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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (17 page)

Paseó por las calles comiéndose un helado de vainilla, con el abrigo oscuro desabrochado. Llegó a la plaza de la catedral y la curiosidad acerca del Santo Grial la empujó hacia las enormes puertas del templo.

—Perdón —le dijo un hombre alto y elegante, adelantándola.

Emma captó el perfume de Acqua di Parma, piel y algodón a su paso. Se fijó en él de inmediato, arrastrada por el familiar aroma cítrico de la colonia de Charles. Recorrió la columnata y le echó un par de vistazos, caminando rápido por los pasillos. Se detuvo al lado de un grupo de mujeres de negro que rezaban ante un relicario que contenía el brazo de san Vicente Mártir. El silencio impregnado de incienso la mareó. Siguió andando, taconeando con sus botas de piel sobre el embaldosado. Cuando cruzaba la nave, notó que alguien la observaba y se volvió rápidamente. Había un niño pequeño de pie, solo, ante el altar, mirándola.

—Hola —lo saludó, acuclillándose delante de él—. ¿Te has perdido?

El niño negó con la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—¡Paco! —llamó el hombre, y el niño le sonrió brevemente antes de correr hacia su lado. Salió el sol y la luz dorada se filtró como la miel en la catedral por los ventanales. Fue como si el tiempo se detuviera momentáneamente y el hombre le hizo un gesto, dándole las gracias, con el niño agarrado a una pierna.

Paseando por el edificio, Emma no pudo evitar mirarlo. De nuevo caminaba, al mismo ritmo que ella, echándole algún vistazo de vez en cuando mientras hablaba con el pequeño.

Al final Emma encontró la capilla del Santo Grial y leyó en la guía que había cogido en la entrada: «El Santo Cáliz es muy antiguo y nada contradice la idea de que fuera utilizado por el Señor durante la primera cena eucarística.» Se sentó a contemplar el cáliz enjoyado en su vitrina.

—¿Puedo sentarme aquí? —Había aparecido a su lado de repente, llevando al niño de la mano.

—Sí. —Le dejó sitio.

—¿Es usted inglesa? ¿Americana?

—Las dos cosas —repuso ella, riendo—. Bueno, mitad y mitad.

—Queríamos darle las gracias.

Emma le tocó el pelo al niño.

—¿Cuántos años tiene su hijo?

—¿Mi hijo? No… Es mi sobrino. Mi hermana me mataría si se enterara de que se me ha escapado. —Miró el Grial—. ¿No es terrible lo que le han hecho a una cosa tan hermosa?

Emma lo miró. Medía más de un metro noventa y el pelo negro le caía en la nuca por encima del cuello del traje de lino. Se fijó en que tenía las sienes canosas e intentó adivinar su edad. «Cuarenta, quizá», pensó. Costaba determinarlo. Tenía una energía que lo hacía parecer diez años más joven de lo que las patas de gallo sugerían.

—¿Es de verdad el Grial?

—Claro, se dice que proviene de Palestina. Dos mil años de antigüedad. —Le tendió la mano—. Soy Luca.

Luca se había metido en el banco a presión. No había ningún otro asiento en la capillita y Emma se sentía como un ave marina refugiada a la sombra de un alto acantilado en medio del parloteo de los turistas y las ancianas.

Emma sonrió educadamente cuando él prosiguió, en tono conspirativo:

—¡Como si un sencillo carpintero pudiera haber tenido una copa decorada con oro y piedras preciosas!

Sus palabras calaron en ella. Observó sus manos mientras acariciaba la madera pulida que tenían delante. Emma había encontrado desde siempre más expresivas las manos que los rostros: eran más difíciles de disfrazar. Las de aquel hombre eran perfectas, se dijo: de uñas suaves y redondeadas, con los dedos morenos y largos y unas palmas fuertes. En sus muñecas brillaban unos gemelos de oro.

—A lo mejor la copa es auténtica —dijo.

Una mujer con un velo negro se volvió, con los labios fruncidos.

