—¿Tom? —se volvió y notó la mirada de curiosidad de una de las enfermeras—. Esta habitación está lista, doctor Henderson.
—Bien. No tiene por qué ayudar a hacer esto, enfermera Temple. Ya trabaja más que suficiente con la unidad de transfusiones.
—Quería hacerlo —dijo ella, con una mano en la cadera.
—Muy bien. ¿Está lista para volver a Madrid? —le preguntó, levantando los ojos de las anotaciones que había estado leyendo. Esperó a que las enfermeras españolas se hubieran ido y dejó la tablilla sobre una cama. Abrazó a Freya y la besó, acariciándole los riñones y atrayéndola hacia sí—. Así que aquí es donde te escondías. Te he echado de menos hoy —le dijo, besándole el cuello. Se apoyaron en la pared y Freya hundió los dedos en el pelo espeso y oscuro de Tom—. Dios, nunca he deseado a nadie tanto como a ti.
—Tom. —Susurró su nombre con los labios apoyados en su oreja. La cabeza le daba vueltas de cansancio y deseo.
Cuando oyeron pasos en el pasillo se quedaron muy quietos los dos y se apartaron. Freya esperó mirando fijamente la puerta destartalada, con el pecho agitado.
—Vamos. —Tom la llevó fuera en cuanto los camilleros hubieron pasado con unas angarillas—. Tenemos un poco de tiempo antes de que la ambulancia se marche.
Se alejaron de la granja, cruzaron los campos por un sendero de mulas. El sol estaba bajo en el cielo. A Freya le pareció estar mirando la tierra a través de un trozo de ámbar, rodeados como estaban de luz dorada. Cuando estuvieron fuera de vista, Tom la cogió de la mano.
Freya se quitó la bufanda roja del pelo y sacudió la melena rubia. El cuerpo le dolía por el esfuerzo, pero, caminando juntos, notaba el apresuramiento del deseo. El viento cálido traía el aroma limpio de Tom a algodón, sudor reciente y colonia. Notaba el calor en las mejillas. A lo lejos oían los cañones del frente. Se apoyó en él. Sus hombros se tocaban.
—En momentos así parece imposible que estemos en guerra —dijo.
Tom le pasó un brazo por el hombro y ella le abrazó la cintura, notando los músculos fuertes de su espalda mientras caminaban alejándose del hospital de campaña, alejándose de la guerra. Él le besó la coronilla.
—Esto es una belleza. Seguro que esto está lleno de amapolas en verano. —La colina era rosada: la tierra color salmón, ámbar, melocotón, punteada de salvia y árboles plateados, empolvados de blanco como las mejillas de una cortesana—. Podríamos ser como cualquier pareja joven, saliendo juntos a disfrutar de la puesta de sol… —Calló en cuanto pasó una bala silbando y se incrustó en un árbol—. ¡Dios, agáchate! —La empujó al suelo y la protegió con el cuerpo entre la hierba.
—¿Qué ha sido eso? —Freya se estremeció cuando una segunda bala dio en el árbol que tenían delante y saltaron astillas de corteza.
—Seguramente nos hemos acercado demasiado al frente. —Tom rodó sobre sí mismo, se puso de lado y escrutó a su alrededor. Indicó un grupito de árboles colina abajo que acababan de pasar y un muro de piedra derruido—. Ve tú delante. Arrástrate hacia ese muro. El tirador está lejos, pero no vamos a correr riesgos.
—Tom, estoy asustada.
—Yo iré detrás de ti. —La besó rápidamente—. Para llegar hasta ti tendrá que pasar por encima de mí primero.
