Iba a lograr que arrestasen a Trent Kalamack, pensé. ¿Lograría sobrevivir después de esto?
—Es un cadáver —me dijo Glenn deteniéndose frente a mí con los ojos entornados mientras seguía limpiándose las manos con otra toallita—, tenías razón. —Me miró a la cara y supe que debía parecer ansiosa cuando siguió mi mirada en dirección a Trent, que ahora estaba junto a Quen y Edden—. No es más que un hombre.
Trent estaba tranquilo y sereno. Era la viva imagen de la cooperación, en contraste con la actitud histérica y rabiosa de Sara Jane.
—¿Seguro? —dije con un suspiro.
—Todavía pasará un buen rato hasta que puedas entrar —dijo cogiendo una tercera toallita y pasándosela, por la nuca. Parecía un poco afligido—. Puede que quizá mañana. ¿Quieres que te lleven a casa?
—Me quedo. —Notaba el estómago ligero. Caí en la cuenta de que debía llamar a Ivy para contarle lo que estaba pasando. Si es que quería hablar conmigo—. ¿Está muy mal? —le pregunté. Junto a la puerta los dos hombres charlaban con un tercero mientras sacaban una aspiradora de la traqueteada maleta y se ponían patucos de papel sobre los zapatos.
Glenn no me respondió. Sus ojos miraban a todas partes menos a mí y al negro hueco de la puerta.
—Si te vas a quedar, necesitarás esto —dijo entregándome una identificación de la AFI con la palabra «temporal» escrita. Unos agentes estaban colocando una cinta amarilla para delimitar el escenario del crimen y parecía que se estaban poniendo cómodos. La radio no cesaba de emitir órdenes claras y concisas y todo el mundo, salvo los perros y yo, parecía contento. Tenía que subir allí arriba. Tenía que ver qué había hecho Trent con la doctora Anders.
—Gracias —susurré y me colgué la identificación al cuello.
—Ve a tomarte un café —me dijo mirando hacia una de las furgonetas que habíamos traído. Ya había varios agentes sin nada que hacer arremolinándose a su alrededor. Asentí y Glenn volvió a las escaleras, subiendo los escalones de dos en dos con sus largas piernas.
Solo una vez más volví a mirar a Trent, que estaba en la sala abierta entre los establos. Estaba hablando con un agente. Al parecer, había rechazado su derecho a un abogado. ¿Para dar la impresión de que era inocente?, me pregunté, ¿o era que se creía demasiado listo como para necesitarlo?
Estaba aturdida y me uní al personal de la AFI junto a la furgoneta. Alguien me pasó un refresco y tras evitar el contacto visual con todos, parecieron dispuestos a ignorarme. No tenía especial interés en hacer amigos y no me sentía cómoda con la ligereza de la conversación. Jenks, sin embargo, se dedicó a ganarse sorbitos de azúcar y cafeína de todos con sus encantos, haciendo imitaciones del capitán Edden que les hicieron mucha gracia.
Al final acabé al margen del grupo, escuchando tres conversaciones mientras que el sol se ocultaba y empezaba a refrescar el ambiente. Se oía a lo lejos el sonido de la aspiradora. La oía ponerse en marcha y apagarse repetidamente y me estaba poniendo los pelos de punta. Finalmente se detuvo y no volvió a sonar. Nadie pareció darse cuenta. Levanté la vista hacia la planta de arriba y me apreté con más fuerza la chaqueta. Glenn había bajado hacía un momento para meterse en la furgoneta de criminalística. Inspiraba y espiraba con tanta facilidad como en el día que nací. Con un impulso, me encontré a mí misma dirigiéndome hacia la escalera. Inmediatamente Jenks se posó en mi hombro, lo que me hizo preguntarme si me estaba vigilando.
—Rachel —me advirtió—, no subas ahí.
—Tengo que verlo. —La sensación de la rugosa barandilla, aún caliente por el sol, resultaba irreal bajo mi mano.