—Ssss.

Emma salió de su ensoñación y lo miró a los ojos por primera vez. Se sentía como si hubiera llegado al final de un largo viaje.

—Algunos siempre creen lo que quieren que sea la verdad —le susurró cuando se levantaban para irse—. La conozco —le dijo de repente, abriendo la puerta para que pasara.

—¡Acaba de conocerme en la catedral!

—No, de La Pobla. Es usted la florista.

Ella se detuvo y lo miró.

—Sí.

—Maravilloso. —Sonreía—. Me preguntaba…

—¿Qué?

—El letrero. El jardín perfumado. ¿Conoce el libro de Richard Burton?

Emma ser rio.

—No se me había ocurrido. Pensaba en mi madre: siempre le encantó el Cantar de los Cantares de la Biblia. —Estaba sonriendo—. ¿Se refiere a
El jardín perfumado
de Shaykh Nefzawi?

—Exactamente. Al texto erótico —dijo él, evidentemente complacido por el hecho de que ella hubiera establecido la relación.

—Bueno… no hay concubinas ni afrodisíacos en La Pobla —dijo Emma, riéndose.

Luca se inclinó hacia ella.

—Lástima. Es precisamente lo que le hace falta a nuestra vida: un poco de sensualidad. —Miró el Grial—. ¿Cree usted en los milagros?

Emma lo miró atentamente. «¿Y si es un loco o un evangelista?», se dijo. «No. Va demasiado bien vestido para serlo», imaginó que habría dicho su madre.

—¿Quién no, en un sitio como este? —le respondió.

—Bien. La Virgen… ¿Conoce a la patrona de Valencia?

—¿La Virgen de los Desamparados?

—Sí, la loca, la desposeída.

—¿Hace milagros?

—Sí. Se dice que la tallaron en el siglo XIV unos peregrinos que llegaron pidiendo comida para cuatro días y una habitación. La caritativa gente se lo dio y, cuando abrieron la puerta, allí estaba la Virgen, pero los peregrinos habían desaparecido.

—¿Cómo?

—Eran ángeles, claro —dijo él, solemne, pero ladeó la cabeza sonriendo—. Pregúnteselo a mi madre.

—Ssss —volvió a pedirles que se callaran la mujer.

Emma estudió su perfil mientras él le pedía disculpas. Tenía la nariz de una estatua romana, tal vez rota. La tarde acababa de empezar, pero ya le sombreaba la barbilla una barba incipiente.

Luca cogió de la mano a Paco y la acompañó fuera de la capilla, con la otra mano en sus riñones. Un recuerdo lejano despertó en ella. «Esto es lo que se siente —pensó—. Esto es sentirse atraída nuevamente por un desconocido.»

Cuando salieron a la plaza, las palomas levantaron el vuelo hacia la basílica de la Virgen. Luca sacó un paquete de cigarrillos en cuanto pusieron un pie fuera.

Le ofreció uno.

—Lo dejé —dijo ella.

—Lástima —se encogió de hombros—. Somos una especie en extinción.

—¡Por eso lo dejé!

—Pues tendremos que encontrar otro vicio que compartir.

Su cara bronceada se arrugó cuando sonrió, con el cigarrillo entre los dientes, blancos a pesar de todo.

—Bueno, ha sido un placer conocerlos a los dos —dijo Emma, hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo.

—Bienvenida a Valencia —repuso él con burlona formalidad—. Soy Luca de Santangel.

—Emma Temple.

—Emma —murmuró él. El reloj empezó a sonar y Luca buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta—. Si necesita algo, llámeme. Ahora somos vecinos.

Ella cogió la tarjeta y le dio la vuelta.

—Lo siento, pero tengo que recoger a mi madre —dijo él.

Caminaron hasta la basílica de la Virgen, de donde montones de mujercitas vestidas de negro salían como las hormigas en una incursión.

