Pese a todo, el niño no estaba falto de amor: su tío Joseph siempre estaba pendiente de él y cuando podía lo llevaba a pasar los fines de semana en su finca. Y su Nanny lo cuidaba, lo amaba y lo mimaba. Incluso cuando se lo prohibieron, ella seguía haciéndolo, y Tommy la sentía más familia que sus padres.
En abril de 1971, en Moscú, se vivía una realidad completamente distinta.
Los muros lavados con arena a presión de un enorme edificio multifamiliar, como muchos otros en la ciudad, ocultaban las tensiones crecientes que dominaban la zona. Apartamentos ocupados por dos o tres familias, con cuatro o cinco personas durmiendo en la misma habitación… La vida había resultado muy distinta a la que Anastasia Ivanovna se había imaginado cuando dejó el campo donde vivía y emigró a la ciudad.
La voz de la mujer se oía por encima del tráfico de la atestada calle. Era una voz suave y rica en matices, y en esos momentos relataba uno de sus cuentos favoritos.
—Y entonces, la niña llegó a una extraña cabaña, que se sostenía sobre dos patas de gallina y pronunció las palabras que su bienhechora le había enseñado. Con un ruido muy fuerte, la cabaña avanzó y las patas se inclinaron, dejando su puerta a la altura del piso, y la niña entró. —La voz de Anastasia se hizo más profunda, anticipando la parte del cuento que el pequeño que la oía prefería más—. Encontró a la bruja Baba Yaga, con su pata de palo, ocupada en tejer.
Se detuvo, bostezando. Había terminado su doble turno en la fábrica de telas donde trabajaba y estaba completamente agotada, pero el niño rubio, acostado en la cama de hierro que compartían, la miraba expectante.
—La niña entró en la cabaña y saludó a la bruja…
La suave voz de Anastasia terminó por adormecer al pequeño y ella lo arropó con la única manta abrigadora que había en el miserable apartamento de dos habitaciones, para luego acostarse también. Al día siguiente, Vasili, su esposo, tenía turno de noche y ella debía levantarse muy temprano para prepararle el desayuno.
Suspiró…
No, esa no era la vida que le habían prometido cuando dejó el campo y fue a Moscú a trabajar sin descanso en una enorme fábrica donde ella era una estadística más. Su cabello rubio estaba prematuramente encanecido y su rostro tenía arrugas. Hacía mucho tiempo que se sentía tan cansada que había dejado de preocuparse por verse bien. Sólo vivía para ese niño de cuatro años, con rostro de ángel y sedosos cabellos rubios, tan rubios que parecían plateados. El pequeño Alekandr Vasilovitch Ivanov, llamado cariñosamente Sasha, era su único hijo y su adoración, y por él seguía luchando y trabajando sin descanso.
Anastasia abrazó a su pequeño dormido, estrechándolo contra su pecho. Sasha llegaría lejos, de eso estaba segura, y se prometió a sí misma hacer todo lo que estuviera a su alcance para darle a su hijo un mejor porvenir.
En julio de 1978 el pequeño Tommy, de ocho años, había logrado escaparse de una aburrida fiesta. Llevaba una semana en Edimburgo con su familia, y lo único que había visto hasta ese momento eran los vestíbulos y las salas de recepción de varios hoteles.
Había asistido con sus padres a importantísimas reuniones con los principales accionistas de un consorcio de empresas en el que participaba Stephen, y no había parado de interpretar al perfecto hijo que sus padres lo obligaban a ser.
Pero al fin se había escapado. Vio una oportunidad en la puerta abierta de unos jardines y salió por allí sin que lo viera nadie. Ahora estaba medio sentado, medio recostado, en un banco de hierro en un hermoso jardín.
Relajado, miró al cielo oscurecido por sus gafas de sol, imaginando que lo dejaban salir y visitar la ciudad. Quería ver el castillo, la Catedral de San Gil, los jardines botánicos o alguno de los museos de Edimburgo. Para él, que no conocía otra cosa mejor, eso era diversión.
