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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (7 page)

Liberty había quedado prendada de Joe nada más verlo. Emma siempre había supuesto que era como el hijo que nunca había tenido. Naturalmente, donde iba Joe iba Delilah y, mientras Liberty Temple tomaba forma, los dos se habían convertido en la fuerza bruta del negocio y del marketing que Liberty necesitaba para promover la nueva empresa. Emma era el cerebro creativo, la sucesora de Liberty, la «nariz» que construiría el futuro.

Liberty había insistido en que hiciera un breve curso de negocios en Columbia después de estudiar perfumería en Grasse; esperaba que pasando una temporada en Nueva York criara callo.

Emma se acordaba de haber estado por la noche, tarde, sentada a la mesa de la cocina de Freya mientras Liberty caminaba de un lado para otro, hablando sin parar de cómo le preocupaba que su hija estuviera demasiado enclaustrada, que le faltara mundo para llevar sola un negocio.

—Eres una artista como yo, cariño —le decía—. Una artista de los aromas. Eres demasiado frágil para vértelas con la faceta comercial. ¡Mira cómo me han jodido los inversores! Los negocios son duros, Em. El mundo ha cambiado desde que empecé con Senso, fabricando jabón y crema facial en la mesa de esta cocina mientras tú jugabas debajo con el juego de construcción. —Dio una palmada en la mesa que hizo saltar los vasos—. Necesitas ayuda.

Por eso Joe y Delilah se habían unido a ellas dos en Londres.

A Emma le daba vueltas la cabeza y tuvo que agarrarse a algo para no caer. No podía aceptar que las imágenes de la pantalla fueran reales.

—Acabo de hablar con él hace unos minutos —dijo, buscando a tientas el bolso. Marcó el número. Comunicaba. Vio que tenía tres llamadas perdidas y un mensaje de voz de Joe: «Em… ¿En serio? ¿Un bebé?» Lo oyó reírse. «Dios mío, siempre se te ha dado bien sorprenderme. No sé qué hacer… He cometido una verdadera estupidez. Escucha, voy a arreglar esto. Em, ahora tengo que entrar. Te llamaré después de la reunión. Te quiero.»

—¡Oh, Dios mío! —gritó—. No puede estar ahí dentro.

Freya la abrazó y le apretó el hombro.

Miraron atónitos, en silencio, los titulares que pasaban por la pantalla: «Última hora. Un avión se ha estrellado contra el World Trade Center de Nueva York.»

—Es imposible —susurró Emma, sin apartar los ojos de la azotea de la torre.

Se lo imaginaba sentado a la mesa, frente a los compradores, con una camisa blanca y la corbata azul de la suerte que resaltaba el color de sus ojos. Oyó el tintineo de la porcelana, de los cubiertos, el siseo de la cafetera, los pasos eficientes de los camareros. Luego el impacto, el momento preciso en que se había desatado el infierno. Jadeó, intentando respirar. Toda la rabia y todo el dolor que había sentido desaparecieron.

—Joe. ¡Dios mío! Joe…

Vio el humo que salía y supo que él estaría luchando por encontrar una salida, que se pondría al frente de los demás, que mantendría unida a la gente. Así era Joe. Así había sido siempre. Se lo imaginó mirando hacia fuera, hacia aquel terriblemente hermoso cielo despejado.

—Saldrá —dijo Freya bajito—. Si alguien puede salir, ese es Joe.

El sonido estridente del teléfono atravesó el aire. La recepcionista corrió al escritorio.

—Buenos días, Liberty Temple —dijo mecánicamente—. Sí, señora Stafford…

—¿Es Delilah? —gritó Freya—. Acepta la conferencia. Que se ponga al teléfono. —El sonido de las sirenas irrumpía por los altavoces mientras todos se arracimaban alrededor de la mesa de reuniones—. Delilah, soy Freya. ¿Estás bien?

—¿Freya?

—¿Dónde estás?

—En la calle, junto a la Torre Sur. ¡Dios mío, Freya! ¿Qué está pasando?

