De repente, Emma cayó en la cuenta de algo.
—¡Espera! Me has dicho que hablaste con Rosa en la cárcel.
Macu le dijo algo rápidamente y con enfado a su hija.
—Sí —le respondió a Emma—. Sí, vi a Rosa. —Hizo una pausa—. Estuve con ella en la cárcel. Iré pronto a verte y te contaré todo lo que sé. —Le cogió la mano a Emma—. Comprendo por qué Freya no ha querido hablarte de esto. Después de lo que ese hijo de puta le hizo antes de que se marchara hacia la frontera…
—¡Mamá! —exclamó Dolores.
Macu abrazó a Emma.
—Antes de que volvamos a hablar, llama a Freya. Es una buena mujer. No la culpes por haberte ocultado todo esto.
CERBÈRE, marzo de 1939
Seguían llegando. Durante semanas los refugiados habían cruzado los Pirineos hacia la frontera con Francia. Formaban un río interminable de siluetas grises y quebradas que se materializaban como espíritus saliendo de la niebla, acurrucadas bajo mantas, caminando contra el viento helado que soplaba desde el mar. Freya hacía cuanto podía por ellos cuando pasaban. Les daba pan a cambio de las armas que los soldados arrojaban. Cubría con mantas los hombros de las madres temblorosas que llevaban a silenciosos niños de ojos oscuros en brazos. Les lavaba los pies sangrantes y fríos con el agua de un arroyo. Mientras, esperaba, día tras día, aquel rostro tan querido entre la gente; esperaba a Rosa.
Caminaba por el pasillo del viejo castillo que usaban como hospital de campaña y resbaló. Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir y la mezcolanza de voces les parecía lejana. Apoyó la mano en el frío muro de piedra, tambaleándose ligeramente. Dudó en la entrada y buscó entre la multitud, por si se le había pasado por alto su cara y no la había visto. La gente se agrupaba alrededor de una gran chimenea de piedra, tomando cucharadas de sopa aguada de las tazas. Un padre acercó más a su hija pequeña al fuego chisporroteante, intentando calentarle los pies, con su mano oscura y encallecida contrastando con la pálida piel de la pequeña. Por todas partes notaba el olor, el espantoso olor que creía que nunca podría quitarse de la piel ni del recuerdo. El olor de la sangre, del humo… el olor de la derrota.
Parpadeó y le pareció que le mundo se hundía; el pasillo le daba vueltas.
—Espero que esté yendo a acostarse, enfermera.
Freya se volvió hacia la mujer que le había hablado.
—Sí, hermana… Yo…
—Está agotada. No me será de ninguna utilidad si no descansa un poco.
—Pero…
—Sé que está preocupada por su amiga, pero no puede pasarse todo el tiempo despierta buscándola.
Freya asintió y se marchó al dormitorio. Otra enfermera se estaba vistiendo y el quinqué iluminó los arcos catedralicios de su caja torácica cuando se pasó el vestido blanco por la cabeza. El viejo gramófono de Freya sonaba bajo y una suite de Casals para violoncelo manaba de la oscuridad.
—Espero que no te importe —le dijo la otra—. No soportaba el silencio.
Freya se derrumbó en la cama, completamente vestida.
—Tiene gracia lo que se acostumbra una al ruido, ¿verdad? —murmuró. Se le cerraban los ojos—. ¿Mimi?
—Sí… —La chica se volvió con las horquillas en la boca, sujetándose los rizos negros.
—¿Me despertarás si la ves? Va con una niña.
—Enséñame otra vez la foto. —Cogió la manoseada foto en blanco y negro de Rosa, en el jardín, con el bebé.
—¿Quién es? ¿Una amiga?
—Para mí son más bien mi familia —dijo Freya, y cuando cerró los ojos supo que decía la pura verdad.
Al amanecer, unos golpes en la puerta la sacaron de su sueño a todo color: corría por un naranjal con Tom, pasando la mano por las flores y, el aire, de un azul intenso, olía a azahar. Su expresión plácida se endureció al despertar.
—¿Sí? Entre. —Se esforzó por levantarse.
