Fuera, aparcadas en el aparcamiento junto a la garita, había tres furgonetas de la AFI. Las puertas estaban abiertas y parecía que los agentes pasaban calor mientras esperaban bajo el sol de una tarde inusualmente cálida para esta época del año. Un mechón de pelo me hizo cosquillas en el cuello al moverse con la brisa de las alas de Jenks.
—¿Lo oyes? —le susurré cuando Quen se giró para hablar por teléfono.
—Oh, sí —musitó el pixie—, está hablando con Jonathan. Quen le está contando que está en la garita contigo y con Edden y que tiene una orden para registrar la propiedad y que más le vale ir a despertarlo.
—¿A quién, a Trent? —adiviné y noté que mi pendiente oscilaba al asentir el pixie vehementemente. Miré el reloj sobre la puerta y vi que eran las dos de la tarde pasadas. Debía de ser agradable dormir hasta esa hora.
Edden se aclaró la garganta cuando Quen colgó. El vigilante de seguridad de Trent no se cortó a la hora de dejarnos entrever que estaba molesto. Sus ligeras arrugas se profundizaron y apretó la mandíbula. Sus ojos verdes tenían una expresión de dureza.
—Capitán Edden, el señor Kalamack está comprensiblemente disgustado y le gustaría hablar con usted mientras su gente realiza el registro.
—Por supuesto —dijo Edden y dejé escapar un ruidito de incredulidad.
—¿Por qué estará siendo tan amable? —mascullé cuando Quen nos condujo a través de las pesadas puertas de cristal y metal de vuelta a pleno sol.
—Rachel —dijo Edden en voz muy baja y cargada de tensión—, o te comportas con educación y gentileza, o te quedas en el coche.
Gentileza
, pensé, ¿desde cuándo eran gentiles los ex marines? Eran inflexibles, agresivos, políticamente correctos hasta un punto obsesivo… ah, estaba siendo políticamente correcto.
Edden se me acercó mientras me abría la puerta de una de las furgonetas.
—Y después le clavaremos el culo a un árbol —añadió confirmando mis sospechas—. Si Kalamack la mató, lo atraparemos —dijo con los ojos clavados en Quen que se estaba subiendo a un coche familiar—. Pero si entramos arrasando como soldados de asalto, un jurado lo dejaría libre aunque confesase. Todo depende del procedimiento. He cerrado el tráfico entrante y saliente, nadie saldrá sin ser registrado.
Lo miré con los ojos entornados y me sujeté el sombrero con una mano para evitar que se me volase. Yo habría preferido entrar a lo grande, con veinte coches y las sirenas a todo gas, pero tendría que conformarme con esto.
El camino de acceso de cinco kilómetros a través del bosque que Trent tenía alrededor de su mansión fue tranquilo, ya que Jenks había ido con Glenn en el otro coche para intentar averiguar qué clase de inframundano era Quen. Seguimos al coche del vigilante y giramos en la última curva hasta aparcar en el aparcamiento para visitantes.
No puede evitar sentirme impresionada por el edificio principal de Trent. La construcción de tres plantas estaba rodeada de vegetación, como si llevase allí cientos de años en lugar de cuarenta. El mármol blanco reflejaba los rayos del sol hacia los árboles, como si el sol estuviese saliendo por el este. Enormes columnas y anchos escalones bajos creaban una atractiva entrada. El edificio de oficinas, rodeado por árboles y jardines, despedía una sensación de permanencia de la que carecían los de la ciudad. Varios edificios más pequeños se expandían junto al principal, unidos a él mediante pasarelas cubiertas. Los lamosos jardines amurallados de Trent ocupaban gran parte de la parcela y por detrás aún había más amplias extensiones de plantas bien cuidadas, rodeadas por campos de hierba y después, el fantasmagórico bosque planificado al detalle.
Fui la primera en saltar de la furgoneta y miré al otro lado de la carretera, hacia los edificios más bajos donde Trent criaba a sus purasangres. Una visita guiada estaba saliendo justo en ese momento en autobús, odiosamente ruidoso y adornado con carteles con información para visitar los jardines de Trent.
Jenks voló hasta aterrizar en mi hombro, ya que mis pendientes eran demasiado pequeños para posarse en ellos. Venía refunfuñando acerca de que era imposible descubrir qué era Quen. Me volví hacia el edificio principal y me dirigí hacia los escalones de piedra, taconeando con paso firme. Edden venía justo detrás.
Entonces se me encogieron las tripas al ver a una silueta familiar esperándonos junto a las columnas de mármol.
—Jonathan —susurré mientras notaba que mi desagrado hacia el extremadamente alto hombre se tornaba odio. Por una vez me gustaría subir esos escalones sin notar sus arrogantes ojos clavados en mí.
