—Gracias —le dijo Freya—. Cuando veas a Charles, dile que le quiero, ¿vale?
—Claro. —Gerda sonreía—. Podría darle un beso de tu parte.
VALENCIA, enero de 2002
—Estoy bien. Ha sido una falsa alarma, solo contracciones de Braxton Hicks —dijo Emma, poniéndose el auricular. Cambió de marcha y apretó el acelerador entre los naranjales—. Me parece que la próxima camada de gatitos nacerá cualquier día, ahora que lo pienso.
—¿Gatitos? —Freya estaba extrañada.
—La gata desapareció un par de semanas cuando tuvo la última, y no pude pillarla a tiempo para esterilizarla. Es una cosita graciosa. Me deja que la alimente y ronda por la casa a veces, pero sigue sin dejar que la coja.
—No le pongas nombre, Em. Te conozco.
—Bueno, la pobrecita vuelve a estar embarazada y no hay señales del padre.
—¡Me importan un bledo los gatitos, eres tú la que me preocupa! Haces demasiadas cosas. No corras ningún riesgo, Em. —Se notaba que Freya estaba preocupada—. Cuando me acuerdo de la noche que nació tu madre… lo hizo tremendamente rápido y tú tampoco tardaste mucho.
Emma redujo en el cruce y puso el intermitente a la derecha para tomar hacia la carretera principal.
—Abuela, quiero preguntarte cosas acerca de mamá y de la casa. He conocido…
—Mejor hablemos de ti, cariño.
—Por favor, deja de preocuparte. Lo tengo todo controlado. La casa está bien, tengo agua caliente y electricidad…
—Todos los lujos, pues.
—No seas así. —Emma la oyó suspirar—. ¿Qué pasa?
—Delilah se ha enterado de lo del bebé.
Emma se apoyó en el respaldo del asiento. El intermitente parpadeaba y ella tenía un nudo en el estómago de ansiedad.
—¿Cómo?
—¡Me siento tan culpable! Temía contártelo.
Emma miró por el retrovisor cuando el coche que llevaba detrás tocó el claxon.
—Seguro que no ha sido culpa tuya. —Arrancó.
—Dice que solo estaba buscando un expediente en mi despacho. Bueno, todos sabemos cómo es…
Emma oyó que cubría el teléfono un momento mientras cerraba la puerta del despacho.
—Encontró una copia de tu ecografía en mi mesa.
—No puedo creerlo. ¿Ahora anda por ahí fisgando en los documentos ajenos?
—Em, no quiero preocuparte, pero se puso como una loca. Sumó dos y dos y dedujo que tenías que haberte acostado con Joe después de que los dos hubierais roto.
—Bueno, deja que se vuelva loca. Después de todo lo que me ha hecho… —Conducía hacia la ciudad—. ¿Dónde está ahora?
—En Tokio, intentando salvar el trato. Se diría que levantó Liberty Temple ella sola por el modo en que anda por ahí como una especie de mártir por la causa.
—Ya me da igual. Delilah puede quedarse con todo. —Pensando en su cita con Luca, sonrió—. Aquí tengo todo cuanto necesito. —No lo había visto desde justo después de Año Nuevo, cuando había ido a llevar a la finca una poinsettia, un regalo para Dolores. «Una ofrenda de paz», pensó.
Emma la había encontrado en la cocina, desplumando un pavo para la cena de Reyes. El ave estaba boca abajo, con el pico balanceándose a ras de suelo, como el estamen de una extraña flor, entre los pliegues negros de la falda de Dolores, mientras sus nietos y los primos de estos corrían de habitación en habitación, gritando excitados.
Paco pasó corriendo junto a Emma con la corona dorada de papel del roscón de Reyes. Al vislumbrar la calidez de aquella numerosa familia, Emma sintió vivamente la soledad de sus Navidades y el Año Nuevo. Aquel año había querido que las fiestas pasaran cuanto antes y se había distraído pintando los muebles para la habitación del bebé y cosiendo cortinas. Paloma la había invitado a su fiesta de Año Nuevo, pero Emma había declinado la invitación.
