—Escuche. Vaya a buscar a mi nieto Luca. Después vaya al bar. Lo sabe todo de la granja y conoce albañiles. —Besó a Emma en ambas mejillas—. La ayudará a rehacerse, ya lo verá.
—¿Luca de Santangel es nieto suyo? —Emma sonrió.
—Ya lo conoce, entonces.
Emma vio a Luca al otro lado de la plaza del pueblo, bajo el toldo de rayas del bar, en una mesa de la terraza, con un grupo de hombres. Parecía llevar allí un rato. En la mesa había botellas de vino tinto y de coñac. Lo saludó con la mano y él alzó la barbilla en respuesta, pero siguió conversando. Un viento frío hinchó el toldo y el agua de lluvia mojó la acera del bar. Emma se subió el cuello del abrigo y echó a andar hacia el mercado. «Si es tan grosero como para no levantarse a saludar, no seré yo quien me acerque», pensó. Se detuvo delante de la perfumería y, mientras miraba con ojo experto el escaparate, vio que el reflejo de Luca se unía al suyo.
—Buenos días, Emma Temple. —Tenía la cara muy cerca. Olía a alcohol, tabaco y jabón de vetiver. El corazón le dio un brinco.
—Y yo que creía que en Londres se pasaban… —Se volvió hacia él, sonriente—. ¡Ni siquiera es mediodía!
La miró interrogativamente.
—¿Para qué? ¿Para el vino?
—Es un poco pronto.
—¡Ah! —Negó con el índice—. Espere. Nunca verá a un español borracho. No como en Inglaterra. Cuando estuve en Londres vi a una mujer… ¡una mujer!, borracha en la calle, vomitando en una alcantarilla.
—Así que nosotras no podemos beber.
—No es propio de una señora emborracharse —la corrigió él.
—¡Qué misógino!
—Es la verdad. —Se encogió de hombros—. Las mujeres que se emborrachan no se respetan a sí mismas.
—¿Qué me dice de los hombres?
—Es distinto.
—¡No lo es! —Se apartó para dejar pasar a una anciana con un carrito de la compra que la miró con curiosidad.
—Señora —dijo él, saludando con un gesto a la mujer.
—Se comporta de un modo…
—Anticuado, caballeroso…
—A la vieja usanza, tradicional…
—Alto ahí, ¡me está adulando! —Soltó una carcajada y apoyó un brazo en la pared—. Dígame —le pidió—. Qué tiene de malo un hombre que la mantiene, que la adora, que le hace el amor como si fuera la única mujer que existe en el mundo…
—Yo no necesito que me hagan el amor. Lo que necesito es un albañil. Su abuela me ha dicho que puede ayudarme.
Luca se encogió de hombros, indicando con un gesto de cabeza el café.
—Ahí hay un par de polacos que buscan trabajo. Son buenos. Puede confiar en ellos. Han trabajado para mi hermana Paloma.
—Gracias.
Luca cruzó los brazos.
—Pueden hacerle lo básico. ¿Un baño, por ejemplo?
Emma se tocó el pelo. Lo tenía tieso de polvo.
—¡Qué gracioso! Quería hablarle de un negocio.
—¿Un negocio? Me decepciona. Primero albañiles y ahora negocios. Creía que me había echado el ojo porque quería hablar de placer.
—¡Yo no le he echado el ojo! —Esperaba no haberse ruborizado.
—Sí que lo ha hecho —dijo Luca, volviéndose para irse. Le sonrió por encima del hombro—. Mírese. No puede apartar los ojos de mí. ¿A que no?
Emma se rio, cruzándose de brazos.
—¿Son todos los españoles tan arrogantes?
—Ya lo verá. —Se volvió y retrocedió de espaldas unos cuantos pasos—. Macu me ha llamado. Quiere que vaya a la finca el sábado. Ya hablaremos de negocios entonces.
En el bar, Emma llamó por señas a la camarera.
—¿Hay aquí algún albañil? —le preguntó a la chica.
