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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (23 page)

—Buenos días, señor —lo saludó Aziz en cuanto abrió la puerta y la antigua campanilla tintineó.

—Buenos días. —Luca miró la tienda, decepcionado de que Emma no estuviera allí—. ¿Tienen gardenias?

—No lo sé. Se lo preguntaré a Emma.

—No, no la moleste… —Luca abandonó sus protestas y siguió a Aziz por la trastienda hasta el jardín, con el pájaro gorjeando en su jaula.

La casa retumbaba con el ruido de los taladros, en una cacofonía de vibraciones y chirridos.

—Emma —dijo Aziz, riéndose—. ¡Emma! —gritó por encima del estruendo.

Emma estaba bailando delante de la estufa, al son de la música que emitía la radio, con los pantalones de un pijama de hombre a cuadros metidos dentro de unos calcetines gruesos y unas botas de agua. La bata larga de color azul barría el suelo.

Se dio la vuelta con la espátula en la mano.

—¿Luca? ¿Cuánto llevas ahí de pie? Intentaba calentarme. ¡Entra! —Emma se rio, sin aliento.

Aziz se despidió de Luca y se marchó a la tienda, sonriendo.

Cuando Emma lo besó en las mejillas, notó que ella las tenía frías, recién lavadas. Llevaba el pelo suelto y húmedo. Estaba colorada y llevaba un poco de rímel corrido en un párpado inferior.

—Tienes un poco de… —Dudó, inseguro de si tocarle la mejilla.

—¡Oh, maldita sea! —dijo ella, frotándose el párpado. Intentaba ponerme presentable. Por fin tenemos una caldera nueva. No sabes lo fantástico que es tener una ducha decente.

—No quiero molestarte. —Luca le ofreció la jaula—. He visto este pájaro cantor y he pensado que podía ser un buen regalo de Navidad.

—Gracias. —A Emma se le iluminaron los ojos—. ¡Qué idea tan bonita! Hice esto en Tailandia… —Se acercó a la puerta, abrió la jaula y el pájaro salió volando al jardín, gorjeando alegremente.

La gata atigrada lo siguió entre la hierba crecida, con los ojos brillantes.

—Me ha parecido que sería una buena mascota…

Luca salió tras ella, que se dio cuenta de lo que acababa de hacer.

—¡Oh, Dios mío, lo siento!

Él se encogió de hombros, sonriendo, mientras el pájaro se posaba en un naranjo.

—Si se queda, entonces es que tenía que ser para ti.

Emma dejó la jaula encima de la pared, con la puerta abierta.

—¿Has desayunado? —le preguntó por encima del hombro mientras volvían a la cocina. En un rincón de la habitación, el arbolito relucía lleno de luces blancas.

—¿Esto es el desayuno? —Luca abrió mucho los ojos cuando vio la sartén en llamas sobre el fogón. Manteniéndose apartado, apagó el fuego con un trapo húmedo. Emma levantó el repasador y golpeó los pimientos.

—¿Te apetece?

—Claro —mintió Luca. Se sentía lleno de chocolate a la taza con churros del café, pero quería quedarse con ella.

—¿Te importaría añadir unos cuantos leños al fuego? Espero que caliente a lo largo del día, pero de momento todavía hace frío.

Emma iba de un lado para otro por la cocina, cogiendo platos y cubiertos. La maza y el mortero recién lavados estaban junto a una tabla de cortar. Luca atizó el fuego y chispas doradas chasquearon y silbaron subiendo por el tiro de la chimenea. Acercó las palmas a las llamas, notando su calor. Cogió un libro antiguo que había encima de la mesa y lo abrió.

—Encontré esto en la tienda —dijo Emma.

—¿Lorca? —Hojeó el volumen—. Tengo que preguntarle a Macu acerca de esto. Se lo dedicó a Rosa. Me parece increíble que lo conociera. Había también un libro de cocina o algo parecido. No entiendo mucho de lo que pone, pero me parece que era suyo. —De algún modo, cuando se sentaba un momento a la mesa de la cocina y leía por encima los poemas, Emma conjuraba su alquimia.