—¡Emma! —Había dicho Luca sorprendido en cuanto había entrado en la cocina y visto lo que había sobre el aparador—. ¡Qué planta tan bonita!
—Tu amiga me la ha traído —dijo Dolores, que volvió a concentrarse en la oca, apretándole más el cuello entre los muslos, arrancándole las plumas y tirándolas al suelo.
Los niños entraron corriendo y llenaron el incómodo silencio de la cocina. Luca pilló al más pequeño, lo puso cabeza abajo y lo balanceó por los tobillos.
—¿No te quedas a tomar una copa? —le preguntó a Emma, balanceando al pequeño, que se reía sin parar adelante y atrás—. Paloma está por ahí, en alguna parte. Sé que se alegrará de verte.
Emma echó un vistazo a Dolores, insegura, yendo hacia la puerta.
—Gracias, pero veo que tenéis la casa llena de gente.
—Lo tradicional es que la familia se reúna —le explicó él, cogiendo al crío en brazos—. Eres afortunado —le dijo al pequeño—. Tienes a Papá Noel y, además, a los tres Reyes Magos.
Emma sonrió y se levantó el cuello del abrigo para protegerse del viento frío cuando salió al camino.
—Disfruta de la cena. Tengo que irme.
—Te llamaré después de la fiesta. —Le dijo Luca cuando ya se iba—. Me parece que tengo buenas noticias para ti.
«Eso espero», pensó Emma, conduciendo el Land Rover por las callejuelas de El Carmen. Encontró un hueco para aparcar en la calle del Museo, cerca del antiguo convento, y dio la vuelta a la manzana del edificio de Luca. Comprobó la dirección, que llevaba apuntada en una libreta, y apretó el botón del interfono.
Luca pulsó el botón de apertura de las grandes puertas de madera que daban a la calle. Emma cruzó el patio sombreado y subió piso tras piso por escalones claros de piedra hasta el de arriba, pegada a la pared, intentando no mirar hacia abajo por los arcos abiertos que daban al patio. Sentía vértigo.
Luca le abrió la puerta de su apartamento envuelto en una toalla blanca.
—Buenos días, Emma. —La besó en ambas mejillas, la dejó pasar y se sacudió el agua del pelo—. Lo siento, esperaba a Guillermo.
—¿Llego pronto? —Contuvo la respiración. El corazón palpitante se le fue calmando mientras lo seguía por el pasillo oscuro hasta el salón.
Luca iba caminando por el parqué con los pies desnudos. Sus hombros anchos y sus caderas estrechas se recortaban contra la luz procedente de la terraza. Sus brazos formaron un arco parecido al de las astas de un toro cuando se alisó el pelo hacia atrás. Olía maravillosamente; la fragancia untuosa del jabón de almendras y la piel limpia le erizaron el vello de la nuca.
—No, no. Yo me he retrasado. —Buscó una camisa en la bolsa de ropa recién planchada de la lavandería.
—¿Te acostaste tarde anoche? —le preguntó.
Echó una ojeada a su amplio apartamento de techos altos. Le pareció monástico: con muebles modernos oscuros y una paleta monocromática. Daba una impresión de lujo sobrio. Encima del escritorio, junto a un abridor de cartas de plata, vio una fotografía de una mujer morena.
—Por negocios —dijo él, riéndose—. ¿Te apetece un café?
Se oían los ruidos de la calle. Había un puro a medio fumar en un cenicero de cristal de Baccarat junto a una cafetera, en la mesa del balcón. Emma salió por las cristaleras y miró los tejados y las cúpulas azules de la ciudad. Se acercó con precaució a la mesa.
—¡Menuda vista!
—Gracias. —Luca se apoyó en la puerta.
—Me refiero a la ciudad.
—Pues claro.
Emma se puso colorada y fue a coger la cafetera. Sonó entonces el timbre de la puerta.
—Eres incorregible.
—Sírvete tú misma. Voy a abrir.