—Ahí.
Emma se volvió. Apoyado en la máquina de discos había un hombre esbelto de unos veinte años tomándose una Coca-Cola, con una mochila junto a la silla. A Emma le pareció un ángel de neón, con los rizos rubios iluminados de azul.
—¿Eres albañil? —le preguntó.
—No, pero mi amigo Boris sí. Yo soy carpintero.
—Bueno, os necesito a los dos —dijo ella, alisándose instintivamente el pelo—. ¿Cómo te llamas?
—Marek.
—De acuerdo, Marek. —Emma apuntó su nombre y dirección en el cuaderno, arrancó la hoja y se la dio—. Vivo en la vieja casa blanca de la cima de la colina. Si tú y tu amigo podéis pasaros hoy por allí sería estupendo. ¿A mediodía, digamos?
—Allí estaremos —repuso él, mientras le abría la puerta del café. Se apoyó en el quicio, lo bastante cerca para que ella oliera el jabón, el chicle—. Nos vemos luego, Emma.
A mediodía, llegó Fidel justo cuando Marek y Boris llamaban a su puerta. A ella la alivió que se conocieran. Le había pedido a Fidel que la ayudara a organizar la reforma: quería que alguien cercano le echara un vistazo al trabajo mientras estuviera en el hospital con el bebé.
—Son buenos trabajadores —le dijo mientras estaban sentados a la mesa de la cocina—. Para mi hermano estuvieron trabajando del amanecer al anochecer todos los días.
—Bueno —dijo Boris—. Me alegro de que el señor Pons García esté contento. Ahora, con este trabajo, el jardín será lo último. —Comprobó la lista y anotó un par de cosas—. Terminaremos con la piscina y la terraza. De momento, nos instalaremos en las tiendas, ¿vale?
—Vale. —Emma se rio.
Fidel miraba cómo la lluvia caía del techo de la cocina.
—Me parece que estaría mejor en una tienda, ahí fuera, como ellos.
Mientras hablaban de los planes que tenía para la casa, Emma se enteró de que Boris era albañil, fontanero y electricista. Marek se ocupaba de la carpintería, del yeso y de decorar, así como de levantar las cosas pesadas.
—Ahora tengo la espalda un poco mal —dijo Boris. Emma vio que llevaba un cinturón de piel debajo del chaleco y seguramente pareció dudosa, porque añadió rápidamente—: No se preocupe, trabajo como un superhombre.
—Estoy segura de que sí.
—Los dos juntos hacemos un hombretón. —Boris le alborotó los rizos rubios a Marek—. Conozco a este desde que era un crío. Es el hijo de mi mejor amigo. Le prometí que me ocuparía de él.
—¡Eh, que yo sé cuidarme solo! —protestó Marek. Tenía unas pestañas tan negras que parecían azules.
—Bueno, me alegro de contar con los dos. —Emma se puso a lavar las tazas, pero Boris se lo impidió.
—Tiene que descansar. No haremos nada de ruido.
—Tranquilos que nada me despierta.
Mientras enjuagaba las tazas, Boris le dijo:
—¿Sabe que tiene una habitación oculta ahí arriba?
—Lo sospeché cuando conté las ventanas desde fuera —dijo Fidel—. ¿Te parece que sí?
—Entre el dormitorio principal y el campanario.
—A lo mejor hay un cadáver dentro. —Marek estiró los brazos como un zombi—. Los del pueblo dicen que esta casa está encantada.
—Pues yo no he visto nada —dijo Emma, riéndose—. ¡Qué emocionante! ¿Puedes abrirla?
—Claro. —Boris se secó las manos—. Hará falta romper la pared del pasillo de arriba, pero tendremos que hacerlo igualmente para la electricidad.
—Estupendo… ¿por qué no os ponéis con eso enseguida?
—Pronto, pero antes nos ocuparemos de las tuberías y la electricidad. Le hará falta calor y luz para el bebé, ¿verdad?
