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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (34 page)

CAPÍTULO III
De los tributos en los países donde una parte del pueblo es esclava de la gleba

La servidumbre de la gleba se ha establecido algunas veces en los países recién conquistados. Cuando esto se hace, el esclavo que cultiva la tierra debe ser colono y copartícipe del amo. La única manera de reconciliar a los que trabajan con los que se divierten, es que se asocien para pérdidas y beneficios.

CAPÍTULO IV
De una República en el mismo caso

Cuando una República ha obligado a una nación a labrar las tierras para la República, no debe permitir que el ciudadano pueda aumentar el tributo del esclavo. En Lacedemonia no se permitía; se pensaba allí que los ilotas labrarían mejor los campos cuando supieran que su servidumbre no se aumentaría; se creía también que los patronos serían mejores ciudadanos cuando no desearan más rendimientos que los de costumbre.

CAPÍTULO V
De una monarquía en el mismo caso

Cuando en una monarquía la nobleza hace cultivar las tierras en provecho suyo por el pueblo conquistado, es menester que el censo no pueda aumentar
[1]
. Es bueno además que el príncipe se contente con su dominio propio y el servicio militar. Pero si quisiere levantar tributos en dinero sobre los esclavos de los nobles, el señor es quien responde del tributo y paga por sus esclavos con cargo a ellos
[2]
. Si no se sigue esta regla, el Estado y el señor vejarán al esclavo alternativamente, lo sacrificarán, hasta que perezca de hambre o huya a los bosques.

CAPÍTULO VI
De un Estado despótico en el mismo caso

Lo que acabo de decir es aún más indispensable en el Estado despótico. Un señor que en todos los instantes puede ser despojado de sus tierras y de sus esclavos, no se siente inclinado a su conservación.

Pedro I deseando imitar lo que se hacía en Alemania, y cobrar los tributos en dinero, hizo una ordenanza muy sabia que aun está vigente en Rusia. El noble cobra de los campesinos y el zar le cobra a él. Si el número de siervos disminuye, el señor sigue pagando lo mismo; si aumenta, no por eso paga más; está pues interesado en no hostigar; en no agobiar, en no vejar a sus siervos.

CAPÍTULO VII
De los tributos en los países donde no existe la servidumbre de la plebe

Cuando en un Estado todos los particulares son ciudadanos, poseyendo cada cual su hacienda como el príncipe su imperio, pueden ponerse impuestos, a las personas, a las tierras, o a las mercancías; o a dos de estas cosas, o a las tres juntas.

En el impuesto a las personas, la proporción injusta sería la exactamente proporcionada a los bienes. En Atenas se había dividido a los ciudadanos en cuatro clases
[3]
. Los que sacaban de sus bienes quinientas medidas de productos secos o liquidos, pagaban un talento; los que sacaban trescientas medidas pagaban medio talento; los que sacaban doscientas medidas pagaban diez minas o la sexta parte de un talento; los de cuarta clase, mercenarios que nada poseían, no pagaban nada.

La tasa era justa, sin ser proporcional; si no seguía la proporción de los bienes, estaba en proporción con las necesidades. Se juzgó que cada uno tenía la misma necesidad física y que lo necesario en tal concepto no debía ser tasado; que después de lo necesario viene lo útil, y esto sí debe tasarse, pero menos que lo superfluo; y que tasando con exceso lo superfluo se impedía precisamente lo superfluo.

En la tasa de las tierras, se hacían registros por diversidades; mas no era fácil conocer y apreciar las diferencias y aun era más difícil no tropezar con gentes interesadas en desconocerlas. Hay pues ahí dos clases de injusticia: la injusticia del hombre y la injusticia de la cosa. Pero si, en general, la tasa no es excesiva; si se le deja al pueblo, de sobra, lo que le es realmente necesario, las injusticias particulares significan poco. Y si, al contrario, no se le deja al pueblo lo que en rigor le hace falta para poder vivir, la menor desproporción ocasionará muy graves consecuencias.

Si algunos ciudadanos pagan menos de lo justo, el mal no es grande: su beneficio redundará en favor del público; si otros pagan demasiado, su perjuicio alcanzará a todos. Si el Estado proporciona su renta a la de los individuos, el desahogo de los particulares hará subir la renta del Estado. Todo depende del momento. ¿Empezará el Estado por empobrecer a los súbditos para enriquecerse, o esperará que los súbditos estén en situación de enriquecerlo? ¿Optará por lo primero o por lo último? ¿Comenzará por ser rico o acabará por serlo?

Los derechos impuestos a las mercaderías son los que el pueblo siente menos, porque no se le piden de una manera formal. Es un tributo indirecto, y puede hacerse de modo que el pueblo ignore que lo paga.