Emma se sentó en el sofá de mimbre, contenta de apartar la vista del mareante panorama. Oyó unos saludos y voces masculinas en el recibidor.
En el balcón hacía frío, pero el fresco aire matutino era estimulante. Emma cogió la taza con ambas manos e inhaló el aroma del café.
—Vamos a tomarnos un café. —Luca salió con un hombre bajo y atlético.
—Emma, este es Guillermo. Voy un momento a ponerme algo.
Guillermo le estrechó la mano y se sentó en una silla mientras Emma le servía un café.
—No te molestes en vestirte por nosotros, Luca —le dijo, alzando las cejas hacia Emma—. No está mal para ser un viejo, ¿eh?
—¿A quién llamas viejo? —Luca se reía.
—¿Tú qué opinas, Emma? —Guillermo se inclinó hacia ella y Luca la miró por encima del hombro, alejándose.
—¿Me estáis mirado el culo? —Sonrió adentrándose en la fría oscuridad del apartamento.
—¡Ni lo sueñes! —le dijo Emma, riéndose.
—Así pues, Emma, eres perfumista —le dijo Guillermo cuando se quedaron solos.
—Lo soy. Por lo que dice Luca, vuestra madre también lo es.
—Lo es. —Tomó un sorbo de café—. O debería decir que lo era. Mi madre, y antes la madre de esta; llevan siglos siendo perfumistas, pero ahora, para su disgusto, ninguno de sus hijos quiere continuar. —Miró a Emma—. Por eso podemos ayudarnos. Concepción, mi madre, no le transmitirá sus conocimientos a nadie, pero según Luca eres una de las narices más finas del negocio. Y pronto serás mamá. —Se inclinó hacia delante y le puso una mano sobre el vientre—. ¿Cuándo nacerá el bebé?
—Dentro de dos semanas.
—Es maravilloso.
—¿Tienes hijos?
—Sí. Hemos sido bendecidos con tres.
Luca se unió a ellos, vestido con mocasines, unos pantalones color caqui recién planchados y una camisa rosa fuerte con los puños vueltos.
—Perdón por haceros esperar —dijo.
—Llegas tarde —dijo Guillermo, guiñándole un ojo a Emma—. Ella y yo hemos decidido tener una aventura. ¿Por qué pierdes el tiempo con Luca?
Emma se rio incómoda y levantó los ojos. Luca la estaba observando.
—Solo estamos haciendo negocios. He venido a enterarme de cuál es la oferta —dijo.
—Se ha quedado impresionada, naturalmente… —dijo Luca, sonriendo. Cogió el puro y se sentó al lado de Emma, con un brazo apoyado en el respaldo del sofá.
Emma se volvió hacia él.
—¿A qué te refieres?
Luca se inclinó hacia ella.
—Desde que viniste a cenar, Paloma me ha estado insistiendo. Siempre ha estado obsesionada por los cosméticos y el perfume, así que al principio no me la tomé en serio.
—¿Cosas de mujeres? —Una sonrisa aleteó en los labios de Emma.
—Nunca lo he entendido —dijo Guillermo—. ¿Qué les pasa a las mujeres con el perfume?
—No solo a las mujeres —dijo Emma—. En ciertas culturas, los hombres se perfuman tanto como las mujeres.
Guillermo se encogió de hombros.
—Basta con un poco de colonia para sentirse fresco.
Emma sacudió la cabeza.
—No. Un perfume es más que eso. El perfume es… —Se acordó de la carta de su madre—. Es amor, es la llave que nos abre la puerta al pasado… —Frunció el ceño cuando Guillermo soltó una carcajada—. El perfume consigue que la gente se sienta viva. —Luchó por encontrar las palabras adecuadas y gesticuló con las manos—. ¿Sabes? Cuando aprendes a memorizar fragancias, llevas un diario de asociaciones. Cada perfume está asociado a un recuerdo. —Pensó en las últimas anotaciones del cuaderno de Liberty: «¿Jazmín? Azahar… ¡sí!»—. Cuando estás creando una obra maestra, con el corazón y las notas básicas de una fragancia, sientes como si estuvieras conjurando un momento, como si transcribieras recuerdos en forma de perfume.