El quemado ofrecimiento se había transformado en unos pimientos asados con suculento aceite de oliva para acompañar el jamón y el pan recién horneado.

—Eres una maga —le dijo él, cuando le puso el plato delante.

—Me parece que los hemos salvado. Mi madre decía siempre que el amor, el fuego lento y unos buenos ingredientes eran el noventa por ciento de la cocina. —Apartó la mirada—. En cuanto al diez por ciento restante, bueno… ya ves lo desesperada que estoy.

—Esa caja es bonita. —Le indicó la caja negra de laca que había sobre la mesa.

—Era para perfume. —Emma le quitó la tapa—. Cuando mamá murió, me dejó en ella cartas para leer. Solo he leído un par. Intento que me duren.

—A lo mejor lo que intentas es que te dure ella.

—Puede ser.

—Ya veo. Sé lo duro que es perder a alguien.

Luca notaba que su madre le apretaba el brazo mientras paseaban por la calle. Percibió el perfume de las gardenias del ramillete que Emma había confeccionado para él y que Dolores llevaba prendido de la solapa del abrigo. La fragancia le recordó las manos de Emma trabajando, delgadas y elegantes. Gracias a ella todo era distinto. Su monástica habitación le parecía una celda. Tenía el armario lleno de ropa que llevaba desde hacía años y ya no encontraba nada que ponerse que le sentara bien. Seguía sentándose a la misma mesa del bar El Carmen todos los martes para jugar al ajedrez y tomar una copa con Olivier, pero no era lo mismo.

Él parecía el mismo paseando por la ciudad, como cualquier otro hombre, vigilando a su sobrina que corría entre las palomas. La criatura volvía a su lado una y otra vez, con los brazos abiertos; su risa era como agua fresca brotando de un cántaro. El mundo era nuevo y milagroso para ella también. Nadie lo hubiera adivinado. Nadie habría dicho que, mentalmente, estaba corriendo por la plaza, riendo como un niño con el corazón lleno de amor.

29

VALENCIA, mayo de 1937

—Nunca pensé que me daría miedo la luna —dijo Freya. Se apoyó en la ventana del almacén, fumando.

Apagó el cigarrillo y se guardó la colilla, para aprovecharla más tarde, en una cajita metálica que llevaba en el bolsillo. Pasó el haz de un reflector. El despejado cielo nocturno pareció oscurecerse por levante, coagularse con un latido, una vibración, una única nota que lo permeaba todo.

—¡Dios, ya vuelven otra vez! —gritó una voz en la oscuridad.

Freya se envaró. Esperó tranquilamente, segura de la carnicería que se avecinaba. La primera incursión aérea la había aterrorizado, pero ahora sabía que no había nada que pudieran hacer. Siguió la trayectoria de los aviones mentalmente, sobrevolando la plaza de la Reina. Se dirigían hacia el hospital, se estaban acercando.

Ahí estaba el zumbido, aumentando de intensidad; el silbido de las bombas cayendo. ¿Dónde impactarían esta vez?

Se pegó al muro más grueso del almacén. A Freya le parecía tener el cuerpo tres veces mayor de lo normal, grande y vulnerable, y que las bombas iban dirigidas directamente contra ella.

—¡Apaga esa linterna! —oyó gritar a alguien en la calle—. La milicia creerá que les estamos haciendo señales a los aviones.

Llegó el crujido, las explosiones que sacudían la tierra: una, dos, tres. Muy cerca. El muro en el que tenía apoyada la espalda tembló pero resistió. El techo se agrietó y cayó el revoque de yeso como a cámara lenta. Ella miró al hombre que estaba en la camilla, a su lado, con un paño blanco sobre la cara para protegérsela de los cristales y los escombros. Una cuarta explosión, más fuerte que la última, sacudió el edificio.

—¡Madre mía! —chilló la enfermera española que trabajaba con Freya.

