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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (27 page)

—¿Cómo va la floristería? —le preguntó Luca mientras recorrían los puestos del Mercado Central. Era un hervidero. Los fríos pasillos abovedados estaban llenos de voces y pasos que resonaban y se percibía una mezcolanza de olores de mariscos y frutas—. Ha habido tantas bodas y funerales últimamente en el pueblo que tiene que ser un éxito.

Emma se rio.

—El jardín perfumado va muy bien, gracias —dijo, deteniéndose delante de un puesto de fruta. Cogió un melón e inhaló su aroma de verano. Se le hizo la boca agua y presionó con los dedos la firme pulpa, probándolo—. ¡Dios! Me siento como si me hubiera tragado uno de estos. —Se acarició el vientre duro y redondeado.

—Ya no falta demasiado —dijo él, entregándole el importe al encargado del puesto—. En cualquier caso estás guapa.

—Gracias. —No quería que notara lo complacida que estaba y se apresuró a meter el melón en la bolsa.

Caminaron hasta el siguiente puesto.

—¿Te he dicho que he estado experimentando con la elaboración de velas perfumadas para la tienda? He encontrado una antigua firma maravillosa con la que trabajar y, cuando haya perfeccionado los aromas, empezaremos la producción.

—Eres demasiado para mí. —Luca se apartó para dejar pasar a un mozo que llevaba cajas de pescado en hielo y notó que a Emma le había cambiado la cara. Parecía preocupada—. Quiero decir… Me parece estupendo lo creativa que eres, que veas tantas oportunidades a tu alrededor.

—¿De veras? —La expresión de Emma se relajó—. Gracias. Mamá… bueno, ella decía en una de sus cartas que me dejó que a lo mejor soy demasiado… No sé. Que hago demasiadas cosas.

—Nunca sale nada bueno si alguien intenta ser menos de lo que es. —La miró—. Sé todo lo que puedas ser.

—Haces que parezca fácil.

—Lo es. Mi abuelo decía siempre que uno tiene que hacer lo que le apasiona y hacerlo tan bien como pueda. Para mí no hay más camino que ese.

—Tiene gracia. Siempre me pareció que sería estupendo tener una floristería y ahora tengo una en el portal de casa. —Se quedó pensando un momento—. Después de todos estos años dirigiendo una empresa grande, me satisface hacer realidad un pequeño proyecto.

—Pero volverás a tu trabajo como perfumista…

—Sí, claro. Cuando todo esté solucionado en Londres. —Tras una pausa, añadió—: Sin embargo, resulta agradable ver cómo las flores proporcionan un placer inmediato a la gente. Con los perfumes estaba siempre metida en el estudio o en el laboratorio. Luego, cuando mamá decidió que debía asumir el mando, estaba constantemente de viaje para ver a los grandes compradores. Perdí el contacto con los clientes, creo. —Se encogió de hombros—. Ahora me encanta ver a la gente yendo y viniendo con las flores que Aziz les ha vendido, pensando en lo felices que harán a sus amigos con un ramillete de margaritas africanas o lo que sentirán sus amantes al recibir un gran ramo de rosas.

—Me parece que te gusta hacer feliz a la gente. —Le dio un golpecito cariñoso con el codo—. Pero el nombre… tienes un sentido del humor perverso. Si las buenas mujeres del pueblo supieran que le compran los claveles para la Virgen a una sensualista…

—¿A una sensualista? —Emma se lo quedó mirando. Luca se acercó y se inclinó hacia una cesta de fresas. Bajó la cabeza hacia ellas e inhaló. Se las ofreció y ella las olió, cubriendo la mano de él con la suya.

—Como dijiste en la catedral: el Cantar de los Cantares, los textos eróticos de Burton…

—Bueno, por lo que recuerdo del libro, sabían de lo que hablaban en lo que se refiere a afrodisíacos. Te sorprendería lo que se puede hacer con un poco de jengibre y cardamomo. —Le sonrió muy brevemente.

