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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (44 page)

Glenn apretó los labios y sus músculos del cuello se tensaron.

—Detenidos para ser interrogados significa que hay que llevarlos a la AFI. No se interroga a la gente en la misma escena del crimen cuando es tan importante como en este caso. Llévatelos de aquí.

—Pero usted no dijo… —El hombre tragó saliva—. Sí, señor. —Le echó una mirada a Edden y se dirigió hacia Trent y Sara Jane con cara de pedir disculpas, asustado y con aspecto de ser muy joven, pero no tenía tiempo para compadecerme de él.

Glenn seguía enfadado y se asomó por encima del hombro de su padre para teclear su propia contraseña con un solo dedo. Se me revolvió el estómago y luego pareció asentarse. Bajé la pantalla del ordenador sobre sus manos. Glenn apretó la mandíbula y ambos levantaron la vista para mirarme. Me giré hacia Trent y Sara Jane que se alejaban y esperé hasta que Edden y Glenn siguieron mi mirada hacia ellos antes de decir:

—No puedo asegurarlo, pero creo que es Dan.

La expresión de Sara Jane se quedó inexpresiva durante un revelador instante. Luego abrió los ojos exageradamente y se aferró a Trent. Abrió y cerró la boca y luego enterró su cara en el hombro de su jefe y empezó a sollozar. Trent le dio unas palmaditas en el hombro, pero sus ojos estaban clavados en mí, entornados por la rabia.

Edden arrugó los labios pensativo, haciendo que su grisáceo bigote sobresaliese mientras intercambiábamos perspicaces miradas. Sara Jane no conocía a Dan tan bien como quería hacer ver a todo el mundo. ¿Por qué iba Trent a pedirle a Sara Jane que fuese a la AFI con una denuncia falsa de desaparición cuando él sabía que lo encontraríamos en su finca? A no ser que no lo supiese. Pero ¿cómo no iba a saberlo?

Al parecer, Glenn no se había enterado de nada y me agarró por el brazo para tirar de mí pasando junto a una histérica Sara Jane de camino a la sombra del roble.

—Maldita sea, Rachel —dijo entre dientes mientras conducían a la llorosa Sara Jane hasta uno de los coches de policía—. ¡Te dije que te callases! Vete, ahora. Tu pequeña gracia podría bastar para que Kalamack saliese libre.

Incluso con los tacones, Glenn seguía siendo más alto que yo y eso me fastidiaba.

—¿Ah, sí? —le espeté—. Me pediste que estudiase las reacciones de Trent. Pues bien, eso he hecho. Sara Jane no sabría distinguir a Dan Smather de su cartero. Trent lo mandó matar y ese cuerpo ha sido movido.

Glenn alargó el brazo para agarrarme y me aparté fuera de su alcance. Su rostro se tensó y dio un paso atrás, exhalando lentamente.

—Ya lo sé. Vete a casa —dijo extendiendo la mano para que le devolviese la identificación temporal—. Agradezco tu ayuda para encontrar el cadáver, pero como tú misma has dicho, no eres detective. Cada vez que abres la boca haces que sea más fácil para el abogado de Trent convencer al jurado. Anda… vete a casa. Te llamaré mañana.

La rabia me enardeció. Los últimos rescoldos de adrenalina me hicieron sentirme más débil, no más fuerte.

—Yo he encontrado el cadáver, no puedes obligarme a irme.

—Acabo de hacerlo. Dame la identificación.

—Glenn —dije quitándome la identificación del cuello antes de que me la arrancase—, Trent es tan culpable de asesinar a ese brujo como si hubiese empuñado el cuchillo él mismo.

Glenn apretó la identificación en la mano y su rabia se disipó lo suficiente como para dejar ver su frustración.

—Puedo hablar con él, incluso retenerlo para un interrogatorio, pero no puedo arrestarlo.

—¡Pero si lo hizo él! —protesté—. Tienes el cadáver, tienes el arma, tienes una causa probable.

