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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Adicción (13 page)

Sin hacer ningún ruido, abrí la pesada puerta y la crucé. Era tentador soltarla y echar a correr, pero tuve que ser paciente y acompañarla para que se cerrase silenciosamente. Luego subí, captando cualquier leve sonido: un grifo goteando, alguien roncando, incluso el chasquido de un flexo al apagarse.

Al final de la escalera de caracol estaban los archivos. Abrí la puerta, esquivando una lluvia de telarañas y polvo. Fuera, la gárgola me miró suspicazmente a través de la ventana. Había cajas apiladas y baúles en todos los rincones, muchos de ellos con inscripciones o letras escritas con una caligrafía rígida y extraña que nadie utilizaba ya. Aquellas cajas contenían datos sobre los incontables alumnos que habían pasado por Medianoche, la mayoría vampiros.

«Piensa. Quieren saber por qué están aquí los alumnos humanos, no los vampiros. Pero si descubres algo sobre los vampiros de Medianoche, a lo mejor descubres algo sobre los humanos».

Se me ocurrió una idea: ¿y si los alumnos humanos tenían alguna relación con los vampiros? ¿Y si eran sus parientes, o incluso sus descendientes?

Motivada, fui a abrir el baúl más próximo, pero vacilé. La última vez que había estado en aquella estancia, habíamos encontrado los restos de un vampiro muerto en uno de aquellos baúles. La señora Bethany no podía haber dejado allí el cráneo de Erich para que se pudriera, ¿no?

Abrí cautelosamente la tapa unos pocos centímetros y miré dentro. No había ningún cráneo. Suspirando aliviada, terminé de abrirla y saqué varias hojas de papel al azar. Iba a tener que leer muchísimo material para averiguar si mi teoría era correcta, y lo mismo me daba empezar por un sitio que por otro.

Entonces, en el rincón del baúl, atisbé un movimiento. Vi la oscura y diminuta cola de un ratón escondiéndose.

Sin pensarlo dos veces, lo cogí y lo mordí.

Solo chilló una vez. No supe si se había retorcido. Lo único que supe fue que la sangre me estaba llenando la boca, sangre auténtica, sangre fresca, saliendo a borbotones contra mi lengua. Fue como morder unas jugosas uvas en un sofocante día de estío, salvo que la sangre estaba más caliente y me supo más dulce e incluso mejor. Los últimos latidos del ratón me palpitaron en los labios mientras tomaba un segundo sorbo, un tercero, y finalmente cesaron.

Aparté el ratón, y tras observar su cadáver me entraron arcadas.

«¡Qué asco!». Escupí un par de veces, intentando quitarme de los labios cualquier pelo o bicho del ratón. Arrojé su pequeño cadáver a un rincón, donde cayó inerte. Aunque me limpié varias veces la boca con la manga, no pude olvidar el regusto a sangre…

… que seguía sabiéndome magníficamente bien.

«Al menos, no lo he hecho delante de Lucas —pensé—. De ahora en adelante, voy a tomar mucha más sangre a la hora de comer. Tres litros, si es necesario».

Mi pérdida de control me alteró tanto que tuve ganas de regresar a mi habitación y ocultarme bajo las mantas. Pero no lo hice; subir hasta allí no había sido fácil, y no estaba dispuesta a desperdiciar el viaje. Haciendo todo lo posible por olvidar lo que acababa de ocurrir, comencé a leer: «Maxime O'Connor, fallecido en Filadelfia…».

El vaho de mi aliento era tan denso que por un momento apenas pude ver nada.

«No pensaba que hiciera tanto frío». Tiritando, me abracé el cuerpo, notando el frío incluso a través de la bata. El papel, seco y amarillento, crujió entre mis dedos temblorosos. «No, estoy segura de que hace unos segundos no hacía tanto frío».

Las paredes comenzaron a llenarse de escarcha.

Hipnotizada, vi cómo cubría la piedra de espectrales vetas azules que crepitaron al entrecruzarse y dividirse en un millar de ramificaciones distintas. La escarcha fue trepando hasta el techo como una labor de encaje, recubriéndolo de algo escamoso y blanco. Unos cuantos cristales de nieve plateados se quedaron suspendidos en el aire.

El terror que sentía me impedía reaccionar; era incapaz de gritar, correr ni hacer nada salvo tiritar e intentar creerme lo que estaba sucediendo. Alargué las manos, sin apenas notar que tenía los dedos rojos y entumecidos debido al frío; quería tocar los cristales de nieve que flotaban en el aire para convencerme de que aquello era real.

«Ojalá estuviera aquí Lucas… mamá… Balthazar… alguien, cualquiera. Oh, Dios mío, ¿qué está pasando?». Respiraba entrecortadamente y casi me sentía mareada.

Pese al miedo, no pude evitar reparar en que la escena era hermosa, delicada y etérea, como si me encontrara dentro del palacio de cristal de una de esas bolas transparentes donde nieva cuando las agitan.