—¡Ah! —dijo Guillermo—. Te gustará mi madre. ¿Dónde aprendiste el oficio?
Emma tenía la sensación que, a pesar de su encanto y su relajación, estaba poniéndola a prueba.
—Mi madre me enseñó todo lo que sé y, además, estudié en Grasse.
—¿Aprendiste de tu madre? Eso es siempre lo mejor, de generación en generación.
—He investigado tu trabajo —dijo Luca—. No me habías dicho que eras un genio, Emma.
Emma notó que se le encendían las mejillas.
—¿Eso dice Paloma? No sé yo…
—Me parece que los de tu industria no estarían de acuerdo. —Miró a Guillermo.
—Me he pasado media noche en vela leyendo cosas acerca de los negocios de Emma en internet.
Ella lo miró sorprendida.
—No lo he hecho todo yo sola. Trabajé con mi madre. No… todavía no sé cómo voy a continuar sin ella.
—Bueno, según Paloma tienes un futuro brillante. Dice que tu carrera acaba de empezar, pase lo que pase con la empresa de tu madre, y que seríamos unos necios si no te ayudáramos. En su opinión un día serás una clienta importante. —Miró a Guillermo—. Dicho sea entre nosotros, tenemos contactos en Europa, y con el tiempo podemos presentarte proveedores, laboratorios, lo que necesites. —Luca miró a Emma—. Conseguirás que sea un éxito, lo sé. Tu madre estaría orgullosa.
—Gracias. —Se le había hecho un nudo en la garganta con tanta amabilidad—. Me resulta raro empezar otra vez de cero. No dejo de pensar en lo mucho que se habría divertido con todo esto.
Luca notó su incomodidad.
—Dime algo Emma —le dijo para distraerla—. Con tu experta «nariz», ¿cómo te parece que huelo?
Emma levantó los ojos, sorprendida, sonriendo.
—¿Tú? ¡Ja! —Guillermo soltó una carcajada—. Hueles a noches en vela y corazones rotos. —Hizo una mueca cuando Luca le dio un codazo en broma.
—Hueles a Acqua di Parma. Fue una de las primeras cosas en que me fijé —repuso Emma—. Mi tío abuelo Charles usa la misma colonia.
—¡Ay! —Luca se pasó la mano por el pelo y le guiñó un ojo—. Así que, según tú, huelo como un viejo.
—No pretendía decir eso…
—No… Demasiado tarde —dijo Luca, poniéndose una mano sobre el corazón—. Estoy destrozado. —La miró, sonriendo.
Emma le dio un empujón cariñoso.
—Te propongo algo. Tú me ayudas a levantar esto partiendo de cero y yo crearé una fragancia para ti. —Lo miró directamente a los ojos—. Algo único, como tú.
Guillermo enarcó las cejas.
—Un hombre afortunado.
—Bueno, necesito a un conejito de Indias para mis experimentos. —Emma ladeó la cabeza, esperando su respuesta—. Me temo que me llevarán algún tiempo.
—El verdadero arte es lento. Siempre he querido ser una Musa. —Luca sonrió, sosteniéndole la mirada—. Así que te ayudaremos, y Concepción… —Miró a su hermano, que asintió.
—Todo se arreglará —dijo—. Mi madre va a adorarte Emma. Te esperará en Cuenca en cuanto puedas ir. Hemos vendido la casa y mamá necesita vender todas las existencias. Te transmitirá todos sus conocimientos, sus proveedores y sus recetas o sus fórmulas o comoquiera que las llaméis. —Sacudió la cabeza—. Lo siento, soy un empresario. Sé muy poco sobre su trabajo.
Emma tenía la cabeza llena de posibilidades. Pensó en antiguos arcones de farmacia llenos de hierbas y especias, se imaginó hileras de frascos de vidrio reluciente con etiquetas escritas a mano. Se acordó del libro de recetas que había encontrado en la casa.