Fidel se estrujaba las manos sobre el regazo.
—Aquí no hay paz. ¡Tantas familias destruidas, tantos niños huérfanos! La gente ve España como una tierra de sol, de casas de veraneo, pero por debajo… Aquí no estamos tan mal, pero sigue habiendo gente que no me compra porque en mi familia eran rojos. —Hizo una pausa y prosiguió—: A veces me pregunto si el incendio que mató a mi mujer y a su madre… Me pregunto si fue un accidente.
—¿Es posible que no lo fuera? —le preguntó Emma.
Fidel se encogió de hombros.
—Mi madre también estuvo presa. Era una de las que atraparon en los muelles, como Rosa. —Agachó la cabeza—. ¿Sabes? Murieron muchos niños.
—¿Se llevaron a los niños con las mujeres? —Emma tenía el estómago revuelto.
—Sí. Quizás entregaban a las mujeres un arenque al día, unos pocos fideos en agua de mar. La leche se les secaba y los bebés morían. Era terrible, terrible —dijo Macu—. Un guardia le dijo a Rosa: «No queremos convencerte de que tenemos razón, queremos castigarte.» —Miró a Emma—. Trataban a las mujeres como animales.
—¿Sabes? Decían que éramos algo así como deficientes mentales —explicó Fidel—. Decían que ser rojo era como una anormalidad. Los científicos experimentaron con nuestros hombres: los de las Brigadas Internacionales fueron de los primeros.
Emma pensó en Charles y sintió náuseas.
—Lo comprendo —dijo en un susurro—. Entiendo por qué la gente quiere pasar página. Me siento como si hubiera abierto la caja de Pandora.
—No. Está bien que sepas la verdad. —Macu dudó un instante—. Quiero que sepas que tu abuela era muy valiente. —Le cogió la mano a Emma—. Conseguí ver a Rosa, ¿sabes? Para entonces la habían enviado a la cárcel de Ventas, en Madrid. Trasladaban a los presos a sus lugares de origen. Rosa era del sur, pero su última dirección era de Madrid, así que la trasladaron allí. Era una cárcel para quinientas mujeres pero había en ella más de cinco mil, madres con sus hijos. ¡Oh, qué crueles eran!
—Donde yo estaba, creían que había que separar a los niños de sus padres —dijo Fidel—. Me separaron de mi madre. —Cerró con fuerza los párpados—. Me acuerdo de caminar por un patio, un patio helado, con los otros niños, mirando hacia arriba, hacia los barrotes, y a todas las madres agolpadas en las ventanas, intentando desesperadamente ver a sus hijos. Tendría unos cuatro o cinco años. Echaba mucho de menos a mi madre.
—No olvides que la mayoría de esas mujeres no habían hecho nada —le dijo Macu—. Eran hijas o esposas de republicanos: ese era su único «crimen». Por ese crimen las arrastraban desnudas por la calle con la cabeza afeitada y eran humilladas, torturadas y encarceladas.
A Emma le daba vueltas la cabeza.
—Cuéntame qué le pasó a Rosa.
—Solo conseguí verla porque creían que moriría tras perder el bebé.
Emma se volvió hacia ella.
—¿El bebé?
—Sí. —Macu asintió—. Se había quedado embarazada de otro hijo de Jordi. Habían estado juntos antes de que él se fuera a combatir en la última batalla de la guerra. —Miró a Emma—. Recuerdo el sonido de las puertas cerrándose a mi espalda. Estaba aterrorizada de que no me permitieran volver a salir. Los retretes rebosaban de excrementos. ¡Dios, qué hedor! Solo se oían los sollozos de los niños. Rosa me dijo que morían a diario cinco o seis criaturas. Disentería, meningitis… el sarampión era una sentencia de muerte.
—¿Y el bebé?
Macu negó despacio con la cabeza.