Freya avanzó entre la hierba pegada al suelo, jadeando. Las piedras y los terrones secos se le clavaban en los codos y las rodillas. Los tallos de hierba se cimbreaban sobre su cabeza, oscuros contra la puesta de sol. Después de lo que le pareció un siglo, vio el muro que sobresalía, lo rodeó y se sentó con la espalda apoyada en las piedras calientes, conteniendo la respiración. Tom iba justo detrás de ella, levantando tierra y piedras con las botas. Se miraron y se echaron a reír. Tom metió la mano en un bolsillo y sacó dos pitillos de una cajetilla arrugada. Encendió ambos y le pasó uno.
—Después de esto, las citas para ir al cine van a parecernos una sosería —dijo, riéndose.
Freya soltó el humo, sonriente.
—Va a ser difícil de superar.
—Tranquila —le dijo Tom, quitándole el polvo de la mejilla con el pulgar—, será algo que podremos contar a nuestros nietos.
Freya notó reducirse el espacio que los separaba hasta desaparecer.
—Tal vez no —dijo en voz baja. El momento, la posibilidad estaba allí—. Te deseo —le susurró, acariciándole la mejilla, el cuello, con labios suaves como alas de mariposa. Él apagó los cigarrillos y la abrazó. Se recostaron en el suelo, entrelazados sobre la hierba movida por la brisa.
Freya miró el cielo. La estrellas diminutas como cabezas de alfiler iban apareciendo una a una.
—Ojalá pudiéramos quedarnos en este lugar para siempre —murmuró.
Tom levantó la cabeza de su vientre y le besó las costillas, el pecho. Se tendió boca arriba, abrazándola. Ella notó la calidez de su pecho contra la mejilla, oyó los latidos de su corazón.
—Debemos tener cuidado —le dijo Tom.
—No creo que nadie sepa que salimos.
—No me refiero a eso. Me importa un bledo que alguien lo sepa. Me refiero a que quiero cuidar de ti. —Le alisó el pelo, apartándoselo de la frente—. Tal vez queramos estar un ratito a solas antes…
—¡Oh! Te refieres… —Freya se ruborizó—. Yo no me preocuparía. No he tenido… Quiero decir que no…
—Para ser enfermera eres terriblemente mojigata, ¿sabías? —dijo él, riéndose.
Freya le dio un puñetazo en las costillas.
—Llevo meses sin tener la regla, así que es muy improbable que me quede embarazada. Y si me quedara…
—Sería maravilloso —dijo él, estrechándola contra sí—. Quédate conmigo esta noche. ¿Me quieres, Freya? ¿Lo harás?
—Por supuesto. —Se sentó y le cogió la cara entre las manos, sonriéndole—. Claro que te amo, Tom.
Él también se incorporó.
—Cásate conmigo.
Freya le besó la palma de la mano.
—Estás loco. Apenas me conoces.
—Te conozco —dijo él, sosteniéndole la mirada—. Nunca he estado más seguro de algo. Cásate conmigo, Freya.
MADRID, septiembre de 2001
Emma corrió por el andén, haciéndole señas al revisor. En el momento preciso en que se cerraban las puertas subió de un salto al vagón atestado de gente. Cuando encontró asiento en el coche restaurante, el tren dio una sacudida y salieron traqueteando por la vía de la estación de Atocha, el sol la cegó. Un ejecutivo que estaba sentado frente a ella la ayudó a poner la maleta en el portaequipajes y se acomodó para el viaje hasta Valencia. Bajó un poco la cortinilla y cerró los ojos. Se había pasado toda la mañana visitando los museos de Madrid y tenía en la cabeza la imagen del
Guernica
de Picasso mientras echaba una cabezada.
Le llegaba el olor del almuerzo que preparaban en la cocina del tren: distinguió el aroma del ajo y la cebolla, la rica fragancia del azafrán. En España, Emma se sentía como si estuviera despertando de una hibernación. La noche anterior había caminado kilómetros explorando las calles de la ciudad, deteniéndose a comer tapas en las terrazas de los cafés y mirando pasear a los elegantes madrileños. Los olores de la ciudad eran embriagadores: tabaco negro, café humeante, alcantarillas, tomate frito… Cada uno de aquellos olores contribuía a que sus sentidos volvieran a la vida. Se había detenido a la puerta de una antigua perfumería, transfigurada por los frascos dorados y de colores del escaparate. Había cerrado los ojos e inhalado cuando la puerta se había abierto.
