En la puerta, le había entregado a Emma el abrigo y había recogido la bufanda y el sombrero.
Después de que ella le hubiera dado las gracias habían salido a la acera. Hacía frío y era la hora punta del tráfico nocturno. Las farolas relucían entre las ramas desnudas de los árboles.
Un grupo de estudiantes que volvían a sus alojamientos los adelantó mientras ella y Charles caminaban despacio del brazo.
Se detuvieron a la puerta de la facultad de Charles y este la abrazó.
—Cuídate, tío Charles —le había dicho Emma, abrazándolo fuerte y aspirando su familiar aroma de Acqua di Parma, naftalina y tabaco Drum—. Espero que no trabajes demasiado.
—¿Yo? Hace años que me jubilé oficialmente, pero son lo bastante bondadosos para dejarme trastear por aquí. Me sorprende que no me hayan disecado y metido en una vitrina con los otros dinosaurios. —Le guiñó un ojo—. Para serte sincero, prefiero poder salir de Londres. Frey no me deja en paz ni un instante. Me he pasado sesenta años entrando y saliendo de la universidad. Mi sitio está aquí. —Se llevó la mano al ala del sombrero—. Cuídate, Em. Ya sabes que siempre nos tendrás si nos necesitas.
Emma se acordó de la carta de Liberty: «En caso de emergencia.»
—Lo mismo digo. Si me necesitáis sabéis dónde encontrarme.
—¿En la tierra de las flores y del amor…?
MADRID, marzo de 1937
Charles y Hugo estaban comiendo en el restaurante de la Gran Vía donde solían hacerlo. Charles miró a su alrededor. Por lo que parecía, todos los escritores de éxito del mundo estaban allí. Esperaba que alguien se lo llevara aparte y le dijera que no tenía derecho a estar en el local. Cuando una vez le había dicho a Capa lo fuera de lugar que se sentía, este se había echado a reír. «Créeme —le había dicho—, en cuanto empiezas a sentir que Dios te ha dado derecho a estar donde sea, deja de ser divertido. Disfrútalo.»
En la cabecera de la mesa, Hemingway era el centro de atención, con un posesivo brazo alrededor de Martha Gellhorn, su sofisticada e intimidantemente inteligente novia. A Charles lo apabullaba tanto que apenas había tenido valor para saludarla. También estaban allí Ted Allan, el comisario político de la unidad de transfusiones de sangre de Bethune, y Gerda, a quien Charles no dejaba de mirar, como si fuera una mariposa revoloteando.
—Deja de babear, Charles —le susurró Hugo, inclinándose para coger un cenicero.
—No sé a qué te refieres. —Charles cruzó los brazos sobre el pecho.
—No le quitas ojo. Se dará cuenta si no eres más discreto.
Hemingway se volvió hacia Ted.
—¿Sabes lo que tienes que hacer, chico? Deja tus relatos durante diez años y luego vuelve a ellos.
—Papá, eres demasiado duro. Ted es un buen escritor. —Gerda lo miraba de igual a igual.
—¿Sí? Bueno, señorita
Femme Fatale
, a lo mejor dentro de diez años sea un gran escritor. A lo mejor entonces escriba algo bueno y claro y sincero.
Charles vio que a Ted le habían subido los colores. Parecía furioso, humillado.
Hugo inclinó la cabeza hacia él.
—Eso es lo que pasa cuando el capitán de la vanidad intenta golpear a un periodista novato.
Charles estaba íntimamente aliviado de no haberse atrevido a enseñarle a Hemingway las notas para su libro sobre España.
—¿Qué planes tenemos para hoy: salir otra vez después de una buena comida? Si así se le puede llamar a esto. —A Charles le rugían las tripas de hambre mientras jugaba con los restos de arroz y garbanzos. Todavía no se había acostumbrado a lo normal que era el aspecto de los restaurantes. Estaba todo en el lugar adecuado: los camareros, la porcelana, los manteles blancos. Todo menos la comida.
—Como si Hemingway la necesitara —le susurró Hugo—. ¿Crees que sabe lo molesto que es para todos despertarse con el aroma de los huevos fritos con bacón que desayuna todas las mañanas?
—Diría que le importa un bledo. —Charles apuró el café—. A lo mejor podemos convencer a los rojos para que nos sirvan el desayuno en la cama a nosotros también.
—¿A nosotros? —Hugo se rio—. No somos lo bastante importantes ni de lejos.
Charles miró de reojo a Gerda, preguntándose cómo podía llegar a ser lo bastante importante. ¿Qué podía hacer para que se fijara en él?
Cuando no estaban combatiendo o mandando informes, Charles y Hugo ayudaban en la escuela del frente a los soldados republicanos, donde se enseñaba a los hombres a leer y escribir y se los instruía en las virtudes de serle fiel a la esposa y de ser abstemio y vegetariano.
La aplicación de aquellos hombres sin educación los había conmovido a ambos y, mientras Charles les enseñaba lo básico sobre flora y fauna, Hugo creaba maravillosos dibujos de amapolas, mariposas e insectos en la vieja pizarra.