—Dio a luz en prisión. ¿Puedes imaginarte traer una vida al mundo en un lugar así? Rosa me dijo que se llevaron al bebé para lavarlo y le dijeron que era un niño. Así que mi amiga, mi querida y valiente Rosa, esperó y esperó, allí tendida, con frío y sola y sangrando. Por fin volvieron y le dijeron que el niño había muerto. —A Macu le falló la voz. Una lágrima le resbalaba por la mejilla—. Había sido un mortinato. —Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara—. Pidió ver el cuerpo pero le dijeron que ya le habían dado sepultura con los otros niños.
—¡Oh, Dios! —exclamó Emma, con una mano en el vientre—. Pobre Rosa.
—Puede que mintieran. Se llevaban a los niños —dijo Fidel—. Se los entregaban a «buenas» parejas de nacionales que se ponían en pie para saludar al generalísimo.
Macu estrujó el pañuelo.
—Sucedía con demasiada frecuencia. Rosa creyó que sería ejecutada una vez tenido el bebé, como le había sucedido a una conocida, a la que nueve policías habían violado y luego ejecutado. Habían esperado a que diera a luz y la habían matado a tiros dos días después. Según Rosa era lo peor que había visto en toda la guerra. Le arrancaron al niño de los brazos y se la llevaron a rastras, gritando por el bebé. Rosa estaba deshecha cuando la vi.
Emma tenía un nudo en la garganta.
—¡Oh, Dios mío! No puedo entenderlo. ¿Cómo salió? ¿Cómo llegó a México?
—Yo la ayudé —dijo Macu—. Cuando vi lo que le habían hecho… Me contó que los curas le dijeron: «Eres peor que las putas. Has destruido a tu hijo ya al nacer.» Rosa seguía siendo creyente, nunca dejó de tener fe. Cuando el cura le dijo eso, la destrozó. Pensó que su hijo había muerto por su culpa. Estaba completamente destrozada. —Macu retorcía el pañuelo—. Supe que se moriría si seguía allí, así que intercambiamos la ropa y la documentación. Rosa salió de la cárcel de Ventas con un abrigo de piel de zorro y fue hasta el coche que la estaba esperando. Mi chófer la llevó hasta la costa. Yo me quedé tendida el tiempo suficiente para que se marchara y luego fingí que me había dejado inconsciente. Me golpeé la cabeza contra la pared para hacerme cardenales y cortes. —Con los frágiles dedos se tocó una cicatriz muy fina—. Ignacio vino a salvarme. Creo que sabía lo que había hecho, pero nunca hablamos de ello.
—Era un buen hombre —dijo Fidel.
—Rosa tenía razón sobre él —le dijo Macu a Emma—. Desafió a sus padres y se casó conmigo. Me quería y yo llegué a amarle. Tuvimos sesenta años de matrimonio feliz. Ninguno de los dos era rojo o fascista, simplemente nos queríamos y amábamos nuestro país. Él tenía amigos poderosos y consiguió el perdón para Rosa.
Emma abrazó a Macu.
—Gracias. —Mantuvo abrazada a la anciana—. Gracias a ti mi abuela huyó.
Macu le palmeó la espalda.
—Era mi amiga. No hay una sola familia en España, creo yo, sin una pena que sanar. La generación de Fidel fue la de los niños perdidos. Soportaremos esa angustia hasta el día que muramos.
—Lo peor es que Franco no dejó en paz ni siquiera a los que escaparon, los niños que fueron adoptados en Rusia, México e Inglaterra —dijo Fidel—. Mató a sus padres y luego fue por ellos. El servicio exterior de la Falange los persiguió. Ni siquiera con otro nombre y una nueva familia estuvieron a salvo.
Emma pensó en Liberty, en el pánico de Freya cada vez que Emma se alejaba y por fin lo entendió.
—Contadme cosas de cuando mi madre vino —le dijo a Fidel.
—De eso hace ya bastante —le respondió—. ¿En febrero del año pasado?
Emma se quedó pensando.
—Yo tuve que ir a Nueva York. —Frunció el ceño—. Mamá dijo que se iba a Cornwall por última vez. Fue poco antes de morir.
El rostro de Fidel se dulcificó.