—Me envía Mimi —dijo el niño—. Su amiga…
Freya pasó a su lado corriendo. Las suelas de piel le patinaban en los escalones. Salió como una exhalación al exterior. La nieve que caía a la pálida luz más allá de la protección de los arcos de piedra ahogó sus pisadas. Adelantó a toda prisa a una joven madre que le daba el pecho a su hijo y a una anciana que se protegía del viento con una manta llena de remiendos.
En las laderas de la montaña, una sucesión de fogatas ardían con fuerza. Allí, en la frontera, vio una silueta acurrucada.
—¡Rosa! —gritó, y la mujer alzó la cabeza.
—Te he encontrado… —Rosa sacudió la cabeza cuando se abrazaron, cuidando de no chafar a la niña que llevaba pegada al pecho.
—Estás viva. Gracias a Dios estás viva. ¿Cómo está? —Freya acarició la cabeza de la niña dormida. El pelo oscuro de la pequeña era como seda al tacto.
—Tiene frío, pero está bien —dijo Rosa—. Logramos que nos trajera un camión casi todo el camino hasta aquí.
—Ven. —Freya le cogió al guardia los documentos de Rosa—. Te daremos mantas y algo de comer.
Rosa empezó a desatarse el hatillo.
—¿Rosa? —Viendo el repentino dolor en la cara de su amiga, Freya sintió náuseas. No…
—Me voy. —Rosa se tragó las lágrimas mirando a su amiga a la cara—. Solo he venido a traértela. Tengo que encontrar a Jordi. Si está vivo…
—No… —le suplicó Freya—. Si está vivo, sabrá cuidarse. Piensa en vuestra hija…
—Pienso en ella. ¿Cómo voy a dejar que crea que piense que su madre abandonó a su padre? Negrín le ha pedido a Franco que no tome represalias, pero no podemos confiar en ese hombre.
—Lo sé. Pero ¿y si te apresan?
—¿Qué más pueden hacerme? —Inhaló el olor de su pequeña y le besó la cabecita—. Cuídate, cariño —le susurró, y se la tendió a Freya.
—Por favor, no lo hagas. Yo no puedo… —Rosa sacudió la cabeza.
—Me dijiste que harías cualquier cosa por mí. Bien, no tengo nada. —Se golpeó la palma con el puño—. Me lo han quitado todo: mi hogar, mi vida, a mi amado. Solamente me queda mi hija.
—Por favor, quédate. Me mandan a la maternidad de Elne. Allí estarás a salvo y puedes ayudarme hasta que el bebé nazca.
—No. Prométeme que te la llevarás lejos de aquí. Vete pronto. No permitas que la atrapen. Llévatela a Inglaterra contigo.
—¡No puedo! No estoy casada. Yo… —Freya vio las lágrimas en los ojos retadores de Rosa.
—¡Tienes que hacerlo! Por eso he venido. Me lo dijiste. Dijiste que nos ayudarías…
—Me refería a las dos. Hay barcos que zarpan para Méjico. Puedes empezar allí una nueva vida. No puedes abandonarla así.
—¿Abandonarla? —le espetó Rosa—. Quiero a esta niña más que a mi vida¸ por eso te la entrego. —Se secó la mejilla—. Tú estabas cuando nació. No se la confiaría a nadie más.
—No te vayas. —Freya se estremeció pensando en Vicente—. No puedes volver a esa casa con él.
—No tengo elección. —Se le quebró la voz—. Por Jordi, no tengo elección.
Freya le sostuvo la mirada y luego cerró fuerte los párpados, asintiendo.
—Gracias. —Rosa se desabrochó la cadena con el guardapelo que llevaba al cuello y lo abrió. Se metió su foto y la de Jordi en el bolsillo y se lo puso en la mano a Freya—. Es todo lo que puedo darle.
Con ternura, cogió la cabecita de la niña y le susurró una bendición y un último adiós. Le besó la frente y sus lágrimas resbalaron por el pelo de la pequeña.
—Cuídate —le dijo. Miró a Freya—: Cuídala. Cámbiale el nombre, dale una nueva vida. —Rosa se apartó y a trompicones se abrió paso entre el río de refugiados.