—No lo hagas —protestó entrechocando las alas—. Glenn tiene razón, espera tu turno.
Sacudí la cabeza y el movimiento de mi trenza lo obligó a despegar de mi hombro. Tenía que verlo antes de que la atrocidad quedase empañada con bolsitas, tarjetas blancas con palabras cuidadosamente escritas y la meticulosa recopilación de pruebas, diseñada para estructurar la locura de forma que pudiese ser entendida.
—Apártate de mi camino —dije inexpresivamente a la vez que lo apartaba con la mano cuando revoloteó beligerantemente frente a mi cara. Salió disparado hacia atrás y me detuve de golpe al notar una de sus alas en la yema de los dedos. ¿Le había dado?
—¡Eh! —gritó. Sorpresa, miedo y finalmente rabia se dibujaron en su rostro—. ¡Vale! —me soltó—: Sube a ver, no soy tu padre. —Se alejó maldiciendo y volando a la altura de mi cabeza. La gente se giraba a su paso mientras una retahíla de insultos brotaba sin cesar de su boca.
Notaba las piernas pesadas y tuve que hacer un esfuerzo para subir las escaleras. Un repentino pisoteo llamó mi atención y levanté la vista. Me aparté para que uno de los hombres de la aspiradora pasase junto a mí a toda prisa, dejando una estela de olor a carne podrida que me revolvió las tripas. Controlé las náuseas y continué, sonriéndole empalagosamente al agente de la AFI que estaba de pie junto a la puerta.
El olor era peor allí arriba. Mi mente recuperó las imágenes de las fotos que había visto en el despacho de Glenn y casi me mareo. La doctora Anders no podía llevar muerta más de unas pocas horas, ¿cómo podía haberse descompuesto tanto tan rápido?
—¿Nombre? —dijo el hombre con la cara rígida e intentando aparentar que no le afectaba el asfixiante olor.
Me quedé mirándolo durante un momento y luego vi la libreta que llevaba en la mano. Había varios nombres escritos. El último iba seguido de la palabra «fotógrafo». El otro hombre que había en el pasillo exterior cerró de golpe la maleta y la arrastró dando golpes por la escalera. Junto a la puerta había una cámara de vídeo, cuya sofisticación estaba entre la de la que tendría un equipo de reporteros de las noticias y la de la que usaba mi padre antes de morir para grabar los cumpleaños de mi hermano y míos.
—Oh,
mmm
, Rachel Morgan —dije con voz débil—, asesora especial inframundana.
—Tú eres la bruja, ¿no? —dijo mientras escribía mi nombre junto con la hora y el número de mi identificación temporal—. ¿Quieres una mascarilla además de los patucos y los guantes?
—Sí, gracias.
Noté mis dedos débiles al colocarme primero la mascarilla. Apestaba a gaulteria, bloqueando el hedor a carne descompuesta. Agradecida por ello, miré el suelo de madera del interior que brillaba bajo los últimos rayos de sol. Dentro, sonaba el
clic, clic
de una cámara de fotos.
—No iré a molestarlo, ¿no? —pregunté en voz baja.
El hombre negó con la cabeza.
—Molestarla, no, no creo que a Gwen le importe. Si te descuidas te pondrá a sujetarle la cinta métrica.
—Gracias —dije a la vez que decidía que no pensaba hacer nada parecido. Miré hacia el aparcamiento de abajo mientras me colocaba los patucos de papel. Mientras más tiempo estuviese allí fuera, más probable sería que Glenn se diese cuenta de que ya no estaba donde me dejó. Me armé de valor, me apreté la mascarilla contra la nariz y me estremecí con el punzante aroma que despedía. Se me saltaron las lágrimas, pero no pensaba quitármela por nada del mundo. Me metí las manos enguantadas en los bolsillos, como si estuviese en una tienda de magia negra, y entré.