Un destello de luz iluminó la habitación y, mientras la onda expansiva la derribaba al suelo, Freya vio la cara de terror de la enfermera, atrapada como en una fotografía por el resplandor.

«Las incursiones nocturnas suelen ser menos duras», pensó, levantándose con dificultad. Un bombardeo nocturno tenía algo de irreal: las siluetas recortadas, la danza de luces. Lo que no soportaba era la cruda realidad de los bombardeos diurnos: la cara de resignación de los adultos, el agudo terror de los niños.

Se tapó los oídos para amortiguar el histérico tableteo de las baterías. Otro impacto. Las ventanas se abrieron de golpe y cayó al suelo una lluvia de cristales. Por los agujeros abiertos vio el resplandor de los reflectores, como de plata contra el cielo negro.

El continuo zumbido de la flotilla fascista prosiguió. Todavía no tenían bastante. Fuera escuchó las sirenas de las ambulancias. Unos débiles faros surcaron la calle. El silencio cayó sobre la ciudad mientras esperaban que los bombarderos volvieran. Oyó los pasos apresurados de la gente corriendo hacia los refugios.

Freya estaba desesperada: pensó que era inútil esconderse en los sótanos. Había visto edificios grandes quebrarse como madera de balsa al recibir un impacto directo. Así pues, ¿para qué? ¿Para sufrir una muerte lenta privada de luz, privada de oxígeno? Freya hizo una mueca solo de pensarlo. Las paredes de piedra del almacén eran un lugar tan bueno como cualquiera. Era todo una apuesta, una lotería atroz. Miró hacia arriba porque oyó que alguien la llamaba.

—¡Aquí! —gritó.

Una silueta delgada caminaba con dificultad por encima de los escombros de la entrada, con una cámara balanceándose al cuello.

—¿Freya Temple? Soy Gerda, una amiga de su hermano.

—Encantada de conocerte.

—Será mejor que te des prisa. Esa joven española, Rosa…

—¿Dónde está? —El temor le recorrió las venas, dejándola helada. Rosa no se había presentado aquella noche para cumplir su turno.

—No, está bien. —Gerda sonrió—. Está a un par de manzanas de aquí. El bebé viene en camino.

Los aviones volaban bajo y a mucha velocidad. Cayó otra bomba y la tierra tembló y saltó. Freya y Gerda se pusieron a cubierto en un portal, esperando una pausa en el bombardeo. Freya miró calle abajo y vio una finca en pie, intacta, derrumbarse hasta los cimientos en una nube de polvo y escombros, con un ruido como el del mar golpeando un acantilado. Tosió, con el tufo del humo y la ceniza en los pulmones.

—¿Falta mucho?

—Está en el restaurante de la esquina. Según dice el propietario, se detuvo para tomar un vaso de agua de camino al trabajo. —Gerda levantó la voz mientras los aviones sobrevolaban en círculo la zona nuevamente—. Han bombardeado la estación —gritó—. Un tren cargado de brigadistas acababa de entrar en ella.

—¿Lo han alcanzado?

Gerda negó con la cabeza.

—Pero hay muchos heridos. He visto a mujeres en la calle sin ponerse a cubierto, con sus hijos muertos en brazos. Había un médico en el andén blasfemando…

Freya soltó una maldición, irritada.

—¿Qué de bueno tiene esto?

Gerda levantó la cámara y tomó una foto de un avión ladeándose, recortado contra el cielo en llamas.

—Vamos.

Las dos corrieron por la calle.

—He pasado en el depósito de cadáveres casi todo el día —dijo Gerda—, fotografiando a la gente que hacía cola para enterarse de si sus familiares desaparecidos estaban entre los muertos. Dios mío… esa gente tiene arrestos. Los oyes hablar de los bombarderos no con miedo sino con dignidad y desdén.

—Han aguantado mucho. Sobrevivirán también a esto. —A Freya le resbaló un zapato sobre los ladrillos rotos esparcidos por la entrada del restaurante mientras Gerda abría las puertas. Las recibió el inconfundible grito agudo de una mujer de parto.

