños que iban a trabajar. Como siempre, le bastó un instante para estar completamente despejado. A Freya siempre la había maravillado cuando eran pequeños que abriera los ojos, como activado por un interruptor, y estuviera levantado en un periquete. Solía jorobarlo diciéndole que era medio máquina. Ese día esperaba ser más humano, estar más vivo de lo que jamás había estado. Aquel día iba a decirle a Gerda lo que sentía por ella. Pasó entre los hombres que dormían tendidos en el suelo, en la cama, en el sofá: un paisaje suave de cajas torácicas que subían y bajaban bajo una cálida capa de vaho de los cigarrillos y del whisky de la noche anterior. En el baño, se lavó deprisa y luego se quedó delante del espejo. No se había afeitado a propósito. Había tardado días en tener una sombra de barba. Esperaba parecer mayor, más duro, más como los hombres que dormían en la habitación contigua. Revolvió en la bolsa hasta dar con la brillantina y se la aplicó al pelo rubio. Intentó que le quedara por lo menos la mitad de abundante e indómito que el de Capa. Se ajustó al cuello una corbata de seda.

«¿Me he pasado?», se preguntó. Gerda tenía tan buena presencia, incluso en el frente, que esperó que apreciara un toque de elegancia, una nota de color. Los hombres se metían con ella porque iba con pintalabios y tacones al campo de batalla y a él le había decepcionado bastante ver que últimamente se ponía alpargatas. Parecía cansada desde que había vuelto de ver a Capa en París. Cuando pensó en su amigo, Charles se sintió culpable. Sabía que Capa amaba a Gerda. «Pero yo también. Si no se lo digo, lo lamentaré el resto de mi vida.» Capa no estaba y aquella era su ocasión de hablar con ella. No había pensado que la tuviera hasta que ella lo había besado.

Estudió su imagen en el espejo y se acordó de aquella maravillosa noche de principios de junio. Se habían pasado todo el día en el puerto de Navacerrada, tomando las últimas fotografías, y habían cenado con el general Walter, delante del búnker de este.

Gerda había hecho gala de su valentía aquel día. A Charles le había parecido el vivo espíritu de la libertad, con el puño en alto, gritando: «¡Adelante!», su silueta esbelta rematada por una boina oscura, corriendo a campo abierto, el calor temblando en el horizonte.

Cautivaba a todos cuantos la conocían. Walter bromeaba diciendo que nunca había visto a tantos hombres de su unidad bien afeitados. Mientras estaban sentados, bebiendo, en un bar de la Gran Vía de Madrid, más tarde, aquella misma noche, Charles había observado a Capa y a Gerda con desesperación.

—¿Qué tiene él que yo no tenga? —le había dicho en voz baja a Hugo.

Su amigo había levantado los ojos de la libreta.

—¿Capa? Aparte de su irresistible encanto y más talento en el meñique del que tú tendrás jamás…

—Vale, vale, ya me hago a la idea. —Charles se había frotado el entrecejo mientras tomaba un sorbo de whisky.

Hugo había mordido el extremo del lápiz con gesto pensativo.

—Capa es un aventurero de la vida. Los hombres quieren ser él, las mujeres no pueden evitar amarlo.

—Yo solo deseo…

—Ya veo que estás prendado por la raposita pelirroja, ¿eh?

—¡Eh, Charles! —lo había llamado Capa desde el otro extremo—. Hazme un favor. Esta noche voy a jugar a las cartas. ¿Puedes asegurarte de que Gerda vuelve a la Alianza sana y salva?

A Charles el corazón le había dado un brinco.

—Por supuesto.

Gerda se había puesto la cámara en bandolera y se le había acercado.

—Sinceramente, André se preocupa por mí de un modo… Si puedo arreglármelas en el campo de batalla, seguro que puedo volver a mis habitaciones.

—¿Adónde iréis mañana? —había preguntado Charles.

—Nos quedaremos en Madrid una temporada y luego quizá nos volvemos al sur. Puedes venir con nosotros.

—Gracias. Lo pensaré. —Charles se había preguntado si sería capaz de soportar la exquisita tortura de estar cerca de ella y de Capa todo el tiempo.

—Voy a hacer un reportaje para el Congreso Internacional de Escritores que se celebra el Valencia el mes que viene. Están recorriendo Valencia, Barcelona y Madrid. Todos acudirán: Neruda, Hemingway. Malraux guía a un grupo de escritores que no han obtenido el visado cruzando los Pirineos.

—Eso será interesante. —Charles se aturullaba por el simple hecho de hablar con ella—. ¿Para quién trabajas ahora?

—Para
Ce Soir
y la revista
Life
. Espero que las fotografías que tomé en Valencia me permitan no seguir estando a la sombra de Capa.

—Mi hermana Freya está en Valencia, con el Cuerpo Médico.