—¡Pero la habitación secreta resulta muchísimo más interesante!
—Eso puede esperar unas cuantas semanas más —dijo Boris—. Me parece a mí que lleva años tapiada.
VALENCIA, mayo de 1937
Rosa caminaba por la calle Mayor, pegada a las casas, buscando la sombra. El bebé le daba patadas, empujándole la cadera, e hizo una mueca de dolor. No faltaba mucho, lo sabía, como máximo una semana. El sol de primera hora de la tarde refulgía a su alrededor y las persianas que daban a la calle estaban cerradas para la siesta. Más arriba un perrito negro cruzó trotando la silenciosa calzada, yendo a su casa desde el café. Le cantó bajito a su hijo una antigua canción que su madre le había enseñado. El silencio le pesaba, oía el zumbido de la sangre. «Mamá», pensó, intentando apartar la visión del cadáver ensangrentado de su madre en la cuneta. Intentó recordarla en casa, meciéndose al calor del fuego, cantándole canciones mientras cosía. Intentó recordar cuando paseaba con ella por las colinas a la luz de la luna, recogiendo hierbas aromáticas. Sin embargo, el rostro de su madre, su rostro contraído y agonizante, se abrió paso hasta su conciencia. Se protegió el vientre con un brazo y se apresuró, cargada con su cesta de la compra. No se le iban de la cabeza los retazos de conversación que había oído en el mercado.
—Los anarquistas y el POUM se han sublevado en Barcelona —había oído decir a una mujer junto a la pescadería.
—¿Qué va a pasar ahora?
—He oído que están evacuando a los niños vascos. Espera y verás. Bilbao será la siguiente en caer —le había dicho el pescadero a un hombre, metiendo calamares envueltos en papel de periódico en la cesta de Rosa.
Todo el mundo hablaba de lo mismo: rumores, temores, especulaciones acerca de lo que les sucedería a ellos en Valencia.
«Poniendo a salvo a los niños», pensó Rosa mientras estaba apoyándose junto a la puerta de Villa del Valle. Parecía que la guerra se acercaba cada vez más. El muro encalado irradiaba calor, el aroma de jazmín la envolvía. Cerró los ojos e inhaló el perfume embriagador. Intentó estirarse para coger unas cuantas flores pero ni siquiera de puntillas las alcanzó. Se situó en la fresca sombra azulada y sonrió con tristeza. ¡Todo habría sido tan distinto de haber vuelto a casa con Jordi! El jardín era más hermoso de lo que se adivinaba desde la calle. El calor de la acera se disipó en cuanto puso los pies en el camino de grava. Alrededor de la casa había un prado moteado de flores blancas y naranjos. Rosa se sintió abrazada por un manto sedoso y perfumado. Las buganvillas trepaban por los muros hacia un infinito cielo azul. Recorrió el sendero en trance, acariciando los tallos de lavanda con la mano. Los lechos de hierbas aromáticas estaban bien cuidados y recién regados, con gotitas en las hojas. Tan atrapada estaba por la belleza de aquel lugar, tan embriagada por los aromas, que olvidó por completo que estaba junto a la parte trasera de la tienda de Vicente, un sitio que solía evitar. El olor de la sangre en el aire la pilló por sorpresa y se detuvo de golpe. Oyó voces apagadas, la risa de una mujer al otro lado de la puerta. El corazón se le aceleró, estiró el brazo y la abrió, conteniendo el aliento.
Vicente estaba detrás del mostrador y una mujer pelirroja teñida que conocía de vista del pueblo se abrochaba el vestido. Se quedó quieta cuando vio a Rosa y recogió las bolsas rápidamente.
Vicente se volvió despacio hacia Rosa.
—¿Sí?
—He oído risas. He sentido… he sentido curiosidad.
—Ya sabes lo que se dice acerca de los gatos y la curiosidad.
Rosa le dio la espalda, con la cara roja de humillación.
