Naturalmente, yo ya sabía que era la excepción en la mesa. No es difícil no saberlo, cuando todos los demás están bebiendo sangre y tú eres la única con pavo y puré de patata en el plato.
—Tendremos que darnos prisa para elegir el vestido, si voy a tener que arreglártelo.
Mi madre me sonrió radiante, como si yo le hubiera llevado un número de lotería en vez de un chico.
—Desde luego —dije—. Será genial.
Ella me dio un apretón en el hombro, ilusionada por mí, y yo volví a sentirme culpable. Eché de menos la época en que les podía explicar todo a mis padres.
El resto de la cena fue ligeramente menos embarazoso y, después, mi padre puso un disco de Dinah Washington, una de mis cantantes favoritas. Parecía que él y mi madre estuvieran haciendo todo lo posible para asegurarse de que me lo pasaba estupendamente. Cuando dije que quería acompañar a Balthazar abajo, se mostraron casi impacientes por dejarnos solos.
De camino a las escaleras de piedra, dije:
—Dentro de una semana, ya nos habrán encargado la tarta de boda.
—Solo quieren que seas feliz.
En el tono de voz de Balthazar percibí cuánto seguía deseando ser la persona que me hiciera feliz.
—Balthazar, sé que es divertido pasar tiempo juntos, y eres genial, pero tú y yo no… —Incómoda, le di la vuelta a la tortilla—. ¿Qué puedes ver en alguien de mi edad?
—Yo no soy tan distinto a ti. Sé que debería serlo, pero no lo soy. —Me escrutó con curiosidad—. ¿No te has dado cuenta de que aquí todos los alumnos actuamos como adolescentes? ¿Incluso los que son mayores que yo?
—Bueno, sí. Pensaba que era solo… por inseguridad. Por no tener un lugar en el mundo.
—En parte sí. Pero la madurez no es algo puramente emocional, Bianca. También es física. Los que morimos jóvenes, jamás nos haremos adultos del todo. Por muchos siglos de experiencia que acumulemos, por muchas cosas que vivamos. No podemos cambiar. —Balthazar parecía distraído, casi melancólico, pero entonces se irguió y me sonrió afablemente—. Pero no te preocupes. Por nosotros, quiero decir. No estoy confundido.
—Bien —dije, pero no me quedé del todo convencida.
Cuando regresé a mi habitación era bastante tarde, pero Raquel no estaba. Al parecer, había encontrado un lugar estupendo donde esconderse. Me puse el pijama y aproveché la intimidad para beberme un termo entero de sangre antes de acostarme. Ya había bebido más que suficiente en casa de mis padres, pero estaba harta de despertarme con hambre a las tres de la madrugada. Al menos dormiría de un tirón por una vez, pensé.
No lo hice, pero por un motivo enteramente distinto. Un par de horas después de acostarme, me desperté cuando Raquel me tocó en el hombro y me susurró:
—¿Bianca?
—¿Hummm? —Me di la vuelta y la miré en la oscuridad. Al principio, estaba tan dormida que no me acordé de mi enfado con ella—. ¿Qué pasa?
—Tenemos que hablar.
—Oh, vale. —Entonces recordé que estaba enfadada, pero no me pareció importante. Raquel estaba pálida y en sus ojos vi el mismo miedo intangible que recordaba del año anterior, cuando Erich había estado acechándola. Me senté en la cama y me aparté el pelo de la cara—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te asustaste tanto cuando te hablé de fantasmas?
—Primero tienes que decirme la verdad. —Raquel inspiró tan fuerte que las ventanas de la nariz se le ensancharon—. ¿Has visto un fantasma aquí?
—No en nuestra habitación, pero vi uno arriba en la torre. Creo que era un fantasma. —No podía decirle que estaba segura sin desvelarle el porqué, lo cual me pareció una mala idea. Raquel estaba tan aterrorizada por los fantasmas que no creí que fuera a gustarle saber que también estaba rodeada de vampiros.
