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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (30 page)

Los jueces pertenecían a la orden de senadores, de la cual salían; así fue hasta el tiempo de los Gracos. Tiberio Graco hizo ordenar que se les tomara de la orden de los équites: cambio tan considerable que el tribuno se alabó de haber, con tal medida, cortado los nervios a la orden de senadores.

Conviene hacer notar que los tres poderes pueden estar muy bien distribuidos respecto de la libertad de la constitución, aunque lo estén menos bien respecto de la libertad del ciudadano. En Roma donde el pueblo tenía la mayor parte del poder legislativo, una parte del poder ejecutivo, y otra del de juzgar, era una gran potencia que se hacía necesario equilibrar por otra. Es cierto que el Senado tenía también una parte del poder ejecutivo y alguna intervención en el legislativo
[46]
; pero esto no bastaba para neutralizar, digámoslo así, la omnipotencia del pueblo; era preciso que tuviera participación en el poder judicial, y la tuvo cuando los jueces fueron elegidos entre los senadores. En cuanto los Gracos les quitaron a los senadores el poder de juzgar, ya no pudo el Senado resistir al pueblo. Minaron la libertad constitucional por favorecer la libertad individual; pero ésta se perdió con aquélla.

Resultaron de esto males infinitos. Se cambió la constitución en un tiempo que, por el fuego de las discordias civiles, apenas había constitución. Los équites no fueron ya orden intermedia que unía el pueblo al Senado, y quedó rota la cadena de la constitución.

Hasta había razones particulares que debían impedir la intervención de los équites en los juicios. La constitución de Roma estaba fundada en este principio: que debían ser soldados los que tenían bastantes bienes para responder de su conducta. Los más ricos formaban la caballería de las legiones. Pero acrecentada la dignidad de estos équites, no quisieron servir más que en aquella milicia y fue necesario reclutar otra caballería; Mario admitió en las legiones toda clase de gentes y se perdió la República
[47]
.

Además, los équites eran ávidos y explotaban la República; sembraban desgracias en las desgracias, hacían brotar necesidades públicas de las mismas necesidades públicas. Lejos de dar a aquella gente la facultad de juzgar, hubiera debido tenérsela sin cesar a la vista de los jueces. Digámoslo en alabanza de las antiguas leyes francesas: éstas consideran a los hombres de negocios con tanta desconfianza como a los enemigos. Cuando en Roma los negociantes fueron jueces, se acabó la virtud, desapareció la policía, no hubo equidad, ni leyes, ni magistratura, ni magistrados.

De esto encontramos una pintura ingenua en varios fragmentos de Diodoro de Silicia y de Dion.
Mucio Escevola
, dice Diodoro,
quiso que se volviera a las antiguas costumbres y que viviera cada uno con integridad. Sus predecesores habían constituido una sociedad con los tratantes, que eran a la sazón jueces en Roma, y que habían llevado a las provincias todos los crímenes imaginables. Pero Escevola contuvo a los publicanos y puso presos a los que pervertían a los demás
.

Dion nos dice
[48]
que Publio Rutilio, su lugarteniente, fué acusado de haber admitido dádivas y que se le condenó a una multa.

Inmediatamente hizo entrega de sus bienes, de cuanto poseía, y así quedó probada su inocencia, pues tenía mucho menos de lo que le acusaban de haber robado y recibido, y presentó sus títulos de propiedad. No quiso vivir entre aquella gente enredadora y se alejó de la ciudad.

Los Italianos
, dice también Diodoro,
compraban en Sicilia cuadrillas de esclavos que les labraran sus tierras y cuidaran sus rebaños, pero les negaban el sustento
[49]
. Los infelices no tenían más remedio que robar en los caminos, armados de lanzas, vestidos de pieles y rodeados de canes tan hambrientos como ellos mismos. Toda la provincia fue devastada y los hijos del país no podían decirse dueños de lo suyo fuera del recinto de las ciudades. No había ni procónsul ni pretor que pudiera ni quisiera oponerse a tal desorden, ni que se atreviera a castigar a unos esclavos que pertenecían a los que en Roma juzgaban
[50]
. Esta fue, a pesar de todo, una de las causas de la guerra de los esclavos. No diré más que una cosa: una profesión que no tiene ni puede tener más fin que el lucro, una profesión que siempre pide y a la que nunca se le pide nada, una profesión insensible, sorda, inexorable, que acaba con las riquezas y empobrece a la miseria misma, no debía tener en Roma el derecho de juzgar.

CAPÍTULO XIX
Del gobierno de las provincias romanas

Dicho queda cómo fueron distribuidos los tres poderes en la ciudad; pero en las provincias fue otra cosa. La libertad en el centro, la tiranía en las extremidades.