Después de clase, aquella mañana, mientras paseaban entre las tropas, Charles había visto a sus alumnos haciendo cola para pasar por la barbería donde los afeitaban y les cortaban el pelo. La visión de sus nucas vulnerables, de la pálida piel que las tijeras habían dejado al descubierto, le había resultado chocante. Se había sentido tan unido a los hombres con los que había estado luchando hasta aquel momento, tan orgulloso de ellos, que se le habían llenado los ojos de lágrimas. De repente había comprendido por qué luchaban. Si ganaban los nacionales, todo volvería a ser como antes. Aquella gente se vería aplastada, sin acceso a la educación, apaleada de nuevo.
Sentado en la hierba, cerca de un grupo de nuevos reclutas que aprendían a desmontar y montar los fusiles, había contemplado sus rostros castigados por el sol de campesino. En el campo de entrenamiento, chicos de pueblo recibían instrucción, marchando adelante y atrás con palos de escoba al hombro. Por primera vez en su vida, a Charles le había parecido estar exactamente donde debía. El fuego de mortero había quebrado repentinamente el silencio y Charles se había levantado, buscando torpemente su fusil y la cámara. Hugo se había acercado corriendo y le había tendido unos prismáticos con los que enfocar las siluetas que corrían hacia la colina.
Había distinguido entonces a una mujer pelirroja que iba corriendo en cabeza, a campo abierto.
—¿Quién es? ¡Está loca! —Pero mientras lo preguntaba, Charles ya sabía de quién se trataba. Era la chica de la fotografía. Se le paró el corazón.
—¿Todavía no conoces a Gerda? —Hugo se había echado a reír—. No tiene miedo de nada, como Capa. Son jugadores, Charles, juegan con la vida. Son como dos niños enamorados, entre sí y de la vida. Todo esto es un gran juego para ellos.
Charles había observado desaparecer la cabeza de Gerda bajo el borde de una trinchera, con el sol reluciendo en su pelo cobrizo. Recordó haber visto un zorro en casa desaparecer entre la hierba crecida, brillante y ágil, como una llama apagándose.
«La raposa», pensó mirando hacia el otro extremo de la mesa llena de hombres. Deseaba con toda el alma ser el hombre que corriera a su lado.
Por fin, a la mañana siguiente Charles consiguió hablar con ella. Iba por el pasillo de la Casa de Alianza, de camino hacia los coches, hablando con una de las secretarias.
—¿Puedes entregar esto en la Oficina de Prensa, en el edificio de Telefónica, enseguida, por favor? —dijo Charles. Hizo una corrección apresurada en su crónica y el lapicero rompió el papel, que era traslúcido de tan fino—. Maldita sea. Esto no tiene remedio.
La secretaria se rio.
—Por lo menos todavía tienes papel. Conozco algunas chicas que escriben a máquina con papel higiénico Izal.
—¡Eh! ¿Eres Charles?
Él levantó la cabeza del borrador de su crónica y, por la puerta abierta de una habitación vio a Ted Allan, trabajando con su máquina de escribir Royal.
—Gracias —le dijo a la secretaria entregándole la crónica. Esperaba que obtuviera el sello de aprobación de los censores. Se pasó la mano por el pelo rubio y se acercó a Ted.
—Soy Charles Temple. Trabajo para el
Manchester Guardian
.
—Encantado. Te vi ayer durante la comida. Capa dijo que había un inglesito dando vueltas por aquí. —Se levantó y le estrechó la mano—. Estaba en casa de Beth anoche y tu hermana me pidió que te diera esto. —Le tendió una tabla envuelta en papel de seda.
—Gracias. —Charles desenvolvió la tabla y dio la vuelta a una detallada pintura de un naranjal, con luminosas montañas moradas a lo lejos.
Ted miraba por encima de su hombro.
—Es toda una artista, la joven Freya. —Ladeó la cabeza—. Beth adora el arte. Está intentando que Freya se suelte un poco.
«Apuesto a que sí —pensó Charles echando un vistazo a la habitación de Ted—. Un inglesito, ¡no me digas!» Era seguramente tan alto como aquel estadounidense.
Charles se quedó helado cuando vio que Gerda estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada sobre la cámara mientras ponía película nueva en el carrete. El pelo cobrizo, muy corto, formó un halo alrededor de su cara cuando la levantó. Le recordó las estatuas de diosas que había visto en libros sobre Oriente: autosuficiente, dorada, radiante. Lo estaba mirando con ojos serenos de cejas arqueadas, como si lo viera y viera a través de él, como una gata.
—¿Conoces a Gerda? —le preguntó Ted.
—No. Es un verdadero placer conocerla. —Charles se le acercó con la mano tendida—. ¿También eres fotógrafa?
—Sí. ¿Y tú?
—Soy todavía un aprendiz.
—¿No lo somos todos?
—Capa me dijo que no basta con tener talento, también tienes que ser húngaro. Más vale que me dé por vencido.
Gerda se rio.