Para mi sorpresa, ella pareció aliviada.
—Pero ¿no fue aquí? ¿No se acercó a mí?
—No. En absoluto.
—¿Cómo era?
Pensé que, si se lo describía todo, volvería a asustarla, de manera que no entré en detalles.
—Era un hombre. De unos cincuenta años, diría yo. Tenía el pelo y la barba oscuros y muy largos, como en un cuadro antiguo. Tuve la impresión de que era de hace siglos. Y sé que no me lo imaginé. Era real.
—Estás segura de que no era viejo. ¿Seguro que no era un viejo, un poco cheposo? —Cuando asentí, ella se puso el puño en la boca mordiéndoselo. Me di cuenta de que estaba intentando contener las lágrimas.
—¿De qué va esto? —Al principio, Raquel no dijo nada, quizá porque no podía—. Raquel, me da la impresión de que sabes más de fantasmas de lo que dices.
Ella dejó caer la mano. Había una pequeña medialuna de sangre en la piel de su dedo pulgar.
—Hay algo en casa de mis padres.
—Algo… ¿Te refieres a un fantasma?
—El viejo —dijo—. Delgado y huesudo. Calvo. Lo veo desde que era pequeña. Entonces no lo veía con mucha frecuencia, y casi siempre se me aparecía en sueños, por lo que a veces creía que me lo estaba imaginando.
Raquel parecía razonable, incluso calmada, pero empezó a temblar de la cabeza a los pies.
—Hace un par de años, cuando me hice mayor, empecé a verlo más a menudo, y entonces supe que no me lo había imaginado. Me esperaba por la noche, cuando podía asustarme. Le gustaba asustarme. Si es que es un hombre. A lo mejor tiene ese aspecto, pero puede que no sea un hombre. A lo mejor solo es una cosa. Una cosa vieja y cruel cargada de odio. Porque me odia. Siempre me ha odiado.
—¿Qué dijeron tus padres? —Nada más decir aquellas palabras, quise retirarlas. Desde que la conocía, Raquel siempre me repetía que sus padres nunca hacían caso de sus miedos. Aquella era una de las cosas que habían ignorado, dejándola sola—. No te creyeron.
—Ni tampoco lo hizo mi confesor. Ni mi profesor. Tuve que… cerrar la boca, sabiendo que estaba ahí. Que siempre iba a estarlo, esperándome. Mirándome. Tiene… unos ojos que se te comen. Hasta este verano, eso era todo lo que hacía. Mirar. Yo pensaba que eso sería lo más que haría nunca, y ya estaba acostumbrada a que me mirara, pero entonces… —Se estremeció con tanta violencia que le puse una mano en el hombro para tranquilizarla—. Este verano… por las noches, a veces soñaba que… que estaba encima de mí, forzándome sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Me hacía daño, porque yo siempre me resistía, pero no me podía mover. A veces ocurría todas las noches.
—Oh, Dios mío.
Raquel me miró por fin a los ojos y una lágrima le rodó por la mejilla.
—Bianca, no sé si eran sueños. Llevo toda la vida diciéndome que solo son imaginaciones mías. El año pasado, los ruidos del tejado, la misma maldad que yo percibía con esa cosa en mi casa, la percibo aquí. Siempre la he percibido aquí. Ahora tú también la ves, y sé que es real.
—Es real, de eso no te quepa duda. —No estuve segura de cuánto podía reconfortarla eso—. Pero no es lo mismo que en tu casa. Lo que yo vi no se parecía en nada a eso. —Lo que había visto había sido aterrador, pero parecía ser algo completamente distinto.
—Quizá no. Pero me asusté muchísimo. Aun así, no tendría que haberla pagado contigo. —Raquel bajó la cabeza—. Lo siento.