—¿Otro nombre? —gritó Freya—. ¿Cuál? ¿Cómo puedo llamarla?
Rosa se detuvo.
—Llámala Libertad. —Alzó el puño y cruzó de nuevo a España.
Freya observó su solitaria figura desaparecer en la nieve y la niebla mientras miles y miles avanzaban en sentido contrario. La pequeña se movió. Freya miró hacia abajo y apartó las mantas. La niña la miró fijamente, levantó un bracito y le rodeó el dedo con una mano diminuta pero fuerte.
—Hola, Liberty —dijo Freya.
VALENCIA, enero de 2002
Luca se apoyó en la mesa de la cocina, con los brazos cruzados.
—¿Cómo estás?
—Estoy… bien. —Emma tenía los ojos rojos e hinchados—. Es que no he dormido muy bien esta noche, después de hablar con Freya.
—Macu me ha dicho que habló contigo. Está preocupada por ti. —Luca esperó a que lo mirara. Le cogió la mano—. Yo estoy preocupado por ti.
Emma parpadeó para quitarse las lágrimas.
—Me lo contó. Me contó que Rosa dejó a mamá en la frontera de Francia con ella. —Se protegió el vientre con un brazo—. ¿Cómo puede alguien hacer una cosa así? ¿Cómo puedes dejar a tu hijo?
Luca suspiró.
—Era una época terrible. Quizá Macu te ayude a entenderlo. Vendrá después de ir al mercado. Quiere explicártelo todo. —Le apretó la mano y se apartó—. ¿Estuviste trabajando? —Hizo un gesto con la cabeza hacia las libretas que había en la encimera, con fórmulas químicas y diagramas.
—Experimentando, intentando distraerme. —Emma indicó el viejo libro de recetas de la mesa—. Creo que era de Rosa. Al principio lo tomé por un libro de cocina, pero cuando me puse a leer me parecieron instrucciones.
—Parecen hechizos —dijo Luca, riendo, incómodo—. Puede que fuera curandera. Esto deben ser recetas de preparados. Puedes preguntárselo a mi abuela. —Se detuvo en una página con un dibujo de una planta en flor—. Espero que no prepares esto.
Emma echó un vistazo al cuaderno por encima de su hombro.
—¿Un veneno? ¿Qué planta es?
—Adelfa. —Revolvió el contenido del gran mortero—. Esto huele estupendamente. ¿Es menta?
—Para hacer masajes en los pies. Los míos me están matando.
A Luca se le suavizó la expresión.
—Estarás mejor cuando nazca el bebé. Me acuerdo de que Paloma también estaba muy cansada. —Se arremangó—. Venga, deja que te ayude.
Emma se puso colorada.
—No, no podría…
—Está bien. Macu tardará un rato. —La acompañó hasta la vieja butaca, junto al fuego, y cogió un taburete. Se puso una toalla sobre las rodillas y le apoyó el pie en el regazo.
Emma se sacó la bota de piel de oveja.
—¿Hoy no llevas katiuskas? —le preguntó Luca.
—No, hace demasiado frío. ¡Oh, qué bien! —Apoyó la cabeza en el respaldo mientras el aceite cálido le pasaba entre los dedos.
—Dentro de un momento te parecerá que vuelas —le comentó él—. ¿Mejor? —Le cogió el pie con ambas manos—. Todo irá bien.
—¿Tú crees?
—Habrá sido una conmoción para ti, supongo.
—Ya no sé quién soy. —Emma frunció el ceño recordando su conversación con Freya, lo desazonada que estaba—. Me siento fatal. Creo que me he descargado con mi abuela… con Freya. —Hizo una pausa—. No puedo creer que nos haya estado mintiendo todos estos años.
—Quizás estaba protegiéndote de la mejor manera que tenía.
—Puede… —Emma lo miró y agachó la cabeza, concentrada mientras él le masajeaba la planta del pie con los pulgares—. No me costaría acostumbrarme a esto.
Marek entró.
—Perdón, ¿interrumpo? —Dejó las tazas de té en el fregadero.