«Rosas —había pensado—. El perfume de mamá.»
En aquel momento había quedado convencida de que había hecho lo correcto marchándose a España.
El tren dejó atrás la ciudad y Emma sacó un libro del bolso. Pasó el dedo por el título grabado en el lomo:
Mariposas de Andalucía
, Charles St. John Temple. Lo abrió y sonrió cuando vio la foto de estudio de su tío, con una mata de pelo rubio sobre la frente, los ojos azules y una corbata extravagante sobre la camisa blanca, mirando a lo lejos.
«Seguramente se la tomaron antes de la guerra —pensó Emma—. Nunca ha tenido un aspecto tan despreocupado desde que lo conozco.»
Fue volviendo las páginas: «España. El mayor sufrimiento y la mayor felicidad de mi vida.»
Emma arqueó una ceja cuando leyó aquella primera frase. Nunca había oído a Charles expresarse en términos tan apasionados.
Notaba el viento del cambio proveniente del sur. Caminaba por carreteras polvorientas, bronceado como un profeta, lleno de picaduras de las pulgas de los hostales. Viajé durante días de luz lacerante y calor abrasador. Mi España era una España en la que las gallinas picoteaban y las golondrinas se posaban en los aleros de un viejo salón de baile con ristras de claveles. Donde bailaban muchachas de ojos negros con ferocidad contenida, de una belleza tremenda, para un cantaor cuya tonada contenía las lamentaciones del islam. Mi España era una tierra de hombres vigorosos, independientes, rebeldes e indisciplinados que se dirigían a ti llamándote «hombre». Era una tierra que te arrastraba hacia el corazón de sus extensas y acogedoras familias; sin embargo, nunca me he sentido más solo que en los pueblos desiertos a oscuras o en los extensos campos donde de repente echaban a volar un millar de mariposas blancas como una melodía impulsada por el viento.
Emma silbó entre dientes y sacudió la cabeza. Aquel no era el Charles que ella conocía. Como tenía por costumbre, pasó a la última página.
Algunos dicen que España era un lujo emocional para un puñado de idealistas inmaduros, pero cualquier hombre y cualquier mujer que amara el país y luchara por él discreparía. España es Europa en miniatura. La Guerra Civil fue una explosión en un polvorín, una fuerza que había estado forjándose durante siglos. Yo luché por ese país y, como muchos, pagué un precio. Mi España, la tierra de los paseos a la luz de la luna por el Albaicín y la Alhambra, del sonido de los cascos de las mulas en los caminos pedregosos, de la tierra ocre y la menta, de las caras oscuras y apergaminadas, prematuramente envejecidas, ya no existe. La vida es una ráfaga de aire en comparación con el momento de la verdad, dicen los españoles, y en su hermoso país sumido en la ignorancia he visto a demasiados enfrentarse a ese momento cuando todos estábamos completamente solos.
Emma pasó las páginas buscando fotos. Había pensado que el libro sería un catálogo de las mariposas que Charles había visto en Andalucía, pero además de dibujos y anotaciones sobre mariposas, contenía fotos y recuerdos de la guerra.
«¿Tomó todas estas fotos? No sabía que Charles fuese también fotógrafo profesional.»
Se entretuvo mirando una foto de una mujer rubia y esbelta con la cabeza apoyada en una columna rota de un edificio bombardeado. El pie rezaba: «Gerda.»
Gerda sonreía, pero no miraba hacia el objetivo, como si estuviera haciendo un esfuerzo para no reírse. Entonces Emma imaginó a Charles paseando por el edificio en ruinas, escogiendo enfocar a la mujer.