Para eso no es conveniente que sea el vendedor de cada mercancía quien pague el derecho impuesto a cada uno. El vendedor sabe muy bien que no paga por sí: y el comprador, que en definitiva es el que paga, confunde el recargo con el precio de la mercancía. Algunos autores han escrito que Nerón suprimió el derecho de veinticinco por ciento que antes se pagaba sobre los esclavos que se vendían
[4]
; le hubiera sido lo mismo ordenar que este impuesto lo pagara el vendedor en lugar del comprador; con este arreglo, hubiera mantenido aquel impuesto aparentando abolirlo.

Hay dos reinos en Europa que han puesto contribuciones muy fuertes sobre las bebidas; en el uno, el expendedor paga este impuesto él solo; en el otro, lo pagan todos los consumidores indistintamente. En el primero, nadie siente el rigor de tal tributo; en el segundo se le cree oneroso. En aquél, ve el ciudadano que tiene la libertad de no pagarlo; en éste, no siente más que la necesidad que le obliga.

Por otra parte, para que tribute directamente cada ciudadano, es preciso ejecutar casa por casa repetidas investigaciones. Nada más contrario a la libertad; y los que establecen este régimen, no pueden lisonjearse de haber encontrado la mejor especie de administración.

CAPÍTULO VIII
De cómo se conserva la ilusión

Para que el precio de la cosa y el derecho que se le imponga puedan confundirse en la mente del que paga, es preciso que haya cierta relación entre la mercancía y el impuesto, sin que se grave un género de poco precio con un derecho extremado. Hay países en los cuales el derecho es diez y siete o diez y ocho veces el valor del artículo. En este caso, el príncipe les quita la ilusión a los contribuyentes haciéndoles ver que se les trata sin consideración, en lo cual comprenden hasta dónde llega su servidumbre.

Por otro lado, para que el príncipe cobre un derecho tan desproporcionado con el valor de la cosa, menester sería que vendiera él mismo, es decir, él solo, para que el pueblo no pudiera comprar en otra parte; lo que está sujeto a mil inconvenientes.

Siendo en tal caso muy lucrativo el fraude, la pena razonable y natural que es la confiscación, no basta para impedirlo, sobre todo cuando el precio de la cosa es ínfimo, que es lo ordinario. Es necesario, pues, recurrir a penas extravagantes, parecidas a las que se imponen a los mayores delitos. Así desaparece toda proporción en las penas. A hombres que no es posible considerar malvados, se les castiga como si lo fueran, lo que es enteramente contrario al espíritu del gobierno moderado.

Agréguese a esto que cuantas más ocasiones tiene el pueblo de defraudar al recaudador, tanto más se enriquece éste y se empobrece aquél. Para contener el fraude hay que darle al recaudador medios de causar vejaciones extraordinarias; es peor el remedio que la enfermedad.

CAPÍTULO IX
De una mala especie de impuesto

Hablaremos de pasada del impuesto que existe en varios países sobre las diversas cláusulas de los contratos. Como estas cosas están sujetas a distinciones sutiles, se necesita poseer extensos conocimientos y mucha práctica para defenderse del recaudador. Facultado éste para interpretar las ordenanzas del príncipe, ejerce un poder arbitrario sobre las fortunas. La experiencia ha demostrado que es preferible gravar con un impuesto el papel en que se extienda el contrato, no teniendo validez los que no estén escritos en papel sellado.

CAPÍTULO X
La cuantía de los tributos depende de la naturaleza del gobierno

En los gobiernos despóticos, los tributos deben ser livianos. De no ser así, ¿quién se tomaría el trabajo de labrar las tierras? Además, ¿cómo pagar tributos considerables en un gobierno que cobra y no corresponde con beneficio alguno?

Por la desmedida autoridad del príncipe y la extrema debilidad del pueblo, es preciso evitar las causas de confusión en materia de tributos. El percibo de éstos debe ser fácil, para lo cual han de establecerse con tanta precisión que no puedan los recaudadores aumentarlos ni disminuirlos. Cierta porción de los frutos de la tierra, una cuota fija por persona, un tanto por ciento sobre las mercancías; he aquí lo más conveniente.

Es bueno en los gobiernos despóticos que los mercaderes tengan una salvaguardia personal, respetada por el uso, de lo contrario serán demasiado débiles en las cuestiones que tengan con los agentes del fisco.

CAPÍTULO XI
De las penas fiscales

Es una cosa extraña que las penas fiscales sean más severas en Europa que en Asia. En Europa se embargan las mercancías y a veces hasta los barcos y los carros; en Asia no se hace lo uno ni lo otro. La razón es que en Europa el mercader tiene jueces que le defiendan de la opresión, mientras que en Asia no tendría más jueces que los mismos opresores. ¿Qué haría un mercader contra el bajá que hubiese resuelto confiscar sus géneros?