Emma se inclinó hacia el altavoz.

—¿Joe está contigo?

—¿Emma? ¡Dios, no lo sé! Yo…

—¿Dónde está, maldita sea?

—Calmaos las dos —les espetó Freya—. Tenemos que pensar con claridad. Delilah, ¿dónde está Joe?

—Estaba en una reunión. Yo tenía que asistir con él, pero se me ha roto un tacón y he tenido que hacer una parada.

Oyeron los chillidos de una mujer como telón de fondo: «¡La gente cae! ¡Que Dios salve su alma! Se tiran… ¡Por favor, Señor!»

Delilah hablaba entrecortadamente, como si estuviera corriendo.

—Nos están diciendo que despejemos la zona… —jadeó—. La gente se arroja, se tira… —la comunicación se cortó.

—Intenta llamar al teléfono de Joe y al de Delilah —le dijo Freya a la recepcionista. En silencio, volvieron a reunirse frente al televisor.

9

VALENCIA, noviembre de 1936

El perfil de Rodolfo Valentino parpadeó en la lámina blanca colgada en la plaza del mercado de La Pobla. La luz del proyector atravesaba la oscuridad y las sombras de las polillas danzaban en la pantalla cuando cruzaban el haz. Rosa miró el despejado cielo nocturno, el manto de estrellas, y se acurrucó contra Jordi, con los pies en su regazo. Él tiró del abrigo para cubrir a ambos, abrazando su calidez.

—¿No te gusta la película? —le susurró.

Los del pueblo estaban viendo
Sangre y arena
con silencioso arrobo. Solo se oía el zumbido del proyector y los ladridos de los perros a lo lejos. A un lado de la plaza jugaban los niños. Un chiquillo, con los pies juntos, el pecho fuera, el trasero hacia dentro y la barbilla alzada, levantó los brazos. Gritó y dio una patada en el suelo. El otro niño bajó los cuernos y atacó.

—No. La película está bien —dijo ella, frunciendo el ceño—. Lo que no me gusta es este sitio.

—Solo llevas aquí un día. Dale un poco de tiempo.

Rosa no podía dejar de pensar en la gran caravana de vehículos que llenaba la carretera de Valencia mientras el Gobierno republicano huía de Madrid. Sentía vergüenza de haber sido uno de ellos. A su paso por Tarancón había visto con apuro cómo un grupo de anarquistas detenía un coche lleno de políticos. «¡Cobardes! —les había oído gritar—. Deberíamos mataros por abandonar Madrid.» Con su documentación, Jordi había conseguido sortear el asedio, pero no se quitaba aquellas palabras de la cabeza.

Jordi se levantó y la cogió de la mano. Los que estaban sentados detrás protestaron y estiraron el cuello para ver la pantalla. La llevó hasta un lado de la plaza.

—Rosa, ya hemos hablado de esto. Yo me crie en La Pobla, aquí estarás a salvo. —Consultó la hora—. Vicente ya habrá terminado de trabajar. Vamos. Le he dicho que nos encontraríamos en el café. Luego regresaré a Madrid.

«Vicente», pensó ella. El primer encuentro no había tenido éxito. Jordi había estacionado el coche al lado de un muro encalado de las afueras del pueblo y caminado con ella de la mano.

—Esto es Villa del Valle, la casa de mi familia —le había dicho, indicando las puertas metálicas cerradas—. Esta es la tienda de Vicente. —El olor de la sangre en el aire le había dado náuseas. Jordi había abierto la puerta y había sonado una campana. En la penumbra del fondo de la tienda había un hombre concentrado en afilar un cuchillo—. ¡Vicente! —había gritado Jordi. Los ojos de Rosa se iban acostumbrando a la escasa luz. De perfil, el hermano mayor de Jordi era guapo, pero luego se dio la vuelta y sonrió. Rosa tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no retroceder. Tenía la boca torcida, con cicatrices, los dientes de oro. Jordi la había abrazado y la había empujado hacia delante—. Esta es Rosa, mi mujer. —Se había inclinado para decirle al oído—: Que Vicente no te asuste. Perdió contra un toro una vez.