«Gerda —pensó—. Gerda Taro era la compañera de Robert Capa.» Percibió la intensidad de la mirada de Charles a través del objetivo. Buscó la fecha: «Frente de Córdoba, junio de 1937.» Aquello había sido unas cuantas semanas antes de la batalla de Brunete.
Mientras el tren avanzaba, Emma miró por la ventanilla las colinas de tierra ocre que desfilaban por detrás de la icónica imagen vigilante de un enorme toro negro de Osborne.
«Pobre Charles», pensó.
Pasó foto tras foto de la guerra: caras desafiantes y solemnes de soldados, cuerpos destrozados en las barricadas, críos con el aspecto agotado y maduro de viejos.
«Las cosas que visteis Freya y tú.»
Se quedó mirando la última fotografía y le dio la vuelta al libro. Era el desnudo de una joven arropada con una sábana, con un abanico negro ocultándole las facciones.
«¡Charles! —Emma sonreía—. Nunca lo habría dicho, viejo bribón.» Leyó el último párrafo, que ocupaba la página siguiente:
Si este pobre y atribulado país se levanta de sus cenizas será gracias a sus mujeres. Lo que los hombres no comprenden es que las sociedades pueden retroceder tanto como avanzar. Creíamos en la victoria; no era posible que perdiéramos. Sin embargo, perdimos. Luchamos codo con codo con nuestras mujeres y, no obstante, España sufrió un retroceso. Las españolas llevan dentro todo lo bueno de España. España vive en su corazón y en su devoción. En España conocí a la mujer más hermosa que he visto, luminosa y frágil, cariñosa y efímera como una mariposa. Si España se levanta, libre de nuevo, será por ellas.
Charles se había ruborizado al entregarle el libro.
—Está tremendamente anticuado, claro —le había dicho mientras ella lo sacaba del papel marrón después de tomar el té en Fitzbillies, cerca de sus habitaciones de Cambridge—. En su momento quedó eclipsado por la obra de Lee y de Orwell. Soy un poco como ese del anuncio de las Páginas Amarillas. Siempre que paso por una tienda de libros de segunda mano tengo la tentación de preguntar: «¿Tienen un ejemplar de
Mariposas de Andalucía
de Charles St. John Temple?» —Se rio—. La prosa deja bastante que desear, pero a lo mejor las fotos han superado la prueba del tiempo.
Emma había pasado las hojas que olían a moho.
—Estás siendo modesto. ¡Son maravillosas! ¿Por qué dejaste de hacer fotos? —Veía lo orgulloso que estaba del librito.
Él se había limpiado los labios con la servilleta.
—Tuve mi época. Hubo una pequeña exposición en el club. Todavía tienen una de mis fotos, ¿sabes? Pero, bueno… —Se miró el brazo de la amputación—. Esto era un impedimento. Francamente, necesitábamos unos ingresos fijos cuando tu madre era niña. Freya volvió a ejercer como enfermera cuando Liberty empezó a ir a la escuela, pero mientras fue un bebé teníamos que llegar a fin de mes con mi sueldo.
Emma le había cogido la mano.
—Gracias. Lo conservaré como un tesoro.
—No me puedo creer que te marches a España.
—Volviste allí después de la guerra, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Oh, sí! Había estado cazando mariposas en Andalucía justo antes de que estallara la guerra. Hugo y yo nos alojábamos en la vieja casa de Gerald Brenan, cerca de Yegen. Estaba a partir un piñón con el Círculo de Bloomsbury, ¿sabes? Era un tipo encantador que me enseñó mucho acerca de la historia de España. —Charles se aclaró la garganta—. Tienen las mariposas azules más maravillosas allí y las fritillarias, las reinas de España, son preciosas. Es un lugar fantástico. Recuerdo haber visto enjambres de mariquitas tan densos que los ríos eran rojos como la sangre. —Calló y se apoyó en la mesa para levantarse, rígido.