—Quería la casa para darte una sorpresa. Siento no haber podido contártelo la primera vez que nos vimos. —Cuando Emma lo miró, Fidel vio que tenía lágrimas en los ojos.
—No, da igual. A mamá siempre le gustaron las sorpresas. Cuéntame cosas de su visita.
—La llevé montaña arriba para que pudiera ver la tierra de sus padres. Le enseñé el pueblo y Villa del Valle. —Sonrió al recordarlo—. Me dijo: «¡Eso es! Toda mi vida he sentido nostalgia de un lugar en el que nunca había estado.» Me contó que en Inglaterra, donde se crio, los celtas llamaban a eso
hiraeth
, «morriña».
Emma sonrió.
—Me alegro mucho de que fuera feliz aquí.
—Eso es lo que ella te deseaba. Dijo que esperaba que este fuera un nuevo comienzo para ti.
—También es lo que Rosa hubiera querido —dijo Macu en voz baja—. ¿Sabes? Escapó a México en un barco, el SS
Sinaia
, desde Sète. Nancy Mitford y su marido habían abierto una oficina en Perpignan para ayudar a las madres refugiadas a escapar. Rosa trabajó con ella. —Sonrió—. ¿Te imaginas a tu abuela en medio de ese caos, de toda esa gente con maletas de cartón, de burros, cabras y perros por todas partes? Tuvo que ser una locura. —Sacudió la cabeza—. Recibí una carta suya desde México. Rosa se marchó en el barco como enfermera para ayudar a los niños. Nunca volvió. —Volvió a mirar hacia el lado opuesto del cementerio—. Cuando murió, una monja me mandó esa foto suya que te di el otro día. Nuestro amigo Carlos se la tomó en otoño de 1937 y ella la guardaba como un tesoro. —Echó un vistazo al collar de Emma—. No teníamos muchas fotos por entonces. —Sonrió pensando en su vieja amiga—. A Rosa le encantaba ese jardín. Sé que estaría muy contenta de que tú lo estés cuidando.
Emma le apretó la mano.
—Gracias. Sé lo duro que tiene que ser para ti hablar de esto.
—Es duro no ser capaz de hablar de ello —dijo Fidel—. La gente cree que las viejas heridas están cerradas. Bueno, pues en nuestra familia no. —Le ofreció la mano a Macu—. A mi padre se lo llevaron.
A Emma la conmovió ver que se enjugaba una lágrima mientras caminaban por el cementerio.
—Muchas familias republicanas no tienen dónde ir a llorar a sus muertos. El 1 de noviembre, ¿dónde van a llevar flores en recuerdo de sus fallecidos? —La temperatura cayó cuando se pusieron a la sombra. Fidel pasó la mano por el revoque lleno de agujeros de la tapia—. ¿Ves eso? Son balazos. Reunieron a los hombres del pueblo que habían apoyado a los republicanos y les hicieron cavar una gran fosa. Los mataron a tiros y arrojaron dentro los cadáveres. Mi padre está aquí, en alguna parte. —Abrió las manos y con un gesto abarcó la hierba verde—. Lo único que quiero es encontrarlo. Debería estar enterrado como es debido, por ahí, como los partidarios de Franco —dijo, señalando hacia las hileras de tumbas cuidadas que había al pie de un monumento de guerra—. Es lo único que quiero.
—Hay fosas como esta por todo el país —dijo Macu—. Arrojaban a la gente a pozos, por acantilados y a las cunetas. Quizás algún día España abrirá los ojos. Ahora tenemos democracia. Hay quienes opinan que no hay que remover el pasado, pero hasta que a las personas como el padre de Fidel no se les permita descansar en paz, las viejas heridas seguirán abiertas.
—Me pregunto a quién enterraron en casa —dijo Emma, frunciendo el ceño.
—¿Ese? —dijo Macu—. Era el marido de tu abuela.
—¿Jordi?
—No, Jordi no —dijo con rabia—. Ese hijo de puta de Vicente.
A Emma se le crispó la cara y apoyó una mano en la tapia, jadeando.
—Emma —dijo Fidel—. ¿Estás bien?