—Encantada de conocerlo, Luca de Santangel. —Echó un vistazo a la tarjeta de visita. «¿De Santangel?», pensó, recordando su conversación con Fidel.

—Lo mismo digo, Emma Temple. —Le sostuvo la mirada, sonriendo—. Es un pueblo pequeño. Estoy seguro de que no tardaremos en toparnos.

21

VALENCIA, mayo de 1937

Freya se paró al final de la calle para recuperar el aliento. El sol que irradiaba de las montañas llenas de lavanda relucía como una joya; era como si mirara a través de un vidrio morado. Las ventanas brillaban, anaranjadas y doradas contra el cielo rosado. Cogió la maleta, abrió la verja de Villa del Valle empujándola con un hombro y tomó por el bien definido sendero. Llamó a la puerta azul recién pintada y oyó pasos en el pasillo de baldosas. La puerta se abrió.

—¿Sí? —Una joven bonita con el pelo apartado de la cara se asomó. Tenía un lunar entre las cejas y unos ojos oscuros y almendrados que le daban un aire oriental.

—¿Rosa del Valle? —preguntó Freya. El aroma de algo oloroso que se estaba cocinando la atrajo.

—No. Yo soy Macu. Entre. Rosa está en la cocina.

Freya la siguió por el pasillo hasta la cocina, donde una joven más morena y de aspecto más fuerte que Macu machacaba hierbas en un mortero de piedra, sentada a la mesa.

Iba vestida de negro. Cuando se levantó y se secó las manos con el delantal, Freya vio que estaba al final de su embarazo.

—Hola, buenas. —Se acercó con intención de estrecharle la mano—. Soy Freya Temple, del Cuerpo Médico español. No quedan habitaciones donde se alojan las enfermeras, pero me han dicho que tal vez usted tenga una libre.

—Sí, sí. —Rosa le indicó por gestos que se adelantara y fue a coger su maleta.

—¡Oh, no! No puedo permitirlo. En su…

Rosa se rio.

—¿Se refiere a esto? Si por mi marido fuera, estaría en el huerto cavando entre las coles. —Cogió la maleta—. Vamos, le enseñaré la habitación, a ver si le gusta.

Freya miró la encimera de la cocina, los montones de hierbas frescas.

—Algo huele muy bien. ¿Qué está cocinando? —le preguntó a Rosa, señalando las plantas.

—¿Eso? —Rosa sacudió la cabeza—. Son medicinales. Es una buena época para recogerlas. Macu y yo estuvimos ocupadas anoche. —Indicó por gestos un dolor de cabeza—. Ayudo a los del pueblo que no se fían del médico.

—Entonces, las dos somos enfermeras. —Siguió a Rosa hacia el recibidor, que la guio, taconeando escaleras arriba.

—Puede ser. Ayudo en el hospital cuando puedo.

—¿Trabajaremos juntas, pues? —Freya se volvió hacia la puerta de su habitación. Rosa le había gustado desde el primer momento. Notaba su sentido del humor bullendo en lo profundo de sus ojos oscuros y tristes.

—Solo hay tres habitaciones. Macu duerme en la de al lado. Esta era… Bueno, ahora esta está desocupada. Yo duermo con Vicente ahí —indicó hacia el fondo del pasillo.

—¡Rosa! —gritó un hombre desde el piso de abajo. Freya notó que Rosa se estremecía.

—Lo siento, tengo que irme. Vicente ha venido cenar y él… Bueno, la cena no está lista. —Retrocedió.

—Deje que la ayude.

—No hace falta.

Freya abrió la puerta, miró la habitación limpia y sencillamente amueblada. Las cortinas de lino se hinchaban en la ventana abierta.

—Es perfecta. —Le entregó a Rosa el primer mes de alquiler y arrastró la maleta hasta el pie de la cama—. Venga, vamos a cocinar. —Cogió a Rosa del brazo y bajaron juntas—. Me alegro de estar aquí. En el frente la carnicería es espantosa.