El hielo crepitó tan fuerte que di un respingo. Con los ojos abiertos de par en par, vi cómo la escarcha fue avanzando por la ventana hasta cubrirla por completo, tapando la gárgola e incluso impidiendo el paso de la luz de la luna. La estancia poseía ahora su propia luz. En la ventana, las numerosas vetas de escarcha tomaron direcciones distintas siguiendo una misteriosa pauta que dibujaba una forma reconocible.

Un rostro.

El hombre de escarcha estaba tan bien dibujado como cualquier ilustración de un libro. Tenía el pelo largo y oscuro, rodeándole el rostro como una nube. Me recordó a viejos dibujos que había visto de capitanes de barco del siglo
XVIII
. Su rostro esculpido en el hielo tenía tanto detalle que parecía que me estuviera mirando. Era la imagen más vívida que había visto jamás.

Entonces se me heló el corazón al darme cuenta de que me estaba mirando de verdad.

Sus labios se movieron, las vetas de escarcha redibujaron su boca para pronunciar algo que no pude descifrar. Muda del susto, negué con la cabeza.

Él cerró los ojos. El aire que me rodeaba se volvió más frío aún… tan frío que dolía…

El hielo de la ventana estalló y los fragmentos vinieron hacia mí con la forma de su rostro, esta vez en tres dimensiones, acercándose y gritando con una voz hecha del sonido del cristal al romperse.

—¡Basta!

Luego los fragmentos de hielo cayeron sin apenas hacer ruido al suelo, esparciéndose a mi alrededor como confeti: eran tan diminutos que se derritieron al instante. Cuando la escarcha desapareció de las paredes y las ventanas y la estancia recobró su temperatura normal, comenzaron a caer sobre mí las gotas de agua que el hielo del techo formaba al fundirse.

Me senté en el suelo, tan aturdida que no me podía mover. Había estado demasiado asustada para gritar. Lo único en lo que podía pensar mi mente embotada era: «¿Qué demonios ha sido eso?».

En cuanto pude volver a moverme, salí de los archivos como pude, bajé rápidamente las escaleras y me alejé de la torre norte como una flecha, casi sin que me importara que me pillaran. No dejé de correr hasta entrar en mi habitación y meterme debajo de las mantas. Me quedé acostada, con el pelo húmedo y el corazón palpitándome desbocado, incapaz de dormirme, apretando el edredón contra mi pecho mientras intentaba comprender lo que acababa de ocurrir.

¿Podía haber sido una alucinación? Como nunca había tenido ninguna, no podía estar segura. Pero, dado que no tenía fiebre ni me había tomado nada, dudaba que la explicación fuera tan sencilla.

¿Me había quedado dormida sin darme cuenta y me había puesto a soñar? Imposible. Por muy vívidos que se hubieran vuelto últimamente mis sueños, jamás había soñado nada parecido a lo que había ocurrido en los archivos. Aún me notaba los pies fríos y húmedos debido al hielo que se había derretido a mi alrededor.

Se me ocurrió otra explicación que no quise aceptar. «No puede ser. Solo son viejos cuentos que me contaban mis padres. Ni cuando era pequeña creía que pudieran ser reales».

Esa noche no dormí. En la ventana de nuestro dormitorio, el cielo fue palideciendo lentamente hasta que amaneció un día gris y nublado. No mucho después del alba, Raquel se removió, gruñó y se destapó con irritación.

—¿Raquel? —susurré.

Ella me miró parpadeando. Tenía el pelo negro y corto de punta y su camiseta blanca exageradamente grande le dejaba un hombro al descubierto.

—Te has despertado temprano.

—Sí, supongo. —Hice acopio de valor—. Oye, si te pregunto algo que parece un poco… bueno, un poco loco… me dejarás terminar de hablar, ¿vale?

—Por supuesto. —Bajó las piernas de la cama, como si se estuviera preparando para entrar en acción—. Tú me escuchaste el año pasado cuando estaba convencida de que había algo merodeando por el tejado, ¿te acuerdas?

De hecho, algo había estado merodeando por el tejado —un vampiro decidido a hacerle daño—, pero no me pareció buena idea mencionárselo ahora, ni nunca. Con cuidado, dije:

—¿Crees en… bueno, en…?

—¿Dios? No. —Por su sonrisa, supe que se lo estaba tomando a risa para hacérmelo más fácil—. ¿En Papá Noel? Tampoco.

—Eso ya me lo imaginaba. —Tragué saliva—. Te iba a preguntar si crees en fantasmas.

Estaba preparada para que Raquel se riera de mí. ¿Quién podía culparla? Estaba preparada para que me acribillara a preguntas sobre por qué decía eso. Creía que estaba preparada para cualquier reacción suya. Pero me equivocaba.

—Cállate. —Raquel volvió a tumbarse en la cama, poniendo cierta distancia entre las dos—. Haz el favor de callarte ahora mismo.

—Raquel… solo te he preguntado…

—¡He dicho que te calles! —Tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba muy deprisa—. No quiero volver a oírte decir nada sobre eso nunca más. ¿Me entiendes?

Asentí, esperando que eso la tranquilizara. Sin embargo, ella solo pareció más asustada aún. Se levantó de la cama, cogió la toalla de ducha y se dirigió a la puerta con paso airado, aunque todavía faltaban horas para la primera clase. Cerró de un portazo al salir. Desde el fondo del pasillo, oí a Courtney gritar con voz soñolienta:

—¿Qué narices le pasa a la gente?

