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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (20 page)

—Vienen a recogerme —dijo arrugando su envoltorio y empujando su bolsa de patatas medio llena hasta el centro de la mesa. Se desperezó estirando su desgarbado cuerpo hacia el techo. Glenn le echó una ojeada y luego apartó la vista. Mi mirada se cruzó con la de Ivy. Sonaba como la moto de Kist. Me preguntaba si esto tendría algo que ver con lo de anoche. Ivy cogió su bolso, no sin antes darse cuenta de mis recelos.

—Gracias por el desayuno, Glenn. —Se volvió hacia mí—. Nos vemos luego, Rachel —añadió y se marchó tan campante.

Glenn se relajó y miró el reloj de encima del fregadero para luego seguir comiendo. Estaba rebañando la última gota de Ketchup con una patata cuando la voz de Ivy se filtró desde la calle:

—Vete al cuerno, Kist. Conduzco yo.

Sonreí al oír la moto acelerar y luego volvió la tranquilidad a la calle.

Cuando acabé de comer arrugué el envoltorio haciendo una bola y me levanté. Glenn no había terminado. Al limpiar la mesa, dejé el Ketchup allí. Con el rabillo del ojo lo vi con los ojos clavados en él.

—También está bueno en la hamburguesa —le dije, agachándome tras la isla central para coger mi libro de hechizos. Oí el sonido del plástico al deslizarse sobre la mesa. Con el libro en la mano me giré y vi que había apartado el bote. No quiso mirarme a los ojos cuando volví a sentarme a la mesa—. ¿Te importa si compruebo una cosa antes de irnos? —le pregunté abriendo el libro por el índice.

—Adelante.

Su voz se había vuelto fría de nuevo. Suspiré al suponer que sería por el libro de hechizos y me incliné para leer la desvaída letra.

—Quiero hacer un hechizo para que los Howlers cambien de idea respecto a lo de no pagarme —dije esperando que se relajase si sabía qué estaba haciendo—. He pensado que podría comprar lo que no tengo en el jardín mientras estoy fuera. No te importa que hagamos una parada extra, ¿verdad?

—No. —Sonó algo menos frío y lo tomé como una buena señal. Glenn revolvía el hielo ruidosamente con su pajita y me acerqué más hacia él a propósito para que pudiese ver.

—Mira —le dije señalando la letra borrosa—, yo tenía razón. Si quiero que sus lanzamientos altos sean siempre falta necesito un hechizo sin contacto. —Para una bruja terrenal como yo, sin contacto se refería a con varita. Nunca había hecho una, pero me sorprendí al comprobar los ingredientes. Lo tenía todo menos las semillas de helecho y la varita. ¿Cuánto podría costar un palo de secuoya?

—¿Por que lo haces?

Su voz tenía un tonito provocador. Parpadeando repetidamente cerré el libro. Decepcionada me levanté para guardar el libro y luego, apoyada contra la isla central me volví para verle la cara.

—¿Hacer hechizos? Es lo que sé hacer. No voy a hacerle daño a nadie. Al menos no con un hechizo.

Glenn dejó en la mesa su vaso tamaño extragrande. Sus dedos oscuros se abrieron y se soltaron del vaso. Se reclinó contra el respaldo de su silla y titubeó.

—No —dijo finalmente—. ¿Cómo puedes vivir con alguien así, lista para explotar sin previo aviso?

—Oh. —Alargué el brazo para coger mi bebida—. Es que la has pillado en un mal día. No le cae bien tu padre y la ha tomado contigo. —Y tú sólito te lo has buscado, gilipollas. Sorbí ruidosamente el resto de mi refresco y tiré el vaso—. ¿Listo? —dije recogiendo mi bolso y mi abrigo de la silla.

Glenn se levantó y se ajustó la chaqueta de su traje antes de cruzar delante de mí para tirar los envoltorios bajo el fregadero.