Mientras Roma no dominó más que en Italia, los pueblos se gobernaron como Repúblicas confederadas, conservando cada uno sus propias leyes. Pero cuando llevó más lejos sus conquistas, cuando el Senado no pudo velar inmediatamente sobre las provincias, cuando los magistrados que residían en Roma tuvieron desde allí que gobernar al imperio, fue necesario enviar pretores y pro cónsules. Cesó entonces la armonía de los tres poderes. Los enviados a las provincias lejanas, tenían en sus manos cada uno más poderes que todas las magistraturas romanas. ¿Qué digo? Tenían todo el poder del Senado, todo el del pueblo
[51]
. Eran gobernantes despóticos y ejercían los tres poderes; si me atreviera diría que eran los bajaes de la República.

Ya hemos dicho en otra parte
[52]
que los mismos ciudadanos en la República, por la naturaleza de las cosas, tenían los empleos civiles y militares. Esto hace que una República conquistadora no pueda llevar su forma de gobierno a países conquistados ni aplicar en ellos su constitución. En efecto, el magistrado que envía para gobernar, teniendo el poder ejecutivo, civil y militar, necesariamente ha de tener también el poder legislativo; porque ¿quién legislaría sin él? Y ha de tener también el poder de juzgar, porque si él, ¿quién juzgaría con independencia? Es indispensable que el gobernador enviado por la República, tenga los tres poderes, y así fue en las provincias romanas.

Una monarquía puede más fácilmente llevar sus instituciones a la tierra conquistada, porque los funcionarios que envía tienen los unos el poder ejecutivo civil, los otros el poder ejecutivo militar; lo cual no produce necesariamente el despotismo.

Era un privilegio de gran consecuencia para un ciudadano romano el de no ser juzgado más que por el pueblo. Sin esto hubiera estado en las provincias el poder arbitrario de un procónsul o de un pretor. La ciudad no sentía la gobernación tiránica ejercida solamente sobre las naciones sometidas.

Así pues, en el mundo romano, como en Lacedemonia, los libres eran extraordinariamente libres y los esclavos extremadamente esclavizados.

Mientras pagaron tributos, los ciudadanos vieron que se les imponía con equidad. Se observaban las reglas de Servio Tulio, que había distribuido los ciudadanos en seis clases por orden de sus riquezas, y fijándose a cada uno su parte del impuesto en proporción a la parte que en el gobierno tenía. De aquí la satisfacción de todos, unos soportaban lo grande del tributo porque los engrandecía; otros se consolaban de su pequeñez porque pagaban poco.

Había otra cosa admirable; que la división de Servio Tulio, siendo, por decirlo así, el principio fundamental de la constitución, ocurría que la equidad en el reparto de impuestos dependía del principio fundamental del gobierno y sólo podía desaparecer con el gobierno.

Pero mientras la ciudad pagaba los tributos sin esfuerzo, o no pagaba ninguno
[53]
, las provincias eran saqueadas por los agentes de la República. Ya hemos hablado de sus vejaciones que llenan muchas páginas de la historia.

Toda el Asia me espera como a un libertador
, decía Mitrídates,
porque las rapiñas de los procónsules, las exacciones de los negociantes y las calumnias de las sentencias, han exacerbado el odio contra los Romanos
.

He aquí la causa de que la fuerza de las provincias no aumentara la fuerza de la República; al contrario, la debilitó. He aquí también lo que hizo que las provincias mirasen el fin de la libertad de Roma como el comienzo de su propia libertad
[54]
.

CAPÍTULO XX
Fin de este libro

Quisiera examinar, en todos los gobiernos moderados que conocemos, cual es la distribución de los tres poderes, para calcular por ella el grado de libertad que cabe en cada uno. Pero no debo agotar el tema de tal suerte que no le deje nada al lector. Lo importante no es hacerle leer, sino hacerle pensar.

LIBRO XII
De las leyes que forman la libertad política en su relación con el ciudadano
CAPÍTULO I
Idea de este libro

No es bastante el haber tratado de la libertad política en lo que respecta a la constitución; es necesario hacerla ver en lo que se refiere al ciudadano.

Ya he dicho, en cuanto a lo primero, que la determina cierta distribución armónica de los tres poderes; en cuanto a lo segundo, hay que mirarla desde otro punto de vista. Consiste en la seguridad o en la opinión que se tenga de la seguridad.

Puede suceder que la constitución sea libre y que el ciudadano no lo sea; o que siendo libre el ciudadano no lo sea la constitución. En tales casos, la constitución será libre de derecho y no de hecho; el ciudadano libre de hecho y no de derecho.