—¿No te lo había dicho? Recuerdo que mencionaste que podía encontrarla en el hospital. La vi la otra noche. Estuvo maravillosa. Aquella chica española se puso de parto. Freya trajo al mundo al bebé.

—¿Eso hizo? —Charles sonrió imaginándosela—. La buena de Frey.

—Me quedé sin película. Me habría estrangulado. Eran exactamente la clase de fotos que más deseo sacar, de las mujeres y los niños lejos del frente.

—El otro día conseguí algunas fotos preciosas. Había una conmemoración en un pueblo situado a unas cuantos kilómetros del frente. Todas las mujeres iban vestidas de blanco y llevaban flores al cementerio. Era terriblemente triste, pero cuando abrieron las puertas, todo el recinto estaba lleno de iris versicolores. Fue como si el cielo hubiera bajado a la tierra. En el centro había un recuadro erizado de cruces blancas en recuerdo de los soldados caídos. Las mujeres esparcieron flores blancas sobre cada tumba y en los senderos. Fue bastante bonito.

—Ojalá hubiera estado allí.

«Ojalá estuvieras siempre conmigo», pensó él, cogiendo la filmadora Eyemo que había junto a la puerta del bar.

—¿Puedo ayudarte?

—Gracias. —Gerda le había sonreído—. Es un trasto inútil. Bueno, no completamente inútil. Ted dice que va bien para protegerse de las balas.

Habían caminado por la calle desierta. El adoquinado estaba resbaladizo por la lluvia.

—¿Dónde aprendiste a tomar tan buenas fotos?

Gerda había mirado las nubes. El cielo se despejaba.

—André me enseñó todo lo que sé.

—¿André?

—Bob, como lo llamáis todos —se había reído—. Capa. ¡Dios mío! Eres virgen, ¿verdad?

Charles se había ruborizado. Ella, mirándolo, se había apartado el pelo de la cara.

—¡Eh! Lo siento —se había disculpado.

Charles había dejado de caminar y se había vuelto hacia ella. Se habían quedado allí de pie, solos, con el único sonido de la lluvia de verano repiqueteando en los tejados.

—Eres muy guapo —le había dicho Gerda en voz baja—. Por eso te ha pedido que me cuidaras, ¿sabes?

—No lo entiendo.

—Cree que eres demasiado decente para hacer otra cosa aparte de ser mi protector. Vio el modo en que te miraba la otra noche…

—Pero ¿por qué? Es evidente que sois pareja, yo no…

—André y yo estamos juntos, eso es todo… somos
copains
, compañeros. Claro que me ha pedido un centenar de veces que me case con él, pero no sé si quiero sentar cabeza todavía.

Había pasado rugiendo un camión, levantando un abanico de agua, y se habían subido de un salto a la acera. Gerda se había refugiado en el portal de una tienda, riendo. Charles había pensado que poseía una ligereza que nunca había visto en nadie: le daba en cierto modo la impresión de que, si estiraba el brazo y la tocaba, su mano la atravesaría, como si fuera la imagen de un proyector.

—¿Podemos esperar un momento? La lluvia no tardará en parar. —Gerda se había estremecido al ponerse Charles a su lado.

—¿Estás diciendo que crees en el amor libre?

Gerda se había reído.

—Eres divertido. ¡Eres tan formal, inglés! —Había alzado la cara para mirarlo, tan cerca que él notaba su aliento en la mejilla—. Creo en el amor, la vida y la búsqueda de la felicidad. —Con el índice le había tocado el párpado derecho, acariciándole las pestañas, y luego el izquierdo. Le había repasado los labios.

El deseo lo había invadido: era como si su tacto lo hubiera marcado para toda la vida.

—Gerda, no podemos… —«¡Oh, Señor! ¡No pares, por favor! No pares…»—. Estás con Capa.

Gerda se había reído.

—¿No lo entiendes? Yo soy Capa, o al menos la mitad de él. Sin mí, André no podría ser Capa.

—Estoy hecho un lío.

—Capa es más que André y más que yo. Capa será una leyenda.

—Estás diciéndome que es… ¿una invención?

—Exactamente. Inventamos al mejor fotógrafo de guerra del mundo y subimos nuestra tarifa. Funcionó. —Soltó una carcajada—. En cuanto a André, te diré que me niego a ser la mujer de un solo hombre, al igual que él no es hombre de una sola mujer. No soporta estar solo. No me hago ilusiones acerca del tiempo que pasamos separados.

Charles vio que una sombra le cruzaba la cara, como una nube pasando por delante del sol.

—Pero ¿lo amas?

—¿Amarlo? —Se rio—. Claro que lo amo. Pero después del Congreso de Escritores, André se irá a París y yo volveré aquí para quedarme en la Alianza. —Pareció dudosa—. No creo ni por un momento que vaya a estar solo en París. ¿Por qué tengo que estar yo sola aquí? —Se le acercó más y Charles apartó la cadera de ella. No quería que notara lo excitado que estaba.