—Lo tendré en cuenta.

—Me parece que has estado pensando bastante en esto —dijo ella, riéndose.

«No he pensado en otra cosa.» Se dirigió al encargado del puesto y le entregó la fruta.

—Déjame. —Emma fue a coger la cartera—. ¿Quieres algo más?

«Un montón de cosas —pensó él mientras proseguían su camino—. Pero sigues enamorada de otro.»

33

MADRID, agosto de 1937

—¿Capa? —Charles se apoyó el auricular en el hombro y se pellizcó el caballete de la nariz. Tenía los ojos enrojecidos. En la barra había varios periódicos franceses abiertos por las páginas en las que salía el funeral de Gerda—. ¿Puedes hablar? No quisiera molestarte.

—No, no… me alegro de oír tu voz, Charlie.

El sol se colaba por las persianas, moteando las siluetas de los hombres exhaustos, los vasos vacíos en las mesas. Charles llevaba un viejo jersey de cuello alto negro, a pesar del calor.

—¡Lamento tanto lo de Gerda, Bob! Lamento no haber podido ir a París para su funeral…

—¿Qué demonios pasó? —Capa tenía la voz espesa, ronca por el dolor—. No tendría que haber estado allí. Si yo hubiera estado, habría cuidado de ella.

Charles bajó la cabeza.

—Lo siento. Sucedió todo muy deprisa. Lo intenté.

—No te estoy culpando, Charles. ¡Dios! —gritó—. Nadie más que yo podría haberla hecho entrar en razón. Yo podría haberla salvado.

Charles cogió una cajetilla de cigarrillos.

—¡Maldita sea! —dijo, y la tiró al suelo porque estaba vacía. Levantó el vaso, haciéndole una seña al camarero—. Me siento tan… He sido un poco estúpido desde…

Charles pensaba en las noticias del funeral de Gerda en París, en cómo habían tenido que apartar a rastras a Capa de la tumba.

—Teddie me contó lo que pasó en el hospital. ¿Sabes? Que le hicieron una transfusión de sangre y que dijo: «Vaya, ahora me encuentro mejor.» Sobrevivió a la operación… ¿Qué demonios pasó, Charles? Tendría que haber estado con ella. Esto no habría pasado si hubiera estado con ella… —Mientras Capa continuaba, Charles se dio cuenta de que tenía miedo de que pudiera acusarlo de intentar seducir a la mujer a la que amaba. La culpa le atenazó el corazón cuando Capa se echó a llorar.

—Te amaba —le dijo en voz baja. «Yo la amaba y nunca lo supo. Nadie lo sabrá nunca.»

—¡Claro que me amaba! No necesito que nadie me lo diga —gritó Capa—. Era mía y yo era suyo. Nos pertenecíamos. —Charles esperó en silencio mientras Capa intentaba reponerse—. Lo siento, Charlie. No debería descargarme contigo.

—No. Adelante. —«Me lo merezco», pensó. Deseó que Freya estuviera allí. Ella siempre sabía lo que había que decir, pero él se había quedado sin palabras.

—Todos querían a Gerda —dijo Capa—, pero me eligió a mí. Íbamos a casarnos.

—Lo sé, amigo. Lo siento.

—El funeral fue muy bonito. ¡Había tantas flores!

Capa siguió contándole cómo había ido todo en París, pero Charles se lo sabía de memoria. Miró las fotografías de los periódicos que tenía delante. Desde su muerte se había torturado leyendo todos los detalles, cada palabra acerca de su vida y su funeral. No tenía ni idea de lo valorado que estaba su trabajo. El Partido Comunista la consideraba una mártir antifascista, una Juana de Arco moderna. Decenas de miles de personas ocupaban las calles de París cuando su cuerpo fue trasladado al cementerio Père Lachaise el 1 de agosto. Sonaba la marcha fúnebre de Chopin.