—Ivy quiere algo —dijo—. Y cada vez que te mira, veo culpabilidad. Queriendo o sin querer te va a hacer daño y ella lo sabe.

Ofendida, lo miré de arriba abajo.

—No me está acosando. —En un intento por mantener mi rabia a raya me dirigí hacia el pasillo a paso ligero.

Glenn me siguió de cerca y sus suelas duras resonaron como el latido de un corazón detrás de mí.

—¿Me estás contando que ayer fue la primera vez que te atacaba?

Fruncí los labios y noté los golpes de mis botas recorrerme toda la columna. Había habido muchos «casi» antes de descubrir qué cosas la hacían saltar y de que yo, consecuentemente, dejara de hacerlas.

Glenn no dijo nada, aceptando mi silencio como una respuesta.

—Mira —dijo cuando salimos al santuario—, puede que anoche me comportase como un humano estúpido, pero estaba observando. Piscary te embelesó en un santiamén. Ella te rescató con solo decir tu nombre. Eso no puede ser normal. Y te llamó su mascota. ¿Eso es lo que eres? La verdad es que a mí me lo parece.

—No soy su mascota —dije—. Ella lo sabe y yo lo sé. Piscary puede pensar lo que quiera. —Metí los brazos en el abrigo, abrí la puerta de un empujón y salí de la iglesia bajando los escalones hecha una furia. Di un tirón de la manecilla de la puerta del coche pero estaba cerrado. Enfadada tuve que esperar a que lo abriese—. Y además, no es asunto tuyo —añadí.

El detective de la AFI abrió su puerta en silencio, luego se detuvo para mirarme por encima del techo del coche. Se puso las gafas de sol ocultando sus ojos.

—Tienes razón. No es asunto mío.

Abrí la puerta y entré cerrando de un portazo que sacudió todo el coche. Glenn se deslizó suavemente tras el volante y cerró su puerta.

—Pues claro que no es asunto tuyo, joder —mascullé en el espacio cerrado de su coche—. Ya la oíste anoche. No soy su sombra. No mentía cuando lo dijo.

—También oí a Piscary decir que si ella no te controlaba, lo haría él.

Una ola de verdadero miedo, indeseado e inquietante, me dejó rígida.

—Soy su amiga —afirmé—. Lo único que quiere es una amiga que no ande tras su sangre. ¿No se te había ocurrido pensar eso?

—¿Una mascota, Rachel? —dijo en voz baja arrancando el coche.

No contesté nada y empecé a tamborilear con los dedos en el reposabrazos. Yo no era la mascota de Ivy. Y ni siquiera Piscary podía obligarla a convertirme en su mascota.

10.

Notaba bajo mi chaqueta de cuero el cálido sol de la tarde de finales de septiembre sobre el brazo que asomaba por la ventanilla del coche. El diminuto vial de sal de mi pulsera de amuletos se movía con el viento, tintineando contra la cruz de madera. Alargué la mano para ajustar el espejo retrovisor y así ver el tráfico detrás de nosotros. Era agradable tener un vehículo a mi disposición. Llegaríamos a la AFI en quince minutos, no en los cuarenta que tardaría el autobús, incluso a pesar del tráfico de por la tarde.

—Gira a la derecha en el próximo semáforo —dije señalando.

Observé incrédula como Glenn seguía recto en la intersección.

—¿Qué coño pasa contigo? —exclamé—. Todavía está por llegar la vez que me suba a este coche y tú vayas adonde yo te pido.

Glenn puso una expresión engreída tras sus gafas de sol.

—Es un atajo. —Sonrió burlonamente enseñando sus dientes extraordinariamente blancos. Era la primera sonrisa auténtica que le había visto y me pilló desprevenida.

—Claro —dije haciendo un gesto con la mano—, enséñame tu atajo. —Dudaba mucho que fuese más rápido, pero no pensaba decir nada. Al menos no después de esa sonrisa.

Giré la cabeza de pronto al ver un cartel conocido en uno de los edificios que pasamos.