—Tengo un cadáver que ha sido trasladado —dijo con tono monótono reprimiendo sus emociones—, mi causa probable es una mera conjetura, tengo un arma que podrían haber colocado allí unos seiscientos empleados. Nada relaciona a Trent con el asesinato todavía. Si lo arresto ahora, podría salir libre, incluso si confesase más adelante. Ya lo he visto antes. El señor Kalamack podría haberlo hecho a propósito, dejar ahí el cadáver y asegurarse de que nada lo relacionaba con él. Si fallamos ahora, será el doble de difícil colgarle otro muerto, incluso si comete un error más adelante.

—Tienes miedo de enfrentarte a él —le acusé intentando pincharle para que lo arrestase.

—Escúchame bien, Rachel —dijo obligándome a dar un paso atrás—, me importa bien poco que creas que lo hizo Kalamack. Tengo que demostrarlo y esta es la única oportunidad que voy a tener de hacerlo. —Dio media vuelta y recorrió con la mirada el aparcamiento—. ¡Que alguien lleve a la señorita Morgan a casa! —dijo en voz alta. Sin mirar atrás se fue dando grandes zancadas hacia los establos. Sus pesadas pisadas quedaron amortiguadas por el serrín del suelo.

Me quedé mirándolo sin saber qué hacer. Me fijé en Trent, que en ese momento entraba en el coche de policía. Su traje caro no encajaba en la escena. Me dedicó una insondable mirada antes de que la puerta se cerrase con un portazo metálico. Lentamente los dos coches se alejaron.

Notaba mi circulación como un zumbido y me palpitaba la cabeza. Trent no iba a salir impune de esta. Al final lograría relacionar cada uno de los asesinatos con él. El haber encontrado el cadáver de Dan en su propiedad le proporcionaría al capitán Edden argumentos para conseguir cualquier orden que pidiese. Trent iba a freírse. No me importaba esperar. Soy una cazarrecompensas, sé cómo acechar a una presa.

Me giré asqueada. Odiaba la ley aunque dependiese de ella. Preferiría enfrentarme a un aquelarre de brujas negras antes que a un tribunal. Entendía la moralidad de las brujas mejor que la de los abogados. Al menos las brujas tenían una.

—¡Jenks! —grité cuando el capitán Edden salió de los establos haciendo sonar unas llaves en su mano. Estupendo, ahora tendría que aguantar un rollo de sermón del anciano sabio hasta casa. Gritar me había sentado bien y cogí aire para volver a gritarle a Jenks cuando el pixie se detuvo en seco delante de mí. Estaba literalmente brillando de excitación. El polvo que dejaba a su paso me cayó encima por la inercia.

—¿Sí, Rachel? Oye, he oído que Glenn te ha echado. Te dije que no subieras allí, pero ¿me hiciste caso? Noooo. Nadie me hace caso. Tengo treinta y tantos hijos y la única que me hace caso es mi libélula.

Mi rabia flaqueó un instante mientras me preguntaba si de verdad tenía una libélula de mascota. Luego me olvidé de la idea para centrarme en sacar algo en claro de todo aquello.

—Jenks —dije—, ¿podrás llegar a casa sin problemas desde aquí?

—Claro, me llevarán Glenn o el de los perros, no hay problema.

—Bien. —Miré al capitán Edden, que se aproximaba—. Cuéntame lo que pase ¿vale?

—Entendido. Oye, por si te sirve de algo, lo siento. Tienes que aprender a mantener la boca cerrada y los dedos quietos. Nos vemos luego.
Mira quién fue a hablar
.

—Yo no he tocado nada —dije fastidiada, pero el pixie ya se había marchado volando hasta la oficina provisional de Glenn, dejando tras de sí un rastro de polvo a la altura de la cabeza que tardó en disiparse.