Habría sido su vigésimo séptimo cumpleaños. En uno de los periódicos, junto a las fotos del funeral, el gentío, las pancartas y las flores, había algunas fotografías de Gerda, entre ellas una que Charles sabía perfectamente bien que era de Capa. «¿Qué importa eso? —se dijo—. De todos modos iban a acabar juntos: André y Gerda, Gerda y Capa, dos caras de una misma moneda.» La recordó diciéndole mientras se resguardaban de la lluvia: «Hemos inventado el mejor fotógrafo de guerra del mundo. Capa será leyenda.» Ahora él sabía que los dos estarían unidos para siempre por esa leyenda de la que él, Charles, no formaba parte. «Nunca he formado parte de ella. —Se frotó los apretados párpados—. Idiota, estúpido. ¿Cómo he podido pensar alguna vez que podría formar parte de ella?»

Si Gerda le parecía una diosa estando viva, muerta empezó a adquirir una condición de mito. Perfecta, incorrupta. Un solo beso lo había arruinado de por vida. Charles miraba fijamente el periódico mientras Capa seguía hablando. En las fotos de Gerda de la guerra vio las caras luminosas y esperanzadas de las jóvenes milicianas caminando por las playas de Barcelona en 1936, campesinos aragoneses en la siega, huérfanos del conflicto en Madrid.

«Esta era la gente por la que Gerda se preocupaba —pensó—. Siempre fue brillante captando lo humano de las situaciones.» Cuando se le hubo pasado la inicial emoción de ver sus propios artículos impresos, Charles se había dado cuenta de que su trabajo nunca tendría la magia de las imágenes de Gerda y Capa ni el poder de las palabras de Hemingway. En comparación, se consideraba un aficionado. Miró a los otros periodistas que había en la barra. ¿Cuántos de ellos serían recordados? ¿Cuántos de ellos serían llevados por las calles como mártires bajo una lluvia de flores?

Apoyó la cabeza en una mano. Las fotos de Gerda te encogían el corazón, te dejaban sin aliento. Apartó una página con fotografías del Ejército del Pueblo marchando en la plaza de toros de Valencia y dejó al descubierto la imagen de una víctima de una incursión aérea del periódico de debajo, con la sangre manando desde una manta al suelo de damero. Inmediatamente, su mente saltó a Gerda, herida y sangrando en la camilla. Sintió náuseas al recordar cómo se había quedado a su lado, impotente.

—¡Era tan hermosa! —dijo en un susurro cuando Capa calló. Se apoyó en el borde del taburete—. Muy hermosa. Sus fotos… tal vez dio demasiado de sí misma, corrió demasiados riesgos…

—¿Por qué nadie me llamó? ¡Por Dios santo! Habría venido de inmediato de haber sabido que se proponía volver a Brunete… —La voz de Capa era ahogada, como si se hubiera cubierto la cara con las manos.

Charles se dio cuenta de que Capa no lo escuchaba, inmerso en su propio infierno, viendo una y otra vez la muerte de Gerda, igual que él. «Y si…», pensó. ¿Y si Capa hubiera insistido en que Gerda se quedara en París con él? ¿Y si ella no se hubiera subido de un salto al coche? ¿Y si el tanque no hubiera perdido el control o se hubiera desviado de su trayectoria una fracción de segundo antes?

—Tuve que leer la noticia, ¿puedes creerlo? Estaba en la sala de espera del dentista, Charlie. Me enteré por el maldito periódico. Nunca debí dejarla allí, nunca. Íbamos a casarnos, ¿lo sabías? —volvió a preguntarle.

—Lo sabía. Charles se sentía culpable por aquel beso, por lo unidos que estaban ella y Ted, y se preguntó si ella podría haberse ido con Capa y dominar su espíritu libre. Se bebió de un trago el whisky que le había servido el camarero y le indicó por señas que le dejara la botella.