—¡Rosa! —gritó Freya.

—¿Dónde estabas? —Chilló Rosa. Se encontraba a gatas debajo de un sólido arco de piedra, junto a la zona del comedor, con una mano apoyada en una columna de mármol—. ¡Todos se han ido! Los muy cobardes se han escondido en el sótano. Yo he dicho que probaría suerte aquí…

—Ya estoy aquí —le dijo Freya, lavándose apresuradamente las manos detrás de la barra—. Gerda, ¿puedes ir a ver si hay agua caliente en la cocina y buscar toallas?

Rosa juró entre dientes.

—Te juro que nunca volveré a dejar que ningún hombre se me acerque —agarró la mano de Freya, sacudida por una contracción. Esta le acarició la frente perlada de sudor.

—Escúchame, Rosa. Voy a ver cómo estás, a comprobar cuánto te falta para dar a luz. —Se situó entre sus piernas y le alzó la falda.

—Aquí tienes el agua —dijo Gerda, poniéndose en cuclillas a su lado.

—¡Por amor de Dios! —Hizo una mueca cuando vio que la cabeza del bebé coronaba—. Sostenle la mano —le dijo a Gerda—, háblale. —Esta se puso al lado de Rosa—. ¿Cuándo han empezado las contracciones? Tendrías que habérmelo dicho.

—Hace un rato. No quiero tener al bebé en esa casa, estando él allí. Creía que llegaría al hospital. —Rosa frunció los labios y jadeó varias veces.

—Lo estás haciendo muy bien. No falta mucho. Quiero que te prepares para empujar. Has dilatado del todo y este bebé está listo para venir al mundo. —Freya dobló las toallas y las tendió en el suelo. Le frotó los muslos a su amiga, tranquilizándola como habría hecho con un animal asustado—. Respira tranquilamente si puedes…

—¿Respirar tranquilamente? Me gustaría verte a ti…

—Vale, empuja —dijo Freya cuando las palabras de Rosa se convirtieron en un alarido—. ¡Venga, Rosa!

Las tres chicas estaban juntas a cubierto, a la luz temblorosa de una lámpara, rodeadas por lo demás de oscuridad. La electricidad fluctuó y finalmente se quedaron completamente a oscuras. Los estallidos de las bombas eran un contrapunto a los gritos de Rosa mientras Gerda encendía las velas de las mesas del restaurante y se las acercaba. Con cada explosión, los vasos que había detrás de la barra tintineaban, chocando entre sí.

Casi al amanecer, cuando los últimos aviones se alejaban de la ciudad, el último alarido desgarrador de Rosa rasgó el aire, acompañado por el llanto agudo de su hija.

—¡Es una niña! —dijo Freya, poniéndole en los brazos a la criatura—. Una niña perfecta.

—¡Claro que es perfecta! —dijo Rosa. Las lágrimas le abrían surcos en el polvo de las mejillas cuando se apoyó en la columna. Miró los ojos negros de su hija—. Es igual que su padre.

—Sois increíbles —dijo Gerda, cubriéndolas a ambas con un abrigo.

Rosa miró a las otras dos.

—Gracias —susurró—. Gracias. Nunca olvidaré esto.

Gerda se dispuso a tomar una foto de Rosa con el bebé en brazos.

—Maldita sea —dijo, comprobando su Rolleiflex—. Me he quedado sin película.

—¿Puedo pedirte una cosa? ¿Quieres ser la madrina de mi niña? —le preguntó Rosa a Freya.

—Será un honor.

Gerda se besó los dedos y los puso en la mejilla de la criatura.

—Que tengas una buena vida. Haz que valga la pena —le dijo. Miró hacia el cielo por la ventana del restaurante. Amanecía—. Eso es todo lo que nos cabe esperar. —Se levantó, se metió la cámara bajo la chaqueta y se abrochó la cremallera. —Tengo que irme.

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