—¿Y tú quién eres? —preguntó una potente voz femenina cuando mi sombra le tapó la luz.
Dirigí mi atención hacia una mujer esbelta con el pelo oscuro recogido en una austera cola de caballo. Tenía una cámara en la mano y estaba guardando un carrete en la bolsa negra que llevaba en la cadera.
—Rachel Morgan —dije—. Edden me ha traído en calidad de… —Mis palabras se helaron al ver un torso atado al respaldo de una silla que estaba parcialmente oculto tras ella. Me llevé la mano a la boca y me esforcé por cerrar la garganta.
Es un maniquí, pensé. Tenía que ser un maniquí. No podía ser la doctora Anders. Pero sabía que sí lo era. Estaba atada con una cuerda de nailon amarillo a la silla. Su pesado torso estaba hundido y le colgaba la cabeza hacia delante, ocultando su cara. Unos mechones de pelo cubiertos de una sustancia pegajosa negra le caían hacia delante, ocultando aun más su expresión y le di gracias a Dios por ello. Le faltaban las piernas por debajo de las rodillas y le colgaban los muñones como los pies de un niño pequeño por el borde del asiento. Los cortes estaban desgarrados y feos, hinchados por la descomposición. Le faltaban los brazos a la altura de los codos. Los riachuelos de sangre cuajada negra cubrían su ropa, creando un dibujo de fantasía tan profuso que no podía adivinar su color original.
Miré a Gwen, conmocionada por su expresión indiferente.
—No toques nada, no he terminado todavía, ¿vale? —masculló volviendo a su trabajo—. Cielo santo, ¿es que no pueden pasar ni cinco minutos sin que entre alguien a pisotearlo todo?
—Lo siento —dije con un hilo de voz, aunque me sorprendió que pudiese hablar. El desplomado cuerpo de la doctora Anders estaba cubierto de sangre, pero había sorprendentemente poca bajo la silla. Me sentí mareada, pero no podía apartar la vista. Le habían abierto el abdomen por el ombligo. Le habían cortado un trozo de piel perfectamente circular del tamaño de mi puño con un cuchillo de plata para dejar a la vista una meticulosa disección de sus entrañas. Había algunos huecos sospechosos y la incisión carecía por completo de sangre, como si la hubiesen lavado, o lamido. Allí donde la carne no estaba cubierta de sangre se veía blanca como la cera. Observé las paredes y el suelo totalmente limpios. El cuerpo no encajaba allí. Lo habían mutilado en otro lugar para luego trasladarlo aquí.
—Menudo psicópata —dijo Gwen sin dejar de disparar su cámara—. Mira la ventana.
La señaló con la barbilla y me giré. Parecía que habían construido una diminuta ciudad en el ancho y sombrío alféizar. Achaparrados edificios se agrupaban en líneas rectas sin aparente orden de tamaño. Se mantenían derechos gracias a pequeños pegotes de masilla gris a modo de pegamento. Estaban organizados alrededor de un anillo de graduación, colocado como si fuese un monumento entre las calles de la ciudad. Miré con más detenimiento y el horror me atenazó las entrañas. Me giré hacia el cadáver desmembrado y volví a mirar hacia la ventana.
—Sí —dijo Gwen disparando su cámara—, lo ha expuesto ahí y ha tirado los trozos más grandes en el armario.
Mis ojos saltaron hacia el diminuto armario y luego de vuelta a la ventana en sombras. No eran edificios, eran dedos de las manos y de los pies. Le había cortado los dedos nudillo a nudillo y los había colocado como si fuesen piezas de un juego de construcción. La masilla eran trocitos de sus entrañas. Las vísceras lo mantenían todo unido.
Noté que me entraba calor y luego frío. El estómago me flotaba y creí que me iba a desmayar. Contuve la respiración y me di cuenta de que estaba híper ventilando. Estaba segura de que la doctora había estado viva durante todo el proceso.