—Lo sé —dijo Rosa—. Estuve allí. Combatí en Madrid. —Se detuvo al pie de la escalera. A través del cristal esmerilado veía la silueta del torso de Vicente caminando de un lado para otro por la cocina—. Ahora está cambiando. ¡Había tanto optimismo! —Se le ensombreció el rostro—. Ahora ya no queda.

—¡Rosa! —gritó Vicente.

—Voy —dijo ella, y le hizo señas para que la siguiera hasta la cocina.

—¿Dónde estabas? —gruñó Vicente en cuanto se abrió la puerta—. Me he pasado todo el día sudando en la tienda… —Plantó una pata de jamón sobre la encimera y luego vio a Freya.

Rosa lo sorteó, murmurando:

—Esta es Freya. Va a quedarse aquí.

Vicente achicó lo ojos.

—Va a pagar. —Rosa dejó los billetes que Freya le había entregado sobre la encimera.

Vicente se encogió de hombros y se los guardó.

—Encantada —dijo Freya, tendiéndole la mano.

Él se la estrechó, reacio.

—Buenas.

—Mi… marido —dijo Rosa.

Freya notó que había dudado al decirlo.

—Vicente del Valle. Es carnicero.

—¿Carnicero?

—Sí, eso es.

Vicente ocupó su silla a la cabecera de la mesa y Freya notó que la observaba. Su arrogancia la ponía nerviosa. Lavó unos cuantos tomates en el fregadero y, mientras los cortaba, levantó los ojos y se topó con los de él.

Era guapo, de eso no cabía duda, se dijo, pero había debilidad en su boca con cicatrices, cierta mezquindad. Incluso en reposo parecía que estuviera sorbiendo agua helada.

—¿En este? —Freya señaló un cuenco de barro esmaltado que había en la encimera.

—Sí, gracias —dijo Rosa. Puso los tomates, un pan recién sacado del horno y algo de jamón en la mesa.

—¿Siempre ha sido carnicero?

—No. Vicente era torero —dijo Rosa.

—¿Todavía…? —Freya simuló un pase de capote.

—No. —Vicente se rio, apoyándose en la mesa. Sus dientes de oro brillaron a la luz del candil—. Ahora soy carnicero. Me he vengado de los toros, ¿eh?

Empujó hacia atrás la silla y fue a llenar el vaso de vino en la trascocina. Rosa se inclinó para susurrarle a Freya:

—No era bueno. Para ser matador hay que enfrentarse a la muerte con entereza. —Hizo una mueca—. Pero su hermano Jordi…

—¿Por qué hablas de él? —Vicente la miró y Rosa bajó los ojos rápidamente y los fijó en el plato—. Mi hermanito era recortador. —Freya estaba confusa—. No es lo mismo. Un recortador esquiva los toros, pero nosotros nos enfrentamos a ellos. —Con el cuchillo del pan simuló clavar el estoque en la cruz del toro.

—Jordi era el mejor recortador —dijo Rosa en voz baja.

—¿Te parece? —Vicente apretó el mango del cuchillo—. Tal vez no era lo bastante bueno para esquivar las balas de los nacionales, ¿eh?

—No. —Rosa se encogió.

—Si era el mejor, ¿por qué te dejó aquí, embarazada? ¿Por qué se dejó matar? —Vicente le agarró la mano—. Si es mejor que yo, entonces… ¿por qué no se casó contigo?

—Me lo pidió —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas. Miró entonces a Freya—. Si vas a vivir aquí, quizá sea mejor que lo entiendas. A Jordi, el hermano de Vicente, lo mataron en el Jarama. —Indicó una foto enmarcada de Jordi y Vicente que había en el aparador.

Freya se preguntó si podía haber dos hermanos que se parecieran menos.

—Lo siento mucho. —«Jordi del Valle. ¿De qué me suena ese nombre?», pensó.

—Mi hermano dejó sola a su mujer, embarazada. Así que yo me ocupo de ella.

«Apuesto a que sí», pensó Freya, con una sonrisa forzada de compasión.

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