—¡Qué va, Marek! —Emma se volvió a mirarlo—. Luca me está ayudando a probar una nueva poción.
Luca lo miró y se secó las manos, cohibido.
—Debería ir a ver cómo va Macu.
—Si quieres que te haga masaje en el otro pie luego, solo tienes que pedírmelo. —Marek le guiñó un ojo a Emma cuando pasó a su lado.
—¡Un poco de respeto! —le espetó Luca.
—¡Eh, eh…! —retrocedió Marek, con las manos en alto.
Luca se lo quedó mirando hasta que oyeron el ruido de la excavadora.
—¿Cuándo se irán? —preguntó.
—Pronto. Ya solo queda el jardín.
—Anda como Pedro por su casa.
Emma se secó el pie y se enfundó la bota.
—Está bien, de veras —dijo, poniéndole una mano en el brazo a Luca, que la miró.
—No, no lo está. Nada de esto está bien —repuso, imitando el acento inglés.
—Voy a vestirme —lo miró insegura—. No quiero hacer esperar a Macu.
VALENCIA, marzo de 1939
Rosa corrió, sin aliento, con un dolor agudo en el costado. El camión la había dejado en la carretera y cruzaba corriendo los naranjales tan rápido como podía. Una tormenta eléctrica bajaba de las montañas y los relámpagos se bifurcaban en el aire cargado. La puerta trasera oxidada de Villa del Valle daba portazos empujada por el viento y ella la abrió de par en par, jadeando.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! ¡Viene Vicente! —Macu corrió hacia ella y la sostuvo—. Los nacionales celebran una fiesta de la victoria en el pueblo. Espera que bailes.
—¿Que baile? ¿Está loco?
—Es mejor que por ahora le des el gusto. —Macu la miró a los ojos—. ¿Dónde estabas?
—He tardado más de lo que creía en volver. Las carreteras están bloqueadas por los refugiados que se dirigen hacia el norte. He tenido que ir a campo traviesa buena parte del camino y en coche cuando he podido.
—Jordi ha estado aquí. Te buscaba.
—¿Ha estado aquí? —preguntó Rosa, frenética—. ¿Dónde está? Tengo que reunirme con él.
Macu negó con la cabeza.
—Se ha ido hacia la costa. —Sentó a Rosa en el banco de piedra, al pie de la torre y llenó un vaso de agua con la bomba. Le lavó la sangre y el barro de los pies, rogándole todo el tiempo a san Vicente que los salvara. —Ven—. Se la llevó al piso de arriba, la desvistió y la peinó.
Rosa tenía los miembros flácidos y se dejó, como una muñeca de trapo, como una criatura.
—Le he oído discutir con Jordi. Le ha dicho que si te quedabas con él, permitiría que se fuera. Vicente ha dispuesto un barco en la playa, cerca de la Albufera. Se llevará a Jordi y a Marco a lugar seguro. —Le alisó un nudo del pelo a Rosa—. No puedo creer que Valencia haya caído.
—Hemos perdido, Macu. Hemos perdido en todo.
—Pero ¿y Lulú?
—Está a salvo, con Freya.
—Bien. Nunca nos rendiremos. —Macu inspiró profundamente y alzo la barbilla—. Los combatiremos desde dentro. Ahora estoy casada con un buen hombre. —Llevó a Rosa hasta el tocador y le puso las manos en los hombres—. Arréglate. Vicente no se alegrará de que lo hagas esperar. —Le besó la coronilla y cerró con fuerza los párpados—. Recuerda lo que se dice: los españoles morimos bailando. No permitas que te quiebre nunca, Rosa. Jamás.
La llama de la vela vaciló y su reflejo en el espejo se oscureció. Rosa se vio desaparecer. Destapó el pintalabios, sacó con la uña del pulgar lo poco que quedaba de carmín y se lo aplicó despacio a los labios. Una uña rota le arañó el labio y se lamió el arañazo mientras la luz se apagaba. Le temblaba la mano cuando dejó el pintalabios en el tocador. El metal tintineó sobre el cristal. Pensó en el día que lo había comprado, en Madrid, su primer y su último lujo, en cómo la había hecho sentirse mujer.