Ojalá lo supiera. Lo único que sabía era que acababa de ver un hecho inexplicable, y que su sola mención había aterrorizado a Raquel incluso más de lo que la realidad me había asustado a mí.

La adrenalina que había empezado a correr por mis venas en los archivos de la torre norte terminó de hacerlo en mitad de mi clase matinal de Psicología. Estaba tomando notas sobre las teorías de Adler y, un momento después, me sentía como si estuviera a punto de desplomarme sobre el pupitre. Agotada, apoyé la cabeza en una mano e hice lo posible para seguir escribiendo. Cuando terminó la clase, supe que el resto del día se me iba a hacer eterno. Normalmente, habría corrido a mi habitación para dormir un rato, pero podía encontrarme con Raquel y, en ese momento, las cosas entre nosotras eran decididamente extrañas.

Mientras andaba con dificultad por el pasillo, recibiendo empujones por todos los costados de alumnos vestidos de uniforme, vislumbré un rostro amigo.

—Hola, Balthazar. —Mi intención era simplemente saludarlo sin detenerme.

Él me sonrió más afablemente que nunca.

—Hola —murmuró mientras se giraba hacia mí y me pasaba posesivamente un brazo por la espalda. Solo entonces recordé que Balthazar y yo estábamos fingiendo que salíamos juntos. Pegando los labios a mi oído, me susurró—: Al menos, intenta parecer contenta.

—De hecho, me alegro de verte. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

—Claro. Vamos.

Balthazar me condujo a la planta baja del internado. Varias personas se cruzaron con nosotros y me fijé en que algunas enarcaban las cejas y susurraban. Aunque nuestra relación solo era una farsa, no pude evitar sentirme orgullosa de que me vieran con un chico que estaba tan bueno, ni divertirme al imaginar la reacción de Courtney.

Pero, mientras cruzábamos el gran vestíbulo hacia la puerta principal, nos vio otra persona.

A Vic se le borró su perpetua sonrisa cuando me vio cogida de Balthazar, y a mí se me cayó el alma a los pies. Vic y Lucas seguían siendo buenos amigos, y Vic se había arriesgado para hacerme llegar las cartas de Lucas. Viéndome ahora, seguro que pensaba que estaba engañando a Lucas, y yo no podía desmentírselo.

Vic no dijo una palabra. Solo bajó la mirada y fingió estar tremendamente interesado en los cordones de sus zapatos. Yo, por mi parte, actué como si no viera a Vic ni a nadie que no fuera Balthazar.

Juntos, nos dirigimos al final del campus, cerca del bosque. Unas cuantas parejas más estaban sentadas a la sombra no muy lejos de allí. Balthazar se sentó en la gruesa alfombra de tonos rojizos de hojarasca y apoyó su ancha espalda en el tronco de un arce. Yo me senté junto a él y apoyé tímidamente la cabeza en su hombro; pensé que me sentiría incómoda, pero no fue así.

—No deberías tardar mucho en contarles lo nuestro a tus padres. —Balthazar me pasó un brazo por la cintura—. Cuanto antes se convenzan de que estamos juntos, antes podré pedir permiso para sacarte del campus.

—No hay prisa. Veré a Lucas en Riverton el próximo mes y… y entonces podremos aclarar todo esto. Pero me aseguraré de que mis padres se enteren pronto.

Otra mentira. Ya estaba harta de mentiras y la única persona que podía oír toda la verdad estaba demasiado lejos.

—Pareces agotada. ¿Te encuentras bien?

—Anoche no dormí. Vi algo que me asustó, pero no sé ni si yo misma me lo creo, pero aun así tengo que preguntártelo. —Respiré hondo—. ¿Los fantasmas existen?

—Pues claro —respondió él con la misma facilidad que si le hubiera preguntado si había estrellas en el cielo—. ¿No te han hablado tus padres de los espectros?

—Cuando era pequeña, me contaban cuentos de fantasmas y me decían que tuviera cuidado con ellos, pero pensaba que solo eran eso… cuentos de fantasmas.

Balthazar enarcó una ceja.

—¿Sabes?, para ser un vampiro, eres muy escéptica con lo sobrenatural.

—Visto así, me siento como una imbécil.

—Oye, aún eres nueva en esto. Espera a que pasen un par de siglos y serás una experta como yo.

Me asaltaron nuevas preguntas.

—¿Qué más existe? ¿Los hombres lobo? ¿Las brujas? ¿Las momias?

—Los hombre lobo, no. Las brujas, tampoco. Las momias solo están en los museos, al menos que yo sepa. Hay otras fuerzas, pero no estoy seguro de que tengan nombre o cara. Quizá tampoco cuerpo. Son más siniestras y más profundas que eso. —Balthazar guardó silencio un momento y frunció el entrecejo—. Espera. Has dicho que anoche viste algo que te asustó.

—Un fantasma. Un espectro, supongo —dije probando la palabra que solo había oído decir a mis padres en contadas ocasiones.

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