—¿Sabes? En 1935 pasamos dos meses en Santa Margarita. Fue la perfección, Charles, la época más feliz de mi vida. —Capa suspiró—. ¿Sabes? La felicidad es una partida de póquer, una botella de whisky escocés y una chica bonita. Sin embargo, ella era mi mundo. Nunca había experimentado una paz y una felicidad semejantes. Nunca volveré a hacerlo.

—Espero que con el tiempo puedas, Bob. —Charles se levantó y recogió los periódicos—. Oye, ¿cuándo vendrás?

—Tardaré una temporada. Quiero pasar un tiempo a solas. Me voy a Estados Unidos, a Nueva York, para ver a mi familia.

—Lo entiendo. Entonces ¿cuándo?

—Quién sabe. En China la cosa se está poniendo fea. Tal vez me vaya allí una temporada. —Capa rio con tristeza, forzadamente—. Hay que estar cerca para tomar una buena foto, Charlie.

—Claro. —«Pero Gerda se acercó demasiado», pensó—. Sabes dónde encontrarnos si necesitas algo.

—He perdido lo único que he necesitado jamás —dijo Capa—. Gracias por llamar, Charlie.

—Ya nos veremos, Capa. Cuídate.

—Lo mismo digo, chico. Suerte.

Charles oyó que Capa colgaba el auricular.

«Tienes suerte, Bob. Ella te quería —pensó. Echó un último vistazo a la foto de Gerda publicada en
Ce Soir
—. Algunos solo podemos soñar con un amor así.»

34

VALENCIA, enero de 2002

—No hay prisa. Podemos ir a Cuenca cuando haya nacido el bebé —dijo Luca.

Para íntima satisfacción de Emma, él se pasaba por El jardín perfumado cada pocos días, a veces para comprar flores y otras simplemente para charlar.

—Concepción está bastante contenta de esperar para hablar de vender su negocio. A pesar de lo que la anima Guillermo, tengo la sensación de que no tiene prisa por dejar de trabajar.

—Bueno, me alegro de que la reunión pueda esperar. —Emma se levantó del taburete y se estiró, con una mano en los riñones—. Ahora los viajes largos en coche me resultan muy incómodos.

—Eso es nuevo, ¿no? —Luca señaló el expositor de flores.

—Fidel me lo dio. Acabo de restaurarlo. —Pasó los dedos por el hierro forjado recién pintado.

—Su mujer vendía flores.

—Me lo contó.

—¿Ah, sí? Empiezas a conocer a los del pueblo, veo.

—Tenemos que llevar un negocio. —Emma recogió los tallos cortados de las flores que estaba poniendo en cubos de hierro y las tiró a la basura.

—Hablando de lo cual… ¿dónde está el chico? No deberías trabajar.

—Estoy bien. Aziz tenía que llevar a su madre al médico. Solo le estoy echando una mano.

—No permitas que se aproveche de ti.

—Puedo cuidarme sola.

—Ya sé que puedes. —Luca le pasó un cubo de hierro lleno de fragantes fresias.

—Gracias. —Lo puso en una anilla del expositor y retrocedió para ver el efecto—. ¿Cuándo murió la mujer de Fidel?

—Hace años. Fue una verdadera tragedia.

—¿Qué pasó?

—Estábamos en Fallas. Ya sabes, las fiestas de marzo, cuando todo el mundo se vuelve loco en la ciudad y en los pueblos.

—He visto fotos. ¿De verdad que quemáis esas figuras enormes?

—Todos los años.

—Parece bastante peligroso.

Luca se encogió de hombros.

—La gente suele tener cuidado. Se humedecen con agua todos los edificios. Ese año hubo un accidente en el pueblo…

—¿Con un castillo de fuegos artificiales?

—No. Fue con una hoguera.

—¿Se quemó? ¡Qué horror! —Emma imaginó las escenas de bacanal que había leído, los fuegos altísimos y las explosiones y luego, entre los juerguistas, una silueta en una ventana en llamas.

—Había visitado a su madre en el casco antiguo del pueblo. Oí que habían plantado una de las fallas demasiado cerca de la casa y que se prendió fuego a todo.

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