—Y bien, ¿en qué puedo servirla? —le preguntó Vicente a la mujer.
—Me parece que ya ha hecho bastante por un día… —oyó Rosa que la otra decía. Caminó rápidamente por el sendero hacia el jardín.
«Jordi —pensó Rosa—, Jordi, ¿qué ha pasado? ¿Adónde te has ido?»
VALENCIA, noviembre de 2001
El taxi la dejó junto a un alto muro blanco y Emma caminó por el sendero de tierra roja hasta la finca de los De Santangel.
Un fuego de naranjo ardía al borde del camino donde los peones se calentaban y bebían coñac, con cajones de fruta apilados a su lado.
Una ligera brisa le levantó el abrigo y se apartó un mechón suelto de cabello negro que le caía sobre la cara. A lo lejos, apareció una silueta oscura en el camino, un perrito blanco le saltó a los tobillos. Mientras Emma se acercaba, oyó a la mujer reprendiendo al perro. Cuando alzó la vista, se quedó sin habla. La miró fijamente, achicando los ojos.
—Buenas, señora —la saludó Emma insegura—. ¿Luca de Santangel, por favor?
Con un movimiento brusco de la cabeza, la mujer señaló hacia el cielo.
—¿Qué pasa, chica? —Sonrió, pero su mirada era acerada—. ¿Qué quieres de mi hijo?
—¿El señor Santangel es su hijo? —Le tendió la mano—. Me llamo Emma Temple. Fidel me sugirió que hablara con su familia…
—¿Eso hizo?
—Acabo de instalarme en Villa del Valle. —Vio que la otra se estremecía.
—Venga. —Le hizo una seña a Emma para que la siguiera. Mientras caminaban, la madre de Luca señaló hacia arriba. Emma miró al cielo. Un pequeño avión se ladeó por encima de sus cabezas y oyó el motor perdiendo potencia mientras iniciaba el descenso.
La señora continuó andando, siguiendo la estela del avión hacia un claro entre los naranjales. Cuando llegaron allí, el aparato había aterrizado en una pista y se encaminaba hacia un hangar. Un viejo salió de la oscuridad arrastrando los pies y se acercó al avión acompañado por un perro esquimal tan grande como un lobo corriendo delante de él.
Se abrió la puerta del avión y Emma vio una lustrosa bota de montar marrón bajar a tierra. Cuando se volvió para hablarle a la mujer, esta había desaparecido. Entornó los párpados para protegerse los ojos del intenso sol del otoño y vio que el perro se había acostado obedientemente a una orden de su dueño.
Luca le entregó las llaves del avión al viejo y cruzó el claro seguido de cerca por el animal. Mientras se le acercaba ladeó la cabeza.
—Emma Temple —le tendió la mano. Cuando se la cogió notó la calidez de su piel.
—Buenas, señor De Santangel —dijo ella, sin demasiado aplomo.
—Luca, por favor —la guio hacia la finca.
—Gracias por invitarme. —Emma sonreía. Se arrebujó en el abrigo mientras se encaminaban en dirección a casa.
—¿Tiene frío? —Luca se quitó la chaqueta y le abrigó con ella los hombros. El ante conservaba aún la calidez de su cuerpo.
—Gracias. —Emma inhaló el aroma familiar y limpio de Acqua di Parma, se fijó en el algodón blanco impecable de su camisa, metida en unos pantalones claros de montar—. No estoy acostumbrada a tanta caballerosidad.
—Como le dije, los españoles siguen creyendo en ella.
—¿Es eso bueno?
—No lo sé. ¿Por qué no se lo pregunta a mi hermana? —Llamó a una mujer esbelta y morena que se estaba apeando de un Seat delante de la puerta principal de la finca, con una niñita pegada a la cadera. Emma admiró su elegancia, el par de pantalones anchos de lana fina de buen corte y la chaqueta de punto de cachemir. Por su porte y su pelo moreno recogido en un moño en la nuca le recordó a la profesora de ballet que tenía de niña.