Apreté los labios y de pronto me alegré de haberme puesto mi mejor traje con falda a pesar del calor. El traje de Jonathan era exquisito. Tenía que ser hecho a medida, ya que era demasiado alto como para comprar nada que no lo fuese. Su pelo oscuro encanecía en las sienes y las arrugas alrededor de sus ojos eran profundas, como si un ácido las hubiese tallado sobre el cemento. Su niñez había transcurrido durante la Revelación y el miedo parecía marcado para siempre en su macilenta, casi mal nutrida apariencia. Ordenados y exagerados, sus gestos parecían los de un caballero inglés, pero su acento era tan del Medio Oeste como el mío. Llevaba un afeitado apurado y sus mejillas y labios jamás perdían un perpetuo rictus estricto, a menos que fuese a costa de la desgracia de alguien. Sonrió durante los tres días completos en los que me tuvo encerrada en una jaula en la oficina de Trent, cuando era un visón. Recordaba sus ojos azules, vivaces y entusiasmados mientras me atormentaba.
Quen subió rápidamente las escaleras y me adelantó. Me entró un ligero tic en el ojo al ver que ambos hombres juntaban las cabezas. Cuando se volvieron la sonrisa profesional de Jonathan mostraba una también profesional irritación. Bien.
—Capitán Edden —dijo extendiendo su delgada mano cuando Edden y yo nos detuvimos frente a ellos. La constitución musculosa de Edden le hacía parecer casi regordete al estrecharle la mano—, soy Jonathan, encargado de relaciones públicas. El señor Kalamack le espera —añadió con una cordialidad en la voz que en ningún momento se reflejó en sus ojos—. Me ha pedido que le transmita su deseo de colaborar en lo que esté en su mano.
Desde mi hombro, Jenks se rió por lo bajo.
—Podría decirnos dónde ha escondido a la doctora Anders.
Aunque lo había dicho con un susurro, tanto Quen como Jonathan se pusieron tensos. Yo disimulé, comprobando la trenza con la que me había recogido el pelo… amenazando sutilmente con azotar con ella a Jenks. Luego me agarré las manos en la espalda para evitar darle la mano a Jonathan. No quería tocarlo si no era para darle un puñetazo en el estómago. Maldita sea, ¡cómo echaba de menos mis esposas!
—Gracias —dijo Edden arqueando las cejas ante las malvadas miradas que Jonathan y yo estábamos intercambiando—. Intentaremos acabar lo antes posible y con las mínimas molestias.
Cuando le lancé una mirada fulminante, Edden se llevó a Glenn a un lado.
—Haced un registro sin revuelo pero exhaustivo —le dijo mientras Jonathan miraba por encima de mi hombro hacia los agentes de la AFI, que se agrupaban en los anchos escalones. Habían traído varios perros con ellos, todos vestidos con chalecos azules con las letras de la AFI en amarillo. Movían las colas con entusiasmo y obviamente estaban deseando ponerse a trabajar. Glenn asintió.
—Toma —le dije sacando de mi bolso un puñado de amuletos para dejarlos caer en su mano—. Los he activado por el camino. Están listos para encontrar a la doctora Anders, viva o muerta. Dáselos a quien quiera usarlos. Se volverán rojos si se acercan a treinta metros de ella.
—Me aseguraré de que cada equipo tenga uno —dijo Glenn a la vez que hacía gestos preocupados con los ojos mientras evitaba que se les cayesen de las manos.
—Oye, Rachel —dijo Jenks elevándose desde mi hombro—, Glenn me ha pedido que vaya con él, ¿te importa? No puedo hacer nada sentado como un adorno en tu hombro.
—Claro, vete —le dije sabiendo que podría registrar un jardín mejor que una manada de perros.
En la alargada cara de Jonathan apareció una expresión de preocupación y le sonreí de oreja a oreja con sarcasmo. No estaban permitidos ni los pixies ni las hadas en la finca como regla general y no me importaría llevar las braguitas por fuera durante una semana si alguien me dijese qué temía Trent que Jenks pudiese encontrar.
Quen y Jonathan intercambiaron miradas en silencio. El más bajo de los dos apretó los labios y entornó sus ojos verdes. Parecía preferir hacer castillos con boñigas de vaca antes que dejar a Jonathan solo para que nos acompañase hasta Trent, pero Quen se apresuró a seguir a Jenks. Seguí con la mirada al vigilante, quien bajó los escalones con movimientos fluidos y una elegancia apresurada que me cautivó.
Jonathan se puso recto y se dirigió a nosotros.
—El señor Kalamack les espera en su oficina —dijo con sequedad al abrir la puerta.
Le dediqué una maliciosa sonrisa al emprender la marcha.
—Si me tocas, lo lamentarás —le amenacé al abrir de golpe la puerta junto a la que sostenía Jonathan.
El vestíbulo principal era espacioso y estaba inquietantemente vacío. No se oía el murmullo amortiguado de los trabajadores pues todos se habían ido a casa para el fin de semana. Sin esperar a Jonathan, me adentré por el ancho pasillo hacia la oficina de Trent. Rebusqué con las manos en mi bolso y saqué las sacrílegamente caras y criminalmente feas gafas encantadas y me las puse sobre la nariz. Jonathan abandonó su paripé de anfitrión refinado y dejó a Edden atrás para alcanzarme.
Caminé por el pasillo con los puños apretados y dando taconazos. Quería ver a Trent. Quería decirle lo que pensaba de él y escupirle a la cara por haber intentado quebrar mi voluntad, obligándome a participar en las peleas ilegales de ratas.
