Con amor,
Mamá
Esa noche, mientras Emma dormía, llenó en sueños la casa de tesoros, de secretos, del perfume de arcones de ropa blanca y especias, de antiguas palabras susurradas.
Al amanecer del primer día en su nueva casa, con el lento despertar de la conciencia, intentó comprender dónde estaba. Le dolía la espalda y tenía los pies helados. Estaba en el suelo. ¿Dónde? Mientras los ojos se le acostumbraban al resplandor de la cruz de luz que entraba por las persianas, se acordó.
Estaba en España. Aquel era el suelo de su casa, de su hogar. Aquel era el momento que había imaginado un millar de veces. El comienzo de una nueva vida en otro país.
Lo único que oía era un siseo. Se preguntó al principio si sería un despertador que sonaba en algún lugar de la casa. Joe tenía uno cuando lo conoció. Ella lo detestaba tanto que lo había tirado por la ventana la primera mañana que se había despertado a su lado. «¿Qué será?», pensó, frotándose los ojos y ensuciándose de negro los dedos con el kohl que no había podido quitarse la noche anterior.
Abrió los ojos de golpe.
—¡Dios mío! —exclamó en voz alta.
Emma no era dada al histerismo, pero se daba cuenta de la suerte que había tenido. A medio metro por encima de su cabeza, colgando de las vigas del techo, estaba el nido de avispas más grande que hubiese visto nunca: gris, plateado, como el furioso fantasma de pasados veranos. Despacio, muy despacio, Emma salió de entre las sábanas y cerró la puerta de la habitación, espantando una avispa curiosa que la siguió al pasillo. Se apoyó en la pared respirando agitadamente, con una mano protectora sobre el vientre. Odiaba las avispas desde que Freya le había contado el cuento de una tía que se había tragado una que se había metido en una lata de limonada durante un picnic familiar y se había muerto allí mismo, asfixiada, rodeada de bizcochos y mermelada.
Por pocas cosas se inmutaba ya Emma. Había viajado sola por todo el mundo, pero seguía teniéndoles un miedo enfermizo a las avispas.
Miró por la ventana y vio a Aziz al otro lado de las puertas. Lo llamó, haciéndole gestos para que entrara.
—¿Está bien? —Corrió hacia ella.
—Avispas… o avispones. —Tenía los ojos muy abiertos—. Ahí dentro. —Señaló hacia la puerta de la cocina, cerrándose la bata.
—¿Tiene gasolina?
—Puede que sí. Vi una lata en el taller.
—Bien. —El joven salió a toda prisa y Emma lo oyó arrastrar la lata al jardín. Volvió armado con una escoba.
—Quédese aquí. —Desapareció en la cocina y Emma oyó sus maldiciones mientras tiraba el avispero y lo sacaba para quemarlo.
—¿Te han picado? —le preguntó cuando apareció de nuevo.
—Un poco, pero la mayoría estaban muertas, porque ya casi es invierno. —Se chupó las picaduras.
—Gracias. Ven, deja que te ayude.
En la cocina, buscó el vinagre en la bolsa de comestibles que había comprado. Empapó un poco en un trapo de cocina limpio y le dio unos toques en las marcas del brazo.
—No puede vivir usted así —le dijo él, mirando el revoltijo de la cama—. Está loca.
Emma se encogió de hombros.
—Puede que sí. Ahora mismo, quiero hacerlo.
—¡Qué loca! —Se reía—. Tozuda como mi madre y mis hermanas. Mi madre ha muerto.
—La mía también. —Emma lo miró con atención. Confió en su instinto—: ¿Te apetece un café? Quiero proponerte una cosa.
Las sombras eran alargadas en los muros ocres de la Casa de la Cultura. Le había llevado tiempo arreglar el papeleo en el pueblo, pero por fin, con la ayuda reacia de Fidel y todos los sellos del Ayuntamiento requeridos, estaba lista para darle a Aziz la buena noticia.