«Tal vez si les pidiera ir al museo de los escritores, me dejarían salir », pensó.
—Hola —dijo una voz a su lado. Tommy, sobresaltado, giró hacia la voz y vio a un muchacho de unos quince años que lo miró, sonriente—. Tú eres Thomas Stoker, ¿verdad?
Tras un instante de indecisión el pequeño se decidió a contestar:
—Sí, soy Tommy. ¿Cómo lo sabes? —Lo miró con extrañeza.
El muchacho sonrió y se sentó a su lado.
—Porque me dijeron que sólo habría alguien más joven que yo en la fiesta, así que deduje que eras tú. —Alargó la mano y sonrió—. Soy Alexander Andrew. Es un placer conocerte, Thomas Stoker.
—Tommy —dijo el pequeño, mientras le daba la mano con una vacilante sonrisa.
—Alex —añadió el mayor y ambos se echaron a reír.
Cuando las risas se calmaron comenzaron a hablar de tonterías y después de un rato, Alex preguntó:
—¿Y esas gafas?
—Tengo un defecto en la vista. La luz me hace daño. Las llevo desde siempre. Si no, me duelen los ojos y la cabeza.
Alex se dio cuenta de que, en el primer momento, Tommy se había puesto completamente en tensión, actuando como un perfecto caballerito, pero conforme pasaban los minutos y aumentaba la confianza, se había ido relajando y actuando más como el niño que era.
Estaba preguntando sobre el castillo y si Alex lo había visitado, cuando una tos seca los interrumpió. Tommy volvió a ponerse tenso.
—Padre —dijo muy serio y con cara de culpabilidad.
—Thomas, te hemos estado buscando por todas partes. Quería que te conocieran unos socios muy importantes. Te has comportado como un insensato escapándote, tienes responsabilidades —dijo Stephen con voz fría.
Alex no pudo evitar fruncir el entrecejo por esa inesperada humillación hacia su pequeño amigo.
—Si nos disculpa… —añadió Stephen sin mirarlo, y tomó del brazo a Tommy, arrastrándolo hacia la fiesta.
Alex se levantó y se acercó corriendo.
—¡Tommy! —llamó al pequeño, ignorando el gesto de contrariedad del padre—. Estoy instalado con mis padres en el hotel Balmoral. Llámame cuando quieras, estoy seguro de que mi tutor estará encantando de enseñarnos la ciudad. —Se volvió hacia Stephen—. No me he presentado, soy Alexander Andrew, hijo menor de Alistair Andrew. Seguramente lo conoce, es el dueño de Thot Labs. Me gustaría mucho que Tommy hiciera turismo conmigo, estar en el hotel es aburrido.
La expresión de Stephen cambió totalmente ante las referencias del muchacho.
—Desde luego. Thomas estará encantado de acompañaros. —Sonrió y estrechó la mano de Alex.
—Nos veremos pronto, Tommy. —Alex se agachó hasta la altura del pequeño y le guiñó un ojo.
Desde ese momento, Alexander Andrew pasó a ser el héroe de Tommy y su mejor amigo.
En septiembre de ese mismo año, en Kourov, Sasha Ivanov, de doce años recién cumplidos, asistía al funeral de su abuela.
—El Señor es mi pastor, nada me falta. En prados de hierba fresca me hace descansar, me conduce junto a aguas tranquilas y renueva mis fuerzas. El Señor es mi pastor, nada me falta —recitaba el sacerdote con voz monótona.
La mirada de Sasha vagó por el cementerio del pueblo de campesinos, al noreste de Moscú. Era un lugar pequeño, quieto y apacible. El lugar donde la abuela Vera descansaría en paz.
El niño guardaba un lejano recuerdo de la abuela, a quien sólo había visto durante dos veranos, cuando tenía cinco y seis años. Los otros veranos había sido enviado al campamento junto al lago Ladoga, con los niños de su escuela.