Macu la miró muy preocupada.
—Te hemos alterado. Yo no quería contarte todo esto por ahora.
Emma frunció los labios y exhaló despacio.
—No. Me alegro de saberlo, pero creo que… —Apretó los dientes porque tenía otra contracción—. Me parece que debería ir al hospital.
LONDRES, mayo de 1939
Un Triumph Dolomite pasó a toda velocidad por Pond Place, por delante de las casitas de los empleados, duchando a Freya y el cochecito con agua sucia.
—¡Imbécil! —juró entre dientes, apartándose de la cara el pelo mojado y buscando torpemente la llave con los dedos helados—. Sss… —Trabó el cochecito con el pie para abrir la puerta de la casa. Esperaba que Charles estuviera de mejor humor. Desde que había vuelto de la casa de reposo había sido incapaz de ver ni hablar con nadie. Freya se preparó. Recordó las palabras de la enfermera jefe de España: «Cuando creáis que no podéis más, sonreíd. Sonreíd siempre, chicas.»
La puerta estaba sucia de hollín, y de las chimeneas salía humo gris que subía hacia el cielo cada vez más oscuro. Freya tosió; le dolía el pecho. No había podido quitarse de encima el resfriado. Al abrirse, la puerta se trabó con la moqueta húmeda e hinchada. La música de Billie Holiday sonaba en el gramófono y había en el aire una nube de humo de cigarrillo.
—Por fin. ¿Dónde has estado? Lleva horas lloviendo a cántaros —dijo Charles mientras se levantaba del sofá. La casa estaba helada y llevaba un par de jerséis y bufanda para intentar paliar el frío.
Freya empujó el pesado cochecito hasta llevarlo a la habitación.
—Pareces…
—Tengo un aspecto espantoso.
Freya echó un vistazo a la mesita de café llena de botellas vacías que relucían débilmente a la luz del fuego de carbón.
—¿Te pongo una copa, chica? —Inspeccionó dudoso un vaso y lo dejó otra vez en la mesa. Le temblaba la mano cuando cogió la botella de brandy y el vaso resbaló de la mesa y se rompió contra la chimenea—. ¡Oh, maldita sea! —farfulló, e intentó arrodillarse para recoger los trozos de cristal.
—Déjalo —le dijo bruscamente Freya. El estridente berrido del bebé subió de tono.
—No, no. Puedo hacerlo —dijo Charles, arrastrando las palabras—. Todavía no me he acostumbrado a hacer las cosas con una sola mano.
—¡Déjalo! —le gritó—. ¡Por el amor de Dios, Charles! —Se echó a llorar.
Él apagó el cigarrillo y se le acercó con precaución. Se sacó un pañuelo limpio del bolsillo de la chaqueta y lo agitó como una bandera blanca.
—Gracias —dijo ella mientras se secaba los ojos—. Lo siento. Normalmente yo no… No sé lo que me está pasando…
Charles le pasó un brazo por los hombros y ella lo miró con tristeza, sin poder contener las lágrimas que arrasaban sus mejillas.
—¿Puedo darte algo? ¿Una taza de té?
Freya negó con la cabeza, esforzándose por controlarse.
—No, gracias. ¡Es que estoy tan cansada, tanto! He caminado kilómetros intentando que se duerma. No deja de llorar. No sé lo que hago mal.
—¿Puedo? —Charles apartó las mantas del cochecito.
Liberty estaba llorando, con los labios pálidos y las piernas dobladas hacia la tripa.
—Creo que tiene un cólico.
—Ya lo sé. Lo he probado todo. No sé si es por la comida o… —Freya empezó a sollozar de nuevo—. No sabía que sería tan duro. No paro, ni de día ni de noche.
—Venga, venga… —Le palmeó el hombro—. Las cosas mejorarán, estoy seguro.
—¡Dios, eso espero! No creo que lo aguante mucho más.
—Oye, tengo una idea —le propuso—. ¿Por qué no te tomas la noche libre? Estoy bastante seguro de que me las arreglaré.