Vicente se había reído, secándose las manos en un trapo manchado de sangre.

—Pero ahora la gente se come los toros de lidia, así que, después de todo, quizá gané. —Avanzó hacia ellos y la estudió con ojo experto—. Muy guapa. Felicidades, hermanito. —Le sostuvo la mirada a Rosa—. Jordi me ha dicho que eres bailarina.

—Rosa es muchas cosas —dijo Jordi con orgullo—. Sus antepasados eran del Sacromonte: bailaores, curanderos.

—Así que es un poco gitana, ¿eh? —Se acercó más. Sus ojos eran dos pozos de oscuridad—. Jordi dice que conocías a Lorca. Lástima que se lo llevaran a dar un paseo.

«Dar un paseo.» Rosa se estremeció al recordarlo. Una frase inocente antes de todo aquello. ¿Cuántos más serían obligados a «dar un paseo» y cavar su propia tumba?

—Todavía no entiendo por qué matan a los poetas —le había dicho a Jordi una noche mientras estaban en la cama—. No era político, ni soldado.

—Lorca les hizo más daño con la pluma del que podría haberles hecho con un arma, por eso —le había dicho él—. Defendía todo cuanto ellos odian: el amor, la libertad, la justicia, la compasión. Por eso están fusilando a nuestros poetas contra las tapias de los cementerios.

Rosa había cerrado los ojos, pensando en el hermoso
Romance sonámbulo
de Lorca mientras la vencía el sueño. Siempre hacía que se sintiera como si flotara en un agua limpísima de color esmeralda o volando entre hojas verdes susurrantes. Siempre tenía la sensación de que había escrito aquellos versos sobre la niña gitana para ella. La primera vez que había visto a Lorca no era más que una niña que sacaba agua de un pozo en Granada.

Recordó cómo el verso de Lorca sobre dos amigos que se encaraman a las vigas de una casa le había llegado al corazón, cómo la había impactado. Con claridad meridiana vio a Jordi y Marco subiendo, más y más arriba, desangrándose. Había intentado sacudirse la imagen que la acosaba. Ya había tenido visiones antes y confiado en ellas.

Jordi se volvió y le sonrió. Esperaba estar equivocada.

—¿Mi hermano, amante de la poesía? —comentó riendo Jordi.

Rosa miró fijamente a Vicente.

—Sí, conocía a Lorca. Bailé para él —dijo con orgullo—. Serví de inspiración al gran poeta. Nos conocimos en el Concurso de Cante Jondo, el festival de flamenco. Oí cantar a Caracol y a Pavón, bailé con ellos.

—¡Debías ser una niña! —exclamó Jordi.

—Lo era.

—A lo mejor un día bailarás para mí, ¿eh? —Vicente apartó la vista—. Hasta entonces, puedes ayudar limpiando la casa…

—Trabajaré —dijo ella sin ambages—. Si no permiten que las mujeres sigan combatiendo, puedo prestar servicio en los hospitales de la ciudad, al menos hasta que nazca el niño.

—¿Qué edad tienes?

—Diecinueve. —Alzó la barbilla desafiante—. Soy lo bastante mayor.

—¿Vas a casarte con ella? —le preguntó a Jordi, que levantó las manos.

—Se lo he pedido, créeme.

Vicente se encogió de hombros.

—Siempre y cuando trabajes como es debido, me da igual lo que hagas.

—Llévame contigo —le rogó a Jordi—. No puedo quedarme aquí. Me pone enferma ver las tiendas llenas de jamones, tartas y pasteles, a la gente paseando por las tardes como si no hubiera guerra. ¿No les importa lo que ocurre en Madrid? ¿Han olvidado lo que pasó en verano? Ya no hay un frente lejano contra el asalto fascista: el frente está en Madrid. —Enterró la cabeza en su pecho—. Los lobos están a las puertas. Debería estar allí, luchando a tu lado.