La vejación despótica se sobrepone a sí misma, viéndose obligada a la adopción de una templanza relativa. En el imperio turco no se exige más que un derecho de entrada, pagado el cual circula libremente la mercancía por el país entero. Las declaraciones falsas no llevan consigo un recargo en el derecho impuesto y mucho menos la confiscación. En China no se abren los fardos de los que no son mercaderes
[5]
. En el Mogol no se castiga el fraude con la confiscación, aunque sí con el duplo del derecho establecido. Los príncipes tártaros
[6]
que viven en las ciudades frecuentadas por los mercaderes, no cobran nada o muy poco, por las mercancías de tránsito. Y si en el Japón se considera capital cualquier delito de fraude en el comercio, es porque hay razones para prohibir toda comunicación con el extranjero; el fraude es allí, más bien contravención a las leyes de seguridad del Estado que a las leyes comerciales.

CAPÍTULO XII
Relación de la cuantía de los tributos con la libertad

Regla general: los tributos pueden ir creciendo proporcionalmente a la libertad de que se goza, pero es preciso moderarlos a medida que aumenta la servidumbre. Siempre ha sido y siempre será así. Es una regla derivada de la naturaleza, que es siempre la misma. Puede observarse en Inglaterra, en Holanda y en todos los Estados en que la libertad va descendiendo gradualmente hasta perderse en Turquía. Suiza parece una excepción puesto que en ella no hay tributos; pero es conocida la razón particular del hecho, que confirma lo que he dicho. En aquellas áridas montañas son tan caros los víveres y la población tan densa, que un suizo paga a la naturaleza cuatro veces más de lo que al sultán le paga un turco.

Un pueblo dominador, como el ateniense y el romano, puede eximirse de todo impuesto porque impera sobre naciones conquistadas y sometidas. No tributará en proporción de la libertad que tenga, porque en la relación de que se trata no es un pueblo, sino un monarca.

Pero la regla general subsiste siempre. En los gobiernos moderados hay una compensación del peso de los tributos: la libertad. En los Estados despóticos hay una equivalencia a la libertad: la modicidad de los tributos
[7]
.

En ciertas monarquías de Europa suele haber provincias
[8]
que, por la índole de su régimen político, están mejor administradas que las otras. Se cree que pagan poco, porque la bondad del régimen les permitiría pagar bastante más; pero por eso los unitarios no piensan más que en despojarlos de un régimen que produce tamaños beneficios, en lugar de aplicarlo a todas las demás provincias agobiadas por la centralización.

CAPÍTULO XIII
En cuáles gobiernos son susceptibles de aumento los tributos

En casi todas las Repúblicas los tributos pueden aumentarse, porque el ciudadano que cree pagarse a sí mismo los paga de buena voluntad; ordinariamente puede hacerlo, porque las ventajas del régimen le dan medios suficientes.

En la monarquía templada también es posible un aumento en la tributación, porque la misma templanza del gobierno suele proporcionarle un aumento de riqueza: aumento que viene a ser como un premio otorgado al príncipe en recompensa de su moderación, de su respeto a las leyes.

En el Estado despótico no pueden aumentarse los tributos, porque en la máxima esclavitud no cabe aumento.

CAPÍTULO XIV
La naturaleza de los tributos depende de la especialidad del gobierno

El impuesto por cabeza es más propio de la servidumbre; el impuesto sobre las mercaderías es más propio de la libertad, porque no se refiere tan directamente a la persona.

Lo natural en el gobierno despótico es que el príncipe no pague en dinero a sus soldados ni a los individuos de su Corte, sino que les reparta tierras, y por consiguiente, exija pocos tributos. Si paga en metálico, es más natural que cobre por cabeza. Pero el tributo por cabeza debe ser muy módico, porque no siendo posible establecerlo de diversas clases a causa de los abusos que de esto resultarían, se ha de fijar para todos la cuota que los pobres sean capaces de satisfacer.

El tributo natural en el gobierno templado es el impuesto sobre las mercaderías. Como este impuesto, en realidad, lo paga el comprador, aunque lo anticipe el mercader, es un préstamo que éste hace a aquél; de modo que al negociante se le debe considerar deudor del Estado y acreedor de todos los particulares. Anticipa al Estado lo que el comprador ha de pagarle a él. Se comprende, pues, que cuanto más moderado es el gobierno, cuanto mayor sea el espíritu de libertad, cuanto mayor sea la seguridad de que gocen las fortunas, tanto más fácil ha de serle al mercader anticipar al Estado lo que, en definitiva, es un préstamo a los particulares. En Inglaterra, el mercader le anticipa al Estado cincuenta o sesenta libras esterlinas por cada tonel de vino que recibe; ¿se atrevería a hacerlo en un país gobernado corno el imperio turco? Aun queriendo hacerlo no podría con una fortuna sin estabilidad, quebrantada muchas veces y amenazada siempre.

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