Solamente la disposición de las leyes y principalmente de las fundamentales, forma la libertad en lo referente a la constitución. Pero en lo que se refiere al ciudadano, pueden engendrarla ejemplos recibidos, tradiciones, costumbres, y favorecerla ciertas leyes civiles, como en este libro hemos de ver.

Además, como en la mayoría de los Estados la libertad se encuentra más cohibida, más contrariada, con más trabas de las que permite la constitución, es conveniente hablar aquí de las leyes particulares que en cada institución ayudan o contrarían el principio de la libertad de que pueda ser susceptible cada Estado.

CAPÍTULO II
De la libertad del ciudadano

La libertad filosófica consiste en el ejercicio de la propia voluntad, o a lo menos (si ha de hablarse de todos los sistemas) en la creencia de que se ejerce la propia voluntad. La libertad política consiste en la seguridad, o a lo menos en creer que se tiene la seguridad.

Esta seguridad no está nunca más comprometida que en las acusaciones públicas o privadas. Por consecuencia, de la bondad de las leyes criminales depende principalmente la libertad del ciudadano.

Las leyes criminales no se han perfeccionado de una vez. En los lugares mismos en que más se ha buscado la libertad, no siempre la han encontrado.

Aristóteles
[1]
nos dice que en Cumas podían ser testigos los parientes del acusador. En Roma, en tiempo de los reyes, era tan imperfecta la ley que Servio Tulio pronunció la sentencia contra los hijos de Anco Marcio, acusado de haber asesinado al rey su suegro
[2]
. Uno de los primeros reyes de los Francos hizo una ley para que ningún acusado pudiera ser condenado sin ser oído
[3]
, lo que prueba que se hacía lo contrario en algún caso particular o en algún pueblo bárbaro. Charondas fue quien introdujo los juicios contra los falsos testimonios
[4]
. Cuando la inocencia no está asegurada, la libertad no existe.

Los conocimientos que se han de adquirir en diferentes países y los que se vayan adquiriendo en otros, acerca de las reglas que deben observarse en las causas criminales, interesan al género humano más que cuanto haya en el mundo.

No más que en la práctica de tales conocimientos se funda la libertad; y en un Estado que tenga buenas leyes y se cumplan, un hombre acusado y que deba ser ahorcado al día siguiente es más libre que en Turquía el bajá más poderoso.

CAPÍTULO III
Continuación del mismo asunto

Las leyes que condenan a un hombre por la declaración de un solo testigo, son funestas para la libertad. La razón exige dos, porque si un testigo afirma lo que un acusado niega, la verdad no se descubre y hace falta un tercero.

Los Griegos exigían un voto de mayoría para condenar
[5]
, y lo mismo los Romanos
[6]
; las leyes francesas piden dos. Los Griegos pretendían que lo que ellos hacían era lo establecido por los dioses. Lo establecido por los dioses es lo que hacemos nosotros
[7]

CAPÍTULO IV
La libertad es favorecida por la naturaleza de las penas y su proporción

Cuando las leyes criminales sacan las penas de la índole particular de cada crimen, eso es el triunfo de la libertad. No hay arbitrariedad; la pena no es hija del capricho del legislador, sino de la naturaleza del delito; y no es el hombre quien ejerce violencia en otro hombre.

Hay cuatro clases de delitos. Los de la primera son los perpetrados contra la religión; pertenecen a la segunda clase los que van contra las buenas costumbres, los de la tercera contra la tranquilidad; los de la cuarta contra la seguridad de los ciudadanos. La pena que se imponga debe ser correlativa, respectivamente.

En la especie de delitos que interesan a la religión no se incluye nada más que los que la atacan directamente, como son todos los sacrilegios simples, porque los que turban su ejercicio, entran en la categoría de los que atentan contra la seguridad de los ciudadanos o su tranquilidad, y deben ser incluidos en esas clases.

Para que la pena del sacrilegio salga de la naturaleza de la cosa
[8]
, debe consistir en la privación de todas las ventajas que da la religión: expulsión de los templos; exclusión del gremio de los fieles, por tiempo determinado o para siempre; evitación de su trato y de contacto con él; la execración, la detestación, la conjuración.

En las cosas que turban la tranquilidad o la seguridad del Estado, las acciones ocultas son de la incumbencia de la justicia humana; pero en las que ofenden a la divinidad, en las que no cabe la acción pública, no puede haber materia delictiva: todo queda entre el hombre y Dios, que sabe la medida y el tiempo de sus venganzas. Y sí, confundiendo las cosas, el magistrado busca el sacrilegio oculto, practica una inquisición que no es de ninguna manera necesaria, con la cual destruye la libertad de los ciudadanos, alarma sus conciencias, excita el celo de las conciencias tímidas y de las conciencias atrevidas contra el sosiego e los mismos ciudadanos.

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