—Típico de él. —Se levantó y alzó los ojos para mirarlo. Charles calculó que mediría un metro y medio—. ¿Sabes? Una cámara no es mejor que el hombre, o la mujer, que la usa. —Sus ojos verdes brillaban de regocijo cuando le apoyó con delicadeza los dedos en el pecho—. Es una extensión de… esto. —Le tocó el corazón—. Y de esto. —Le tocó la frente como si lo bendijera—. Las fotos están ahí, esperándote.
—¡Oh, yo…! —Las palabras se le quedaron en los labios.
—¿Vas a Guadalajara hoy?
—Yo… Sí. Solo tengo que enviar este informe.
—Te esperaremos. Hay sitio en nuestro coche.
—Gracias. —Charles notó el desprecio en la expresión de Ted cuando lo empujó para pasar.
Los tres jóvenes periodistas se instalaron en el coche que arrancó hacia la plaza de Cibeles. Gerda se subió el cuello del abrigo para cubrirse las orejas.
—¿Tienes frío? —Ted le pasó un brazo por los hombros y la sostuvo contra sí.
Charles los miraba con el rabillo del ojo mientras limpiaba el objetivo de la cámara.
—¿Por qué te gusta la Contax? —le preguntó Gerda.
—Es una buena cámara. ¿Con cuál trabajas tú?
—Con una Rollei —dijo ella, volviéndose a mirar a los dos hombres, con la espalda apoyada en la ventanilla.
Charles no pudo evitar darse cuenta de la familiaridad con que metía las puntas de los pies debajo de la pierna de Ted.
—La Contax es demasiado cara para mí. Estoy pensando en cambiar la mía por una Leica.
—Gerda está saliendo de la extensa sombra de nuestro señor Capa —dijo Ted.
A Charles no le gustó su tono.
—¿Cuándo vuelve Bob de París?
—Me reuniré con él allí dentro de unos días —dijo Gerda.
—¡Ah! —Charles procuró que no se notara lo decepcionado que estaba—. Os movéis mucho, vosotros dos.
—Hay que ir detrás del trabajo. —Le sonrió—. Volveremos. ¿Has visto las fotos de los refugiados de Málaga que tomé con él en febrero? —le preguntó a Charles, metiéndose el pelo detrás de la oreja—. Nunca había visto nada parecido. Es como el éxodo bíblico: tenía que haber por lo menos 150.000 refugiados en la carretera de Almería. Esos bastardos los atacaban. Vi los aviones ametrallando mujeres, niños, ancianos… —Sostuvo la mirada de Charles—. Unas imágenes maravillosas, poderosas desde luego.
Aquel mismo día, más tarde, Charles empezó a entender cómo se habría sentido aquella gente. Estaba tendido en una trinchera poco profunda con otros dos periodistas. La batalla arreciaba a su alrededor y los republicanos se esforzaban por obtener una victoria contra las tropas de Mussolini. Tenía las uñas ensangrentadas de cavar para profundizar en el agujero. Le parecía que el cuerpo le sobresalía mucho.
—¿Crees que nos han elegido como blanco deliberadamente? —le preguntó al hombre acurrucado a su lado.
El otro sacudió la cabeza tratando de ver por encima del borde de la trinchera.
—No. Simplemente… ¡Mierda! ¡Agáchate! —Se puso las manos sobre la cabeza y se agazapó. Cerca explotó otro obús y cayó sobre ellos una ducha de tierra.
—Esto no me hace gracia —dijo Charles. Las balas de ametralladora rebotaban en el suelo a su alrededor como granizo.
—No es tanto el temor de que te disparen como la incógnita acerca de dónde te dispararán —gritó el otro—. Se te ponen los pelos de punta.
Charles estiró el cuello y vio el destello del objetivo de la cámara de Gerda enfocado a hurtadillas por encima del borde de la trinchera, detrás de él.
Notaba la euforia de los republicanos. Mientras el día tocaba a su fin y la intensidad del combate decrecía, se tendió a esperar la señal de volver a los coches. Saber que había sobrevivido a otro día, que ella estaba cerca, a apenas unos metros, le proporcionaba un intenso placer.
Mirando hacia las cimas nevadas de la sierra, aterido y con dolorosos calambres en las piernas, por primera vez en años se sintió vivo.
VALENCIA, septiembre de 2001
Emma cruzó la plaza del Ayuntamiento de Valencia y comprobó de nuevo la dirección del agente. Era temprano, como siempre, así que decidió explorar. La ciudad era voluptuosa, había una suavidad en la luz que la embelesó de inmediato. Un poco más arriba de la calle vio a una joven baldeando la acera con un cubo de agua frente a un café, mientras un hombre disponía las mesas y sillas para la oleada de clientes de la mañana.
Se paseó por la plaza, admirando la arquitectura barroca y las tupidas palmeras. Se detuvo ante una tienda de imágenes religiosas. Apretadas hileras de Vírgenes idénticas la miraban con ojos melancólicos. El café Santa Catalina tenía un aspecto cálido y acogedor, así que se sentó en la barra. Las paredes recubiertas de espejos reflejaban varias Emmas por encima del suelo de damero de cerámica mientras charlaba con el camarero.