—Sal de aquí —dijo Gwen enfocando sin inmutarse otra foto—. Si potas aquí a Edden le va a dar un ataque.
—¡Morgan! —oímos un lejano grito furibundo desde el aparcamiento—. ¿Está ahí esa bruja?
La respuesta del agente de la puerta sonó amortiguada. No podía apartar los ojos del despojo de la silla. Las moscas se arremolinaban entre las calles formadas por los dedos mutilados, escalando por los edificios como monstruos de película de serie B. Los disparos de la cámara de Gwen sonaban como mis latidos, rápidos y rabiosos. Alguien me agarró del brazo y di un grito ahogado.
—Rachel —dijo Glenn girándome hacia él—, saca tu culo de bruja de aquí.
—Detective Glenn —dijo tartamudeando el agente de la puerta—, ha firmado al entrar.
—Pues que firme al salir —gruñó—. Y no la dejes entrar de nuevo.
—Me haces daño —susurré, sintiéndome mareada e irreal. Me arrastró hasta la puerta.
—Te dije que te quedaras fuera —musitó con firmeza.
—Me estás haciendo daño —repetí, intentando soltarme de sus dedos apretados alrededor del brazo del que tiraba de mí. Me sacó fuera, bajo el sol que se ponía y de pronto se hizo la luz en mi cabeza. Tomé aire con una gran bocanada, saliendo de pronto de mi estupor. Esa no era la doctora Anders. El cadáver llevaba muerto demasiado tiempo y el anillo era de un hombre. Parecía que llevaba el escudo de la universidad. Creo que acababa de encontrar al novio de Sara Jane.
Glenn me arrastró hasta las escaleras.
—Glenn —dije tropezando con el primer escalón. Me habría caído si no me estuviese sujetando. Otro vehículo de la AFI estaba entrando en el aparcamiento. Esta vez era una morgue móvil. Glenn no quería correr ningún riesgo y prefería traerlos a todos aquí.
Lentamente fue desapareciendo la sensación de que mis piernas eran de algodón conforme ponía más distancia con lo que había visto en aquella habitación. Observé a los agentes de la AFI bromear entre ellos sin entenderlo. Obviamente yo no estaba hecha para trabajar en la escena del crimen. Yo era cazarrecompensas no investigadora. Mi padre había trabajado en la antigua división que encontraba a la mayoría de los cadáveres. Ahora entendía por qué nunca decía gran cosa acerca de su trabajo a la hora de la cena.
—Glenn —insistí de nuevo mientras me empujaba hacia la sala abierta entre los establos. Trent estaba allí en un rincón con Sara Jane y Quen, contestando en voz baja las preguntas. Glenn se detuvo en seco al verlos. Miró a su padre y este se encogió de hombros. El capitán de la AFI estaba sentado frente a un ordenador portátil apoyado sobre un haz de paja puesto de pie. Alguien había traído un cable desde la furgoneta de criminalística y los rechonchos dedos de Edden se movían sobre el teclado haciendo de ayudante para poder quedarse.
Glenn arrugó la cara irritado e hizo un gesto en dirección al agente más joven que estaba con Trent.
—Glenn —dije mientras el agente se acercaba a nosotros—, el cadáver de ahí arriba no es el de la doctora Anders.
La expresión de Edden tras sus gafas se tornó inquisitiva. Glenn me miró un instante.
—Lo sé —dijo—, el cadáver es más antiguo. Siéntate y cállate.
El agente de la AFI se detuvo junto a nosotros y abrí los ojos de par en par al ver a Glenn ponerle un brazo sobre los hombros de forma agresiva.
—Te dije que los detuvieses —le dijo en voz baja—. ¿Qué hacen aquí todavía?
El agente se quedó blanco.
—¿Se refería a que los metiese en uno de los coches? Pensé que el señor Kalamack estaría más cómodo aquí.