—No —dijo él—. No quiero ni oírlo. Si me quieres y quieres a nuestro hijo te quedarás aquí. Volveré contigo, te lo prometo.

—Pero ¿y si…?

—Rosa. —Le cogió la cara con ambas manos—. Ninguna bala fascista puede tocarme, ninguna bomba puede apartarme de ti. Volveré. Lo juro. —Miró a los niños que jugaban a torear—. ¿Ves? Ese pequeño también lo lleva dentro. Para enfrentarse a un toro hace falta el valor de permanecer quieto. No debes correr; tienes que dominar el miedo.

—¿Eso quieres que haga? ¿Que me quede quieta? —Los ojos negros de Rosa echaban chispas cuando lo miró.

—No que te quedes quieta, que estés tranquila. —Le besó la frente—. Descansa, come bien. Procura que nuestro hijo esté fuerte.

—¿Hijo? —Rosa soltó una carcajada—. ¿Y qué pasa si es una niña?

—Entonces será tan guapa y tan tozuda como su madre.

Jordi le abrazó los hombros y ella deslizó un brazo alrededor de su cintura mientras caminaban. Quería que el aire que los separaba desapareciera. Desde la noche que se habían conocido, en un bar de Madrid donde Rosa bailaba, tenía sed de él, le dolía la boca del estómago. Miró los pies de ambos, caminando acompasadamente a la luz de la luna que iluminaba la calle. Desde el momento que la había tomado en sus brazos, ella había sido incapaz de resistir el ritmo que creaban sus cuerpos. Cuando bailaban, cuando paseaban, se movían como un único ser. Lo deseaba en aquel momento, deseaba sentir su cuerpo contra el suyo una última vez antes de que se marchara. Tiró de él hacia un callejón, hacia un portal oscuro y apretó los labios y la lengua contra su boca. Salía música de la ventana abierta de un piso: una guitarra, las notas líquidas, el ritmo del tamborileo de unos dedos sobre una caja. Notó sus manos buscándola en la oscuridad. El aire que había entre ellos se volvió fosforescente, electrificado y fresco contra la piel cálida de sus muslos. Cerró los ojos, escuchando la música, el castañeteo de las castañuelas como escarabajos azules, el sonido metálico del cinturón de Jordi.

—Mi amor —le susurró él en el arco de su cuello, con una mano en la base de la columna, levantándola hacia sí.

Rosa sintió el deseo invadiéndola como la savia de un pino, subiendo desde la tierra. Mientras la tocaba en la oscuridad, notaba las yemas de sus dedos trazando sobre su cuerpo una filigrana, la luz invadiéndola como a un fruto maduro abriéndose al sol.

—Te amo —le susurró—. Te quiero.

—Para siempre —dijo él, sin aliento.

—Para siempre.

10

LONDRES, 11 de septiembre de 2001

Justo antes de las tres, Charles salió a la calle desierta y encendió un cigarrillo. Freya salió con él y se lo quitó.

—Llevas años sin fumar —le dijo él.

—No puedo creerlo. —Freya exhaló el humo—. No es una guerra, todavía.

—Esto no es una guerra, es terrorismo. Al menos cuando estábamos inmersos en la contienda podíamos ver la cara de nuestro oponente. Uno sabía a quién devolver el golpe.

—Estamos en guerra, ¿no lo ves? —dijo Freya. Se le quebraba la voz—. ¡Dios mío! ¿Es que nadie aprende nada nunca? —Lo miró, con la cara pálida—. Esto es solo el principio. Esta es nuestra guerra tanto como la de los estadounidenses. —Se volvió hacia la oficina cuando oyó una exclamación colectiva: «¡No!»

Charles arrojó el cigarrillo a la alcantarilla y se abrieron paso entre la gente arracimada en torno al televisor.

—¿Qué ha pasado?

—La Torre Sur se ha derrumbado —dijo Emma, pálida como un cadáver.

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