La abuela Vera era sinónimo de pan recién horneado,
kéfir
y
kasha
, componentes típicos del desayuno ruso, que su madre preparaba cuando podía. También era sinónimo de una cómoda y tibia
dacha
en la que el niño tenía una cama para él solo.
—El Señor es mi pastor… —repitió, junto a su madre.
Anastasia estaba muy triste, pocas veces Sasha la había visto así. Y estaba preocupada. El día anterior había llegado una carta de la escuela pública donde el niño estudiaba y su madre y su padre habían estado hablando en voz baja.
Sasha sabía que algo había pasado. Algo que causó que, a pesar de la muerte de la abuela, su padre saliera esa noche de la
dacha
y fuera a entrevistarse con unos hombres extraños.
Lo que no sabía era que su enorme facilidad para los idiomas, su habilidad para el ajedrez y sus altas calificaciones habían hecho que el gobierno se interesara en él. La carta traía una orden para enviarlo a una escuela privada, financiada por el gobierno. Pero no una escuela ordinaria. Se rumoreaba que los mejores estudiantes de esa escuela eran luego enviados a Leningrado, a entrenarse como agentes de la KGB.
En las vacaciones de julio de 1980, Alex Andrew dormía en el enorme dormitorio de Greenshaw Hall, su mansión en Mayfair.
De pronto, una piedrecilla golpeó la ventana y luego otra y otra. Abrió los ojos con pereza y miró el reloj de encima de la mesilla, donde brillantes números verdes marcaban las 4:48 AM.
—¿Qué demonios…? —Se levantó y se asomó al balcón, para ver debajo a un mojado y tembloroso muchacho—. ¿Tommy? ¡Dios mío, Tommy!
Bajó corriendo a buscar a su pequeño amigo, preguntándose qué hacía allí, en medio de la lluvia y tan lejos de su casa. ¡Tenía sólo diez años!
—¡Estás empapado! Ven aquí.
Tommy se dejó conducir a la alcoba. Su rostro estaba lleno de lágrimas que Alex limpió. Sospechaba que había ocurrido algo con sus padres: siempre estaban tratando a su amiguito como si fuera un estorbo.
—Tommy, quítate esa ropa mojada. Con cuidado, déjame ayudarte. —Mientras lo desnudaba, el niño le dijo que se había escapado de casa y que llevaba todo el día y parte de la noche viniendo hacia Londres, haciendo
autostop
y colándose en trenes. Alex lo envolvió en una mullida toalla y lo abrazó. Estaba temblando.
—¿Pero qué ha pasado? ¿Por qué te has ido de casa? —preguntó sin soltarlo.
—Hice algo malo —dijo Tommy en un susurro—. Hice algo muy malo y mi padre me riñó delante de toda la familia. Dijo que era un monstruo, un engendro, que no merecía vivir. —Exhaló un sollozo—. Que debí morir yo en vez de Sebastian.
«¿Cómo ha podido decir eso su padre? —pensó Alex—. ¿Cómo podría decir eso cualquiera?». No imaginaba nada que pudiera haber hecho Tommy que justificara semejante reacción.
—¿Qué fue lo que hiciste? —preguntó suavemente.
Tommy se levantó y se alejó, sin dejar de mirarlo con gesto de horror. Tiritaba de frío y, envuelto en la gran toalla, se veía más pequeño de lo que era.
—¿Tommy? Sea lo que sea, no puede ser tan malo… Vamos, confía en mí.
Pero el pequeño siguió retrocediendo hasta que chocó con la pared y se encogió sobre sí mismo hasta ser un bulto menudo en el suelo. Una vocecita que apenas se oía salió de allí.
—Besé a mi primo Colin. Mi padre me pilló y me empezó a gritar delante de todos. —El bultito se sacudió: Tommy estaba llorando.
Alex frunció el ceño.
—No entiendo. ¿Qué tiene de malo que le dieras un beso a tu primo? No es nada malo, tú lo quieres y lo besaste.