—¡Eh!, ¡para! —grité dándome media vuelta en el asiento—. Es una tienda de hechizos.

Glenn miró detrás de él e hizo un cambio de sentido indebido. Me agarré al borde de la ventanilla cuando volvió a girar para detenerse justo frente a la tienda y aparcar junto al bordillo. Abrí la puerta y cogí mi bolso.

—Vuelvo en un minuto —dije y él asintió echando hacia atrás su asiento y recostándose en el reposacabezas.

Lo dejé tranquilo para que se echase una siesta y me dirigí hacia la tienda. Las campanitas de la puerta sonaron y respiré hondo notando cómo me relajaba. Me gustaban las tiendas de hechizos. Esta olía a lavanda, a diente de león y a clorofila. Pasé por delante de los hechizos ya preparados y fui directa al fondo, donde estaban las materias primas.

—¿Puedo ayudarla en algo?

Levanté la vista de un ramillete de sanguinaria para encontrarme con un dependiente pulcro y atento inclinado sobre el mostrador. Era un brujo a juzgar por su olor; aunque era difícil de saber con todos los olores de la tienda.

—Sí —dije—. Estoy buscando semillas de helecho y un palo de secuoya que sirva para hacer una varita.

—¡Ah! —exclamó triunfantemente—. Guardo las semillas por aquí.

Lo seguí en paralelo desde mi lado del mostrador hasta un expositor con tarros color ámbar. Los recorrió señalando con un dedo y sacó uno del tamaño de mi meñique, ofreciéndomelo. No quise cogerlo y le indiqué que lo pusiese en el mostrador. Pareció ofenderse cuando me vio rebuscar en el bolso y sacar un amuleto y suspenderlo sobre el tarro.

—Le aseguro, señora —dijo estiradamente—, que es de la máxima calidad.

Le dediqué una leve sonrisa cuando el amuleto brilló con un tenue color verde.

—Estuve bajo amenaza de muerte la pasada primavera —le expliqué—. No puede culparme por ser precavida.

Las campanitas sonaron y miré hacia atrás para ver a Glenn entrando.

El dependiente se animó de pronto y chasqueando los dedos dio un paso atrás.

—Es Rachel, Rachel Morgan, ¿verdad? ¡La conozco! —Me apretó el tarro en las manos—. Regalo de la casa. Me alegro tanto de ver que sobrevivió. ¿Cómo iban las apuestas en contra? ¿Trescientos a uno?

—Eran doscientos —dije ligeramente ofendida. Observé que su mirada se fijaba por encima de mi hombro en Glenn y se le helaba la sonrisa al darse cuenta de que era un humano—. Viene conmigo —dije y el dependiente dio un suspiro entrecortado e intentó disimularlo con una tos. Sus ojos se posaron sobre el arma medio oculta de Glenn. Maldita sea, añoraba mis esposas.

—Las varitas están por aquí —dijo dejando claro por su tono de voz que no aprobaba mi elección de acompañantes—. Las guardamos en una caja de desecación para mantenerlas en buen estado.

Glenn y yo lo seguimos hasta un espacio despejado junto a la caja registradora. El dependiente sacó una caja de madera del tamaño de una funda de violín, la abrió y le dio la vuelta con un gesto grandilocuente para que pudiese ver el interior.

Suspiré al percibir el ascendente aroma a secuoya. Levanté una mano para tocarlas pero la dejé caer de nuevo cuando el dependiente se aclaró la garganta.

—¿Qué hechizo está preparando, señorita Morgan? —me preguntó poniendo tono de vendedor profesional y mirándome por encima de sus gafas. La montura era de madera y apostaría mis braguitas a que tenían un encantamiento para ver a través de hechizos de disfraz de magia terrenal.

—Quiero probar un hechizo sin contacto para… eh… ¿romper la madera que ya está en tensión? —dije disimulando un matiz de vergüenza.

—Cualquiera de las pequeñas le servirá —dijo mirándonos alternativamente a Glenn y a mí.