—Soy yo quien debería disculparse. —Me sentí como una idiota. Raquel no se había comportado de un modo extraño únicamente durante aquella última semana; estaba nerviosa y deprimida desde el principio de curso. Yo me había precipitado dando por sentado que solo era su personalidad enojadiza sin plantearme nunca si el problema podía ser algo más hondo. Vale, era imposible que hubiera podido adivinar que lo que la angustiaba era aquello, pero debería haber sabido que le ocurría algo grave. Había estado tan absorta en mis preocupaciones que me había olvidado de ser su amiga—. Debería haberme esforzado más por hablar contigo. No debería haber pasado de ti como lo he hecho. Lo siento mucho.
—Tranquila. —Raquel sorbió por la nariz. Luego se río a medias, no queriendo, como de costumbre, manifestar sus emociones—. Yo no quería ponerme borde contigo.
—Me lo puedes contar todo. Cuando quieras. Lo digo en serio.
—Lo mismo te digo, ¿vale?
Había tantas cosas que jamás podría contarle, pero asentí de todas formas.
Cuando Raquel se hubo acostado, me quedé despierta pensando en la terrorífica historia que me había contado. No dudé ni un momento de que hubiera dicho la verdad. Balthazar me había tranquilizado diciéndome que la mayoría de los fantasmas rehuían a los vampiros, pero ahora que sabía de lo que eran capaces, no me servía de mucho consuelo.
Lo que había arriba, fuera lo que fuese, era peligroso, al menos para los humanos y quizá para todos nosotros.
—¿P
or qué el amor es un recurso dramático tan frecuente?
La señora Bethany se paseó por el aula, con sus botas de puntera estrecha resonando en el suelo de madera. Entrelazó las manos en la espalda. A aquellas alturas, ya habíamos aprendido que, cuando hablaba en aquel tono de voz, no quería que nadie ofreciera respuestas para sus preguntas. Prefería que mantuviéramos la boca cerrada y prestáramos atención.
—Naturalmente, porque el amor es persuasivo. Pese a lo transitorio que a menudo es, el amor lleva a criaturas totalmente racionales a comportarse de las formas más extrañas. —Miró un momento por la ventana, pero enseguida volvió a clavar sus ojos oscuros en nosotros—. Por tanto, es lógico que Shakespeare utilice el amor romántico como la motivación fundamental de los actos de Romeo y Julieta. Nos preguntamos si los jóvenes actuarían de ese modo. Sabemos que lo harían. De ese modo, la obra resulta creíble.
Me moví nerviosamente en la silla y miré el reloj colgado sobre la puerta. Solo faltaban tres minutos para que terminara la clase.
—No obstante,
Romeo y Julieta
es mucho más que una descripción de las pasiones juveniles. —Deteniéndose justo al lado de mi pupitre, donde olí la fragancia a lavanda que siempre parecía envolverla, la señora Bethany dijo—: Su próximo trabajo, que deberán entregar dentro de una semana, es una redacción de tres páginas exponiendo su opinión sobre los fallos arguméntales de
Romeo y Julieta
. No voy a dar una clase para hablar de ellos; estoy más interesada en los que ustedes puedan definir y defender.
¿Había dicho «fallos»? ¿En
Romeo y Julieta
? ¿Mi obra de teatro favorita?
La señora Bethany se quedó callada, fulminando a toda la clase con la mirada, y, una vez más, tuve la sensación de que me había leído el pensamiento y estaba a punto de abalanzarse sobre mí. Pero, por una vez, su irritación no guardaba ninguna relación conmigo.
—Veo que muchos de los que van a Riverton el fin de semana ya han empezado a desconcentrarse. Esperemos que hayan recobrado sus facultades mentales cuando lleguen los exámenes. Pueden irse.
No fui la primera en salir por la puerta, pero estuve cerca de serlo. Mientras corría por el pasillo, noté que la cara se me iluminaba con una sonrisa. Aunque era consciente de que había una posibilidad de que Lucas no pudiera acudir aquella noche, sabía que lo haría si había alguna manera. Y tenía que haberla.