—Gerda…

—¿Te he escandalizado, Charles?

—No, yo…

Lo había besado y para Charles había sido la perdición. «Gerda, Gerda, Gerda…», sus pensamientos eran un suspiro de vehemente deseo; se excitaba solo de pensar en ella y en aquel beso, en aquel único, breve y glorioso beso.

—Vamos, hombre, se está formando cola aquí fuera —gritó alguien, aporreando la puerta.

Charles se lavó los dientes con un dedo y abrió el pestillo.

—¡Madre mía! ¡Esto huele como el tocador de una fulana, Temple! ¿Qué esperas conseguir? ¿Dejar sin sentido a las líneas rebeldes con tu loción de afeitado?

—Cállate —dijo Charles dándole un empujón para pasar. Cogió la Contax de camino a la puerta y bajó corriendo al vestíbulo.

Agarró un ejemplar del periódico del día y repasó los titulares: lucha feroz cerca de Brunete. Sabía que el pueblo había sido ganado y perdido dos veces; los fascistas avanzaban de nuevo.

—¡Gerda! —la llamó, cuando los vio a ella y a Ted cargando un coche justo enfrente.

Gerda llevaba un mono caqui. Estaba más guapa que nunca. «Tiene cara de ángel», pensó. Se dio cuenta de que la observaba fijamente y se les acercó con paso despreocupado.

—¿Adónde os vais? Buenos días, Ted.

—Charles. —Ted frunció el ceño y puso un brazo protector alrededor de los hombros de Gerda para ayudarla a subir al coche—. Nos marchamos a Brunete.

—¿Quién hay allí ahora?

—Las divisiones de Líster y Walter y varias más.

—Necesitan a todos los hombres. Las tropas de Franco vuelven a atacar —dijo Gerda—. No lo soporto. No podemos dejar que pasen.

—¿Hay sitio para otro en el coche? —preguntó esperanzado Charles.

—Claro… —empezó a decir Gerda, pero Ted la interrumpió.

—Perdona, chaval. Aquí no cabrá un alfiler cuando hayamos cargado la Eyemo. ¿Por qué no vas en el coche de detrás?

Charles le lanzó una mirada asesina.

—Sí, lo entiendo. —«¡Y tanto que lo entiendo! Capa se ha ido y has decidido estar a solas con Gerda», pensó.

Caminó decidido hacia el siguiente coche y subió a él con otros periodistas que conocía apenas del bar. Mientras recorrían dando tumbos las carreteras hacia Brunete, amaneció un glorioso día de julio. El sol que salía tiñó el paisaje de oro, como una pieza de seda desplegándose. Durante todo el viaje Charles mantuvo los ojos clavados en la nuca de Gerda.

Retazos de lo que cantaban le llegaban en el aire ondulado por el calor:
Los cuatro generales
. Siempre se estaba riendo, llena de alegría. Charles nunca había envidiado a nadie como envidiaba a Capa y, en aquellos momentos, a Ted. Se preguntó si eran amantes. Desde aquel maravilloso beso, no había conseguido estar a solas con Gerda. Se imaginaba cogiendo su delicada mano en la suya y mirándola a los ojos, verdes como el mar. «Te amo, Gerda», le diría. La deseaba tantísimo que el simple hecho de mirarla le producía un exquisito dolor, no digamos imaginarse abrazándola, haciéndole el amor…

—¡Dios! —juró el periodista que iba sentado a su lado cuando una tremenda explosión sacó a Charles de su ensimismamiento. Una nube de humo y polvo se elevaba, hinchándose en el horizonte—. Sí que empiezan pronto.

El coche que abría la marcha se detuvo. Evidentemente se estaba produciendo una discusión. El conductor se apeó del coche y fue a hablar con su colega.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo, indicándoles que se bajaran.

—¿Qué? ¡Esto es absurdo! Le hemos pagado para que nos lleve a Brunete —dijo Charles.

—No. —El hombre negaba con la cabeza, obstinado, y les abrió la puerta del coche.

—Olvídalo, caminaremos —dijo Ted.

Charles salió disparado del coche y se situó al lado de Gerda, avanzando a grandes zancadas por el campo de trigo dorado.

—¿Puedo ayudar?

—Gracias, Charles —dijo Ted enseguida, tendiéndole la pesada Eyemo. Caminaba delante, junto a Gerda. Ella echó un vistazo por encima del hombro a Charles, como disculpándose.

—Habrá buenas oportunidades para sacar fotos del combate hoy —le gritó.

—¿Estás asustada? —le preguntó Charles.

—¡Siempre! —Se rio ella.

Cuando llegaron a las oficinas del general Walter a Charles le picaban los ojos por el sudor que le corría también por la espalda. Walter los miró.

—¿Qué demonios están haciendo aquí. Acabo de ordenar a un grupo de sus compatriotas que recojan sus cosas. Esto no es seguro. Las tropas de Franco pueden llegar en cualquier momento.

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