El chico había aceptado de inmediato la idea de Emma de abrir legalmente una floristería en la vieja tienda que daba a la calle desde Villa del Valle. Mientras esperaban que les sellaran los permisos, le había contado su historia. Resultó que vivía con sus hermanas pequeñas en un chalé derruido de las afueras del pueblo. Sus padres habían muerto y, a los dieciséis años, él era el hombre de la familia, responsable de alimentar y vestir al resto.
—Mira —le había dicho Emma aquella mañana abriendo las puertas de la antigua tienda. Era evidente que alguien había estado usándola como garaje, pero los estantes originales seguían en su sitio. Miró con inquietud los ganchos afilados que colgaban del techo—. ¿Qué te parece?
—Me parece que está hecho un desastre. Como todo lo demás aquí.
Emma pasó una mano por el mostrador de madera.
—Podemos poner una caja registradora aquí. Si abrimos las ventanas traseras, habrá luz natural y las puertas dobles que dan a la calle nos servirán de escaparate.
—¿Una caja registradora? —Le había contagiado su entusiasmo.
—Una tienda, Aziz. Podemos crear aquí una pequeña floristería.
Al chico se le ensombreció la cara.
—Pero yo nunca podré permitirme…
—Mira, esta tienda es un espacio desaprovechado y me gustaría ayudarte. Te pagaré el sueldo mínimo y un porcentaje de los beneficios. ¿Qué te parece? —Le ofreció la mano.
Él se la estrechó, sonriendo.
—¿Cómo podría darle las gracias? —Ayudó a Emma a abrir los pestillos herrumbrados de la puerta trasera, que daba al jardín. La luz inundó por completo la tienda y entrecerró los ojos cuando salieron al jardín de la casa—. ¡Ya lo tengo! —señaló la hierba crecida y los arbustos asalvajados—. Se lo dejaré bien. Además, que el jardín esté hecho un desastre no es bueno para el negocio.
Emma soltó una carcajada.
—Trato hecho.
—No sé qué decir. ¿Por qué a mí?
—Me gustas. Veo lo duro que trabajas. Ya tienes clientes fijos. —Se rio—. Y si voy a tener por aquí a los albañiles durante dos meses… ¡tendré que usar la puerta principal!
Aziz miró hacia atrás, hacia la tienda.
—Hay mucho que hacer.
—¡Pues manos a la obra! —Miró otra vez al techo—. Lo primero hay que quitar estos ganchos espantosos.
—He hablado con una de las viejas del pueblo que me ha contado que esto era una carnicería.
—Ah, así se entiende. —Emma cruzó los brazos sobre el pecho—. Sigue sin gustarme, pero podemos mejorarlo. Nos hará falta un rótulo y cal. —Echó un vistazo alrededor—. Cubos y eso, también. Le preguntaré a Fidel dónde conseguirlos.
—¿Qué nombre le pondremos?
—Necesitamos uno bueno. —Le vinieron a la memoria las palabras de la carta de Liberty—. La llamaremos El jardín perfumado.
BRUNETE, mayo de 1937
—¿Dónde ha estado, enfermera Temple? —le preguntó el ayudante del doctor Jolly sin levantar los ojos de sus notas—. Llega tarde.
—Lo siento —se disculpó Freya—. Los aviones nos disparaban mientras las ambulancias volvían de la estación.
Él sacudió la cabeza.
—Creo que esos animales consideran las cruces rojas un blanco en lugar de un símbolo de trabajo humanitario.
La misma idea se le había pasado a Freya por la cabeza, encogida en una zanja, al borde de la carretera, con las valiosas botellas de sangre que los hombres habían sacado de las ambulancias. Los proyectiles de ametralladora acribillaban el suelo a escasos centímetros de su cara. Todavía notaba el sabor de la tierra.
—Bien, vaya a trabajar, por favor. Me parece que la batalla acaba de empezar. Tenemos quinientos heridos a los que atender esta noche. —Miró a Freya, preocupado—. ¿Se encuentra bien?