Edden me dedicó una única mirada al pasar junto a mí. Lo seguí con el ceño fruncido y abrí la puerta de par en par. Arrancó el coche, entré y cerré de un portazo. Me puse el cinturón, saqué el brazo por la ventanilla y me quedé contemplando los pastos vacíos.

—¿Qué pasa? —dije malhumorada—. ¿Glenn te ha echado a ti también?

—No —dijo Edden metiendo la marcha atrás—, tengo que hablar contigo.

—Claro —dije al no ocurrírseme nada mejor. Se me escapó un suspiro de frustración y me sorprendí al ver a Quen. Estaba de pie inmóvil a la sombra del viejo roble. No había ninguna expresión en su rostro. Debía haber oído toda la conversación que acababa de tener con Glenn acerca de Trent. Me recorrió un escalofrío y me pregunté si me acababa de apuntar en la lista de «gente especial» de Quen. Con sus ojos verdes fijos en mí con una espeluznante intensidad, Quen levantó el brazo para colgarse de una rama baja y columpiarse con tanta facilidad como si cogiese una flor y desapareció en la frondosidad del viejo roble como si nunca hubiese existido.

22.

Edden entró con el coche en el diminuto aparcamiento cubierto de malas hierbas de la iglesia. No había dicho casi nada durante el camino a casa, pero sus nudillos blancos y el cuello rojo me decían lo que pensaba de la fluida verborrea que le venía soltando desde que me había confesado el motivo por el cual me estaba haciendo de chófer.

Poco después de que se encontrase el cuerpo había empezado a comentarse a través de la radio que yo debía ser «eliminada de la nómina de la AFI». Al parecer se había filtrado que una bruja les estaba ayudando y la SI había protestado. Podría haberlo capeado si Glenn se hubiese molestado en explicarles que yo era una simple asesora externa, pero no había dicho nada. Al parecer aún se quejaba de que había contaminado la escena del crimen. El hecho de que de no ser por mí no tendría ninguna escena del crimen no pareció importarle.

Edden detuvo el coche bruscamente, se quedó mirando por la ventanilla y esperó a que yo saliese. Tenía que reconocerle el mérito. No era fácil quedarse sentado escuchando mientras alguien comparaba a tu hijo con las ventosas de un calamar y el guano de murciélago en la misma frase. Me quedé donde estaba con los hombros hundidos. Si salía, eso significaría que se había acabado y no quería que se acabase. Además, aguantar una retahíla de veinte minutos era agotador y probablemente lo que debía hacer era disculparme. Mi brazo colgaba por fuera de la ventanilla abierta y oía a alguien tocar al piano una elaborada y complicada música, del tipo que algunos compositores escribían para presumir de su habilidad más que como una expresión artística. Cogí aire.

—Si pudiese hablar con Trent…

—No.

—¿Puedo por lo menos escuchar la grabación de sus entrevistas?

—No.

Me froté la sien y un rizo suelto me hizo cosquillas en la mejilla.

—¿Cómo se supone que voy a hacer mi trabajo si no me dejan hacer nada?

—Ya no es tu trabajo —dijo Edden. Su tono de rabia me hizo levantar la cabeza Seguí mi mirada hacia los niños pixie que se deslizaban por el campanario subidos en diminutos cuadraditos de papel encerado que les había recortado ayer. Con el cuello rígido, Edden se revolvió en el asiento para sacarse la cartera del bolsillo trasero. La abrió con un golpe de muñeca y me dio unos billetes.

—Me han dicho que te pague en metálico. No lo declares a Hacienda —dijo con tono inexpresivo.

Apreté los labios y le arrebaté los billetes de la mano para contarlos. ¿En metálico? ¿Directamente del bolsillo del capitán? Alguien acababa de entrar en el modo «cubrirse las espaldas». Se me tensó el estómago al darme cuenta de que era mucho menos de lo que habíamos acordado. Llevaba casi una semana con esto.