Asentí con los ojos fijos en las varitas del tamaño de un lápiz.

—¿Cuánto?

—Novecientos setenta y cinco —dijo—, pero por ser usted, se la dejo en novecientos.

¿
Dólares
?, pensé para mis adentros.

—¿Sabe? —dije lentamente—, creo que debería asegurarme de que lo tengo todo antes de comprar la varita. No tiene sentido dejarla por ahí tirada cogiendo humedad hasta que vaya a usarla.

La sonrisa del dependiente se tornó forzada.

—Por supuesto. —Con un movimiento suave cerró la caja de golpe y la volvió a guardar.

Hice una mueca, marchitándome por dentro.

—¿Cuánto es por las semillas de helecho? —le pregunté sabiendo que su oferta anterior se debía únicamente a que creía que le iba a comprar una varita.

—Cinco cincuenta.

Eso sí lo tenía… creo. Con la cabeza gacha hurgué en mi bolso. Sabía que las varitas eran caras, pero no tanto. Con el dinero en la mano levanté la vista para ver a Glenn mirando fijamente una estantería con ratas disecadas. Mientras el dependiente me cobraba, Glenn se inclinó hacia mí sin dejar de mirar a las ratas y me susurró:

—¿Para qué se usan?

—No tengo ni idea. —Cogí mi tique y metí todo en el bolso. Intentando recuperar una pizca de dignidad, me dirigí hacia la puerta con Glenn pegado a los talones. Las campanitas repiquetearon y alcanzamos la acera. De nuevo bajo el sol, inspiré profundamente. No iba a gastar novecientos pavos para recuperar posiblemente quinientos.

Glenn me sorprendió al abrirme la puerta y entré en el coche. Él se apoyó en el marco de la puerta abierta.

—Ahora vuelvo —dijo y entró de nuevo en la tienda. Salió en un momento con una pequeña bolsa blanca. Lo observé pasar por delante del coche preguntándome qué sería. Eligiendo el momento para colarse entre el tráfico, abrió la puerta y se deslizó tras el volante.

—¿Y bien? —le pregunté cuando dejó el paquete entre ambos—. ¿Qué te has comprado?

Glenn arranco el coche y se incorporó a la circulación.

—Una rata disecada.

—Oh —dije sorprendida. ¿Qué rayos pensaba hacer con ella? Ni yo sabía para qué servía. Me moría de ganas por preguntárselo durante todo el camino hasta el edificio de la AFI, pero me las arreglé para mantener la boca cerrada hasta que nos adentramos en la fría sombra del aparcamiento subterráneo.

Glenn tenía una plaza reservada. Mis tacones hicieron eco al pisar el suelo. Con una insufrible lentitud que me recordó a mi padre, Glenn se estiró el traje y se bajó las mangas de la chaqueta. Recogió su rata de la parte trasera e hizo un gesto señalando la escalera.

Aún en silencio, lo seguí hacia las escaleras de cemento. Solo teníamos que subir una planta y me sujetó la puerta para que pasase por la entrada trasera. Se quitó las gafas de sol al entrar y yo me aparté el pelo de los ojos, remetiéndolo bajo mi gorra. El aire acondicionado estaba funcionando y miré a mi alrededor pensando que esta pequeña entrada no se parecía en nada al ajetreado vestíbulo principal.

Glenn cogió un pase de visitante de una mesa abarrotada y me inscribió, haciéndole un gesto con la cabeza al hombre que hablaba por teléfono. Me coloqué el pase en la solapa y lo seguí hacia las oficinas.

—Hola, Rose —dijo Glenn al encontrarse con la secretaria de Edden—, ¿está ocupado el capitán Edden?

Ignorándome, la mujer de mediana edad puso un dedo en el papel que estaba mecanografiando y asintió.

—Está reunido. ¿Quieres que le diga que has estado aquí?

Glenn me cogió por el codo y me arrastró, pasando de largo de ella.

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