Las puertas de cristales al ácido a ambos lados del pasillo estaban abiertas y dejaban ver las mesas vacías. Al fondo del pasillo había un mostrador de recepción aprovechando un hueco frente a la puerta del Trent. La mesa de Sara Jane estaba tan pulcra y organizada como ella misma. Con el corazón en la boca alargue el brazo del picaporte de la puerta de Trent y di un respingo hacia atrás cuando Jonathan me alcanzó. Me echó una mirada que estremecería a un perro en pleno ataque y lo obligaría a tumbarse. El alto esbirro llamó a la puerta de madera del despacho de Trent y esperó hasta que su voz amortiguada contestase antes de abrir.
Edden se puso a mi lado y me miró de reojo sacudiendo la cabeza, sorprendido al ver mis gafas. Tenía los nervios de punta y me toqué el sombrero y tiré de la chaqueta para estirarla. Quizá debí haberle pedido a Ivy un préstamo para comprarme las gafas bonitas. El sonido del agua cayendo sobre las piedras se filtró desde la oficina de Trent y entré pegada a los talones de Jonathan.
Trent se levantó de detrás de su mesa cuando entré. Tomé aire para ofrecerle un sarcástico, aunque sincero, saludo. Quería decirle que sabía que había matado a la doctora Anders. Quería decirle que era escoria. Quería gritarle a la cara que yo era mejor que él, que nunca lograría doblegarme, que era un cabrón manipulador y que iba a acabar con él. Pero no dije nada. Me dejó desconcertada su calma, su fuerza interior. Era el hombre más sereno que había conocido jamás y me quedé de pie en silencio mientras sus pensamientos pasaban ostensiblemente de otros asuntos para concentrarse en mí. Y no, no usaba ningún hechizo de líneas luminosas para estar tan bien. Era todo suyo.
Cada uno de los mechones de su fino y casi transparente cabello estaba en su sitio. Su traje gris con forro de seda no tenía ni una arruga y acentuaba su silueta de estrecha cintura y anchos hombros que me había pasado tres días comiéndome con los ojos siendo un visón. Desde su altura superior a la mía me ofreció su sonrisa característica, con una envidiable mezcla de calidez e interés profesional. Se ajustó la chaqueta con despreocupada lentitud. Sus largos dedos atrajeron mi atención al manipular el último botón. Solo llevaba un anillo en la mano derecha y, al igual que yo, no llevaba reloj. Se suponía que solo tenía tres años más que yo, lo que lo convertía en uno de los solteros más ricos del puñetero planeta, pero el traje le hacía parecer mayor. Aun así, su definida mandíbula, así como sus suaves mejillas y nariz pequeña le daban un aspecto más apropiado para la playa que para la sala de juntas. Seguía sonriendo con una sonrisa confiada, casi ufana, cuando inclinó la cabeza y se quitó las gafas metálicas para dejarlas sobre la mesa. Avergonzada, me quité mis gafas encantadas y las guardé en la funda rígida de piel. Me fijé en su brazo derecho cuando dio la vuelta a la mesa. La última vez que lo vi lo llevaba escayolado, motivo por el cual probablemente había fallado al dispararme. Tenía una leve marca de piel más clara entre la mano y el puño de la chaqueta que el sol no había tenido aún la ocasión de oscurecer.
Me erguí cuando su mirada se posó en mí, deteniéndose brevemente en mi anillo para el meñique, el mismo que me había robado y que me devolvió simplemente para demostrarme que podía hacerlo. Finalmente se quedó mirando mi cuello y las casi invisibles cicatrices del ataque del demonio.
—Señorita Morgan, no sabía que trabajaba para la AFI —dijo a modo de saludo y sin hacer ademán alguno de darme la mano.
—Solo les asesoro —le dije ignorando que su líquida voz me había constreñido la respiración. Había olvidado su voz, todo ámbar y miel, si con los colores y el gusto se pudiesen describir los sonidos. Era resonante y profunda. Cada sílaba era clara y precisa, aunque se fundía con la siguiente como un líquido. Era hipnótica de una manera en que solo podía serlo la voz de los vampiros ancianos. Y me fastidiaba que me gustase.
Lo miré a los ojos intentando reflejar su propia confianza. Estaba como un flan y le tendí la mano para obligarle a responder. Su mano estrechó la mía sin la menor vacilación. Una punzada de satisfacción me espoleó al haber logrado que hiciese algo que él no quería hacer, aunque fuese algo tan pequeño.
Envalentonada, deslicé la mano en la suya. Aunque sus ojos verdes mantenían la frialdad, reconociendo que lo había obligado a tocarme, su apretón fue cálido y firme. Me preguntaba cuánto tiempo habría estado practicándolo. Satisfecha, lo solté, pero en lugar de hacer lo mismo, la mano de Trent se deslizó por la mía con una lentitud íntima que no resultaba en absoluto profesional. Habría dicho que se estaba insinuando si no fuese por la tensión de sus ojos, que expresaban una desconfiada cautela.