—Y el resto me lo darás más tarde, ¿no? —le pregunté mientras me lo metía en el bolso.

—La dirección no va a pagar las clases canceladas de la doctora Anders —dijo sin mirarme.

Volvía a estar tiesa. No me apetecía nada tener que decirle a Ivy que me faltaba dinero para el alquiler. Abrí la puerta y salí del coche. Si no hubiese sabido que era imposible, habría dicho que el piano provenía de la iglesia.

—¿Sabes qué te digo, Edden? —dije antes de cerrar de un portazo—. No vuelvas a llamarme.

—Madura de una vez, Rachel —dijo y me volví para mirarlo. Su redonda cara estaba tensa. Se inclinó sobre el asiento del copiloto para hablarme a través de la ventanilla—. Si llego a ser yo, te habría arrestado y entregado a la SI para que se divirtiesen contigo. Te dijo que esperases y pisoteaste su autoridad.

Me subí la correa del bolso en el hombro y dejé de fruncir el ceño. No lo había pensado desde ese punto de vista.

—Mira —dijo al ver que por fin lo había comprendido—, no quiero romper nuestra colaboración. Quizá cuando las cosas se enfríen podríamos intentarlo de nuevo. Te conseguiré el resto de dinero de alguna forma.

—Sí, claro. —Me erguí con la idea reforzada de que se trataba de un estúpido acto reflejo de los altos mandos, pero pensando que quizá le debía una disculpa a Glenn.

—¿Rachel?

Sí, le debía a Glenn una disculpa. Me volví hacia Edden con un suspiro deprimido y de frustración.

—Dile a Glenn que lo siento —musité. Antes de que pudiese responder di media vuelta sobre mis tacones y me marché taconeando sobre la agrietada acera y los anchos escalones de piedra. Durante un momento hubo silencio, luego arrancó el ventilador del coche y Edden dio marcha atrás y se marchó. La música provenía del interior de la iglesia. Seguía disgustada por el dinero que me faltaba para el alquiler cuando abrí la pesada puerta y entré.

Ivy debía de estar en casa. Olvidé mi frustración por culpa de Edden ante la oportunidad de poder hablar finalmente con ella. Quería decirle que no había cambiado nada, que todavía era mi amiga… si ella seguía considerándome la suya. Declinar su oferta de convertirme en su heredera podría ser un insulto insalvable en el mundo de los vampiros. Aunque no lo creía. Lo poco que había podido saber de ella demostraba culpabilidad, no rabia.

—¿Ivy? —la llamé con cautela.

El piano se calló en mitad de un acorde.

—¿Rachel? —respondió Ivy desde el santuario. Había un preocupante tono de sobresalto en su voz. Maldición, iba a salir huyendo. Entonces arqueé las cejas sorprendida. No era una grabación. ¿Teníamos un piano?

Me deshice de mi chaqueta, la colgué y entré en el santuario, parpadeando ante la repentina luz. Teníamos un piano. Teníamos un precioso piano de cuarto de cola negro resplandeciente bajo un rayo de sol ámbar y verde proveniente de la vidriera. Tenía la tapa abierta y se le veían las entrañas. Los cables brillaban y los registros parecían suaves como el terciopelo.

—¿Cuándo has conseguirlo ese piano? —le pregunté y vi que estaba en posición y lista para salir corriendo. Doble maldición. Ojalá parase lo suficiente como para escucharme. La tensión de mis hombros se alivió al ver que cogía una gamuza y empezaba a frotar la pulida madera. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta informal. Me sentí exageradamente arreglada con mi traje de chaqueta.

—Hoy —me contestó mientras seguía limpiando el polvo inexistente de la madera. Quizá si no decía nada acerca de lo que había pasado podríamos volver a como estaban las cosas antes. Ignorar el problema era una forma perfectamente aceptable de encargarse de él, siempre y cuando ambas partes acordaran no volver a mencionarlo nunca más.

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