Ella se tocó la mejilla y notó que le temblaba un ojo.
—Sí, claro —dijo. Le gustaba aquel francés. En su opinión parecía más un pirata que un médico, con aquella barba negra y los ojos brillantes. Cogió un delantal limpio del armario de las enfermeras y se alisó el pelo—. Gracias.
—¡Ah, enfermera Temple! —la llamó cuando ya se iba—. El doctor Henderson la está buscando.
Freya sonrió mientras se abría paso entre las hileras de hombres tendidos en el suelo del hospital. Habían estado tan ocupados haciendo transfusiones en el frente que se había ofrecido voluntaria para quedarse en el centro hospitalario. Llevaba más de una semana sin ver a Tom y pensar en él la consoló.
El suelo de todas las habitaciones del hospital estaba lleno de hombres heridos y moribundos. Freya sorteaba con cuidado los cuerpos que obstruían el vestíbulo apenas iluminado. Un médico iba de paciente en paciente con Mimi, una de las enfermeras francesas, para ver a cuáles podían ayudar. Un hombre vendado y espectral con muletas se tambaleaba delante de ella, tropezando con las patas de las camas en las que yacían hombres con los brazos o las piernas rotos.
En la estación de Madrid, mientras despedían a los heridos que se iban en un tren hospital a las casas de reposo de la costa, había llegado otro tren al andén, lleno de caras frescas y limpias, con los pañuelos rojos relucientes al sol primaveral.
«Me pregunto cuánto falta para que esos soldados estén tendidos entre estos pobres desgraciados», pensó Freya pasando junto a una fila de camillas empapadas de sangre esperando a ser limpiadas junto a la lavandería. Miró las botellas vacías de sangre que había en un cesto de mimbre, a la puerta de su sala, y comprobó un puñado de etiquetas manchadas de sangre: en cada una se consignaba el nombre, el batallón, el tipo de herida y la fecha.
«Gracias a Dios que hemos logrado salvar el suministro de las ambulancias.»
—¡Freya! —la llamó Tom en cuanto abrió la puerta.
—Hola, Tom. —Comprobó que nadie les estuviera prestando atención y lo besó cariñosamente en los labios.
—Te he buscado por todas partes. —La empujó hacia el almacén.
—Nos hemos detenido en la carretera de Madrid.
—¡Señor! Esto es un no parar. Hay tres mesas de operaciones trabajando a destajo ahí abajo. —La abrazó y suspiró enterrando la cara en su pelo. Él olía a éter.
—¿Dónde has estado? Llevo días sin verte.
—Ha habido problemas. —Cuando la miró, Freya vio que tenía unas ojeras oscuras—. Cariño, no tengo un modo fácil de decírtelo. Han destinado a Beth a Canadá y debo irme con él.
Freya se tambaleó ligeramente y se agarró a un estante de madera.
—¿Te vas? Yo…
—Ven conmigo, Freya.
—Tom, no puedo. Tengo trabajo aquí. —Sacudió la cabeza—. Cuando veas lo que hicieron en Guernica… Esto irá a peor.
—Los bastardos intentan ocultarlo, ¿sabías? Dicen que los aviones tenían objetivos militares, pero ¿qué demonios hacían entonces cuarenta y tres aparatos de la Legión Cóndor bombardeando el pueblo? —Hizo una mueca—. Derribaban a los civiles con las ametralladoras cuando intentaban huir de los incendios. —Agarró por los brazos a Freya—. Tienes razón, las cosas empeorarán, empeorarán mucho. Los nazis están utilizando las ciudades españolas como campo de pruebas de lo que va a pasar en el resto de Europa. Tú lo sabes, ¿verdad? Lo próximo que arrasarán será Barcelona, Madrid, Valencia. No puedo soportar dejarte aquí.
Freya apoyó la frente en sus labios.
—Me conoces, soy inmune a las bombas.