Justo cuando me disponía a subir las escaleras para ir a mi habitación, vi a Balthazar poniéndose la mochila al hombro. Tuve un antojo que me hizo sonreír, y entonces pensé: «¿Por qué no? Le irá bien a nuestra tapadera». De manera que corrí hacia él y básicamente lo plaqué, saltando de tal forma que él tuvo que cogerme en brazos.
—¡Caramba! —Balthazar me cogió tan fuerte que los pies me quedaron colgando sin tocar el suelo. Me abracé a su cuello y me reí. Él también lo hizo.
—Estás de buen humor.
—Sí.
—Imagino por qué. —Suspiró, dejándome de nuevo en el suelo—. Nos vemos en el autobús.
Balthazar estaba infringiendo la regla tácita de que el «prototipo Medianoche» no se mezclaba con los alumnos humanos en las visitas a Riverton. Creo que la mayoría de los humanos pensaban que respondía a una especie de esnobismo: los pijos excluyendo a los que no lo eran, y en parte tenían razón. Pero, principalmente, los vampiros temían revelar su ignorancia del siglo
XXI
una vez fuera del entorno de la Academia Medianoche.
Balthazar rompería filas aquella noche. En parte, lo hacía para seguir con la farsa de que estábamos tan colados el uno por el otro que no podíamos pasar separados ni un solo segundo. Además, cuando llegara el momento de marcharme, me había prometido que cuidaría de Raquel, asegurándose de que se divertía.
Hasta entonces, ella y yo íbamos a permanecer juntas, le gustara o no.
—En Riverton no hay nada que hacer —refunfuñó Raquel cuando la cogí por el brazo y la conduje hacia el autobús. Llevaba unas Doc Martens, unos vaqueros y un chaquetón de marinero—. Si quieres que te diga la verdad, preferiría quedarme en la habitación.
—Eso ya lo has hecho demasiado a menudo últimamente. Venga, al menos es algo distinto, ¿no? Podemos comer en el restaurante, y sé que, para variar, tiene que apetecerte algo que no sean bocadillos de atún y membrillo.
—Bueno, visto así… —Echó un vistazo a mi indumentaria: una camisa blanca de chorreras, una falda gris más corta que de costumbre y unos magníficos zapatos de tacón que solo me había puesto dos veces porque me daban vértigo—. Te has puesto guapa para Balthazar, ¿eh?
Me pregunté qué diría Lucas cuando me viera vestida así y empecé a sonreír como una tonta. Raquel se rió, percibiendo mi alegría aunque la malinterpretara. Fuimos brincando hasta el autobús, yo tambaleándome a causa de los tacones, sin importarme que pudieran reírse de nosotras. Balthazar me sentó en su regazo para que Raquel pudiera sentarse con nosotros.
Nos pasamos todo el trayecto riéndonos y hablando, Balthazar esforzándose por ser encantador y conseguir que Raquel se abriera. Pronto, ella se puso a hablarle de ir en monopatín, su afición desde hacía unos años, y a reírse de lo poco que él sabía del tema. En todo el viaje, solo hubo un momento desagradable. Cuando el autobús giró para cruzar el río, noté que Balthazar se ponía rígido y me apretaba el hombro.
Los vampiros odian cruzar agua en movimiento. Pueden soportarlo, pero normalmente necesitan mucho tiempo para hacerse a la idea. Balthazar iba a tener que hacerlo en frío, e iba a costarle. Le cogí de la mano como si estuviéramos coqueteando, para, realmente, darle apoyo. El autobús empezó a cruzar el río. Balthazar cerró los ojos con fuerza.
Sentí náuseas. Me dio la impresión de que me quedaba sin aire y ya no supe si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. Todo se volvió oscuro y se llenó de lucecitas, como a veces ocurre cuando uno se levanta demasiado deprisa. Apreté con más fuerza la mano de Balthazar; su palma estaba tan fría y sudada como se había puesto la mía.