—No fue esa clase de beso. —Tommy volvió a sollozar, ahora más fuerte y cuando logró calmarse, susurró—. Lo besé en la boca. Estábamos jugando a besar como los mayores y mi prima Beth dijo que cada uno besara a quien más le gustara y yo besé a Colin. —Rompió a llorar otra vez, tras la breve tregua que había empleado para contarlo todo—. Era quien más me gustaba…
Alex se arrodilló frente a él y le puso la mano en el hombro, atrayéndolo suavemente. Después de unos momentos de vacilación, Tommy se dejó abrazar. ¿Qué haría ahora? No sabía de qué modo podría consolar al pequeño.
—Tommy, Tommy no llores —susurró. ¿Y si su amiguito fuera homosexual? Pero no, era muy joven. Seguramente era esa desesperada necesidad de cariño la que lo hacía actuar así—. No es tan malo lo que hiciste, ven. —Lo tomó en brazos y lo llevó hacia la cama, donde lo acomodó—. Dime una cosa. ¿A ti te gustan más los niños que las niñas?
—Sí… No. Me gustan los dos. —Suspiró—. No me fijo si es niño o niña, sólo si me gustan. —Se pegó a Alex y se le abrazó—. Padre dijo que yo era un monstruo, que eso no era natural, que le daba asco…
Alex se dejó abrazar y se recostó en la cama, eligiendo cuidadosamente sus palabras:
—Tu padre no tiene razón. Hay niños a los que les gustan las niñas, hay niños a los que les gustan los niños, hay niñas que les gustan los niños y hay niñas a las que les gustan las niñas. Y hay gente como tú, que les gusta todo el mundo. —Esperaba no meterse en un lío, pero tenía que evitar que Stephen traumatizara a Tommy—. Eso no es muy común, pero tampoco es malo. Tú te enamoras de las almas de las personas, sin importante el exterior. Las almas, como los ángeles, no tienen sexo. —Le revolvió el pelo y sonrió—. No eres un monstruo, eres un ángel.
Los ojos del niño se iluminaron y, vencido por el cansancio, se durmió en brazos del mayor. Esas sencillas palabras, aunque Alex jamás lo supiera, habían decidido el destino de Tommy.
Julio de 1980 siempre sería recordado por Sasha como la época en que llegó a Londres.
La anónima multitud que pugnaba por bajar del tren en la estación de Charing Cross atemorizó al joven ruso de trece años, que aferraba el pequeño maletín en el que se hallaban todas sus posesiones materiales.
Sentía terror, verdadero pánico al enfrentarse a la metrópoli londinense. Un pánico que no había sentido cuando había viajado clandestinamente desde Moscú hacia la frontera con Finlandia, veinte días atrás, oculto en una carreta.
Su huida había sido por el puesto de Vainikala, en la frontera finlandesa. Era una ruta peligrosa en invierno y una aduana descuidada en verano, ya que el flujo de turistas que entraban y salían por Tallin y Riga hacía que los esfuerzos de control se concentrasen allí.
Por esa poca vigilancia el puesto de Vainikala había sido escogido por sus padres para hacerlo salir del país. Habían pagado los ahorros de toda su vida para enviarlo a Inglaterra, evitando así que fuera reclutado por la KGB. El régimen de Brezhnev estaba llegando a su fin y aunque ciertos bienes de consumo habían sido progresivamente más accesibles a la población que en la década de los sesenta y setenta, las mejoras en construcción y producción de alimentos no habían sido suficientes y la vida era muy dura para la pequeña familia Ivanov.
Los padres de Sasha eran fervientes devotos de la Iglesia Ortodoxa y personas de campo que se habían visto obligadas a emigrar a la ciudad para trabajar en las enormes fábricas de la época de Kruschev y, como muchos, habían dejado de creer en el comunismo, decepcionados por las constantes injusticias. Uno de los hermanos de Vasili Ivanov, padre del muchacho, había huido de la URSS y emigrado a Inglaterra en 1964, luego de la caída de Kruschev. Mantenían esporádicas comunicaciones, a través de complicados conductos en el mercado negro, que permitieron que Vasili viera una esperanza para su hijo.