—Freya, hablo en serio. —Tom le sujetó la cara—. Te quiero —le dijo—. Quiero pasar contigo el resto de mi vida. Ven conmigo. No nos marcharemos hasta final de mes. Me pone enfermo tener cerca a Beth, así que puede que no esté mucho por aquí durante un par de semanas, pero así tendrás algo de tiempo para pensar. —La besó—. Por favor, piénsatelo.
A Freya el corazón le latía de manera irregular cuando entró en la sala. Comprobó los gráficos, pero las palabras bailaban ante sus ojos. Solo podía pensar en una cosa: Tom se iba. Su breve momento de felicidad se había terminado tan repentinamente como había empezado.
—Enfermera… —gimió un hombre. Ella levantó los ojos, volviendo a la realidad, y se le acercó. Llevaba la cabeza completamente cubierta de vendas. Allí donde deberían haber estado sus manos había dos sangrientos fardos informes.
—Hola… Simón —dijo ella, comprobando las anotaciones—. Vamos a ver si podemos ponerte más cómodo. —Sabía que necesitaba una transfusión, así que cogió la última botella de la nevera. Mientras la calentaba hasta la temperatura corporal, comprobó dos veces el grupo sanguíneo del paciente y esterilizó una jeringa. En cuestión de minutos estuvo todo listo—. ¿Mejor?
—Sí, estoy en la gloria.
Freya sonrió. No dejaba de maravillarla que los hombres no perdieran el sentido del humor.
—Veamos como vas —le buscó el débil pulso.
—Estoy muy mal —dijo él, con la voz apagada por las vendas—. Solo llevaba un par de días en España. No he hecho nada en pro de la causa.
—¿Nada? —El valor de aquel hombre la conmovió—. Lo has hecho todo. —Le arregló las sábanas—. Ahora descansa, si puedes. Tienes el pulso más fuerte. Lo estás haciendo bien.
Lo único que tenía ganas de hacer Freya era tumbarse en una cama y dormir una semana de un tirón, pero cuando se volvió hacia la sala y vio las dos hileras de camas que se prolongaban a la débil luz, algunas con dos hombres, todos con heridas tan terribles como las de Simon, se le partió el corazón.
A la mañana siguiente, temprano, el ayudante del doctor Jolly la encontró sentada fuera del hospital, a la luz del amanecer, abrazándose las rodillas y meciéndose.
—¿Freya? ¿Qué pasa?
—He perdido a cinco hombres esta noche.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento. —Se sentó en el suelo a su lado, encendió un cigarrillo y se lo ofreció.
—Había seis moribundos y solo estaba yo para atenderlos. He tenido que escoger. —Se peinó con los dedos—. Uno a uno, han ido muriendo. Yo corría de cama en cama, intentando que estuvieran cómodos, intentando… —Luchó para contener las lágrimas.
—Escuche, Frey —le dijo él con dulzura—. Ya ha estado en el frente con la unidad de sangre bastante tiempo. Me parece que es hora de que se tome un descanso. —Le apretó el brazo—. Haré que el doctor Jolly rellene los impresos. Vaya al centro de acogida del Cuerpo Médico de Valencia. Será lo mejor. Tome mucho té, levante la moral. Allí la mayoría de los casos son de convalecientes y no tendrá que afrontar tantas pérdidas. Ahora vuelva a Madrid y empaquete su gramófono, su hornillo y un paquete de té.
—Este país… —dijo ella—. Este pobre país. Están quemando libros en Córdoba, a miles. Los niños pequeños desfilan por las calles con fusiles de madera. Matan a tiros a los hombres como si fueran conejos y ese tal Queipo de Llano, con sus proclamas transmitidas por todo el país ahora que los alemanes le han dado una emisora… ¿Qué es lo que dijo?: «Esta noche me tomaré un jerez y mañana tomaré Málaga.» Lo odio. Odio esta guerra horrenda. ¡Me siento tan inútil!